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Vicente Gozálvez explica en las líneas que siguen el fenómeno de la inmigración según el contexto europeo. A pesar de que nuestro país dibuja una parte importante de la frontera meridional de Europa, esas oleadas migratorias no son exclusivas de España, sino que constituyen un problema compartido con nuestros vecinos comunitarios.

La inmigración extranjera en España es tema de actualidad permanente desde la promulgación en 1985 de la «Ley de Extranjería», al mismo tiempo que se le augura protagonismo en el siglo entrante. Aunque los extranjeros procedentes de países desarrollados aún son casi la mitad del total de los que residen en España —349.000 de un total de 720.000 en 1998—, los inmigrantes originarios de países en desarrollo (africanos, latinoamericanos, asiáticos) son los que concentran la atención y las actuaciones no sólo de la Administración, sino también de los medios de comunicación pública. Los africanos son, sin duda, los protagonistas de estas atenciones, debido tanto a hechos que se producen en España —su rápido incremento o las dificultades sociales y económicas que padecen— , como a las situaciones en el país de origen que favorecen su expatriación, es decir, un fortísimo crecimiento demográfico y unas perspectivas socioeconómicas negativas. La débil fecundidad de España, en constante retroceso desde 1977, el envejecimiento demográfico y sus hipotéticas repercusiones negativas en el bienestar futuro, añaden nuevas dimensiones al protagonismo de la inmigración extracomunitaria en España.

EL INCREMENTO DE INMIGRANTES

Las cifras de residentes en España con nacionalidades de países en desarrollo se han incrementado desde 69.000 en 1985 a 370.000 en 1998; los aumentos relativos de los africanos casi duplican a los de latinoamericanos y asiáticos (cuadro 1). No obstante, su peso relativo en la población española es aún muy débil —0’5% si nos referimos sólo a los africanos, 1’5% si consideramos al conjunto de los extranjeros—, aunque las bajas proporciones globales deben ser matizadas desde el punto de vista geográfico, ya que los africanos, y también los latinoamericanos y asiáticos, ofrecen llamativas concentraciones en Madrid, Barcelona y el litoral mediterráneo. Por otra parte, son evidentes las dificultades para evaluar el número de estos inmigrantes en España, debido a los altos contingentes que se encuentran en situación irregular, permanentemente renovados.

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Después de la regularización extraordinaria de 1991, que tanto afectó positivamente a los africanos, este colectivo continental ha continuado con incrementos muy intensos en España, de 16’1% anual entre 1991 y 1998. Los marroquíes, que sólo eran 5.817 según cifras oficiales de 1985, en 1998 suman 140.896, con lo que son la nacionalidad extranjera más numerosa en España, seguidos a distancia por los ingleses, 74.419, o por los peruanos, 24.879, segundo colectivo entre los que proceden de países en desarrollo (cuadro 1).

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Todos los países de Europa occidental muestran actualmente tendencias similares en sus censos de población extranjera. Ésta acrecienta su presencia absoluta y relativa, al mismo tiempo que diversifica sus procedencias, bien que los magrebíes y turcos suelen ser las nacionalidades más numerosas en cada país. Los datos del cuadro II ilustran lo indicado: pese a las generalizadas políticas restrictivas a la inmigración extracomunitaria, entre 1988 y 1997 los extranjeros residentes en países de Europa occidental se han acrecentado de 15 a 20 millones, es decir del 4% de la población total al 5’3%, a los que hay que añadir otros 5 millones de extranjeros que se han nacionalizado durante esta misma década (cuadro III). Del total de extranjeros, un tercio proceden de los países de la Unión Europea (cuadro II), aunque la importancia de estas procedencias es muy variable según países, lo que tiene trascendencia desde la perspectiva social que generan los extranjeros. Los inmigrantes surmediterráneos se estiman en más de 6 millones, aunque las estadísticas oficiales ofrecen notables subregistros, pese a la importancia política, económica y social que los países desarrollados conceden actualmente a estas inmigraciones. Por países, las proporciones más altas de población extranjera en 1997 se encuentran en Luxemburgo (35%), Suiza (19%), Austria (9’1%) y Alemania (9%), mientras las más bajas corresponden a los países mediterráneos y Finlandia. España es el país de Europa occidental con menos presencia de extranjeros, bien que durante la última década mantiene las cifras de incremento más altas.

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ATENCIÓN A LA HISTORIA

Las trayectorias que han seguido las migraciones internacionales de España, en el pasado, en el presente, y sin duda en el futuro, en ningún momento han constituido tendencias peculiares, sino que se han producido dentro de flujos internacionales más amplios, que afectan simultáneamente a numerosos países europeos. Igualmente estos países también comparten, con lógicas diferencias temporales o de intensidad, los principales factores que desencadenan las migraciones internacionales en circunstancias políticas normalizadas.

Así, las migraciones internacionales se producen cuando concurren las siguientes causas: 1) excedentes relativos de población en los países de partida, originados tanto por los procesos de transición demográfica —que producen fuertes incrementos naturales de población a resultas de un descenso más temprano de la mortalidad que de la natalidad—, como por devenir insuficiente el sistema económico que debía sustentar a esa población en crecimiento rápido; 2) atractivos económicos relativos en los países de destino; 3) funcionamiento de las redes migratorias, que actúan sobre los emigrantes tanto en la etapa premigratoria como en la posmigratoria; los vínculos relacionados con el trabajo, los familiares y los socioculturales, son determinantes; 4) facilidad relativa para el transporte o desplazamiento.

En el pasado, estos cuatro factores explican la emigración masiva de españoles durante el último cuarto del s. XIX y primer tercio del s. XX, con destino fundamentalmente transoceánico. Esta emigración formó parte de la gran diáspora internacional europea, que afectó profundamente a Reino Unido, Italia, Alemania, España, Irlanda, Portugal, Austria-Hungría, Rusia o Suecia. Según cifras oficiales —siempre muy inferiores a las reales, dada la importancia que tuvo la emigración clandestina—, entre 1850 y 1930 salieron más de 50 millones de emigrantes, que modificaron sustancialmente el poblamiento, la demografía y la economía de numerosos países de América y Oceanía. La crisis económica de los años treinta y sus efectos sobre el empleo dieron paso, en los países americanos, a políticas antiinmigratorias ampliamente generalizadas.

En la actualidad, los mismos factores indicados también explican la inmigración que recibe el continente, y por tanto España, pues aquellos se adaptan cíclicamente a las sociedades de cada época y lugar, aunque coyunturalmente pueden ser frenados o potenciados por otras causas. Las actuales potencialidades emigratorias de los países africanos y latinoamericanos resultan tanto de sus dificultades económicas extremas, como de los efectos de sus transiciones demográficas; éstas son causa universal y decisiva de tales migraciones.

LAS TRANSICIONES DEMOGRÁFICAS

Los países europeos desarrollaron sus procesos de transición demográfica a lo largo de más de un siglo, cuyos inicios oscilaron entre 1815 en los países nórdicos y hacia 1875 en la mayor parte del resto del continente, mientras tales procesos concluyen uniformemente en torno a 1965. Las décadas de máximos crecimientos naturales se sucedieron, según países, entre mediados del s. XIX y 1930, con tasas que se situaron entre 1’6% anual para los países nórdicos y 1’2% en los países meridionales de Europa. Los abundantes excedentes demográficos originados por estas transiciones demográficas obligaron a elevados flujos emigratorios desde Europa, como se indicó.

Los países africanos y latinoamericanos, principales emisores de los inmigrantes que recibe actualmente España y otros países europeos meridionales, sufren presiones demográficas muy superiores a las europeas de la segunda mitad del s. XIX y primer tercio del s. XX, pues sus transiciones demográficas son más tardías, de duración más corta y sobre todo originan crecimientos demográficos mucho más intensos. En efecto, estos países iniciaron sus transiciones a lo largo de la primera mitad del siglo XX, mientras el final del proceso se prevé durante el primer cuarto del siglo XXI. El rápido descenso de sus tasas de mortalidad —ayudas de los países desarrollados— y la permanencia de natalidades muy altas —matrimonios más precoces y plenos que en Europa, etc.—, producen crecimientos naturales siempre muy superiores a los que registraron los países europeos, pues en los latinoamericanos y africanos oscilan entre 2% y 4% anual —1’2 a 1’6% en Europa—.

