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Siempre es aventurado plantear cuáles serán los grandes temas del futuro y, en una empresa semejante, sólo contamos con alguna posibilidad de éxito si, comparando el pasado y el presente, llegamos a vislumbrar algunas tendencias. Para ilustrar este riesgo, bastaría que nos preguntáramos quién, a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, hubiese osado pronosticar la realidad militar unipolar del momento presente. En nuestro caso, es posible aventurarse a pergeñar el contenido de las futuras políticas en el caso del hemisferio occidental, porque las importantes transformaciones ocurridas en él durante los últimos cincuenta años apuntan en una misma dirección.

En el contexto de la posguerra, y poco después del surgimiento de las Naciones Unidas, las naciones del hemisferio construyen la Organización de Estados Americanos (OEA) «para lograr un orden de paz y de justicia, fomentar su solidaridad, robustecer su colaboración y defender su soberanía, su integridad territorial y su independencia». La misma conferencia que acordó esa carta constitutiva, proclamó la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Y es claro que ambos instrumentos hacen referencia a la democracia, a los derechos humanos, a la cooperación, al desarrollo económico y social. Pero el énfasis de la hora era, como no podía ser de otra manera en aquel tiempo, la seguridad nacional. De los cinco propósitos esenciales consignados en el artículo cuarto de la Carta, cuatro se refieren a la paz y a la seguridad, a la solución de controversias entre Estados y a la defensa ante la agresión. La misión de la política interamericana era esencialmente diplomática. Su evolución estaba íntimamente ligada a la guerra fría y a la defensa de las naciones frente a movimientos subversivos con apoyo extracontinental.

Conforme fuera transformándose el entorno, especialmente el continental, y surgieran prioridades adicionales, esa misión original iría evolucionando, diría mejor: ampliándose. Así, en 1959 se estableció la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual obtuvo vigencia contractual con el Protocolo de Buenos Aires, que la incorporó en 1967 en la Carta Constitutiva; y en 1969 nació el sistema convencional interamericano de derechos humanos, basado en la Convención adoptada en San José en ese año.

Llegó luego la hora de la promoción de la democracia, tarea que había resultado difícil de establecer por muchos años, dado que la OEA estaba integrada mayoritariamente por países con gobiernos dictatoriales. Pero a partir de 1967, con la incorporación de Barbados y Trinidad y Tobago, y hasta 1991, en que se concluye ese proceso, la participación de Canadá y de las democracias al estilo de Westmister del Caribe en la OEA fortalece la visión democrática, y a eso se une la orientación a la democracia de las naciones latinoamericanas.

La creación del BID, la Alianza para el Progreso y la Cumbre de Punta del Este, así como el propio Protocolo de Buenos Aires en 1967, y los posteriores Protocolos de Cartagena de Indias, San Salvador, Washington y Managua fueron reflejando, a su vez, la evolución de los compromisos interamericanos con el desarrollo económico, la disminución de la pobreza y la seguridad y justicia sociales.

En los años noventa estos procesos de transformación de la agenda hemisférica se aceleraron y me atrevo a señalar tres hechos de enorme impacto que, a mi modo de ver, condicionan el desarrollo futuro de las políticas hemisféricas, que son: el proceso de Cumbres y el ALCA, la Carta Democrática Interamericana y los trágicos actos terroristas del 11 de septiembre del 2001 en los Estados Unidos.

Por todos estos hechos, los albores del tercer milenio iluminaron un hemisferio occidental con grandes cambios. En América hoy prevalecen las democracias. Se han hecho grandes avances en el control civil de la fuerza y en la discusión de las ideas por parte de la opinión pública. El sistema de derechos humanos interamericano se ha ampliado, profundizado y ha adquirido cada día más prestigio ante los ciudadanos, la academia y las organizaciones de las sociedades civiles del continente. Las economías en todos los Estados miembros de la OEA son en la actualidad mucho más abiertas que en el pasado, con mayor responsabilidad fiscal, menor inflación y regímenes cambiarios más neutros. En general se han realizado grandes avances en la cobertura de los sistemas de educación y salud.

Claro está que lo anterior no significa que se hayan podido superar las carencias tradicionales de la región. Así, la pobreza ha aumentado en los últimos años, azuzada por la disminución de los capitales externos, la desaceleración de la economía mundial, la falta de competitividad en muchos mercados nacionales, las carencias de inversiones en capital humano, las enormes desigualdades de riqueza, ingresos y oportunidades, algunas aplicaciones equivocadas de políticas económicas y la falta de eficiencia de muchos programas sociales.

