Tiempo de lectura: 14 min.

Reproducimos a continuación partes sustantivas de los capítulos I y II del libro del catedrático de Filosofía del Derecho Andrés Ollero, que aparecerá próximamente bajo el sello de la editorial Civitas y que prepublicamos aquí con su autorización. El libro lleva el mismo título que el que encabeza esta ensayo, aunque la edición original va acompañada por un abundante aparato crítico y bibliográfico que ahora no podemos reproducir, por razones obvias de espacio. Los siguientes párrafos, entresacados del prólogo del autor, ofrecen una inmejorable contextualización de lo que éste se ha propuesto en su nuevo libro.

«La Carta de Derechos elaborada por la Unión Europea, incluida hoy en el texto del tratado por el que se diseña para ella una Constitución, movió a los profesores Peter J. Tettinger y Klaus Stern a poner en marcha un Kölner Gemeinschaftkommentar, destinado a estudiar y publicar el tratamiento dispensado por cada uno de los países de la Unión a los citados derechos. Organizaron para ello un grupo de trabajo con profesores procedentes de diversos países europeos; todos ellos, con mayor o menor soltura, germanohablantes. Tras la primera sesión, celebrada en la Universidad de Colonia, se me encargó una ponencia sobre la libertad religiosa en España; […] Entró luego en acción un vicio ya arraigado. La incapacidad para no apurar la copa cuando el contenido lo merece. No es la primera vez que se me propone que redacte un artículo y acaba cobrando formato de libro.

Lo ha facilitado la abundante jurisprudencia constitucional disponible y, sobre todo, su rico contexto doctrinal. […] Metido ya de lleno en la tarea, asistí a una imprevisible campaña de lanzamiento del nonato libro, que le saldrá gratis a la editorial. De pronto, lo laico se puso de moda, hasta convertirse en algunos medios de comunicación en muestra de excelso pedigrí para el aludido de turno. Los gobernantes y sus aledaños descubrieron que eran laicos, con la misma sorpresa con que inopinadamente hubieran descubierto que tenían ombligo. Los medios eclesiásticos no tardaron en darse por aludidos. Así que pasé a escribir sintiéndome en el ojo de tan imprevisto huracán. Afortunadamente, mi habitual falta de realismo me hace concebir esperanzas de salir con vida».

ESTADO LAICO Y RAÍCES CRISTIANAS

La posible inclusión en el Preámbulo de la Constitución europea de una referencia a las raíces cristianas de Europa podría haber servido a algunos como síntoma a la hora evaluar en la práctica el entendimiento de la libertad religiosa en los diversos Estados de la Unión. La población española, como es bien sabido, suscribe de modo abrumadoramente mayoritario la fe católica, sin que falten entre otras minorías significativas las vinculadas a diversas confesiones también cristianas. El empeño del Papa por favorecer la mencionada inclusión fue acogido entre los españoles con indudable respeto, acompañado de una poco disimulable mezcla de sorpresa y curiosidad.

Sorpresa ante lo imprevisto, ya que no en vano la Constitución española de 1978 no contiene, ni en su Preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. Curiosidad ante la posible deriva de la iniciativa. De hecho, el apoyo a dicha propuesta por parte del entonces presidente Aznar, cuando voluntariamente ponía ya fin a su segundo mandato, se recibió con esa actitud distante que al español medio suelen merecer los episodios de «política internacional»; por los que habitualmente no suele sentirse demasiado concernido.

Todo ello podría ser explicado por algunos aduciendo que el español sería un sistema constitucional que suscribiría un modelo de Estado laico, en el sentido de neutro o indiferente ante los credos religiosos; o bien que la sociedad española considera tales asuntos más propios de la intimidad privada que de pública exteriorización. Nada más alejado de la realidad; tanto desde la mera constatación sociológica como desde un punto de vista estrictamente jurídico-constitucional.

Es cierto que nunca han faltado quienes hayan tenido motivos para no darse por enterados. Lo demostró ya el intento de plasmar en el texto constitucional un modelo de tajante separación entre Estado y religión, tras los ajetreados años de formal confesionalidad católica del franquismo. Establecido ya el texto de su artículo 16, que tendremos ocasión de ir analizando, se sucedieron diversas tentativas de verlo reinterpretado; se mantenía la esperanza de que ese punto de vista restrictivo se viera refrendado por la jurisprudencia constitucional. Tampoco en este caso el éxito ha acompañado a la empresa, al menos durante los primeros veinticinco años de andadura de esa máxima instancia interpretativa. No ha dejado, sin embargo, de estar presente en la cotidiana polémica política la apelación a un Estado laico, que vendría exigido por la propia Constitución. Parecen incluso animarse a erigirlo en signo de su propia identidad grupos políticos que han visto sucesivamente periclitados los que los consolidaron históricamente: vinculación a la clase obrera, confesionalidad marxista, etc.

