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Una de las paradojas más conocidas y famosas está ligada al nombre de Epiménides de Cnossos, un cretense que según la tradición afirmaba que todos los cretenses eran mentirosos. Han sido muchos los que la han interpretado como un gran problema lógico que podía tener múltiples soluciones, algunas de ellas nada simples. Es posible, sin embargo, que, como en otros muchos casos, la contradicción no fuera más que aparente y que el problema no consistiera en que Epiménides mintiera si y sólo si decía la verdad, o que dijera la verdad si y sólo si mentía; sino sencillamente en que fuera un gran embustero y hubiera en Creta al menos un cretense que no fuera mentiroso.

Si ahora traemos a cuento al mentiroso Epiménides se debe a que en los últimos tiempos se han planteado reiteradamente situaciones que en el fondo presentan el mismo problema: mentirosos que parecen decir la verdad.

Esto es lo que ocurre, a mi entender, en El péndulo de Foucault de Umberto Eco y en Juegos de la edad tardía de Luis Landero, dos novelas de notable éxito. Tanto Eco como Landero nos sitúan en ese impreciso y ambiguo territorio en el que el lenguaje, los signos (es decir, el mundo de lo verosímil, como ya advirtiera Aristóteles) y lo real se confunden. Sus personajes construyen una ficción, es decir, mienten de forma consciente. Pero llega un determinado momento en que la farsa adquiere naturaleza propia y su lógica arrastra y engulle a sus inventores.

Estas historias merecen nuestra atención porque nos permiten descubrir los mecanismos comunicativos que hacen posible que una ficción se haga realidad. Como veremos, estos mecanismos operan de la misma forma en estas narraciones ficticias, pero verosímiles, que en la comunicación real.

Ejercicios de simulación

El protagonista de la obra de Landero, Gregorio Olías (alias Augusto Faroni) es un ingenuo aprendiz de brujo que descubre demasiado tarde que, como ya nos advirtiera el filósofo inglés J. L. Austin, pueden hacerse cosas con palabras. Olías es un insatisfecho y soñador oficinista en un almacén de vinos y aceitunas. Por razones de trabajo conoce a Gil Gil Gil (alias Dacio Gil Monroy), representante de estos productos y con el que sólo tiene comunicación telefónica. Alentado inconscientemente por Gil, que desea tener contacto con hombres famosos, Olías se va creando una identidad falsa, la de Faroni, un famoso escritor.

Olías va mezclando ficción y realidad hasta tal punto que llega un momento en que él mismo es incapaz de distinguirlas. Cuando Gil pretende conocer a su admirado Faroni, todo se precipita. La ficción ha de pasar por la dura prueba de la contrastación con la realidad. Pero Olías-Faroni se resiste a que Gil descubra su verdadera identidad y decide seguir adelante. Sus mentiras son cada vez más intrincadas, porque «la mentira sólo resulta verosímil si tiene algo de intrincada, de incomprensible como la vida misma».

Como era de esperar, termina siendo victima de sus embustes. Pero aun cuando la realidad se fe va imponiendo «ni siquiera tiene claro que haya mentido». Es más, se asombra de que los demás (como ocurre en un periódico que habla de sus andanzas), incapaces de entender el galimatias que ha ido tejiendo, hagan interpretaciones que no coinciden con la suya. A pesar de todo ello, después de numerosas penalidades encuentra la forma de reconciliarse con la realidad y con sus propias historias.

Sin embargo, la realidad no es siempre tan benigna. Y esto es lo que ocurre en la novela de Eco. Sus personajes aparecen obsesionados por descubrir un hipotético plan de proporciones tan colosales que las principales sociedades secretas que en la historia han sido parecían estar implicadas en él. Al no conseguir hacer compatibles las distintas piezas del rompecabezas, deciden inventarse un plan en el que todo lo que antes aparecía confuso adquiere sentido.

Pero llega un momento en que esos personajes pierden «esa lucidez intelectual que nos permite distinguir siempre entre lo similar y lo idéntico, entre la metáfora y la cosa». Su castigo no es, sin embargo, la locura, sino la muerte. Uno de ellos, Diotavelli, muere de cáncer; aunque la verdadera causa de su muerte es otra y él lo sabe: «Muero porque he convencido a mis células de que no existe una regla, de que con un texto se puede hacer lo que se quiera. He dedicado mi vida a convencerme de eso, yo, con mi cerebro. Y mi cerebro debe haberles transmitido ese mensaje a ellas. ¿Por qué he de pretender que sean más prudentes que mi cerebro? Muero porque nuestra fantasia ha superado todos los límites».