El funcionamiento de la democracia ha puesto al descubierto grandes problemas de falta de regulación o supervisión, corrupción e instituciones poco apropiadas para promover el Estado de derecho, mercados competitivos y la propiedad y libertad de contratación de todos los habitantes. Ninguno de estos problemas es nuevo, pero ahora han quedado expuestos a la luz pública y son discutidos en toda su amplitud e implicaciones. La larga espera por el progreso y la ilusión de encontrar una solución mágica a los problemas de bienestar de las familias con el advenimiento de la democracia, ha creado desencanto y frustración ante los magros resultados en la mayor parte de los países de América Latina y el Caribe.

Ante esta conjunción de nuevas y viejas realidades, ante estas nuevas circunstancias, ¿cuáles deben ser las grandes líneas de la política interamericana?

CONSOLIDACIÓN DE LA DEMOCRACIA

La cláusula democrática contemplada en la Cumbre de Québec, así como la Carta Democrática Interamericana, aprobadas ambas en 2001, establecen un compromiso aún más firme y detallado de la OEA en la promoción y defensa del sistema democrático. «Teniendo en cuenta el desarrollo progresivo del derecho internacional y la conveniencia de precisar las disposiciones contenidas en la Carta de la OEA e instrumentos básicos concordantes, relativas a la preservación y defensa de las instituciones democráticas, conforme a la práctica establecida», los Estados miembros resolvieron aprobar la Carta Democrática Interamericana.

En este instrumento se definen los procedimientos para apoyar la democracia, promover su consolidación y actuar ante situaciones que signifiquen la quiebra del sistema democrático en un Estado miembro, y se establecen las relaciones de apoyo mutuo entre democracia y derechos humanos, desarrollo y eliminación de la pobreza. Esto implica avanzar por un territorio ignoto, y su aplicación demandará el refinamiento del derecho interamericano, de modo que se logre el justo equilibrio entre la defensa de la democracia como valor aceptado continentalmente, y el respeto al principio de la soberanía nacional. La propia Carta Democrática, como reflejo de la evolución del sistema interamericano, renueva el compromiso con la defensa hemisférica de los derechos humanos y ratifica el derecho de los ciudadanos a acceder a los órganos del sistema para defender aquéllos, a la vez que reafirma la «intención de fortalecer el sistema interamericano de protección de los derechos humanos para la consolidación de la democracia en el Hemisferio».

Esta es una tarea que dista de estar cumplida. Promover la participación de todos los Estados miembro en el sistema convencional de Derechos Humanos, coordinar mejor los procedimientos de la Comisión y de la Corte y destinar a estos dos entes recursos propios de la OEA que sean suficientes para que funcionen como organismos de tiempo completo, son importantes tareas que aún están por cumplir.

LAS CUMBRES HEMISFÉRICAS Y EL COMPROMISO CON EL LIBRE COMERCIO

A partir de la Primera Cumbre  Hemisférica de 1994 en Miami, y en mayor medida después de las Cumbres de Santiago, Québec y Monterrey, las naciones americanas adoptan un compromiso compartido con el desarrollo humano, la disminución de la pobreza, y en general el bienestar de las familias en las diversas naciones. La Asociación de Libre Comercio de las Américas (ALCA) es un instrumento que se comprometen a construir los jefes de Estado y de Gobierno, precisamente con esa finalidad. Todo ese proceso de cumbres lleva de manera dramática y exponencial a concretar compromisos en educación, salud, comercio, desarrollo financiero, derechos de propiedad, pequeña empresa y lucha contra la pobreza.

Definidos esos objetivos, corresponde dedicar las próximas décadas a la tarea de ejecutar los compromisos y coordinar los esfuerzos entre las naciones americanas, de acuerdo con sus propias posibilidades y potenciales, para alcanzar esos fines: construir un área de libre comercio, acelerar el crecimiento y disminuir sustancialmente la pobreza, hasta que queden incorporados al bienestar todos los sectores de sus poblaciones. Cuando se toma en cuenta la magnitud del esfuerzo humanitario que se requiere, por ejemplo, en Haití, para alcanzar índices mínimos aceptables de salud, educación, alimentación y seguridad personal; y cuando se reflexiona sobre los ingeniosos mecanismos de compensación ante las asimetrías y de incentivos que deberán desarrollarse para hacer que la integración económica beneficie a las pequeñas economías, queda de manifiesto la magnitud de los grados de cooperación, negociación y buena voluntad que se requieren aquí para llegar a tener éxito.

