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El presidente del gobierno de España y presidente del PP, Mariano Rajoy Brey, anunció el 23 de septiembre de 2014 que renunciaba a llevar al Parlamento la nueva ley del aborto cuyo proyecto había encargado al ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, y que se había ya aprobado en Consejo de Ministros. Esta ley debería haber sustituido a la impuesta por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, llevada a cabo por la ministra Bibiana Aído. La razón que ha dado para esta decisión de incumplir una promesa electoral clara (aunque no literalmente expuesta) del programa del PP es que no es «sensato» afrontar una ley de tanta envergadura sin «consenso», lo que provocó la dimisión del ministro y no pocas perplejidades en la ciudadanía de todo signo. Transcurrido ya un tiempo, puede ser oportuno examinar las causas y consecuencias de tal decisión. Vamos a decirlas sin calificarlas. La calificación, póngala la persona que nos lea.

El trasfondo doctrinal que sustenta la apuesta por una u otra ley es claro: la ley de indicaciones o supuestos que se iba a restaurar parte de la convicción de que la eliminación de un ser humano concebido, aunque aún no nacido, es una tragedia a la que hay que hacer frente, pero tolera ciertos casos, teniendo en cuenta que en una sociedad con el nivel moral de la nuestra, de no hacerlo así, podría ser peor el remedio que la enfermedad. La ley de plazos (como la vigente) supone, en cambio, que la eliminación del no nacido es un derecho de la mujer («nosotras parimos, nosotras decidimos») ante el cual no merece especial atención la protección del no nacido ni la opinión del padre de la criatura ni de nadie en particular. Eso sí, todavía no se ha llegado a la fórmula de la antigua Esparta en la que se podía despeñar a los recién nacidos defectuosos por el monte Taigeto, y se admite una cierta ordenación del hecho (los plazos). Sin duda, se trata de dos posturas entre las que no cabe consenso.

Lo del consenso puede referirse también al plano internacional. Pero cuando Rodríguez Zapatero convirtió a España en el cuarto país del mundo que otorgaba el nombre de matrimonio al contrato de convivencia homosexual, solo tres países de los doscientos del planeta (y ninguno de nuestro entorno) tenían una legislación así. Y siguió adelante. No querer diferir de la mayoría de los países de nuestro entorno en la opción pro vida, sin más ni más, prefiriendo en este asunto el modelo de Francia o el Reino Unido al de Polonia o Irlanda, certifica una dependencia del otro contraria al ejemplo que acabamos de ver y que causa estupor a quienes piensan que la coherencia es un valor.

Como se recordará, la primera ley del aborto en la democracia se promulgó por un gobierno del socialista Felipe González y era una ley de supuestos con la que se convivió durante los gobiernos de Aznar hasta la sustitución por la ley de plazos de Zapatero que, por cierto, no llevaba tal proyecto en su programa electoral. Lo hizo seguramente por convicción propia, ya que era algo únicamente reclamado en el espacio sociológicamente marginal de Izquierda Unida y territorios limítrofes. Lo hizo hasta legislar que las menores de edad pudieran abortar sin consentimiento (e incluso sin conocimiento) de los padres, siendo así que una abrumadora mayoría de los ciudadanos, e incluso una mayoría de sus votantes, están en contra de este extremo. Pero el extremo era coherente con la filosofía del proyecto, y el presidente Zapatero tuvo el coraje de llevarlo a cabo.

El Partido Popular llevó en su día ante el Tribunal Constitucional la posible inconstitucionalidad de la ley de Zapatero, puesto que, hasta que no se cambie la Constitución, la Carta Magna consagra, y la jurisprudencia posterior confirma, la obligación de proteger al nasciturus. El Partido Popular podría haber anunciado que se atendría a la sentencia del Tribunal Constitucional y, si este confirma su inconstitucionalidad, devolver la ley a los supuestos anteriores e incluso reglamentar de manera que se cumpliera lo previsto para que esta legislación no siguiera siendo un coladero del aborto libre. Pero el Partido Popular no hizo eso, sino que encargó a su ministro de Justicia una ley autocoherente y en toda regla.

Seguramente, en esta decisión pesó un cálculo electoral de cierta entidad. La convicción de que el no nacido merece protección (pro vida) es sustentada transversal-mente por más del 30% de la población española (derecha, centro e izquierda) y por mucho más del 50% de los votantes del Partido Popular. Habría sido, pues, conveniente asegurar el espacio propio en la campaña y los comienzos de andadura del gobierno.