Los actuales protagonistas de la emigración de los países en desarrollo —población entre 20 y 35 años de edad— corresponden a las generaciones nacidas en el periodo central o más intenso de sus transiciones demográficas. Además, aunque durante los últimos años desciende la fecundidad en estos países —mucho menos en el África subsahariana, aún con medias superiores a seis hijos por mujer—, su potencial emigratorio no se aminora en la misma proporción, pues el rápido descenso de la mortalidad infantil y juvenil en estos países permite que sus generaciones lleguen «intactas» a la edad de procrear.

Si durante el siglo que precede a la II Guerra Mundial Europa fue un continente emigratorio, después de 1945 todos los países de Europa occidental han alcanzado paulatinamente balances inmigratorios, primero los más desarrollados y más recientemente también los meridionales. No obstante, este gran foco de inmigración actual que es Europa occidental, no ha eliminado su carácter de centro emigratorio internacional, pues a principios de los años 1990 se estiman en 10 millones los europeos que residen fuera de Europa.

LAS DESCOLONIZACIONES

Un importante hito en la historia migratoria europea son las migraciones inducidas por las descolonizaciones (británicas, francesas, belgas, holandesas, portuguesas y españolas), sin duda de gran interés explicativo para los flujos que actualmente recibe Europa. Estas migraciones en un primer momento afectaron fundamentalmente a las poblaciones de origen europeo instaladas en las colonias y que retornaron a Europa, aunque también arribaron contingentes indígenas estrechamente unidos al poder colonial. En total con estas migraciones de «retorno» llegaron entre 5’7 y 8’5 millones de personas a lo largo de treinta años, mientras se producían las descolonizaciones políticas. En el caso de España los retornos afectaron entre 220.000 y 290.000 habitantes, procedentes del Protectorado español de Marruecos (1956), Ifni (1969), Guinea Ecuatorial (1968) y Sáhara (1975).

La distribución territorial de los grandes flujos migratorios que llegan a Europa occidental guardan estrecha relación con los territorios anteriormente colonizados por cada país, por lo que aquellos hay que contabilizarlos —al menos en parte— como un efecto de las colonias europeas, pues entre éstas y las metrópolis se establecieron estrechos lazos culturales y de dependencias políticas y sobre todo económicas. Profundizar en esta dirección sin duda enriquecería el balance de la colonización europea, y podría encontrar claves explicativas a las situaciones problemáticas que actualmente viven los Estados surgidos de las excolonias.

En este sentido hay que destacar dos grandes aspectos que a su vez pudieron impulsar la emigración posterior Sur-Norte. Así, la independencia de los nuevos Estados supuso, con frecuencia, la emigración de una parte importante del personal técnico que gestionaba la economía y la administración en las colonias. En segundo lugar, la independencia de las colonias posibilitó un auge brusco de las migraciones interiores desde las áreas rurales hacia las ciudades de los nuevos Estados. Este acelerado proceso de urbanización, con frecuencia sin sentido económico, es actualmente pieza clave para explicar la emigración hacia Europa occidental desde el Magreb y desde Turquía, los dos grandes abastecedores de inmigrantes europeos.

LAS MIGRACIONES LABORALES

Entre 1960 y 1973 los flujos migratorios europeos son esencialmente laborales: la Europa del NW es la gran área de recepción de trabajadores, y los países europeos del sur —Italia, España, Portugal, Yugoslavia— son los grandes proveedores. No obstante, desde el principio el espacio europeo de inmigración laboral amplió su área de reclutamiento a los países de la ribera sur del Mediterráneo, a donde se ha trasladado actualmente el epicentro de la inmigración europea.

En torno a 1970 los países más inmigratorios de Europa occidental (Alemania, Francia, Suiza, Benelux y Reino Unido) sumaban, según cifras oficiales, 4’6 millones de inmigrantes de la Europa meridional, unos 900.000 africanos y algo menos de 600.000 turcos. La estabilidad laboral y residencial lograda por la inmigración surmediterránea que llega a Europa antes de 1973, es la que proporciona la base sobre la que se orienta y explica la inmigración que continúa llegando después de la crisis económica iniciada en 1973, pese a las políticas restrictivas de la inmigración extracomunitaria.

LA INMIGRACIÓN ACTUAL

La inmigración posterior a 1980, cuando se reanudan las llegadas masivas de inmigrantes extracomunitarios, cambia sustancialmente su estructura sociodemográfica, al mismo tiempo que se amplían tanto las áreas de atracción de inmigrantes como las de acogida, que ya incluyen a los países europeos mediterráneos. Es decir, la inmigración de trabajadores reglada que predominó entre 1960 y 1973 ha sido sustituida por otra de carácter familiar y político, así como por la inmigración irregular de trabajadores.

Así, entre 1980 y 1985 las tasas de crecimiento alcanzadas por los marroquíes y turcos residentes en Europa occidental se elevan a 9,7% anual y 5’9%, respectivamente, tasas que, además, se refieren a contingentes ya muy elevados (509.000 marroquíes y 1.527.000 turcos en 1980). Después de 1985, el Magreb y Turquía ya son los dos grandes abastecedores de inmigrantes a Europa occidental, aunque durante los últimos años la atracción también se extiende a los países del África subsahariana, además de los asiáticos y latinoamericanos. Después de un incremento aminorado durante la segunda mitad de los ochenta, los inmigrantes surmediterráneos en Europa persisten en fortísimos incrementos, con más de 5’0% anual durante 1990-95, y cifras absolutas superiores a seis millones. La crisis de 1973 no paraliza la inmigración surmediterránea, sino que la inmigración regular de trabajadores es sustituida por la reagrupación familiar y la inmigración irregular.

LA REAGRUPACIÓN FAMILIAR

La inmigración de reagrupación familiar y de mujeres con fines matrimoniales se ha desarrollado principalmente en los países europeos del NW, los mismos que durante el periodo 1960-1973 habían recibido elevados contingentes de trabajadores surmediterráneos: la relativa antigüedad de esta inmigración de trabajadores, su estabilidad residencial y laboral en los países europeos de acogida y la falta de perspectivas económicas satisfactorias en sus países de origen, coadyuvan al desarrollo de esta inmigración familiar.

La reagrupación familiar supone aumento de la feminización de las colonias de inmigrantes en Europa occidental y con ello su mayor estabilidad en los países de acogida, al mismo tiempo que aumentan tales colonias por crecimiento natural y propician el necesario desarrollo de las políticas de integración de los inmigrantes. Estas últimas son necesarias no sólo para los inmigrantes que permanecen con nacionalidad extranjera, sino también para los nacionalizados, en rápido incremento durante los últimos años: en Europa occidental los nacionalizados en 1988 eran 243.000, pero en 1994 ascienden a 600.000 y a 620.000 en 1997, con un total de 4’8 millones de nacionalizados durante la década 1988-1997. Como muestran las cifras del cuadro III, Alemania, por su volumen de inmigrantes, aporta la cifra absoluta de nacionalizados más alta, aunque Suecia y Holanda son los países que practican una política de nacionalizaciones más activa; en el extremo opuesto se sitúan España e Italia.

La importancia extrema de la inmigración de reagrupación familiar queda patente con las siguientes cifras: en 1986 por cada trabajador magrebí permanente que llegaba a Francia, lo hacían 23 reagrupantes familiares; los reagrupantes familiares marroquíes en Francia sumaron 32.000 entre 1963 y 1971, mientras son más de 235.000 entre 1972 y 1990. Entre los tunecinos, los reagrupantes familiares en Francia eran el 19% del total de estos inmigrantes en 1973, el 51 % en 1974 y entre el 91% y 97% entre 1977 y 1993. Para el caso de la inmigración turca, actualmente con más de 3 millones de residentes en Europa occidental, la reagrupación familiar también alcanza proporciones extremas; entre 1983 y 1994 llegan a Europa occidental 1*6 millones de inmigrantes turcos, de los cuales el 76% son reagrupantes familiares, el 22% peticionarios de asilo político, el 1% trabajadores y el 1% estudiantes

LA INMIGRACIÓN IRREGULAR

La inmigración irregular de trabajadores es una constante que se produce en las migraciones europeas durante el último siglo. No obstante, como problema migratorio para Europa occidental, surge durante las últimas décadas, cuando los Estados desarrollan políticas para impedir la inmigración a resultas de las elevadas tasas de paro existentes en Europa, y también por temor a los conflictos sociales y xenófobos que esta inmigración puede desencadenar. Si la inmigración familiar se ha desarrollado más en los países de la Europa del NW, por la antigüedad aquí de la presencia de trabajadores extranjeros, la inmigración irregular es más característica de los países europeos meridionales o nuevos países de inmigración, especialmente Italia, España y Grecia.

