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La reciente crisis territorial española ha vuelto a poner de manifiesto el adanismo con el que tendemos a analizar y encarar los problemas políticos, y en consecuencia, los sociales y económicos. Como si la sociedad se construyera ex novo con los anhelos de cada generación, buscamos soluciones “totales” para nuestras aspiraciones, que devienen así en legítimas por el mero hecho de ser las nuestras. A continuación, los sentimientos parecen explicarlo todo, o peor aún, justificarlo todo.

Sin embargo, olvidamos que estamos moldeados en lo más profundo por ideas y valores construidos por personajes históricos que nos precedieron con su lucha por un orden social justo para afrontar una realidad crecientemente compleja y dinámica. Partimos de un acervo que debemos recordar y reafirmar ante una crisis como la catalana, construida en gran medida en el olvido de esta secuencia. Las democracias liberales han sido negligentes a la hora de transmitir el éxito de este continuum histórico-político, y de ello hay lecciones que extraer. El filósofo alemán Markus Gabriel habla de “campos de sentido” como la ética, la política o el derecho que complementan una realidad que no es idéntica a la naturaleza. Sin tenerlos en cuenta, cualquier diagnóstico de la realidad será parcial y, por tanto, de poca utilidad racional por más fácil que sea de vender.

Este olvido ha dejado el campo expedito para movimientos políticos que han aprovechado estas fallas, reparables, del sistema para hacer de forma oportunista una enmienda a la totalidad que, además de inmerecida, supone un brindis al sol en la peor de las tradiciones de movimientos que ofrecen paraísos que nunca existieron o futuros de segunda mano. Los logros han sido muchos y el error está en que debimos afanarnos más en explicarlos. El uso extendido e indiscriminado de etiquetas como “fascista” u “opresor” en sociedades democráticas nos alerta de este relativismo histórico-moral y es muestra evidente de un proceso que ha facilitado el ascenso del uso falsario de la realidad con la utilización de la así llamada posverdad, tan propia de los movimientos populistas.

Nos encontramos inmersos en una crisis política y moral innegable

A este olvido histórico, nuevo en Europa, se añade en España otro aspecto más coyuntural: la falta de estrategia de respuesta al desafío por parte del Estado en su conjunto. Eso que se conoce como “el relato”, se ha dejado imprudentemente en manos del adversario, mejor financiado y estructurado, y que ha tomado la iniciativa para beneficiarse de la anticipación, sin encontrar más oposición, hasta que no se ha elegido al reto final, que argumentarios coyunturales bienintencionados pero ineficaces por falta de intensidad e inversión en medios.

La estrategia

La estrategia independentista comprendió muy bien desde el principio que, cuando se parte de una posición de debilidad, se impone un ejercicio de inteligencia superior. Y ellos han aplicado esta lógica, más cercana al ideal griego frente a un Estado, poder instituido, legalista, más romano. Si el Estado ha sido el fuerte Aquiles, el independentismo parece haber emulado a Ulises, más apto en ardides, trucos y disimulos para la supervivencia, consciente de su inferioridad real de partida en su estrategia troyana y viajera. No es casual que el independentismo se haya referido en alguna ocasión al Procés como un particular “viaje a Ítaca”. En términos estratégicos la batalla está clara, SunTzu frente a Clausewitz o, como dice el Eclesiastes 9:11, “Ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes… sino que tiempo y ocasión acontecen a todos”.

Cuando Artur Mas tuvo que llegar en helicóptero al Parlament en 2011, un punto álgido de la crisis, el entonces president pareció aplicarse una de las lecciones básicas de El arte de la guerra: “Si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Desde entonces, el catalanismo moderantista ha estado en manos de partidos y organizaciones antisistema, que son quienes han conducido el procés. Algunos han minimizado la gravedad de las sesiones en el Parlament de los pasados 6 y 7 de septiembre. Las han considerado instrumentales para decisiones más allá del reglamento estatutario, pero dentro de los límites formales de la democracia liberal y consensual que nos rige y que, aparentemente, todos defendemos. Sin embargo, aquellas votaciones que se efectuaron sin concurso de la oposición y violentando el orden constitucional y el reglamento de la Cámara para aprobar leyes de desconexión y referéndum, tienen base ideológica en teóricos políticos del siglo XX que, en su momento, dieron soporte intelectual a otros movimientos. No son hechos espontáneos.