Pero he aquí que una serie de factores empiezan a inquietar las expectativas de votos de los populares para las siguientes elecciones y, como las opciones pro vida van más bien bajando que subiendo, se opta por evitar la menor queja de los abortistas, algunos de los cuales votan al PP. Pienso que se calcula que, una vez pasada la primera indignación, ese más del 50% de votantes pro vida del PP lo volverán a votar, al no tener otra alternativa (no son, en general, votantes del PSOE o de Podemos). Consumada la operación, habrían conseguido poder dedicarse a pescar en río revuelto sin ninguna incomodidad.

Existía, claro, otra opción. Sacar adelante la ley prometida, cumpliendo con su mayoritario electorado pro vida y sin que los otros votantes suyos tuvieran derecho a enfadarse, ya que habían apoyado un programa que, además de otros muchos asuntos, contenía este con el que quizás no estaban del todo de acuerdo. Esta decisión debería haber ido seguida de una doble campaña pedagógica, la que explicara las razones de la sensibilidad pro vida y la que animara a los indiferentes o disidentes a repetir en la siguiente ocasión el sentido de su voto por las mismas razones que la vez anterior: también para ellos, el programa sería en conjunto el más conveniente.

Pero, al parecer, la fidelidad del votante popular se fía a un razonamiento economicista: se explicará que el actual gobierno del PP haya incumplido íntegramente su programa económico porque se encontró con una situación que estaba abocada al abismo, pero, se añadirá, con todas las reformas emprendidas y los sacrificios exigidos, se saldrá del foso y podrá justificar su incumplimiento con el aforismo ad impossibilia, nemo tenetur. Lo malo es que, con las cifras en la mano, lo más que se puede aspirar es que a finales de 2015 el paro que dejó el gobierno de Rodríguez Zapatero en la cifra escandalosa de 5.250.000 parados, equivalente entonces a un 22,5% de la población activa vuelva… a la misma cifra, aunque con dirección invertida: en vez de hacia el abismo, hacia la recuperación. Todas las calas demoscópicas confirman que una mejoría tan sutil no puede ser advertida por el votante en general y, por consiguiente, se produce un desconcierto adicional en el sujeto pro vida votante del PP, quien, aunque desconfíe ya de que en el partido que vota existan algunas instancias morales o de decencia, estaría por creer que no se arriaría su bandera, aunque solamente fuera por conseguir la fidelidad de un público electoral que está dispuesto hasta aceptar el razonamiento del gobierno en los asuntos económicos.

Nadie sabe cuántos de los votantes pro vida del PP decidirán, decepcionados, abstenerse, razonando como en algunas ocasiones han hecho los socialistas: si mi partido hace cosas para mí inadmisibles, es mejor dejar ganar al otro que, aunque las haga igual, no me ha mentido prometiendo algo distinto. De llegar a esta conclusión casi todos los votantes del PP que son pro vida, la débâcle sería de una proporción como no se ha visto desde los tiempos de Alianza Popular. Aunque no creo.

Es cierto que si la incidencia electoral de la reforma de la ley del aborto fuera la que, desde que se anunció, ha estado advirtiendo machaconamente el diario El País, la inmensa mayoría de los tertulianos de diverso pelaje y los círculos progresistas, ellos sí, de firmes convicciones, la conclusión para el cálculo electoral coincidiría con la que supuestamente ha abrazado Rajoy. Añádase a eso la movilización de las instancias anticristianas de esta España en que la menor sospecha de raíz religiosa en cualquier inspiración produce escalofrío. Desde luego, esto último supone literalmente una violencia inquisitorial a la viceversa, o sea, que igual que cierta Inquisición antigua condenaba a la hoguera a quien se atrevía a proferir una convicción (atea, agnóstica, cientificista o relativista) distinta de lo admitido, la nueva Inquisición (atea, agnóstica, cientificista o relativista) condena a la muerte civil a quien se atreve a sustentar cualquier postura incompatible con la mentalidad dominante. Pero no es la cuestión de la que hablamos.

A lo que vamos. La decisión del presidente del gobierno, Mariano Rajoy Brey, tomada, al parecer, por consideraciones demoscópicas, entraña consecuencias de una enorme trascendencia histórica, por el tema de que trata y por el tipo de compromiso que presupone, que no todo el mundo verá compatible con la sensatez. En cuanto a las previsiones de rentabilidad electoral o no para el partido en el gobierno, por lo que hemos dicho, están por ver.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).