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«En Segovia la más emocionante de las obras de arte es la ciudad en sí misma, labrada por los siglos y por la Historia en una situación de excepcional belleza» (Marqués de Lozoya, Segovia, 1973). Esta valoración de una ciudad como conjunto, nada sólita en la práctica urbanística en la fecha en que se escribió, donde sus monumentos, el entramado urbano y el entorno físico forman un todo coherente y equilibrado, resulta ya muy difícil de hacer de la mayoría de nuestras ciudades, como no sea en el recuerdo o a través de fotografías y grabados antiguos. En Segovia, veinticuatro años después y a pesar de los pesares, sigue siendo posible la contemplación de la ciudad histórica sin apenas sobresaltos y sin que esto haya significado, por otra parte, la pérdida de su condición como espacio habitable para convertirse en un decorado para el turismo.

Hay que decir, sin embargo, que este conjunto está en peligro. Esta afirmación, lejos de querer provocar una alarma injustificada o ser un arma arrojadiza contra los encargados de su tutela, no es más que una obviedad, a resultas tan solo de la antigüedad del casco histórico, la fragilidad de los entornos o las dificultades que ofrece la conservación de ciudades que no responden a las exigencias de la vida moderna. La conjura de este peligro exige en primer lugar, y ante todo, una tan decidida como acendrada voluntad conservacionista de todos los niveles y sectores de las administraciones públicas y de toda la sociedad. En segundo lugar, esa voluntad no puede manifestarse exclusivamente en la restauración de monumentos, sino que debe extenderse a todo el conjunto urbano y su entorno físico. Por último, debe arbitrarse un modelo global de desarrollo compatible con el carácter cultural de la ciudad y su conservación. Éste es un aspecto especialmente preocupante: el llamado turismo cultural está viniendo a sustituir sin más al turismo de masas de sol y playa.

VOLUNTAD CONSERVACIONISTA

Respecto a la primera cuestión, conviene recordar que la historia de la conservación de nuestros cascos históricos es bastante ajena a una firme voluntad conservacionista como la descrita. En líneas generales, sin entrar en matices ni excepciones, en España solo se han conservado de manera unitaria los cascos históricos de las ciudades en las que no se han dado las circunstancias económicas suficientes para derribar primero y construir después, siendo además necesario que dicho casco tuviese una entidad y reconocimiento exterior suficientemente fuerte, amén de una protección jurídica. De esta manera, los pequeños impulsos constructores -desde los años del desarrollismo a ultranza hasta prácticamente nuestros días- se manifestaban en estas ciudades alrededor de los cascos con construcciones de pésimo gusto y baja calidad; los centros históricos eran abandonados a su suerte, salvo para construir allí donde la ruina ya lo permitía. Este paradójico proceso es el que ha posibilitado la conservación de las cinco ciudades españolas declaradas Patrimonio de la Humanidad, así como la irreconciliable diferenciación en todas ellas entre «un casco histórico y otro histérico», como alguien dijo con agudeza.

Ésta ha sido en síntesis la historia de la conservación de Segovia, presidida por la escasez de su economía (contra la que ya chocan las reformas urbanísticas desde el siglo XIX, apoyadas  exclusivamente hasta 1956 en proyectos de alineación), y la enorme presencia y relevancia de su casco histórico intramuros. Esta segunda cuestión es la que mejor explica por qué no siguieron igual suerte otros conjuntos de la misma ciudad, como el de San Justo y el Salvador (protegido desde 1941 por el decreto de declaración del conjunto histórico) o San Lorenzo, San Millán y Santa Eulalia, no incluidos en dicho decreto. Aun así, sería injusto obviar la enorme importancia que tuvieron en la defensa de Segovia personalidades como el Marqués de Lozoya, Luis Felipe Peñalosa o los poetas Mariano Grau y Luis Martín Marcos, entre otros.

