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No puede sorprender el clima polémico que viene acompañando, desde su publicación, a la reciente Sentencia del Tribunal Constitucional que produjo la excarcelación de los miembros de la Mesa de Herri Batasuna, poniendo fin a un recurso de amparo que había sido avocado por el Pleno, porque el contenido de la propia Sentencia y el proceso de su elaboración llegaron ya provistos de una infrecuente carga de conflictividad.

Ese proceso se ha caracterizado por la búsqueda pirandelliana de un autor capaz de poner en pie una representación tan ardua y compleja. Algunos detalles de esa búsqueda se conocen no sólo por los textos escritos, sino por haberse divulgado parte de los trabajos realizados entre bastidores. El autor que recibió el primer encargo abordó la tarea con rigor, con oficio y con estricta sujeción a las reglas escénicas. Pero ese tratamiento correcto no pudo conducir al final feliz que, al parecer, contaba con las preferencias de la mayor parte de los responsables de la decisión. La propuesta fue rechazada y se hizo necesario buscar una persona capaz de dar al asunto el tratamiento que permitiera terminar la obra con el desenlace pretendido, a despecho de su inadecuación al desarrollo del drama que se estaba escribiendo. El nuevo autor cumplió su encargo, siguiendo las pautas marcadas, y su trabajo consiguió la aceptación de la mayoría de los juzgadores, pero sólo porque «acababa bien». El tratamiento, en cambio, gustó a muy pocos. Y surgieron así, entre los responsables de la empresa, espontáneos coautores, que se consideraron en la necesidad de aportar su propia versión. Tres de ellos cambiaron el final. Otros cuatro lo mantuvieron, proponiendo, no obstante, un libro completamente distinto del que ellos mismos habían aceptado. Pero lo que supera la mejor disposición y la más amplia capacidad para comprender este embrollo es que ambos textos fueron escritos por el mismo polivalente sujeto. Demasiados autores, contradicciones inevitables, incoherencia, irracionalidad, confusión y caos. En definitiva, un espectáculo fallido, merecedor de las adversas críticas de que ha sido objeto. Y, lo que es peor, infeliz evento que supera a muchos otros anteriores en la gravedad de los daños causados al prestigio de la empresa responsable.

Pero, dejemos el teatro, para atenernos a la rigurosa realidad. Los miembros de la Mesa de Herri Batasuna interponen recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional contra la Sentencia de 29 de noviembre de 1997, de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que les había condenado a penas de siete años de prisión mayor y otras accesorias, como autores de un delito de colaboración con banda armada.

Los demandantes de amparo se basan, fundamentalmente, en la vulneración de los derechos a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) y en otros motivos, entre los que incluyen la aplicación extensiva in malam partem del artículo 173 del Código Penal derogado, lo que consideran una vulneración del principio de legalidad penal —nullum crimen sine lege—, en su vertiente de garantía criminal.

Un primer proyecto de Sentencia, el redactado por el Ponente Jiménez de Parga, propone la desestimación del recurso, al no encontrar fundadas las alegaciones de los recurrentes. La Ponencia no alcanza la mayoría necesaria, hecho sin precedentes —al menos conocidos— que transciende a la opinión pública y que da lugar a otras filtraciones, como la orientada a difundir una supuesta reivindicación de la competencia exclusiva del Tribunal Supremo respecto a la valoración de las pruebas y el consiguiente rechazo de cualquier decisión que pudiera menoscabar su carácter de última e inapelable instancia penal.

Para conseguir el objetivo propuesto y evitar, a la vez, la confrontación con el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional explora líneas arguméntales distintas de las utilizadas por los recurrentes, que, rechazadas, habían conducido al primer Ponente a proponer la desestimación del recurso, pero que, por otra parte, eran las únicas que, en el supuesto de ser admisibles, habrían podido constituir la fundamentación del amparo.