Los otros dos personajes, Belbo y Casaubon, mueren a manos de aquellos que se consideran herederos de secretos arcanos. Casaubon llega a la siguiente conclusión: «Nosotros inventamos un Plan inexistente, y Ellos no sólo se lo tomaron en serio, sino que también se convencieron de que hacia mucho tiempo que formaban parte de él, o sea, que tomaron los fragmentos de sus proyectos, desordenados y confusos, como momentos de nuestro Plan, estructurando conforme a una irrefutable lógica de la analogía, de la apariencia, de la sospecha. Pero si se inventa un Plan y los otros lo realizan, es como si el Plan existiese, más aún, ya existe».

Ocurre lo mismo que con las conspiraciones y secretos. «El verdadero iniciado es el que sabe que el secreto más poderoso es un secreto sin contenido, porque ningún enemigo logrará hacérselo confesar, ningún fiel logrará sustraérselo». Así muere Belbo; lo matan porque quieren hacerle confesar un secreto sin contenido alguno. Por fin, a Casaubon también le aguarda ¡a misma suerte. Le buscan porque creen que también él conoce el secreto. Al final ha comprendido: su destino es una burla. Aquel documento que parecía guardar la clave de todo no era más que una lista de lavandería; no había en él nada que comprender.

Comunicación y simulación

Historias como éstas son ficciones, simulacros, productos de la imaginación creadora. Pero son verosímiles porque la lógica que encadenan los hechos que allí se narran es semejante a la que gobierna la realidad. Su análisis nos permite comprender esa lógica. Pero como se trata además de historias donde los textos, los signos o, si se quiere, la significación y la comunicación juegan un papel fundamental, estos análisis, de ios que se ocupa la semiótica, nos permiten conocer aquellos procesos en los que simulación y realidad llegan a confundirse.

Como es sabido, semiótica significa etimológicamente ciencia de los signos, Pero los semiólogos han pretendido que fuera algo distinto, entre otras razones porque, por una parte, muchos signos suelen ser fácilmente recognoscibles, pero ha resultado bastante difícil definirlos teóricamente; y, por otra, hacen falta algo más que signos para que podamos llegar a entendernos. De ahí que muchos prefieran decir que la semiótica se ocupa de cualquier proceso real o posible de significación o, según prefieren algunos, de comunicación.

Pero quiéranlo o no los semiólogos, al final se encuentran siempre con signos o con textos formados de signos. Y aunque los signos sean unos muy diferentes de los otros, siempre son realidades que nos remiten a otras cosas, es decir, se trata de realidades que no son lo que parecen. Ya el viejo Heráclito sugería en una bella frase que los signos ocultan y manifiestan al mismo tiempo. Se les ha comparado con Jano, el dios de las dos caras. Pero la verdad es que casi nunca sabemos cuántas caras puede tener un signo. No puede sorprendernos, pues, que Eco haya definido la semiótica como «la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir».

En la semiótica, contrariamente a lo que ocurre en la ética, la doblez, el disfraz o la simulación no son categorías negativas, sino que pertenecen a la naturaleza de las cosas. Lo que ocurre es que en muchas ocasiones creemos conocer el secreto que encierra la simulación. Pero lo cierto es que frecuentemente nos vemos sorprendidos. Uno de los objetivos de la semiótica es llegar a saber por qué los signos, o los textos que con ellos tejemos, unas veces nos engañan, mientras que otras nos dicen la verdad. Le interesa, pues, la razón de su eficacia y también del fracaso de las intenciones que en ellos van encerradas.

La eficacia de los signos se sustenta en dos pilares: el cumplimiento de las reglas que rigen su uso y su interpretación. Del primer aspecto se han ocupado desde antiguo la gramática y la retórica; del segundo, la hermenéutica. Pero ambas se han visto modificadas con los nuevos enfoques de la semiótica Algunos de los supuestos más ampliamente compartidos hasta no hace mucho, relativos a los signos y la comunicación que ellos nos permiten, han tenido también que ser revisados. Así por ejemplo, difícilmente puede sostenerse hoy que el proceso comunicativo consista simplemente en la transmisión de un significado objetivo de una mente a otra; es decir, en un proceso de codificación realizado por un emisor, seguido de un proceso de descodificación realizado por el receptor. La misma terminología suponía ya una actividad creativa por parte del emisor, y otra, más bien pasiva, por la del receptor.