Por otra parte, es evidente que el Consenso de Washington ha sido superado, lo cual no quiere decir que pueda dejarse de lado, como lo ha demostrado, con muy favorables resultados, el Gobierno de Brasil. Pero, a la apertura económica y la responsabilidad fiscal y monetaria, se agregan nuevas tareas para la conducción eficiente de las políticas sociales; para promover ahorro interno y paliar el impacto de los ciclos de financiamiento externo, que crean inestabilidad y perpetúan la desigualdad y la pobreza; para generar mercados competitivos e incentivos para trabajar, invertir y producir; y para promover, finalmente, capital humano e infraestructura.

SEGURIDAD, PAZ Y TRANQUILIDAD

La seguridad de las naciones americanas y la paz entre ellas fueron, como hemos señalado, los objetivos principales de la OEA en el momento de su creación, así como lo habían sido de su antecesora, la Unión Panamericana. Pero eran objetivos que se entendían en el contexto de conflictos en ciernes entre naciones. Esa fue la doctrina de seguridad que continuó vigente durante la guerra fría, con extensiones para cubrir los casos de financiamiento y apoyo militar y logístico de potencias extracontinentales a movimientos revolucionarios al interior de los países.

Pero los dolorosos sucesos del 11 de septiembre del 2001 vinieron a señalar la realidad de una nueva época de amenazas para la seguridad de las naciones. El terrorismo asombró, consternó e indignó al mundo entero con esos trágicos eventos. La producción, tráfico y consumo de drogas, los secuestros, las bandas juveniles y el crimen internacional en otras formas, incluyendo la promoción inhumana del tráfico ilegal de inmigrantes, obligan a nuevas consideraciones de seguridad y protección a las naciones y también a nuestro continente.

Tres décadas antes ya se había avanzado en la defensa de la seguridad de las personas con la Convención para prevenir y sancionar actos de terrorismo de 1971, dirigida principalmente a atender los delitos de secuestro y homicidio. Pero ante los nuevos hechos, fue necesario en el 2002 aprobar la Convención Interamericana contra el Terrorismo y el año siguiente, en el 2003, llevar a cabo en México una conferencia especial sobre la seguridad hemisférica.

Los acuerdos binacionales y convenciones internacionales para el patrullaje conjunto de los mares en la lucha contra el narcotráfico, así como el progreso en mecanismos multilaterales por parte de la OEA, como el CICAD para la evaluación conjunta de la lucha contra la producción, tráfico y consumo de drogas ilegales, muestran otros importantes avances. Pero las dificultades sociales relacionadas en parte con la erradicación de cultivos sin facilitar a la vez actividades productivas alternativas que sean atractivas, así como las relacionadas con los esfuerzos para controlar el consumo, señalan los difíciles retos que se deberán afrontar en los próximos años, y demandan fórmulas cada vez más eficientes para compartir los datos de inteligencia, evitar actos de terrorismo, narcotráfico y crimen internacional, y controlar los flujos ilegales de recursos que surgen del narcotráfico, financian el terrorismo y ocultan la corrupción.

ACCIONES NACIONALES. BILATERALES Y  HEMISFÉRICAS

Como ha sido ampliamente reconocido en el  proceso  de las cumbres, la responsabilidad del desarrollo y el progreso es, en primer y fundamental lugar, de cada nación. Pero el derecho internacional americano ha convertido también en responsabilidad común la consolidación y el fortalecimiento de la democracia y los derechos humanos; el progreso del bienestar y la erradicación de la pobreza; y la seguridad nacional y personal frente a los nuevos retos del siglo XXI. De ahí que, en estrecha vinculación con las propias características y potencialidades de cada nación, haya un amplio espacio para los acuerdos binacionales y subregionales, que sin embargo no sustituyen el diálogo y los compromisos hemisféricos. En un continente que asienta a la superpotencia del globo, lograr ese equilibrio no es tarea fácil, y requerirá del aporte de todos. Ello hace indispensable que cada Estado comprenda las condiciones propias y las que corresponden a los otros Estados en el continente.

La gran comunión de valores sobre la libertad y dignidad de las personas, y el compromiso de los Estados con la justicia, que se dan entre las naciones americanas, aunadas a la diversidad cultural, herencia de inmigración y convivencia en la diversidad propias de la mayoría de los países de este hemisferio; son, todas ellas, condiciones que coadyuvan a las posibilidades de éxito en la búsqueda de ese equilibrio, basado en una mutua comprensión de la profunda interrelación existente entre la diversidad de las circunstancias y la unicidad de los valores fundamentales compartidos.

Pero ni la tarea es fácil ni los resultados son seguros. Consolidar la democracia y los derechos humanos y garantizar el progreso y el desarrollo humano de todas las familias, especialmente de las más pobres, es una tarea compleja, que demanda perseverancia en un proceso continuo de ensayo, error y mejoramiento, propio de la democracia y de la vida en libertad.

