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Filadelfia, primavera de 1916. Norman Percevel Rockwell, un joven dibujante talentoso pero desconocido, entra en el Curtis Building, el edificio de estilo neo-georgiano que aloja las oficinas del Saturday Evening Post. Hasta la fecha, su mayor logro ha sido ilustrar varias portadas de Boy’s Life, la revista oficial de los scouts. “Solía sentarme en mi estudio con un ejemplar del Post en las rodillas”, confesaría Rockwell años después. “Debe de haber dos millones de persones mirando esta portada, me decía. Y entonces me imaginaba como un ilustrador famoso, rodeado de admiradoras y agasajado por el editor del Post, George Horace Lorimer”. El muchacho lleva dos pinturas bajo el brazo. Cruza el elegante vestíbulo y siente pánico: Lorimer tiene fama de severo. Pregunta, vacila, llega a la sexta planta, traga saliva y al fin se asoma al despacho. Hay suerte: a Lorimer le gustan sus dibujos y le ofrece 150 dólares por ambos, una suma considerable para los estándares de la época. Ha nacido una de las relaciones más fructíferas de la historia de las revistas.

La timidez de Rockwell es comprensible: cuando un medio tiene tres siglos, conviene extremar el respeto. En realidad, el natalicio del Saturday Evening Post ha sido siempre un asunto discutido. Los editores han reivindicado desde el inicio que desciende de The Pennsylvania Gazzete, periódico fundado en 1729 y dirigido por Benjamin Franklin. Algunos historiadores cuestionan el parentesco de ambas cabeceras. Lo cierto es que en 1821, con el país recién hecho y en plena conquista del Oeste, la revista comenzó a publicarse en Filadelfia bajo su nombre actual. Tras un comienzo brillante, el Post fue languideciendo a lo largo del XIX, hasta que a finales de siglo llegó el tándem que lo elevaría a la gloria: el formado por Cyrus H. K. Curtis y el citado Lorimer.

Curtis, empresario de éxito en el sector editorial, adquirió la cabecera en 1897. Dos años después partió hacia Europa en busca de un director y dejó provisionalmente al mando al joven Lorimer. Cuando éste envió un ejemplar a su jefe para mantenerlo informado de la marcha de su revista, Curtis se dio cuenta de que había encontrado a su hombre y volvió a cruzar el Atlántico. Lorimer llevaría el timón hasta 1936. Bajo su carismático liderazgo, el Post pasó de vender menos de dos mil ejemplares a rozar los tres millones. Introdujo las vistosas portadas que pronto imitaría la competencia, aumentó las páginas, reclutó a los mejores escritores, atrajo a los anunciantes y se ganó el corazón del norteamericano medio. Su exitoso producto, considerado el primer medio de comunicación de masas, marcó el modo de pensar de varias generaciones, puso letra a la Era del Jazz, hizo menos amarga la Gran Depresión y hasta se atrevió a polemizar con Franklin D. Roosevelt. Las legiones de lectores del Post miraban con desdén el esnobismo del New Yorker o la elevación literaria del Atlantic. En el semanario de Lorimer buscaban su ración semanal de sentido común, entretenimiento y conservadurismo juicioso.

La lista de colaboradores del Post provoca la envidia de cualquier otra revista: Edgar Allan Poe, Joseph Conrad, O’ Henry, Rudyard Kipling, Arthur Conan Doyle, Jack London, John Steinbeck, Gilbert K. Chesterton, William Faulkner, F. Scott Fitzgerald, Carson McCullers, Ray Bradbury, Agatha Christie, Somerset Maugham, C. S. Lewis, William Saroyan, J. D. Salinger, John Cheever, John Le Carré, Kurt Vonnegut… El propio Lorimer fue una de las estrellas de la publicación: sus Cartas de un comerciante hecho a sí mismo a su hijo, publicadas desde 1902 y recopiladas luego en un par de libros, conformaban una de las secciones más apreciadas por los lectores. En las epístolas, John Graham, un próspero hombre de negocios, da a su hijo Pierrepont consejos llenos de sensatez sobre el trabajo, la empresa, el matrimonio y, en suma, la vida. Su estilo quintaesencia el del Post: sencillez, buen humor y principios sólidos.

Por lo que atañe a la ficción, Lorimer impuso la austeridad formal y mantuvo a raya las extravagancias vanguardistas de los autores. Su auctoritas, ganada a pulso tras años de trabajo duro y buen olfato, le aseguraba la obediencia. A su despotismo debemos páginas memorables de la literatura contemporánea. Cuentan, por ejemplo, que Chesterton creó el personaje del Padre Brown para ajustarse a las pretensiones del Post. En un momento de estrechez económica, y movido por los ruegos de su mujer, el príncipe de las paradojas preguntó a su editor:

-¿Sobre qué temas hay más demanda?

-Nada que vaya con usted –fue la respuesta-. Lo único que he sabido últimamente es que el Saturday Evening Post anda escaso de historias policíacas.

Dicho y hecho: Chesterton modeló al instante la figura del cura-detective y esbozó su primer episodio, La cruz azul (que, por las veleidades del mundo editorial, fue finalmente publicado en Storyteller; el Padre Brown visitaría después varias veces las páginas del Post). El sacerdote inglés no sería el único sabueso invitado por Lorimer, ya que, a diferencia de publicaciones más exquisitas, el Post no dudó en amoldarse a los gustos del gran público a través de la literatura de género -policíaco, del Oeste, de aventuras o de ciencia-ficción-, sin renunciar nunca a la calidad.