El nuevo Ponente, el Magistrado Carlos Viver Pi-Sunyer, declarando probados los hechos, basa exclusivamente la vulneración del artículo 24.1 de la Constitución, y en consecuencia el amparo, en la falta de proporcionalidad de la pena, argumento que no esgrimen, ni mencionan siquiera, los recurrentes y que el Tribunal Constitucional había rechazado siempre, al resolver numerosos recursos en que expresamente se alegaba, pero que se utiliza, sin embargo, ahora para conseguir, al fin, la Sentencia excarcelatoria, por ocho votos a favor y cuatro en contra. Tres de estas cuatro últimas posiciones se expresan mediante votos discrepantes individuales. Cuatro de los Magistrados que votaron a favor firman un voto concurrente, que, pese a esta calificación y a pesar también de la escueta manifestación de conformidad con la Sentencia, desarrolla una argumentación plenamente discrepante, basada en la indefensión, considerando que se había desvirtuado el derecho a la presunción de inocencia, toda vez que las pruebas e indicios no podían estimarse «suficientes para afirmar la participación individual de cada uno de los acusados con la organización terrorista». No es preciso insistir demasiado en la perplejidad añadida que produce, como queda señalado, el hecho de que el propio Ponente, Señor Viver, sea, a la vez, el autor de este voto, supuestamente concurrente, al que se adhirieron otros tres Magistrados. Sólo diré que, frente a esa carencia de pruebas que, según el voto particular, impiden atribuir responsabilidades individuales, la Sentencia, en palabras de Mendizábal, reconoce «paladinamente que el Tribunal Supremo no se ha salido ni un ápice del ámbito donde constitucionalmente ha de ejercerse la potestad de juzgar»

Si a los cuatro votos en contra se suman los otros cuatro que tan radicalmente discrepan respecto a los fundamentos del amparo, la mayoría formal —cuya validez y eficacia no se pone en duda— queda trastocada, poniendo de manifiesto una minoría de cuatro frente a ocho, respecto al fondo de la cuestión.

Prescindiendo de estas graves anomalías que afectan al proceso de formación de la voluntad colegiada y del difícilmente explicable divorcio entre la argumentación del recurso y los fundamentos jurídicos de la Sentencia —han sido necesarios nada menos que treinta—, me limitaré a señalar algunas de las imprecisiones, contradicciones y deficiencias que presenta esa argumentación tan inusitadamente prolija, que desemboca en las siguientes conclusiones:

•Los bienes e intereses protegidos en el precepto aplicado tienen suficiente entidad como para justificar la previsión de una norma sancionadora.
• La sanción prevista es idónea para evitar la realización de actos de colaboración con organizaciones terroristas
• La sanción es necesaria, puesto que no se castiga un ejercicio legítimo de los derechos consagrados en los artículos 20 y 23 de la Constitución.
• La sanción, no obstante, es desproporcionada en sentido estricto, porque la norma aplicada no guarda, por su severidad en sí y por el efecto que produce en el ejercicio de las libertades de expresión y de información, una razonable relación con el desvalor que entrañan las conductas sancionadas.

Estas conclusiones se resumen en una: se han producido conductas que deben penarse, pero no tanto. La consecuencia de ese «no tanto», única base de la estimación del recurso, es absurda: impunidad de una conducta que se considera punible, sin apreciar falta de pruebas y sin declaración expresa de inconstitucionalidad del precepto aplicado. Dicho de otra manera, el Ponente ha sido capaz de mezclar en un mismo argumento el ejercicio lícito de la libertad de expresión, el reconocimiento de que la conducta de HB no revestía tal licitud y la asombrosa conclusión de que penalizarla, sin embargo, podía desalentar la participación política.

Rafael de Mendizábal, a cuyo voto discrepante hay que acudir, especialmente por la contundencia de sus argumentos y por la eficacia de éstos para desmontar los fundamentos de la Sentencia, ahondando «hasta la enjundia jurídica, en su dimensión más trascendente, la constitucional» y «desde tal perspectiva», no duda en calificar la Sentencia de «claro error jurídico», sin entrar ni salir «en la oportunidad política o el oportunismo, la incidencia positiva, o no, en el acontecer de cada día, ni en eventuales crisis institucionales». Sus clarificadoras razones son definitivas, pero tal vez sea posible añadir alguna idea.

Aun tratándose de un recurso de amparo, el Tribunal pudo haber suscitado la cuestión interna de inconstitucionalidad y declarar inconstitucional el artículo 173 del Código derogado. La razón esgrimida para no hacerlo es, precisamente, esa condición de precepto sin vigencia. Pero el artículo 576 del Código de 1995 no atenúa, sino que agrava, la punición de la colaboración con banda armada. De no ser así, se hubiera aplicado, por imperativo legal, este último, como ley más favorable. En efecto, la supresión de la redención de penas por el trabajo y, consecuentemente, de la posibilidad de reducir en un tercio el tiempo efectivo de privación de libertad, convierte la prisión de cinco a diez años del vigente Código, aun en su grado mínimo, en una pena más grave que los seis años y un día del Código derogado.

Con los mismos argumentos utilizados en la Sentencia 55/1996, cuyo Ponente fue el mismo que el de la que ahora nos ocupa, hubiera debido ser declarada la inconstitucionalidad del precepto aplicado. Incluso la del correspondiente precepto del nuevo Código, porque su retroactividad no hubiera favorecido a los penados con arreglo a la legislación anterior. Por el contrario, hubiera producido, agravados, los mismos supuestos efectos de falta de proporcionalidad.

La argumentación de la Sentencia condiciona la legitimidad de la sanción a dos exigencias distintas: las «propias del principio de legalidad penal (art. 25.1 CE)» y «además» —expreso reconocimiento por el Ponente de que legalidad y proporcionalidad son conceptos diferentes— a que no produzca, «por su severidad, un sacrificio innecesario o desproporcionado de la libertad de la que privan o un efecto que en otras resoluciones hemos calificado de disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales implicados en la conducta sancionada». Sin embargo, el fallo invoca la legalidad, como único derecho vulnerado, sin referencia alguna a la proporcionalidad de la pena ni a su posible obstaculización del ejercicio de derechos fundamentales.

Con anterioridad a esta Sentencia, el Tribunal Constitucional, como queda dicho, nunca había atribuido valor, en sí mismo, al principio de proporcionalidad, que, por otra parte, como señala en su voto particular el magistrado Rafael de Mendizábal, «no figura por su nombre en la Constitución». Expresamente lo declara así la ya citada Sentencia 55/1996, del mismo Ponente: «El principio de proporcionalidad no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un canon de constitucionalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada». La jurisprudencia lo asocia a otros principios o valores: justicia (Sentencias T C 160/87 y 173/95), Estado de Derecho (Sentencia T C 170/87), interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (Sentencias T C 6/88 y 50/95) o dignidad de la persona (Sentencia T C 170/87).

Como contrapunto de la que estamos comentando, son especialmente dignas de reseñar tres sentencias recaídas en recursos fundamentados sobre la falta de proporcionalidad: La 53/1994 no consideró desmesurada la pena de más de dos años por pescar cangrejos en tiempo de veda. La 55/1996 respetó también las penas de prisión menor (desde dos años, cuatro meses y un día hasta seis años) por la negativa a cumplir la prestación social sustitutoria del Servicio Militar. La 160/1997 tampoco estimó desproporcionalidad en la pena de prisión de seis meses y un año señalada para el hecho de negarse a realizar la prueba de impregnación alcohólica.

Ahora, en cambio, se sienta un peligroso precedente que incitará sucesivos recursos de amparo con apoyo en la desproporcionalidad. Es cierto que el defectuoso sistema de penas de nuestro flamante Código ha provocado la elevación al Parlamento de un informe del Consejo General del Poder Judicial, que deberá concluir en una sustantiva reforma. Pero en tanto ésta no se produzca, el alud de recursos es imparable, como sugería el mal augurio anticipado en el voto particular suscrito por Vicente Conde, de que la decisión descubría «un flanco de consecuencias no previsibles» en detrimento grave del valor de la seguridad jurídica.

La controvertida Sentencia censura, especialmente, la falta de previsión legal para matizar las distintas conductas típicas en función de su diferente gravedad. Este reproche, sobre el que se ha construido el verdadero fundamento del amparo, carece de legitimidad —lo refleja también el voto de Mendizábal— porque la pena establecida, «como todas, puede ser modulada, para menos, a través de las circunstancias modificativas de la responsabilidad, atenuantes, con posibilidad de crear las necesarias a cada ocasión, por analogía, habiéndose utilizado en el caso concreto, con toda prudencia y ecuanimidad, el grado mínimo».

La invocación del efecto desalentador de la sanción para el ejercicio lícito de las libertades de expresión e información, aun reconociendo que, en el caso juzgado, se trataba de un ejercicio ilícito de tales libertades, no se encuentra demasiado lejana, aunque lo parezca, de otras posibles afirmaciones igualmente inconcebibles, como, por ejemplo, que la previsión legal del delito de homicidio desalienta el ejercicio de la legítima defensa. No es ninguna exageración. Por eso, el reproche que hace la Sentencia al precepto penal le parece a Mendizábal el mayor elogio. El efecto disuasorio y el potencial desalentador de la norma constituyen sus más genuinos fines, que son los de prevención de actos ilícitos. Nada permite afirmar que, en el caso que nos ocupa, el precepto pueda disuadir a nadie del libre ejercicio de la democracia y de la libertad de expresión, mediante actos lícitos que no coadyuven, como los sancionados, a la comisión de actos terroristas ni coarten la decisión política de los votantes, mediante la intimidación producida por la incitación a la violencia y por la exhibición de las armas.