La regresión a la democracia “aclamativa”

Para justificar este golpe de mano, se ha apelado a la democracia directa y radical que sella la legitimidad del asalto al poder. Nada nuevo en la historia. Recordemos al alemán Carl Schmitt (1888-1985), que defendía una “democracia aclamativa” contra lo que él consideraba protocolos y reglamentos que bajo la coartada de la libertad finalmente servían para defender un orden burgués y liberal que enmascaraba privilegios de clase. Frente a la democracia formal de representación, el “pueblo” tenía que establecer un “mandato imperativo” que dotara al Estado, a la nación homogénea, de un camino providencial, mesiánico, de redención nacional. Viene también al caso esta mención a la uniformidad social, pues en sus propias palabras “a la democracia pertenece necesariamente en primer lugar la homogeneidad y en segundo, en caso necesario, la separación o eliminación de lo heterogéneo”.

Las llamadas al “un sol poble” no proceden en una sociedad plural y en una democracia parlamentaria europea. El filósofo político Daniel Innerarity criticaba recientemente el marco general de cariz schmittiano con el que se tiende a plantear la confrontación política en esta etapa tan contaminada por el populismo: “el esquema de de una oposición entre un poder absoluto y unos individuos desasistidos pertenece a una metafísica del poder que ya no es operativa”.

Cabe reivindicar, por el contrario, a otro intelectual que se preocupó y ocupó de la teoría democrática, como fue el caso del economista e intelectual austro-estadounidense Joseph Alois Schumpeter. Motivos no le faltaron para su empeño analítico, testigo como fue de la etapa de entreguerras, ese sumidero de las democracias occidentales que condujo a la Segunda Guerra Mundial. Schumpeter decía que en sociedades irremediablemente plurales, con ciudadanos con preferencias diversas, no cabía imponer objetivos totales y abarcadores. En sociedades dinámicas y modernas se producen desavenencias en cuestiones de principio que no se corrigen excusándose en una voluntad general universal. Apelando a la racionalidad, a la competencia de ideas entre individuos libres y responsables (aunque falibles), Schumpeter entendía la democracia como un método político en el que el pueblo, como elector, opta periódicamente por sus líderes, que a su vez competían por aplicar unas políticas u otras, y no por un proyecto totalizador de una sociedad homogénea que no existe.

La fragilidad emergente

Estamos demasiado lejos de los estragos a los que dio lugar el régimen totalitario al que, entre otros, Schmitt inspiró y Schumpeter padeció. Salvando las distancias conceptuales y temporales, debemos combatir el marchamo supremacista de declaraciones de líderes independentistas, para quienes los votantes del PSC, Cs o el PP no serían “auténticos catalanes”. También Schmitt sirve aquí como alerta temprana: buenas intenciones pueden llevar a consecuencias insospechadas. Hechos inesperados, de baja probabilidad y relativamente fáciles de explicar retrospectivamente, a los que Nassim Taleb denominó “cisnes negros”, pueden tener consecuencias de gran impacto económico.

Salvando las distancias conceptuales y temporales, debemos combatir el marchamo supremacista de declaraciones de líderes independentistas

Pese a la fortaleza histórica de la sociedad civil catalana y su tejido empresarial, cabe preguntarse si un acontecimiento de este tipo sobrevuela Cataluña, vistas las típicas alertas de riesgo alto como la división social e incluso familiar, la subsiguiente fuga de empresas y la crisis de representación democrática. En un escenario de crisis económica global muy reciente y de latente conflicto político global que se ha agravado en estos días, esta situación debería haberse previsto. Lo cierto es que los acontecimientos vividos y sus consecuencias no han causado sorpresa una vez desencadenados, pero sí se consideraron casi imposibles o muy improbables en fechas no muy lejanas. Proyectemos a futuro la experiencia vivida y combinémosla con un contexto internacional complejo: como mínimo la fragilidad del sistema se incrementará y un fenómeno de histéresis proyectará en negativo en el medio plazo, lo que hará difícil la recuperación de daños.

La razonabilidad política

Es conveniente moderar entusiasmos y anhelos políticos en unas sociedades irremediable e irreversiblemente plurales y felizmente mestizas como lo son la catalana, la española y las europeas. Alertaba Popper de que “la mayoría nunca establece lo que está bien o mal” porque “la mayoría también puede equivocarse”. Dejando de lado que el independentismo no ha tenido mayoría de votos en las elecciones autonómicas que se han celebrado hasta ahora, cabe recordar la recurrente denuncia de Popper ante el hecho histórico incontestable de que “el paraíso en la tierra nunca produjo nada, sino un infierno”. Releyendo a Popper, a Isaiah Berlin, a Albert Camus, uno se pregunta qué más tendría que haber ocurrido en el siglo XX para que consideráramos con más cautela determinados movimientos políticos de signo nacionalista o de masas (populistas), o que conjugan ambos elementos a la vez, como es el caso del nacionalpopulismo independentista.

