En 1916, Malevich hablaba de dos momentos en la balbuceante pintura moderna. Uno en el que el artista se declaró enemigo de la naturaleza, atentando contra sus formas, destrozándolas, despojándolas, decía Duchamp, siendo el cubismo la vía más esplendorosa. Y un segundo momento en el que el artista trabaja de espaldas a la naturaleza; y explicaba Malevich: «existe creación únicamente en los cuadros donde se muestra la forma que no toma nada de lo que ha sido creado por la naturaleza, sino que deriva de las masas pictóricas, sin repetir ni modificar las formas primeras de los objetos de la naturaleza». Después de la Primera Guerra Mundial ambas maneras de hacer arte se dieron simultáneamente, hasta hoy, predominando unas veces la primera, otra, la segunda.
En «La deshumanización del arte» Ortega ofrece una renovación estética ya iniciada años antes en Alemania. En este ensayo, junto con «La rebelión de las masas», el más leído y meditado de la producción orteguiana; y sin embargo, desde 1925 (tiempo en el que podríamos fechar el fin del expresionismo alemán y, casualmente, año de la publicación de «La deshumanización del arte») el arte moderno se empecina en sus errores llegando en ocasiones a dejar de ser arte para convertirse en otras cosas.
Lo inevitable
Se quería algo tan imposible como es un arte deshumanizado. Sólo arte. Caminar hacia la nada destruyendo el ser, o crear de la nada obviando al ser. En ambos casos sólo quedaría, junto a la nada, el nombre del artista, más creador que nunca. Tan creador como un dios. Ya Renoir se percató de estas consideraciones tras ver la pintura de Rafael en 1881: «Es hermoso y debería haberlo visto antes. Está lleno de sabiduría. No buscaba como yo cosas imposibles. Pero es hermoso». Y dirá más tarde: «…Hacia 1883, se produjo en mi obra una fractura. Había ido hasta el límite del Impresionismo y llegué a la conclusión de que no sabía pintar ni dibujar. En una palabra, me hallaba en un callejón sin salida». Renoir tuvo la lucidez para darse cuenta de que los bellos experimentos del Impresionismo acabarían llevando al Arte a ese callejón sin salida en el que él ya creía encontrarse; y tuvo la humildad y, sobre todo, el amor al Arte necesarios para rectificar y volver a Ingres, volver hasta Rafael. Renoir tuvo la lucidez, la humildad y el amor necesarios para no seguir un camino que él creía llevaría al sacrificio del Arte, para no poner las bases del lento asesinato que contemplará el siglo XX.
Y es que, era inevitable. Pocas personas pueden evitar el abrir las tripas a una gallina de los huevos de oro. «Tiene la razón humana el singular destino,en cierta especie de conocimientos de verse agobiada por cuestiones de índole tal que no puede evitarlas, pues su propia naturaleza las impone, y que tampoco puede alcanzar». Decía Kant. Y era también inevitable porque tan consustancial a la razón humana es el investigar como al artista rebelarse contra lo anterior. Sin duda; e¡ arte nuevo no era un capricho.
Ahora bien, la investigación mostró el fracaso del empeño, y algunos trabajos de Picasso son ejemplos perfectos. La rebelión hace ya mucho que acusó un grosero infantilismo; para ser en el fondo más de las mismas formas usadas y abusadas. Entonces, ¿cómo es posible que este arte moderno o arte «nuevo» siga estando en la vanguardia o, mejor dicho, siga siendo omnipresente, pues este mismo arte es también retaguardia y guardia?
