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Sobre la libertad, el breve ensayo de John Stuart Mill (1806-1873) publicado en 1859, es aún hoy una guía indispensable para entender qué es la libertad de expresión, su origen y sus límites.

Antes de entrar en materia conviene recordar que la teoría sobre la libertad de Stuart Mill funciona solo con la democracia representativa, cuando desaparece la oposición entre gobernantes y gobernados, porque en teoría los gobernantes representan los intereses de los gobernados (véase el capítulo dedicado a John Stuart Mill en Historia de la filosofía política, p. 749 y ss.). Esa condición posibilita la libertad del individuo, pero no la garantiza. La ponen en peligro igualmente los grupos sociales dominantes que puedan surgir y el pueblo.

La teoría sobre la libertad del filósofo del utilitarismo parte del valor último del individuo y de su anhelo de felicidad, que a su vez son condición del progreso social. Para avanzar hacia esa doble meta (felicidad y progreso social), cada individuo, grupo de individuos, el Gobierno y el pueblo no han de inmiscuirse ni en el pensamiento ni en la expresión ni en la acción de cada cual. Este es su principio básico de la libertad.

Al aplicarlo de forma práctica, Stuart Mill reconoce que aunque el pensamiento debe ser absolutamente libre, se ha de limitar la libertad de acción de los individuos para impedir daños al prójimo. Su libro Sobre la libertad es un intento de plasmar este compromiso.

El enfoque de Stuart Mill al problema de los límites –si los hay– a la libertad de expresión pública en la sociedad presupone un público capaz de argumentar civilizadamente. Mientras la discusión siga siendo discusión, ha de permitirse la libertad absoluta, pero cuando se pasa de la palabra a los hechos, puede haber límites (léase el ejemplo del comerciante en trigos que pone el mismo Stuart Mill, citado aquí en este artículo, una especie de escrache de su época). Las circunstancias, por lo tanto, también cuentan a la hora de imponer límites a la libertad. Pero Stuart Mill hila muy fino y ofrece razones para impedir que esas restricciones no abran la puerta a prohibiciones generales a la libertad de acción. Para Stuart Mill hasta el dañarse a sí mismo, si se es un individuo maduro, no da derecho a la intervención del Gobierno.

Veamos a continuación con palabras del pensador británico lo expuesto anteriormente. Las citas están tomadas de John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza editorial, 2017 (prólogo de Isaiah Berlin); los epígrafes son añadido nuestro para facilitar la lectura.

John Stuart Mill: "Sobre la libertad". Alianza editorial
John Stuart Mill, «Sobre la libertad», Madrid, Alianza editorial, 2017 (con prólogo de Isaiah Berlin)
El progreso como condición de libertad

“El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo” (p. 67).

“Llegó un momento […] en el progreso de los negocios humanos, en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo” (p. 69).

Clases dominantes y libertad

“Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior” (p. 75).

“Donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad” (p. 75).

Libertad de conciencia, religiosa y de expresión

“Los grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humano pueda ser responsable ante otros por su creencia religiosa” (p. 77).

“Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo […]. Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y espíritu, el individuo es soberano” (p. 80).

“La libertad humana comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más compresivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella” (pp. 83-84).

Libertad de asociación e individuo

“De esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas” (p. 84).

“La tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo” (p. 86).

Libertad e inmoralidad

“Debe existir la más completa libertad para profesar y discutir, como materia de convicción ética, toda doctrina, por inmoral que pueda ser considerada” (p. 90).

Libertad de expresión como combate del error

“La peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posterioridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error” (p. 91).

Libertad de expresión, refutación e infalibilidad

“Negarse a oír una opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad” (p. 92).

“Existe la más grande diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque oportunamente no ha sido refutada, y suponer que es verdadera a fin de no permitir su refutación. La libertad completa de contradecir y desaprobar una opinión es la condición misma que nos justifica cuando la suponemos verdadera a los fines de la acción; y por ningún otro procedimiento puede el hombre llegar a tener la seguridad racional de estar en lo cierto” (p. 95).

Necesidad de la discusión y de la interpretación de hechos

“El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No solo por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia” (p. 96).

“Muy pocos hechos son capaces de decirnos su propia historia sin necesitar comentarios que pongan de manifiesto su sentido” (p. 96).

Libertad de expresión y espíritu abierto

“¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona? Porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta; porque su costumbre ha sido oír todo cuanto se haya podido decir contra él, aprovechando todo lo que era justo, y explicándose a sí mismo, y cuando había ocasión a los demás, la falsedad de aquello que era falso, porque se ha percatado de que la única manera que tiene el hombre de acercase al total conocimiento de un objeto es oyendo lo que pueda ser dicho de él por personas de todas las opiniones, y estudiando todos los modos de que puede ser considerado por los diferentes caracteres de espíritu” (pp. 96-97).