De nuevo, Popper reivindicaba “una sociedad abierta en la que los hombres han aprendido a ser hasta cierto punto críticos de los tabúes, y a basar las decisiones en la autoridad de su propia inteligencia”. Su método empírico hablaba de la “falsación”, del descarte de ideas que los datos históricos objetivos nos decían que eran nocivas para el progreso social. El nacionalismo excluyente lo fue y lo es, pero ha sabido ganar la batalla de la comunicación y de las emociones. El imaginario colectivo prima sobre la reflexión individual, huérfana en el concierto mediático, con honrosas excepciones.

Vivimos un momento que Albert Camus definió bien al describir una época empeñada en tirar por la borda todo su acervo intelectual y moral para echarse en brazos de ideologías de masas liberticidas: “Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”.

Vuelve la Historia en una crisis global

Los debates político-sociales del siglo XX parecían cosas de un pasado superado, se hablaba incluso del “final de la historia”, y hemos descubierto, a golpes de realidad inesperada que, en pleno siglo XXI, y en la Europa comunitaria, entramos de lleno otra vez en el decurso de una historia frágil que está lejos de ofrecernos las certidumbres que dábamos por hechas para devolvernos a un pasado que creíamos superado. La situación de Cataluña es un problema para España y para Europa que en el fondo trasluce un problema mayor, como es el de la falibilidad de la razón para explicar y moldear una realidad menos resistente de lo que dábamos por supuesto a una acción educacional y mediática bien dirigida a los sentimientos y en la que las redes sociales se imponen en beneficio de sus gestores más hábiles y que mejor han anticipado su utilización para la implantación de un pensamiento hegemónico, además de su propio beneficio particular.

La crisis económica y social, la disrupción tecnológica y mediática y la incertidumbre derivada no han contribuido a centrar y sosegar el debate. Todo lo contrario. La internacionalización de la crisis catalana ha demostrado que se trata de un fenómeno global, en sintonía con otros movimientos populistas con apoyos antisistema o de intereses antieuropeos. Hechos que en sí mismo representan bien la lucha de fondo que supone el conflicto entre el repliegue identitario a la tribu y la opción por una sociedad abierta, cooperativa; imperfecta y frágil pero preferible a la aldea hobbesiana movida por el miedo y la desconfianza hacia el vecino. Se ha generado un nivel de fragilidad político alto, una volatilidad social desconocida en los últimos años, todavía no reflejada en mercados pero con un claro potencial de contaminación de los mismos en perjuicio de todos, especialmente del ahorro institucional colectivo y la inversión.

Sin apoyos oficiales internacionales, el procés se transforma en una ficha mal colocada en el dominó global, inquieto por la fragilidad del sistema en los tiempos actuales. Se acerca demasiado a la definición mencionada del “cisne negro”, un riesgo que si se desencadena puede acarrear consecuencias negativas muy importantes.

Estamos ante un debate global en el que no sólo nos jugamos un país, España, y, en alguna medida, la Unión Europea tal como la entendemos hoy, sino un modelo de sociedad que, con todos sus defectos y crisis recurrentes, ha conseguido las mayores cotas de libertad y bienestar social de la historia. La autocrítica debe llevarnos a prestar más atención a la pedagogía histórico-política y moral, a contribuir más al debate de ideas y a rebajar las emociones y posverdades en la esfera pública. Por más humanamente comprensibles que sean ciertas actitudes, no dejan de ser propuestas fáciles e idealizadas ante realidades complejas que requieren respuestas difíciles, realistas y exigentes. Es conveniente construir sobre lo que une y no sobre lo que separa. Más difícil pero mejor.

Abogado-economista por la Universidad de Deusto y Master in Laws and Political Sciences por la London School of Economics. Ex Vicepresidente y Consejero Delegado de Caixa, Consejero Delegado de Banco Sabadell, Director General del BSCH y, actualmente, miembro del Consejo de Administración de Société Générale de Banque, Vicepresidente del Círculo de Empresarios y Operating Partner de Corsair Capital.