A la par que se producía n las investigaciones , antes de 1917 ( y era n entendidas como investigaciones , Delauma y reservaba su s imágenes abstracta s par a sus amigo s y alguna pequeña exposición en Berlín, teniendo una producción paralela pero distinta destinada a los «Salons») , los artista s y la s gente s relacionadas profesionalmente con el arte se fueron dando cuenta de que el vulgo no entendí a lo s resulta – dos; ni siquiera entendía qué se pretendía . O sea , que no entendía nada de nada. El vulgo puede ignoraron o entender la importancia de Las Meninas, pero sí sabe, porque lo ve -Velázquez lo hace ver- , que allí se nos aparece el mismísimo pinto r mirándonos con orgullo, como nos miradero con petulancia ,una niñita rubia que es el centro d e atención , como sabe que ese trozo de lienzo tiene u n algo que le cautiva . El vulgo puede ignora r o n o entender la importancia de Tiziano, pero se da cuenta tan rápidamente de la grandeza del Imperio con que el Carlos V en Múhlberg es algo bello.
Nada de ésto sucede con bastante del arte moderno. Así, pasa a ser éste un arte para artistas y para «sensibilidades artísticas superiores» (críticos, directores de museos y exposiciones, «intelectuales»), no un arte demótico. Como dijo Ortega, el arte nuevo divide a] público en dos clases de individuos: los que lo entienden y los que no lo entienden; esto es, los artistas y los que no lo son. Ante la incomprensión, el vulgo piensa que el arte nuevo es una farsa, cuando ya dijo también Ortega: «No admitiendo la posibilidad de que alguien vea justamente en la farsa la misión radical del arte y su benéfico menester. Sería «farsa» -en el mal sentido de la palabra- si el artista actual pretendiese competir con el arte «serio» del pasado y un cuadro cubista solicitase el mismo tipo de admiración patética, casi religiosa, que una estatua de Miguel Angel».
El problema es que, hasta ésto, que tan claro tenían los precursores del arte moderno, han perdido de vista sus continuadores (compárese, caso de estar en desacuerdo, el presupuesto del Centro de Arte Reina Sofía con el del Museo del Prado). Y es tal el paroxismo, que no ya sólo esta élite de artistas, «intelectuales», funcionarios, comerciantes y snobs piensa así: el vulgo se ha querido contagiar, pues peor aún t}ue ser ignorante es ser retrógrado. Así. nos encontramos ante una magnífica representación de aquel cuento del rey que creía verse vestido de oros, cuando iba desnudo, consistiendo el engaño de los astutos sastres en que ese «traje» sólo podían verlo los listos. Es tal el paroxismo, que hasta el vulgo admira religiosa y patéticamente, reivindicando al tiempo su modernidad, su inteligencia y su sensibilidad, lo mismo un cuadrado blanco sobre fondo blanco (Malevich) que un urinario normal y corriente pero convenientemente tituiado y firmado (como «Fuente» y por Duchamps).
Todos podemos admitir que nos gusta contemplar a «les deflioiselies d’Avignon»; pero, ¿qué ojos se quedarían con ellas, sino acaso para sonreírse con tristeza, si a su lado estuvieran los Arnolfini? ¿No pensaríamos, al ver un cuadro al lado del otro, que Giovanni Arrigo di Arnolfini con su brazo alzado, nos está santiguando al tiempo que compadeciéndonos por tener que vivir en un siglo que piensa que esas señoritas son bellas? Todos podemos admitir que nos gusta contemplar un cuadro de la época abstracta de Kandinsky, pero ¿quién repararía en él, sino acaso para pensar que la pared está manchada, si lo colocamos al lado del Cristo de Velázquez?