Libertad de expresión y el abogado del diablo

“La más intolerante de las iglesias, la Iglesia católica romana, hasta en la canonización de un santo admite y oye pacientemente a un ‘abogado del diablo’” (p. 97).

“Las creencias en las que mayor confianza depositamos no tienen más salvaguardia para mantenerse que una permanente invitación a todo el mundo para que pruebe su carencia de fundamento” (p. 98).

“Tener por cierta una proposición mientras haya alguien que negaría su certidumbre si se le permitiera, pero que no se le permite, es afirmar que nosotros mismos y aquellos que piensan como nosotros somos los jueces de la certidumbre y jueces sin oír a la parte contraria” (p. 98).

Libertad de expresión e infalibilidad

“No es el sentirse seguro de una doctrina (sea ella cual sea) lo que llamo yo una presunción de infalibilidad. Esta consiste en tratar de decidir la cuestión para los demás, sin permitirles oír lo que pueda alegarse por la parte contraria” (p. 101).

Libertad de expresión, Sócrates y Jesucristo

“Difícilmente será excesiva la frecuencia con que se recuerde a la humanidad que existió en tiempos un hombre llamado Sócrates, entre el cual y las autoridades legales, con la opinión pública de su tiempo, tuvo lugar una colisión memorable” (p. 102).

“Pasemos al único ejemplo de iniquidad judicial de que puede hacerse mención después de la condena de Sócrates, sin que sea cometer un anticlímax: el que tuvo lugar en el Calvario hace poco más de mil ochocientos años […], fue ignominiosamente muerto, ¿como qué? Como un blasfemo” (p. 103).

“La mayoría de los que ahora se estremecen ante esta conducta hubieran procedido exactamente igual si hubieran nacido judíos y en aquel tiempo” (p. 104).

Libertad como medio de luchar contra la rutina

“La verdad gana más por los errores del hombre que, con el estudio y la preparación debidos, piensa por su cuenta, que con las opiniones verdaderas de quien solo las mantiene por no tomarse la molestia de pensar” (p. 116).

“Por poco dispuesta que se halle una persona a admitir la falsedad de opiniones fuertemente arraigadas en su espíritu, debe pensar que por muy verdaderas que sean, serán tenidas por dogmas muertos y no por verdades vivas, mientras no puedan ser total, frecuente y libremente discutidas” (p. 118).

“Si el cultivo de nuestro entendimiento consiste, con preferencia, en algo, es seguramente en averiguar los fundamentos de nuestras propias opiniones” (p. 119).

Libertad de expresión y las matemáticas

“Lo peculiar de la evidencia de las verdades matemáticas es que todos los argumentos están de un lado. No hay objeciones ni réplicas a las objeciones. Pero en todo asunto sobre el que es posible la diferencia de opiniones, la verdad depende de la conservación de un equilibrio entre dos sistemas de razones contradictorias” (pp. 119-120).

Libertad y escuchar al contrario: el ejemplo de Cicerón

“Es sabido que el orador más grande de la Antigüedad (con una sola excepción) estudiaba siempre el caso de su adversario con tanta o mayor atención que el suyo propio. Lo que Cicerón practicaba con vista a los éxitos forenses debe ser imitado por todos los que estudien un asunto con el fin de llegar a la verdad” (p. 120).

Libertad y verdades incontestables: de nuevo el progreso

“A medida que la humanidad progresa, va constantemente creciendo el número de doctrinas que dejan de ser objeto de discusión o de duda; y el bienestar de la humanidad casi puede medirse por el número y gravedad de las verdades que han conseguido llegar a ser incontestables” (p. 131).

Libertad y espíritu conciliador: contra el sectarismo

“La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es tanto una cuestión de conciliar y combinar contrarios, que muy pocos tienen inteligencia suficientemente capaz e imparcial para hacer un ajuste aproximadamente correcto, y tiene que ser conseguido por el duro procedimiento de una lucha entre combatientes peleando bajo banderas hostiles” (p. 137).

“Reconozco que la tendencia de todas las opiniones a hacerse sectarias no se cura por la más libre discusión, sino que frecuentemente crece y se exacerba con ella, porque la verdad que debió ser, pero no fue vista, es rechazada con la mayor violencia porque se la ve proclamada por personas consideradas como adversarios” (p. 143).

“Una opinión, aunque reducida al silencio, puede ser verdadera. Negar esto es aceptar nuestra propia infalibilidad” (p. 144).

“Como la opinión general o prevaleciente sobre cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, solo por la colisión de opiniones adversas tiene alguna probabilidad de ser reconocida la verdad entera” (p. 144).

“Aunque la opinión admitida fuera no solo verdadera, sino toda la verdad, a menos que pueda ser y sea vigorosa y lealmente discutida, será sostenida por los más de los que la admitan como un prejuicio, con poca comprensión o sentido de sus fundamentos sociales.” (p. 144).