Artículo 16 de la Constitución:

  1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
  2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
  3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones).

No tiene pues nada de extraño que en la campaña electoral al Parlamento Europeo en 2004 se intentara, desde esa óptica, explicar el relativo desinterés de la sociedad española ante una posible exclusión de la referencia al cristianismo en la futura Constitución europea. Para quien encabezaba la candidatura socialista, los españoles consideraban dicha exclusión como una solución equilibrada. Intentar romperla iría en contra del carácter laico de la Unión, violentaría a quienes no tienen ninguna creencia religiosa o profesan otra distinta y alimentaría las corrientes que buscan hoy un choque de civilizaciones; desde la candidatura adversaria, por el contrario, se consideraba deseable su inclusión, que no haría sino reconocer lo obvio.

UN CONCEPTO ENIGMÁTICO

En realidad, para poder dar respuesta al interrogante de si el español es o no hoy en día un Estado laico habría que realizar un doble análisis. Por una parte, sin duda, ahondar en la concreta regulación de los derechos y libertades fundamentales en la Constitución de 1978; pero también determinar qué habríamos de entender por laico, ya que este socorrido calificativo puede reenviar a planteamientos tan diversos entre sí como la laicidad y el laicismo.

Por laicismo habría que entender el diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su centro de gravedad sería más una no contaminación —marcada con atisbos de fundamentalismo, si no de abierta beligerancia— que la indiferencia o la auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que reenvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando, más que neutra, neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión más patológica llevaría incluso a generar una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas podrían acabar viéndose descalificadas como confesionales por el simple hecho de haber encontrado acogida en la doctrina o la moral de al guna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos.

Nada, sin embargo, más opuesto a la laicidad que enclaustrar determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos derivaría inevitablemente de una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público. Así podría estar ocurriendo en la opinión pública española cuando se plantea la defensa de la vida humana prenatal, la libre elección de centros escolares o la protección de la familia monogámica y heterosexual. Esto puede explicar la sorprendente ruindad, gobierne quien gobierne, con que se han abordado las políticas de apoyo a la familia; precisamente en un país que —en buena parte como reflejo paradójico de años de crisis interna en la Iglesia católica— ofrece una de las tasas de natalidad más preocupantemente reducidas de Europa.

ADIÓS A LA CUESTIÓN RELIGIOSA

El texto constitucional ha cumplido ya veinticinco años, lo que supone en España casi un récord dentro de la azarosa historia de tan relevantes normas. Ello se debe, ante todo, a que su gestación estuvo marcada por la decidida voluntad de todos los españoles de olvidar su sangrienta guerra civil, soslayando aquellos problemas —aún latentes— que pudieron contribuir a su estallido. Entre ellos figuró muy en primer lugar, por delante incluso de los nacionalismos independentistas, la llamada cuestión religiosa.

Basta rastrear las soluciones propuestas a lo largo de más de un siglo por los sucesivos y efímeros textos constitucionales para poder trazar una significativa curva de vaivenes ideológicos: confesionalidad católica e invocación inicial a la Santísima Trinidad (1812); constatación de lá religión católica como la que «profesan los españoles» (1837), mantenida luego acompañada de la mera tolerancia de otros cultos (1845); garantía de que ningún español ni extranjero será perseguido por sus creencias, aunque se rechazaran «actos públicos contrarios a la religión» (1856); garantía del ejercicio público o privado de su religión a «los extranjeros residentes en España», extensiva también a los españoles que «profesaran otra religión que la católica» (1869); la frustrada previsión republicana por la que «queda separada la Iglesia del Estado», prohibiendo «subvencionar directa ni indirectamente ningún culto» (1873); vuelta a la confesionalidad católica, con exclusión de toda ceremonia pública ajena a «las de la religión del Estado» (1876); drásticas y detalladas medidas laicistas en la segunda República (1931) y regreso, con el franquismo (1939), a la confesionalidad católica con exclusión de cualquier otra pública manifestación religiosa.