Entre las causas más importantes de la inmigración irregular en España hay que destacar la cercanía geográfica al Magreb, de donde proceden mayoritariamente estos inmigrantes, el desarrollo de la economía informal, la falta de trabajadores agrícolas autóctonos, o la debilidad de las estructuras para controlar estos flujos. La inmigración irregular se realiza singularmente a través de las «puertas» que para este tipo de inmigrantes representan el Estrecho de Gibraltar y la agricultura intensiva del litoral mediterráneo. Esta agricultura se ha convertido casi en la única alternativa laboral para los varones magrebíes, que la utilizan a la espera de ser regularizados y pasar, así, a los apetecidos sectores económicos secundario y terciario. En los países surmediterráneos las causas de la emigración irregular derivan de su fuerte crecimiento demográfico, muy concentrado en la población con menos de 25 años de edad —fuerte descenso de la mortalidad infantil y juvenil y permanencia de elevada fecundidad— y un desarrollo económico escaso, inestable y mal repartido socialmente, además de las condiciones especialmente favorables a la expatriación que se crean con la urbanización incontrolada que padecen.

Durante los últimos años los países europeos mediterráneos totalizan 1’9 millones de inmigrantes irregulares que se han beneficiado de trece operaciones extraordinarias de regularización, con la siguiente distribución por países: Francia dos regularizaciones con 199.000 inmigrantes regularizados, Italia cuatro con 864.000, España cuatro con 375.000, Grecia una con 374.000 y Portugal dos con 61.000. Así pues, las operaciones de regularización extraordinaria y los inmigrantes afectados evidencian cómo la inmigración irregular es una «alternativa» muy utilizada frente a las políticas europeas restrictivas a la inmigración de trabajadores extracomunitarios.

Las perspectivas de inmigración en España, singularmente desde los países situados al sur del Mediterráneo, son sin duda de flujos más o menos elevados durante los próximos años. Esta conclusión se deduce tanto de la dinámica seguida después de 1960 por la inmigración extracomunitaria en los países de europeos del NW y del Sur, como sobre todo de los numerosos factores que continúan impulsando dicha emigración en los países de origen: grandes diferencias de renta económica con los países de acogida, fuerte crecimiento demográfico a resultas de su transición demográfica, débil creación de empleo, acusado éxodo rural e incremento de la urbanización en situación muy precaria, influencia de los medios de comunicación, aumento del nivel de instrucción, frecuentes inestabilidades políticas, amplias redes sociales ya establecidas en Europa, etc., además de la relativa cercanía geográfica.

Frente a las políticas migratorias restrictivas en los países de acogida, los inmigrantes pueden continuar utilizando formas alternativas a la inmigración laboral y reglada, como la inmigración irregular y sobre todo la reagrupación familiar. La insuficiente fecundidad y los problemas del envejecimiento en España, y en otros países europeos, junto con sus hipotéticas repercusiones en el bienestar futuro, sin duda abren nuevas perspectivas a la inmigración extracomunitaria, al mismo tiempo que se erige con fuerza la necesidad de políticas de integración efectivas de estos inmigrantes, que naturalmente deberán involucrar tanto a la población foránea como a la autóctona. En este sentido, la aún muy escasa presencia relativa de extranjeros y de nacionalizados en España subraya el estadio inmigratorio inicial del país y las posibilidades de desarrollar procesos aceptables de integración de inmigrantes. El desarrollo económico de los países al sur del Mediterráneo es el horizonte ineludible y prioritario tanto para las sociedades emisoras como para las receptoras de estos emigrantes, actualmente «forzados», y como tales en situaciones no aceptables ni para los países de inmigración ni, sobre todo, para los de emigración.

Catedrático de geografía humana. Universidad de Alicante.