El interés
Pero, ¿por qué el arte moderno sigue revolviéndose, y de paso aburriéndonos, en un callejón sin salida y no emprende diferentes caminos? nos preguntábamos más arriba. Pues bien, porque a los artistas y compañía les sigue interesando que así sea. Interesa un arte que no exija necesariamente mucha preparación y formación, e interesa un arte donde los criterios para su valoración no respondan tanto a su interés estético, como a su interés crematístico y a las opiniones de determinadas autoridades en la materia. Quiérese decir que un «Ecce Homo», por ejemplo, siempre será un «Ecce Homo, para bien o para mal; pero un cuadro abstracto pintado hace dos meses será una cosa u otra (y costará) dependiendo de factores totalmente ajenos al trozo de tela (nombre del pintor, galerías o museos donde ha expuesto antes, críticas publicadas, etc.). Y si ésto es así, no debe extrañarnos que ningún arte como ei arte moderno haya sido tan proselitista. En un siglo de existencia nos ha dejado cuadros bellos -algunos hasta la Primera Guerra Mundial, menos desde ésta a la Segunda, pocos desde entonces hasta hoy-, bastantes muy graciosos, diseños más o menos ingeniosos, ocurrencias más o menos provocativas… Propuestas más o menos interesantes, mucha broma y mucha pose, gran cantidad de intenciones -es el arte de las intenciones- y sobre todo jerga metafísica, montañas de jerga metafísica. También manifiestos: manifiestos puristas, manifiestos orfistas, futuristas, vorticistas, dadaístas y surrealistas, manifiestos suprematistas, constructivistas…
El arte moderno ha dado la oportunidad de ser artistas a gentes sin talento, pero con ideas, o a personas que teniendo aptitudes carecen de ideas, o incluso a sujetos faltos de ambas cosas. Para el arte nuevo no es, necesariamente, el más afamado artista quien mejor pinta, basta, por ejemplo, ser un hábil polemista o un astuto publicista (como nos demuestra Windham Levts, que además de ser el más popular pintor vonicista era el director de la revista BLASTl
El futuro del arte
Otra clave que arroja luz a la respuesta dada líneas más arriba, nos la ofrece George Dickie en su «definición institucional de obra de arte». Según esta concepción, una obra de arte sería todo lo que alguien autorizado para ello hubiera bautizado como arte, en un lugar adecuado para esta tarea. Significa que pocas personas están autorizadas a convertir cualquier cosa en arte, así como que el poder «metamorfoseador» de dichas personas debe ser ampliamente reconocido por quienes están directamente implicados, como creadores o como espectadores, en el mundo del arte. El poder de tales personas se sustenta en el general reconocimiento de que gozan, y mientras aquél no sea puesto en cuestión, pueden seguir ejerciendo su labor, labor que responde fundamentalmente a esos intereses ya apuntados. Dickie precisó quiénes son las personas capacitadas para realizar la metamorfosis, y Arthur C. Danto concretó los lugares o recintos sacrosantos donde se pueden realizar tales operaciones demiúrgicas. Son los artistas, ¡os críticos, los conocedores y los directores de museos y galerías quienes están facultados para convertir cualquier cosa en arte. V ios lugares sagrados son los museos y centros artísticos relacionados con la exhibición y protección de objetos artísticos.
Es claro, pues, que el arte moderno actualmente se encuentra en un aburrido y gris callejón sin salida, que incluso podríamos localizar en un barrio chino, donde todo se compra y se vende, donde cabe conocer el precio de todo y no saber el valor de nada, que diría Wilde. Pero la luz arrojada aquí todavía no es bastante para comprender el inmovilismo. Quizás convenga entonces hacer una mención expresa a la Necedad, que sigue habiéndonos del «progreso» del arte moderno, y que como muchos de los actuales progresos que ha traído la modernidad en un puro disparate.
Sin embargo, hay que resistirse a pensar que esta ilógica situación dure mucho tiempo más. El cambio llegará. Y llegará de golpe o paso a paso. Quizás sea más bello lo primero, pero ésto necesita líderes que de momento no existen. Dentro de esta vía catártica, se ven dos posibilidades distintas a los modos: Una requeriría de una mente lúcida y respetada que acabe con este arte de nustros pecados que se mantiene vivo artificialmente. Sería algo así como una eutanasia, y no parece que pueda producirse. La otra posibilidad, se asemejaría a un suicidio: Cervantes fue capaz de erradicar las novelas de caballerías escribiendo una novela de caballerías; que sean entonces los propios artistas quienes acaben motu propio con un arte que ha embotado y cansado nuestra sensibilidad, para emprender así nuevos caminos. Ello necesitaría de un Renoir con la fuerza de un Picasso.
Así, parece que habremos de conformarnos con un lento transitar hacia el figurativismo para que desde allí, y como decía Ortega, «Se contenten con menos y acierten más»