Es cierto que hoy las cosas han cambiado y mejorado, en especial a raíz de la promulgación en 1985 de la Ley del Patrimonio Histórico Español, que junto con la legislación autonómica viene a superar en gran medida, aunque al fin y al cabo insuficientemente, la profunda desconexión que había entre el derecho del patrimonio histórico-artístico y el derecho urbanístico. Sin embargo, de poco sirve la ley si no se tiene la voluntad de aplicarla con rigor. También es cierto que el urbanismo bárbaro de la especulación y la piqueta ha sido casi desterrado de las capitales de provincia en España. Sin embargo, no lo es menos que ahora se reproduce miméticamente en gran parte de nuestros pueblos, recién incorporados al progreso y el desarrollo, en donde el patrimonio, en líneas generales, tiene la misma escasa presencia en los planes de urbanismo y la ordenación del territorio que tenía en las capitales en los años sesenta y setenta. Por otra parte, ese urbanismo de piqueta ha sido sustituido en demasiadas ocasiones por otro posmoderno, igualmente bárbaro, aunque desde luego mucho más perverso, enmascarado bajo la rehabilitación del patrimonio.

Es cierto, por último, que cada vez hay una mayor conciencia social de la importancia de nuestro patrimonio histórico. Eso se ha traducido en mayores atenciones al patrimonio por parte de las administraciones públicas. Sin embargo, la conciencia social resulta bastante superflua y la mayor atención pública parece estar movida muchas veces por intereses espurios en la conservación de los testimonios materiales de nuestra historia. Por todo esto, al margen de otras muchas observaciones y ejemplos que también se podrían citar, no resulta gratuito reclamar una voluntad más decidida en la conservación del patrimonio histórico español.

LA FRAGILIDAD DEL ENTORNO Y EL TURISMO

Por otro lado, no se trata solamente de restaurar monumentos aislados, pues al margen de que conceptual y jurídicamente sean indisociables de su entorno, no son los que principalmente otorgan a Segovia su condición (basta pensar que una ciudad como Zaragoza tiene 55 Bienes de Interés Cultural con la categoría de monumentos, mientras que en Segovia hay 35, de acuerdo con una estadística de 1995).

 

Desde los años ochenta, no son los monumentos los que más deben preocuparnos en nuestras capitales de provincia, salvo quizá en ocasiones por un exceso de restauración. En Segovia, no peligra tanto la Vera Cruz como su frágil entorno, en el que -aprovechando el notorio descuido que padece- siempre vendrá alguien con la ocurrencia de urbanizarlo con escaleras, rampas, pavimentos varios y «mobiliario urbano» para solaz de los turistas. No se derrumbarán las piedras de la catedral, pero sí puede tergiversarse su función y, por ende, su significado. No se perderán iglesias, como antaño se perdió Santa Columba, pero sí se están perdiendo las portadas románicas de las Canongías, que se deshacen al paso del tráfico rodado. No preocupa el Acueducto, colmado de atenciones, pero sí lo que a su lado se pueda construir.

Por último, y respecto a la necesidad de un modelo global de desarrollo sostenible, no puede soslayarse al hablar de una ciudad como Segovia su relación con el turismo. Es evidente la influencia positiva que éste tiene, no solo como agente privilegiado de desarrollo para determinadas zonas o ciudades, sino también como elemento de difusión de los valores del patrimonio y de sensibilización a los problemas de su conservación. Sin embargo, también puede ser una de las más devastadoras formas de contaminación del patrimonio en nuestros días, pues lo convierte en un objeto de consumo más y hace perder a los centros históricos su condición de espacio habitable. El problema no reside solamente en las consecuencias que un turismo de masas indiscriminado pueda generar como factor de desarrollismo agiotista y destructor. Este tipo de turismo es absolutamente incompatible con el carácter cultural del patrimonio, que exige rigor y seriedad en las intervenciones y en los usos que de él se hagan, algo que impide la necesidad de rentabilidad rápida a corto plazo.

El conjunto de la ciudad de Segovia es una de las joyas de España y uno de sus símbolos culturales en el mundo, como lo es Salzburgo de Austria, Brujas de Bélgica o Florencia de Italia. Declarada en 1985 ciudad Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, salvo que estas declaraciones se pidan o se otorguen como meros reclamos publicitarios, su conservación no puede dejarse en ninguno de sus variados y complejos aspectos al albur de las circunstancias, sino que requiere esa decidida voluntad común de la que hablábamos al principio. Una voluntad que habrá de suponer un mayor esfuerzo inversor que el que en la actualidad se realiza. Será preciso tomar decisiones impopulares, exigir sacrificios indudables a corto plazo y, sobre todo, mantener una visión global e integral de la conservación de la ciudad y su desarrollo.

Coordinador de Programas de la Fundación Caja de Madrid