En todo caso, parece evidente que semejante fundamentación invade la competencia del legislador, al que, en anterior Sentencia, se reconoce «la potestad exclusiva para configurar los bienes penalmente protegidos, los comportamientos penalmente reprensibles, el tipo y la cuantía de las sanciones penales y la proporción entre las conductas que pretende evitar y las penas con las que intenta conseguirlo».

Ante el resultado anómalo a que ha conducido la argumentación esgrimida en la Sentencia, el Tribunal Constitucional debería haber intentado, al menos, hacer alguna aportación positiva para resolver el conflicto creado, por ejemplo, marcando pautas acerca del margen de discrecionalidad punitiva que habría de prever la norma para que la respuesta penal fuese, en este caso, ajustada a su particular parámetro de proporcionalidad.

Lejos de eso, la Sentencia propicia una situación generalizada de inseguridad jurídica. Antes de la Sentencia, si los jueces o tribunales tenían conocimiento de un caso en que de la rigurosa aplicación de la norma resultaba penada una acción u omisión que a su juicio no debiera serlo, o cuando estimaban la pena notablemente excesiva, debían acudir al Gobierno en exposición razonada acerca de la conveniencia de derogación o modificación del precepto, sin perjuicio de instar la concesión del indulto, previsión expresa en el Código Penal derogado y en el vigente.

La peculiar lógica impuesta por la Sentencia incita a plantear la cuestión de inconstitucionalidad o el recurso de amparo, invocando un principio de proporcionalidad, acaso vulnerado con la imposición de un mínimo de un año de prisión por el robo de un radio cassete o de seis meses por la negativa a someterse a las pruebas de impregnación alcohólica.

Lo difícil sería que tales cuestiones o recursos prosperasen, aunque la Ponencia correspondiese al señor Viver Pi-Sunyer. Como no prosperaron en la Sentencia 55/1996, cuya nueva referencia es ineludible. No se trataba de un recurso de amparo, sino de tres cuestiones de inconstitucionalidad relacionadas con el delito de negativa a cumplir la prestación social sustitutoria del Servicio Militar. Los tres jueces se plantearon racionalmente la duda y acudieron al Tribunal Constitucional, en atención a una importante circunstancia añadida: la pena había sido reducida por el nuevo Código Penal, ya aprobado y en período de vocatio legis. Aun así, el Ponente Señor Viver estimó punible la conducta y consideró idónea, necesaria y proporcionada la sanción.

En las últimas líneas de aquella Sentencia se puede leer: «la trascendencia de las finalidades a las que sirve impide afirmar, desde las estrictas pautas de nuestro control, que existe el desequilibrio medio-fin que situaría la norma al margen de la Constitución». Además de que, en aquel caso, la desproporcionalidad sin inconstitucionalidad ni siquiera se consideró, no puede dejar de sorprendernos que ahora se consideren de entidad inferior las finalidades perseguidas mediante la sanción de los actos de colaboración con organizaciones terroristas.

Hemos de concluir que se han acumulado demasiados hechos y circunstancias que no ayudan a generar la imprescindible confianza en la alta institución garante de nuestro sistema constitucional: el rechazo de la Sentencia redactada por el Ponente designado, en un momento procesal en el que se supone que ya se habían producido deliberaciones para la formación de la voluntad colegiada, al menos en sus líneas fundamentales; la designación de un nuevo Ponente para elaborar un texto en que pudiera fundamentarse un fallo de signo contrario al de la propuesta anterior; la propia fundamentación en la falta de proporcionalidad de la pena, un argumento no alegado por los recurrentes y rechazado sistemáticamente en sentencias anteriores, al resolver recursos en que sí se alegaba; la invasión de competencias del poder legislativo que tal fundamentación supone y la inseguridad jurídica que introduce el reconocimiento de la competencia del Tribunal Constitucional para determinar si una pena establecida legalmente en un precepto, correctamente aplicado a los hechos probados, es o no proporcional a la gravedad de esos hechos; el peligroso precedente que con tal reconocimiento se crea, dada la dificultad de apreciar objetivamente esa proporcionalidad y la natural tendencia de los afectados a negarla; y, finalmente, el dispar posicionamiento de los magistrados (tres de los que votan en contra oponen contundentes argumentos a los fundamentos jurídicos de la Sentencia, mientras el cuarto se abstiene de manifestarse; la mitad de los que votan a favor dejan meridianamente clara, mediante un voto particular, su disconformidad real, mucho más evidente que su apenas expresada manifestación de conformidad), equivalente al hecho insólito de que sólo cuatro de los doce están verdaderamente de acuerdo con el contenido de la Sentencia o, si se prefiere, a la aprobación por una mayoría irreal.

Diputado y Presidente de la Comisión Constitucional del Congreso