Aunque el Saturday Evening Post publicó muchas novelas por entregas, el relato breve se fue consolidando como su género estelar. Ya en 1843, mucho antes de que comenzase el reinado de Lorimer, sus páginas acogieron El gato negro de Poe. En las primeras décadas del XX, casi todos los maestros de la narrativa breve pasaron por la revista. El New Yorker se ha quedado con la fama, pero las antologías están llenas de relatos publicados originalmente en el Post, desde las luminosas historias de Scott Fitzgerald hasta joyas como La geometría del amor, de Cheever.

Además de una ventana a millones de hogares de clase media, para muchos escritores el Post fue, en sus días de gloria, una suculenta fuente de ingresos. Fitzgerald, derrochador crónico, apreciaba especialmente sus novelas, pero vivía a costa de sus colaboraciones en revistas. A finales de los años 20, cobraba de la Curtis Publishing Company unos 4.000 dólares por cada relato, que despilfarraba a la velocidad de la luz en sus fiestas legendarias. En cambio, su amigo Ernest Hemingway nunca logró que publicasen ninguno de los cuentos que envió en su juventud. P. D. Wodehouse vivió al borde la ruina hasta que una de sus novelas fue seleccionada por Lorimer, lo que le abrió las puertas del éxito. También Hollywood se nutrió de las páginas del semanario. Sólo un par de ejemplos: El hombre tranquilo, obra maestra de John Ford, se basa en un relato de Maurice Walsh publicado en 1933, al igual que Valor de ley (True Grit), que apareció en tres entregas en 1968 antes de que John Wayne protagonizase la historia en las pantallas.

Pero si una imagen vale más que mil palabras, el Post estará eternamente asociado a su ilustrador estrella, Norman Rockwell. Pese al desprecio impostado de ciertos críticos de su tiempo, Rockwell es uno de los pintores más reproducidos de la historia. Su obra no está encerrada en los museos, sino que sobrevive en pósters, láminas, tazas y camisetas. Muchas de sus trescientas portadas permanecen en el imaginario colectivo como el mejor retrato de una Norteamérica que aún no había perdido la inocencia. Sus muchachas de rizos dorados, sus niños pícaros, sus jugadores de béisbol y sus obreros llenos de dignidad pueblan la mitología del sueño americano. Por supuesto, no fue el único dibujante distinguido que pasó por la cabecera. Joseph C. Leyendecker precedió a su amigo Rockwell en el papel de ilustrador-franquicia, mientras que John Falter basó su fama en las escenas del Medio Oeste. También había espacio para los viñetistas: la serie Hazel, dibujada por Ted Key, se hizo tan popular que fue adaptada en televisión y sobrevivió cinco décadas. Incluso la publicidad, supervisada personalmente por Lorimer, era en aquellos días hermosa y elegante.

La edad de oro se esfumó a finales de los 50, con el auge de la televisión y los incipientes cambios sociológicos. Luego llegaron los hippies y la psicodelia, la polarización ideológica y la rebeldía sin causa, y el Post, huérfano de Lorimer, se acatarró. En un intento por mantenerlo con vida, el consejo editorial redujo el espacio de la ficción, buscó temas más actuales y -¡horror!- decidió sustituir las ilustraciones por fotografías. Todo fue en vano. En 1969, la revista fue condenada por difamación –había acusado a dos entrenadores de fútbol americano de amañar un partido- y sentenciada a pagar tres millones de dólares. Aquello significó la quiebra de la empresa editora. Tras dos años sin imprimirse, la publicación fue adquirida por la familia SerVaas, que trasladó la sede a Indianápolis y redujo la periodicidad. Siguieron décadas grises. El Post mantuvo un buen puñado de suscriptores, pero desapareció de los quioscos y se especializó en temas de salud. En la práctica, la compañía sobrevivió gracias a los millones que generan las ilustraciones de Rockwell.

El año pasado, los SerVaas anunciaron un ambicioso relanzamiento de la revista. La sede ha vuelto a Filadelfia. Tras el rediseño, la cabecera destaca la palabra Post y esconde lo de “Saturday Evening”, entre otras cosas porque ahora sólo se publica seis veces al año. Han convocado un concurso para buscar autores prometedores de ficción y han rejuvenecido el estilo de las ilustraciones, aunque mantienen la nostalgia rockwelliana. Ante todo, tratan de convencer a sus potenciales lectores de que su publicación no se extinguió hace cincuenta años. En verdad, el reto parece difícil, pues no corren buenos tiempos para las revistas en papel: Newsweek dejó de hace un año y Time ha anunciado medio millar de despidos. La narrativa casi ha desaparecido de las publicaciones periódicas. Por otro lado, cuesta creer que en los tiempos de Obama pueda triunfar el mismo estilo que en los de Calvin Coolidge.

“El Saturday Evening Post es una marca venerable, así que es importante no causar grandes sobresaltos a nuestros lectores fieles. Conservaremos el corazón y el espíritu de la revista al tiempo que la modernizamos”, ha prometido Steven Slon, director editorial. Si de verdad quieren triunfar en su empresa, los editores deberán seguir fielmente los consejos que Lorimer plasmó en sus exitosas cartas. He aquí un par de frases que deberían estar enmarcadas en el despacho de Slon: “Te conviene estar siempre recogiendo información acerca del negocio y cazarla al vuelo igual que una persona sensata caza a un mosquito: la primera vez que se pose junto a ti. Por descontado que puede que uno disponga de más de una oportunidad, pero lo más probable es que, si fallas la primera vez, hayas perdido algo de sangre cuando llegue la segunda”.