Para lograr ese doble objetivo de consolidar el instrumento de convivencia política —la democracia— y alcanzar el bienestar de las personas por medio de la generación y participación en la riqueza, se requiere observar algunos principios que, con audacia y muy esquemáticamente, me permito indicar a continuación.

1. La democracia debe ser incluyente. Todos debemos sentirnos representados en ella, y las minorías de hoy deben sentir la posibilidad de ser las mayorías del futuro. Sólo así, cuando todos entendamos que tenemos en cada país un destino común y que se tiene acceso a participar constructivamente en el proceso de moldear éste, puede asegurarse la legitimidad y supervivencia de la democracia.
2. Debemos contar con un poder moderador, como lo es por ejemplo la Constitución de los Estados Unidos y lo fue el comportamiento de George Washington al no pretender perpetuarse en el poder; y como lo ha sido la monarquía en la España reciente y la renuncia del presidente Aznar a buscar un tercer período de gobierno. Pero ese poder moderador no debe significar un amarre de la sociedad que, a cambio de la paz, imposibilite el progreso, como ocurrió con la monarquía brasileña en el siglo XIX. Hoy, las instituciones de la sociedad civil, la descentralización y las autonomías regionales pueden jugar con gran éxito ese papel moderador, pero debemos buscar un equilibrio que no nos conduzca a la ingobernabilidad y la ineficiencia. El poder moderador nos debe garantizar que ni la antigua clase, ni una nueva privilegiada, ni el antiguo caudillo, ni un nuevo caudillo secuestren el gobierno.
3. El derecho internacional americano, con la Carta Democrática y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, constituye una especial fortaleza para la consolidación democrática y da garantías externas de legitimidad a los grupos que al interior de una nación puedan sentir dudas sobre la solvencia de su sistema nacional de gobierno.
4- Para alcanzar el progreso se debe fortalecer la buena política macroeconómica, en la que ya se ha progresado en los últimos años. Las políticas fiscales y monetarias responsables, que controlan la inflación, la apertura comercial, regímenes cambiarios neutros, sistemas financieros más desarrollados y bien supervisados, deben ser continuadas y profundizadas.
5. El progreso debe financiar y beneficiarse a su vez de programas sociales universales eficientes de educación, salud, acceso a mercados y defensa de la propiedad, a la vez que se desarrollan, conforme los recursos lo permitan, programas sociales orientados a propiciar que los pobres puedan aprovechar las oportunidades que el crecimiento genera.
6. Fortalecer las instituciones que permiten el funcionamiento del Estado de derecho, la protección de la libertad y los derechos humanos, la propiedad y la libre contratación.
7. Avanzar en políticas económicas que aumenten la competitividad con la dotación de infraestructura, defensa de los mercados competitivos, promoción del ahorro, debida supervisión de servicios públicos eficientes y el fomento de la ciencia y la tecnología, es también necesario para aumentar el crecimiento y disminuir la pobreza.
8. Para alcanzar esa doble meta de consolidación democrática y desarrollo humano, la democracia en cada nación y las instituciones hemisféricas deberán finalmente ser realistas, pertinentes y humildes.

Realistas, para entender que democracia y política interamericana no son soluciones de artificio del realismo mágico, sino instrumentos para la toma de decisiones, que nos permiten cambiar pacíficamente de dirección, pero no nos aseguran la mejor decisión, y que debemos ser pacientes y perseverantes en el ejercicio de la democracia y en la aplicación de las acciones indispensables para generar progreso. Pertinentes, porque el proceso democrático y su organización americana deben estar destinados a proporcionar servicios eficientes al ciudadano, que le brinden respuesta adecuada a las necesidades de su vida cotidiana. Y humildes, porque no sabemos cuáles son las mejores soluciones ni podemos imponerlas en forma global y acabada, sino que estamos obligados a los avances parciales, al tanteo y al error, a escuchar y a cambiar nuestros criterios frente a los argumentos convincentes de los demás.

En suma, qué pese a que la política interamericana de principios del siglo XXI esté destinada a la defensa de valores trascendentes y a la construcción del progreso, deberemos actuar con tolerancia y moderación si realmente queremos alcanzar esos objetivos.

Consolidar el funcionamiento democrático y abocarse a reducir sistemáticamente los niveles de pobreza, mediante la generación de las condiciones de crecimiento económico sostenido y compartido que son indispensables para tal propósito, constituyen —a la luz de lo ya alcanzado y las circunstancias y retos presentes— el siguiente y natural estadio de las políticas interamericanas en el futuro previsible.