EL DISEÑO CONSTITUCIONAL

El presunto milagro de la transición española a la democracia no se apoyó tanto en aportaciones positivas de particular originalidad como, sobre todo, en una acertada selección de los excesos a evitar. Esta excluyeme dimensión que, en cuanto legislación negativa, encierra la delimitación de todo ámbito constitucional, puede considerarse en este caso particularmente afortunada. La Constitución de 1978 excluye tanto el modelo confesional, reiterado a lo largo de la historia española, como sus efímeras alternativas de separatismo en versión laicista.

Ya el arranque del artículo 16.1 CE descarta toda óptica laicista: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades». Sin perjuicio de la siempre polémica articulación de libertad religiosa, libertad de conciencia y libertad ideológica, se desborda así un planteamiento meramente individualista, que llevaría a identificar la libertad religiosa con la libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública.

LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

Se garantiza pues un ámbito de libertad y una esfera de agere licere, con plena inmunidad de coacción, tanto para adscribirse a una confesión como para negarse a ello. Su despliegue sólo admitirá fronteras muy precisas, por lo que no debe soportar «más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley»; referencia esta última no exenta de polémica por motivos metajurídicos, dado el peculiar pedigree político acrisolado por tal concepto durante el franquismo.

El contenido de esa genérica referencia al orden público, así como el alcance de su carácter de límite único, se verán matizados interpretativamente de modo relevante. Brinda ocasión para ello la denegación a la vulgarmente identificada como secta Moon de la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, que había solicitado. La negativa se basaba en buena medida en la afirmación de que «las técnicas empleadas por dicha Iglesia para la captación de sus miembros» habrían provocado «casos de angustia, desamparo y rupturas familiares». El Tribunal Constitucional enfatiza el «carácter excepcional del orden público como único límite» del ejercicio de la libertad religiosa. Ello «se traduce en la imposibilidad de ser aplicado por los poderes públicos como una cláusula abierta que pueda servir de asiento a meras sospechas sobre posibles comportamientos de futuro y sus hipotéticas consecuencias». Su invocación resultaría pertinente «sólo cuando se ha acreditado en sede judicial la existencia de un peligro cierto».

El dictamen no deja de resultar polémico ante la posibilidad de que deje campo abierto a la acción de las sectas, que produjo en España notable alarma social a finales de los ochenta. Se apuntará, con aire de voto particular, que no se puede ignorar el peligro que para las personas puede derivarse de eventuales actuaciones concretas de determinadas sectas o grupos que, amparándose en la libertad religiosa y de creencias, utilizan métodos de captación que pueden menoscabar el libre desarrollo de la personalidad de sus adeptos; en consecuencia no habría que estimar contraria a la Constitución la excepcional utilización preventiva de la citada cláusula de orden público.

Este énfasis respecto al carácter excepcional, por exclusivo, de tal límite sí parece emparejar a la libertad religiosa con la ideológica, a la hora de graduar el alcance de su protección constitucional. En efecto, determinadas libertades, como las de expresión e información del artículo 20, se verán reconocidas no sólo como derechos fundamentales sino como garantías institucionales; por condicionar la efectividad del pluralismo político como valor superior del ordenamiento. A la libertad ideológica ha atribuido el propio Tribunal Constitucional aún mayor preeminencia, al señalar que no cabría trasladarle los límites de «otros derechos fundamentales», ya que con ello se restringiría «la mayor amplitud con que la Constitución configura el ámbito de aquel derecho».

Cabría plantear si habría que entender lo mismo en relación a la libertad religiosa, dado que el Tribunal alude al artículo 16.1 sin establecer salvedad alguna. Al pronunciarse al respecto, lo hacía pensando sin duda en la libertad ideológica, ya que se ocupaba de un artículo de prensa que podría haber tratado de modo injurioso al Rey. A tal propósito insiste en la necesidad de «destacar la máxima amplitud» con que «está reconocida en el artículo 16.1 de la Constitución, por ser fundamento, juntamente con la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes», de otros derechos fundamentales, «entre ellos, los consagrados en el artículo 20»; afirmación que no parece automáticamente trasladable a la libertad religiosa. En todo caso, a nadie podrá extrañar, después de ello, que la libertad religiosa merezca a su vez un tratamiento de elevado rango, como el que veremos precisado por el artículo 16 en su epígrafe tercero.

A ello es preciso añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado respectivamente como dimensión negativa y dimensión externa de la libertad ideológica y religiosa. La primera se reconoce al rechazar el artículo 16.2 toda práctica inquisitorial: «Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias». Cabría discutir si ello convertiría en anticonstitucionales algunas preguntas que se realizan en formularios de concesiones de becas y algunos otros textos, donde es necesario explicitar, por ejemplo, la religión que se practica; o si la Constitución lo único que hace es garantizar el derecho al silencio, pero no prohibe la posibilidad de formularlas, por más que se adivinen efectos poco deseables.

TODOS TENEMOS CONVICCIONES

De esta nueva equiparación entre concepciones ideológicas y creencias religiosas deriva, en cualquier caso, una elemental exigencia de «laicidad». Para preservar un abierto pluralismo es preciso aceptar una doble realidad: que no hay propuesta civil que no se fundamente directa o indirectamente en alguna convicción; que ha de considerarse por lo demás irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso.

En Europa la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, incluida luego en la Parte II del Tratado que propone una Constitución para Europa, confirma ambos extremos. Alude —dentro del Título II bajo el rótulo «Libertades»— a la «Libertad de pensamiento, de conciencia y de religión», que incluye a su vez la «libertad de cambiar de religión o de convicciones». Igualmente el mandato de «No discriminación» —dentro del Título III bajo el rótulo «Igualdad»— empareja a las que puedan derivarse de «religión o convicciones».

Esto descarta la arraigada querencia laicista a suscribir un planteamiento maniqueo de las convicciones; sobre todo a la hora de proclamar el dudoso postulado de que no cabe imponer convicciones a los demás. Aparte de que parece obvio que la mayor parte de las normas jurídicas existen para lograr que alguien realice una conducta de cuya conveniencia no se muestra suficientemente convencido (sea apropiarse de lo ajeno, negarse a contribuir al procomún o incluso sembrar el terror para lograr objetivos políticos…), no hay fundamento alguno para dirigir tal conseja sólo a quienes no ocultan sus convicciones religiosas, como si los demás estuvieran menos convencidos de sus propios planteamientos. En esto, y sin sobrevenidas segundas intenciones, conserva actualidad la reflexión del sentencioso Juan de Mairena: «Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato?». Y para evitar confusiones lamentables, «¿querría usted decirme cuál es el suyo?».

Incluso por vía inversa, se puso de relieve dicha equivalencia cuando a un objetor de conciencia al servicio militar, que alegó «motivos personales y éticos», se le pretendió negar su condición de tal «por no tratarse de objeción de carácter religioso»1. El otorgamiento de amparo por el Tribunal Constitucional se percibirá como síntoma de secularización, ya que los motivos religiosos habrían dejado de constituir un privilegio exclusivo, para situarnos en el ámbito de un Estado que respeta la libertad de conciencia de sus ciudadanos, con independencia de cuál sea el fundamento ultimo que ha generado la íntima convicción individual; con ello se evitaría toda discriminación entre motivos o alegaciones de carácter religioso y argumentos o motivos no religiosos. Parece claro que aún resultaría más discriminatorio pretender descalificar en el debate civil a determinados ciudadanos sobre los que, pese a no recurrir a argumentos religiosos, se proyecta la inquisitorial sospecha de que puedan estar asumiéndolos como fundamento último de su legítima convicción.

El ejemplo aducido justifica, por otra parte, un breve excurso sobre la dimensión constitucional de la objeción de conciencia. No en vano, ya en el debate constituyente, se plantearon enmiendas que añadían al artículo 16 un epígrafe cuarto, destinado a reconocer de modo específico tal derecho2. […]

Volviendo al hilo de nuestro discurso, no muy distinta a la del objetor sin motivación religiosa fue la situación planteada cuando una entidad bancaria pretendió exigir a un representante sindical datos sobre sus afiliados. Suscribiendo inconscientemente el aludido concepto maniqueo de «convicciones», argumentaba que el «objeto principal del artículo 16.2 son las creencias íntimas sobre los hechos sobrenaturales y el último destino del ser humano y tiene por finalidad garantizar la libertad de convicción de los individuos». En consecuencia, la inquisición sobre la pertenencia de un trabajador a determinado sindicato sería dato sustraído al sigilo constitucional. Para el Tribunal, que no comparte tan estrecho planteamiento, «no puede abrigarse duda alguna de que la afiliación a un sindicato es una opción ideológica protegida por el artículo 16 de la CE»3.

Lo mismo ha de resultar válido en contexto opuesto: sin perjuicio de que en el fuero interno las religiones puedan —o incluso deban— llegar a ser para el creyente algo más que una ideología, resulta indudable que en el ámbito público no deben verse peor tratadas que cualquiera de ellas. La Constitución española al emparejar «libertad ideológica, religiosa y de culto», cierra el paso a la dicotomía laicista, que pretende remitir a lo privado la religión y el culto, reservando el escenario público sólo para un contraste entre ideologías libres de toda sospecha. Nada más ajeno a la laicidad que imponer el laicismo como obligada religión civil.

CONTRA SEPARACIÓN, COOPERACIÓN

Fue sin duda en el epígrafe tercero del artículo que venimos examinando donde surgieron los aspectos más polémicos. Se arranca de una neta declaración de no confesionalidad, por la vía de negar la existencia de cualquier religión de Estado: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Esta ruptura con la confesionalidad no encontrará obstáculo alguno. La polémica se abrirá con la frase que completa el epígrafe: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Se descarta pues la inhibida no contaminación sugerida por el laicismo para dar paso a un novedoso ámbito de cooperación.

En su debate surgirán discrepancias sobre la oportunidad de tal variante, ya que reconocida «la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, resulta cuanto menos supérfluo obligarles a mantener relaciones de cooperación con todas o algunas de las confesiones existentes», suscitándose a la vez el peligro de que «las minoritarias podrían con razón considerarse discriminadas». La polémica resulta sin embargo ociosa para quienes consideran que la redacción de este último párrafo, conseguida laboriosamente, sólo podrá irritar a los creyentes que no han asimilado la doctrina del Concilio Vaticano II, a los creyentes en otras confesiones que se dejen llevar por complejos de inferioridad y a los anticlericales anacrónicos.

El disenso se hace más agudo con motivo de la referencia expresa a la Iglesia católica. No estaba contemplada en el anteproyecto, ya que el epígrafe finalizaba limitándose a aludir a las «relaciones de cooperación», sin precisar posibles interlocutores. Aparece propuesta en varias enmiendas, prosperando finalmente la del grupo centrista, lo que dio paso a uno de los momentos más delicados dentro del consensuado equilibrio mantenido entre los constituyentes. Vueltas las aguas a su cauce, cuando en el Congreso de los Diputados se abre el primer debate general no hay ya apenas referencias relevantes a la cuestión, acaparando el diseño del futuro Estado de las Autonomías el mayor número de alusiones.

El posterior debate específico del artículo 16 en Comisión (apenas veinte páginas del Diario de Sesiones…) sí gira sobre todo en torno a la inclusión de la referencia al catolicismo; no se verá aprobada por unanimidad, a diferencia de lo ocurrido con los epígrafes anteriores, aunque sí por una significativa mayoría. La tensión acaba diluyéndose tras el rápido, aunque formalmente displicente, apoyo de los diputados comunistas, que contrasta con la beligerancia socialista. La alusión al posible agravio comparativo para otras confesiones no alteró el signo de las votaciones en la sesión plenaria. Paradójicamente, será este tercer epígrafe el único que permanezca en adelante inalterado, mientras los dos anteriores experimentan aún retoques de redacción.

El debate decaerá en el Senado. No faltarán enmiendas, acompañadas no pocas veces en su debate en Comisión de solemnes declaraciones de vinculación personal a la Iglesia católica, que pretenden reflejar discrepancias existentes en su seno; pero su respaldo en las votaciones resulta escaso. El panorama no se altera en la sesión plenaria, notablemente breve (apenas nueve páginas en el Diario de Sesiones…). Lo más significativo será que el Grupo Socialista, que ya había pasado en el Congreso del voto en contra a la abstención, retira ahora su voto particular, para no suscitar «una seudoguerra de religión», según el senador socialista Yuste Grijalba. Abundan de nuevo declaraciones de catolicismo por parte de quienes rechazan la mención de dicha confesión. Todo ello suscitará más tarde las críticas de quienes consideran que o bien el Grupo Socialista dejó de entender que tal mención implicaba una confesionalidad solapada, como reiteraron en múltiples ocasiones, o bien decidió admitir que el Estado fuese confesional. El texto del artículo se acabó aprobando sin ningún voto en contra.

Quedaba por dilucidar cuál acabaría siendo el efectivo alcance práctico de la alusión a la Iglesia Católica dentro de este epígrafe constitucional. Unos consideran en adelante obligada la cooperación con la Iglesia Católica, otros asentían aun no considerándolo positivo, mientras hay quienes a la espera de acontecimientos optan por no dramatizar.

 

NOTAS

1 STC 15/1982, A . l y 2.
2 Así ocurre con las n.° 17 y 452 presentadas en el Senado. Cfr. Constitución Española. Trabajos parlamentario, Madrid, Cortes Generales, 1980, t. III, pp. 2676-2677 y 2854.
3 STC 292/1993, A.7,b) y F.

Catedrático de Filosofía moral y política. Universidad Rey Juan Carlos