Procesos de comunicación

Sin embargo, no parece ser eso lo que ocurre. Los procesos de comunicación son procesos de inferencia en los que el que interpreta un mensaje no sólo ha de conocer las reglas del código utilizado por el autor, sino todo un conjunto de datos que no han sido codificados explícitamente y, en ocasiones, ni siquiera implícitamente. El sobreentendido es tan necesario que de no ser por él, la mayor parte de nuestras comunicaciones serían prácticamente imposibles. Ello obliga al emisor a adoptar estrategias que tengan en cuenta ese hecho. Si lo que desea es ser comprendido, debe dar pistas seguras que puedan ser correctamente interpretadas sin necesidad de un gran esfuerzo. Sí por el contrario lo que desea es dejar zonas oscuras o en penumbra, podrá lograrlo siendo menos explícito. En cualquier caso, debe contar con lo que él supone que su receptor sabe, porque sólo desde lo que sabe con anterioridad puede entender sus mensajes.

El receptor está obligado a rellenar las lagunas que continuamente se encuentra. Esta tarea, que muchas veces es automática, exige en otras una actividad enormemente creativa; sólo inventando hipótesis puede realizarse. Para ello debe contar tanto con las reglas del código abstracto que es toda la lengua, como con los indicios semánticos y pragmáticos que el mismo texto le ofrece. Esto le permitirá contrastar su hipótesis. Su creatividad tiene, pues, un doble riesgo: si le faltan datos o no llega a acertar con la regla adecuada, no comprenderá suficientemente; si, por el contrario, se extralimita en su función de poner lo que el texto no dice explícitamente, habrá añadido un plus de significación que el texto no le autoriza.

Estos mecanismos pasan bastante desapercibidos en la comunicación dialógica normal, pero se hacen más explícitos en situaciones problemáticas como las que nos describen las obras citadas. En ellas podemos apreciar cómo unos personajes construyen sus ficciones aprovechándose de la capacidad creativa de aquellos que las interpretan.

Landero nos plantea estos problemas fundamentalmente bajo la forma narrativa, mientras que Eco nos los plantea además envueltos en consideraciones teóricas. Al fin y al cabo, el primero es ante todo un autor de historias, un «literato», como se decía antes. El segundo es un semiólogo, un experto en la teoría de los signos y de la comunicación. Existe además otra diferencia que ahora interesa subrayar. El personaje de Landero es, como su inventor, un urdidor de historias, por lo que la perspectiva es fundamentalmente la de un emisor. Los de Eco, por el contrario, primero pretenden interpretarlas y. tras fracasar en su intento, se deciden a inventarlas; pero seguirá siendo la perspectiva interpretativa la que realmente determine los hechos.

A pesar de todo, tienen algo en común; todos cometen excesos en el uso de los signos y las reglas que deben gobernarlos. A algunos de esos excesos vamos a referirnos de forma expresa, aunque con la mirada puesta más en los procesos reales que en los que se desarrollan en esas historias.

La realidad imita al arte

La comprensión del fenómeno comunicativo ha puesto de manifiesto que en todo mensaje existe un componente subjetivo irreductible. No se trata ya del viejo problema de si el lenguaje se adecúa o no a la realidad. Es ya aceptado unánimemente que la realidad se da en el lenguaje y es inconcebible fuera de él. Esto nos ha permitido vahar la perspectiva y centramos en la comunicación intersubjetiva. Advertimos ahora que el mensaje no se constituye como tal hasta que no es recibido o interpretado, y en el acto de interpretación intervienen elementos exteriores al mensaje desde los cuales es interpretado. Uno de estos elementos lo constituye el conocimiento y la visión de! mundo de aquel que lo interpreta. En otros términos, en la práctica resulta muy difícil, por no decir imposible, distinguir la información de la opinión.