Límites a la libertad de expresión: temple y lealtad

“Mucho se puede decir respecto a la imposibilidad de fijar dónde estos supuestos límites a la libertad de expresión [límites que ha citado antes: que todas las opiniones deben ser templadas y no vayan más allá de los límites de una discusión leal] deben colocarse; pues si el criterio es que no se ofenda a aquellos cuyas opiniones se atacan, pienso que la experiencia atestigua que esta ofensa se produce siempre que el ataque es poderoso” (p. 145).

Libertad de expresión y manipulación

“Indudablemente la manera de afirmar una opinión, aunque sea verdadera, puede ser muy objetable y merecer justamente una severa censura. Pero las principales ofensa de esta especie son tales que, salvo confesiones accidentales, no pueden ser demostradas. La más grave entre ellas es argüir sofísticamente, suprimir hechos o argumentos, exponer inexactamente los elementos del caso o desnaturalizar la opinión contraria” (p. 145).

“Respecto a lo que comúnmente se entiende por una discusión intemperante, especialmente la invectiva, el sarcasmo, el personalismo y cosas análogas, su denuncia atraerá más simpatía si se propusiera siempre su prohibición para ambas partes; pero solo se desea restringir su empleo contra la opinión prevaleciente” (pp. 145-146).

Libertad y estigmatización del contrario

“La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombre malos e inmorales.” (p. 146).

“En general, las opiniones contrarias a las comúnmente admitidas solo pueden lograr ser escuchadas mediante una estudiada moderación de lenguaje y evitando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil, sin que puedan desviarse en lo más mínimo de esta línea de conducta, sin perder terreno, en tanto que el insulto desmesurado empleado por parte de la opinión prevaleciente desvía al pueblo de profesar las opiniones contrarias y de oír a aquellos que las profesan” (pp. 146-147).

“Sea cualquiera la parte del argumento en que se coloque, debe ser condenado todo aquel en cuya requisitoria se manifiestan la mala fe, la maldad, el fanatismo o la intolerancia” (p. 147).

Libertad de expresión y de acción: el comerciante en trigos

“Nadie pretende que las acciones sean tan libres como las opiniones. Por el contrario, hasta las opiniones pierden su inmunidad cuando las circunstancias en las cuales son expresadas hacen de esta expresión una instigación positiva a alguna acción perjudicial” (p. 148).

“La opinión de que los negociantes en trigo son los que matan de hambre a los pobres, o que la propiedad privada es un robo, no debe ser estorbada cuando circula simplemente a través de la prensa, pero puede justamente incurrir en un castigo cuando se expresa oralmente ante una multitud excitada reunida delante de la casa de un comerciante en trigos» (pp. 148-149).

La diversidad como bien

“Que los hombres no son infalibles; que sus verdades, en la mayor parte, no son más que verdades a medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas y que la diversidad no es un mal, sino un bien, hasta que la humanidad sea mucho más capaz de lo que es al presente de reconocer todos los aspectos de la verdad, son principios aplicables a la manera de obrar de los hombres, tanto como sus opiniones” (p. 149).

Libertad y formación del carácter

“Se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impulsos son suyos propios, es decir, son la expresión de su propia naturaleza, desarrollada y modificada por su propia cultura” (p. 156).

“Todo lo que aniquila la individualidad es despotismo, cualquiera que sea el nombre con que se le designe, y tanto si pretende imponer la voluntad de Dios o las disposiciones de los hombres” (p. 161).

“Con tal de que una persona posea una razonable cantidad de sentido común y de experiencia, su propio modo de arreglar su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino por ser el suyo” (p. 167).

Libertad, mayoría musulmana y comer carne de cerdo

“Suponed ahora que en un pueblo cuya mayoría estuviera compuesta de musulmanes, insistiera esta mayoría en prohibir comer carne de cerdo dentro de los límites de su territorio, lo que no sería nada nuevo en los países mahometanos.
‘¿Sería este un ejercicio legítimo de la autoridad moral de la opinión pública? […]. Pudo en su origen ser religiosa, pero no puede ser una persecución por causa religiosa en cuanto ninguna religión obliga a comer cerdo. El único fundamento sólido para condenarla sería que el público no tiene por qué intervenir en los gustos personales ni en los intereses propios de los individuos” (p. 195).

“A menos que estemos dispuestos a adoptar la lógica de los perseguidores y decir que nosotros podemos perseguir a otros porque acertamos y ellos no pueden perseguirnos a nosotros porque yerran, debemos cuidar de no admitir un principio de cuya aplicación nosotros mismos tengamos que resentirnos como de una gran injusticia” (p. 196).

Director de «Nueva Revista», doctor en Periodismo (Universidad de Navarra) y licenciado en Ciencias Físicas (Universidad Complutense de Madrid). Ha sido corresponsal de «ABC» y director de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura.