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La energía constituye un elemento estratégico para el desarrollo económico y social de los países. Más aún, sin temor a exagerar el acceso a estos recursos, resulta indispensable para garantizar la competitividad en un entorno cada vez más globalizado. Sin embargo, y a diferencia de otros recursos naturales, las grandes reservas de energías primarias (petróleo y gas) no se encuentran bajo el control de las grandes potencias económicas occidentales. De ahí que asegurar su disponibilidad sea uno de los puntos clave de las agendas geopolíticas de los países desarrollados y desde hace unos pocos años, también, de potencias emergentes como China e India.

Cada vez parece más cierto que el siglo XXI será el siglo de la lucha por los recursos. Esto es evidente si consideramos que el consumo de estos recursos escasos se ha caracterizado por su desigual distribución entre los países tradicionalmente considerados ricos y las naciones en vías de desarrollo. Actualmente los países occidentales consumen unas diecisiete veces más la energía mínima necesaria para la vida. Según el Consejo Mundial de la Energía (WEC), Estados Unidos consume 10 kWh por habitante y Europa 5 kWh, que contrastan con los 1,5 kWh que consume China o los 0,7 kWh de India, economías que crecen a un ritmo vertiginoso. A este panorama hay que sumar las previsiones de los organismos internacionales, que apuntan a que el grueso del crecimiento y el consumo hacia el año 2050 se concentrará en el continente asiático.

En este contexto, América Latina puede convertirse en un actor estratégico por su abundancia de recursos. Según el sistema de información económico-energético de la Organización Latinoamericana de la Energía (OLADE), la región posee poco más del 13% de las reservas mundiales de petróleo. De estas, Venezuela posee más del 60% (sin incluir el crudo extrapesado de la extensa faja del Orinoco aún en proceso de certificación), seguida por México, con el 19%, y Brasil, un actor que adquiere mayor peso por sus descubrimientos en aguas profundas, con un 13%. Estos mismos países son los principales productores de la región e indiscutibles agentes de primer nivel en el mercado energético mundial.

Por otra parte, la región también cuenta con reservas de gas de cierta importancia, que en su conjunto suman cerca del 5% de las reservas globales, cada vez más accesibles a los países industrializados en la medida en que se proyectan y construyen infraestructuras de regasificación. Nuevamente Venezuela es un actor importante al concentrar el 53% de las reservas que se encuentran en Latinoamérica, a pesar de ser un productor marginal si se compara con su potencial. Le siguen México, que con el 20% de las reservas es el principal productor de la zona, y Bolivia, que acumula un 6% del gas latinoamericano, aunque su industria aún se encuentra en un incipiente nivel de desarrollo.

A este potencial hay que sumar los yacimientos de carbón, que de manera similar al petróleo, suman el 13% de las reservas globales, siendo Brasil y Colombia los principales actores de la región. El primero, cuarto productor regional, posee el 75% de las reservas, mientras que Colombia, el gran productor latinoamericano, concentra el 16% de las reservas, que dada su posición geográfica exporta principalmente al mercado asiático. Además, según la World Nuclear Association, Brasil posee cerca del 5% de las reservas mundiales probadas de uranio y, en términos geológicos, se presume que en aproximadamente dos tercios de los 23,4 millones de kilómetros cuadrados que constituyen la región se podría explotar uranio, por lo que se asume que existe un importante potencial de crecimiento en el sector.

Como se ve, dichos recursos están distribuidos de manera heterogénea, pero en su conjunto resultan complementarios y permiten satisfacer las necesidades energéticas no solo de la zona, sino de aquellas con las que alcancen acuerdos comerciales preferentes. Desde este punto de vista, América Latina sigue siendo atractiva en términos de inversión, y España, puerta de entrada a Europa del mercado iberoamericano, tiene la capacidad de generar compromisos que permitan garantizar el acceso a estos recursos y diversificar el riesgo de abastecimiento europeo.

El puzzle energético latinoamericano

A pesar de que lo dicho hasta ahora podría llevar a creer que la mejor opción para la región sería avanzar hacia la consecución de un mercado energético común, a semejanza del proceso iniciado hace décadas en la Unión Europea, la fragmentación regulatoria, política y cultural se está convirtiendo en la nota característica. América Latina es, hoy día, un complejo puzle energético que dificulta el avance conjunto, pese a que el buen desempeño ante la actual crisis económica mundial parece vislumbrar la esperanza de un crecimiento sostenido en el medio plazo.

Esta fragmentación está dibujando dos bloques diferenciados, que crean una brecha en un mercado que está llamado a constituir una unidad. Así, por una parte, encontramos un bloque formado por países como Brasil, Colombia, Chile o Perú que han venido desarrollando una política coherente, mayormente integradora y aperturista a la inversión extranjera, que garantiza a medio y largo plazo el desarrollo de su sector energético y, por consiguiente, la competitividad de sus economías.

En sentido contrario, podemos encontrar los tradicionales productores de la región, como Venezuela, México, Bolivia y Argentina, afectados por políticas confusas que han colocado su industria energética en una suerte de encrucijada y su industria interna en una situación desventajosa. Así, y como punto de partida, las matrices energéticas de este bloque ha alcanzado un importante nivel de desequilibrio que alcanza su punto álgido en la situación de los tres principales productores de la región, que van camino a convertirse en consumidores netos de derivados energéticos: México importa cerca del 40% de la gasolina que consume; la Venezuela de Hugo Chávez compra cada vez más gasolina, gas y electricidad de proveedores externos; y Bolivia requiere importar gas licuado de petróleo (GLP) para cubrir su demanda interna durante el periodo invernal.

En esta situación juega un papel importante el control y gestión de sus recursos a través de empresas públicas, más preocupadas por convertirse en apéndices del gobierno de turno que en diseñar una política energética coherente. Como resulta obvio, la excesiva burocracia, la creación de redes clientelares, problemas de corrupción y deficiente acceso a los servicios públicos energéticos básicos, han sido las señas que distinguen la actividad de estas estructuras burocráticas.

Por otra parte, hay que destacar la creación de una cultura de consumo ineficiente y derrochadora, alentada por la percepción popular acerca del valor de los recursos naturales. Los ciudadanos de algunos países latinoamericanos sienten que los recursos forman parte de su patrimonio y, por tanto, exigen el derecho a consumirlos sin apenas coste. Como es evidente, esto genera un caldo de cultivo que permite que constantemente permeen consignas nacionalistas, indigenistas y reivindicaciones de distinto tipo que ensalzan como conquistas sociales la «distribución popular» de los recursos naturales y abogan por subvencionar el consumo irracional. Paradigmáticos nuevamente son los casos de Venezuela, donde es más caro un litro de agua que de gasolina, o de Bolivia, con la ya conocida guerra del mar o la política actual de subvenciones del GLP que ha alcanzado hasta el 40% de su valor. Esta situación, como no podía ser de otra manera, se refleja en el marco regulatorio que, como péndulo, tiende a desplazarse desde el incentivo y protección de la inversión extranjera hasta la nacionalización de las instalaciones y el comercio energético, según el precio que marquen los mercados internacionales o la ideología política del partido de gobierno.

Finalmente, la variable geoestratégica juega un papel fundamental en el actual mercado latinoamericano, pero no con el objetivo de que la región hable con una sola voz y mejore su posición negociadora en el mundo, sino configurando una confusa partida de intereses, alineamientos y ejes económico-políticos dentro de la región, que responden no solo a similitudes ideológicas (como es el caso del eje bolivariano construido a partir del ALBA) sino a conflictos históricos que aún no han logrado superarse y tienen importantes efectos sobre el comercio energético interno. Nuevamente puede destacarse el caso de Bolivia y su histórica negativa de vender gas a Chile hasta tanto no se negocie el acceso boliviano al océano pacífico.

Ante este panorama, y como corolario, el debate sobre el desarrollo de una política energética concebida con perspectivas económica, técnica y estratégica se aleja de la agenda pública. Parece que los dirigentes latinoamericanos, más allá de pomposas declaraciones y propuestas in-viables, como el faraónico gasoducto del Sur propuesto por Chávez, no alcanzan a comprender el importante papel vertebrador que una política común puede suponer para el desarrollo económico y social latinoamericano. Mientras no exista un proceso de integración coherente, persista la diversa estructura y acceso a los recursos energéticos, se condicionen las políticas a factores ideológicos y se mantenga la miopía general de los sectores dirigentes para asumir con seriedad un proceso de cooperación y complementación energética, América Latina —con honrosas excepciones— no pasará de ser un mero proveedor de recursos energéticos, en lugar de una región que en su conjunto podría ser unos de los actores determinantes de la política energética mundial. En este sentido, la necesidad de desarrollar una política energética latinoamericana, única y coherente, debería ser una de las principales tareas en el medio y largo plazo.

La oportunidad verde

Desde la perspectiva inversora son muchos los ámbitos donde las empresas europeas pueden participar, incluso en el caso de los mercados intervenidos por empresas estatales. Lo cierto es que muchas de estas empresas gubernamentales ya han demostrado que no cuentan con los recursos o la capacidad técnica para desarrollar, explotar y comercializar eficientemente muchos de los recursos energéticos convencionales, y menos aún los renovables, verdadera oportunidad en la región.

Si bien el crecimiento de las energías renovables alcanzó casi el 29% del suministro total de la energía primaria (STEP), según datos de la Agencia Internacional de Energía (AIE), del conjunto de renovables con gran potencial (biomasa, solar, eólica y geotérmica) apenas se está aprovechando el 4%, lo que deja un amplísimo margen para nuevos emprendimientos. Además, un elevado porcentaje de la energía que reflejan las estadísticas corresponde a recursos hidráulicos, pues la presencia de energía eólica y solar, nicho de mercado natural para las empresas españolas, es apenas testimonial.

Esto nos permite dibujar un panorama interesante para las empresas europeas, pero el optimismo debe ser limitado, pues resta sortear el mayor de los problemas: la carencia de políticas nacionales ambiciosas que busquen desarrollar el potencial renovable de la región. La misma abundancia de petróleo, gas y carbón, más baratos y técnicamente más viables, incentivan la inversión y explotación de recursos energéticos convencionales. Queda pues en manos de las empresas del sector demostrar que el potencial renovable puede ser una apuesta estratégica para conjurar algunos de los problemas que ya hemos señalado, generar empleo sostenible y proteger el medio ambiente.