Hay que añadir además que, al interpretar el mensaje, el receptor lo hace desde e¡ conocimiento que tiene del emisor y contando con la información que éste le ha suministrado con anterioridad. Como dice Eco en algunas de sus obras teóricas, si el emisor, al elaborar el mensaje, tiene en cuenta lo que él denomina un «lector modelo», un sujeto ideal para su mensaje, el intérprete real también se construye su «autor modelo». En su novela, Landero domina con maestría estos mecanismos durante e! proceso en que Olías se transforma en Faroni.

Pero hay que tener en cuenta también las especiales circunstancias que suelen rodear las situaciones comunicativas porque tienen enorme trascendencia. El hombre siempre ha vivido rodeado de signos. Sin embargo, este hecho ha adquirido proporciones gigantescas —es posible incluso que en algunos momentos puedan ser consideradas como hipertróficas— en las sociedades desarrolladas, gracias sobre todo a tos medios masivos de comunicación.

Uno de los efectos de este hecho lo constituye la imposibilidad de determinar en muchas ocasiones lo que es real frente a lo meramente verosímil. Los medios de comunicación han hecho más esquiva aún la realidad y, por tanto, el concepto de verdad, sobre el que nunca anduvimos muy de acuerdo, se ha vuelto ya prácticamente inutilizable en estos contextos. En muy pocos casos es posible la verificación de lo que los mensajes transmiten. Los criterios tienen, pues, que modificarse. Pero el problema se complica aún más cuando observamos que los criterios son aportados por los mismos medios que transmiten la información. Así, por ejemplo, la preeminencia de los medios audiovisuales ha llevado a aceptar —por más que se haga bastante inconscientemente— que sólo es verdad aquello que aparece certificado por las imágenes o, en menor medida, por la escritura.

Estos criterios no sólo son adoptados por aquellos que interpretan las noticias, sino que son utilizados por aquellos mismos que las elaboran. Resulta algo más que anecdótico que un «conductor» de un programa informativo de televisión, al presentar las noticias en los primeros días de la guerra del Golfo, afirme: «No hay imágenes de esta guerra. Es una cuestión de fe». No se trata ya de que resulte cierta la afirmación que asevera que el medio es el mensaje, sino que no resulta exagerado afirmar que el significante es el significado.

Pero como decíamos antes, el receptor no es un sujeto pasivo. En ocasiones va más allá de los mensajes interpretando lo que no dicen. Así por ejemplo, en los días inmediatamente anteriores a la declaración del conflicto del Golfo, se genera una cierta psicosis que conduce a reacciones sorprendentes, como el acaparamiento de alimentos, sin que las noticias hayan sugerido siquiera la escasez. Otras veces demanda determinados mensajes. Las noticias acaban retirándose de los medios de comunicación o recibiendo una atención mucho menor, no porque ya no se produzcan o tengan menor Importancia los hechos a los que se referían, sino porque ya los destinatarios se han saturado y no muestran el mismo interés por ellos. La información se convierte entonces en un objeto de consumo, y los medios, que se mueven también por criterios económicos, tienen que responder a esas demandas.

Para explicar estos hechos resulta pertinente una frase celebrada: la realidad imita al arte. Con ella se ha querido aludir a que, por mucho que el arte parezca estar alejado de la realidad, ésta termina por parecerse a aquél. Pero también es posible una segunda lectura. Frecuentemente se pierde de vista que «arte» es artificio, construcción y también simulación. De ahí que cuando parece que es la realidad quien imita al arte, el mundo se nos vuelve del revés: los significados se vuelven significantes, y los significantes, significados. O lo que es lo mismo, la simulación es lo real, y lo que antes entendíamos como real se nos ha convertido en simulación. Y eso es lo que ocurre no sólo en las dos novelas a las que venimos haciendo mención, sino en la realidad misma.

Concluyendo: la determinación de lo que es rea) (o de lo que un sujeto cree real) y lo que es ficticio se encuentra difuminada tanto por los mecanismos que rigen la comunicación como por las circunstancias que la rodean. Nos encontramos asi con que nuestros mensajes, más que hacer referencia a hechos que pudieran ser considerados reales, se refieren a otros mensajes. Desconocer cuándo nos encontramos en una situación u otra puede conducir a graves errores de apreciación.

La venganza de los signos

Algunos de estos efectos indeseados de la comunicación adquieren enorme trascendencia en la sociedad hipercomunicativa en la que vivimos. Cuando nos resulta difícil llegar a saber qué es lo que oculta el signo partiendo de lo que muestra, sólo nos queda hacer hipótesis que muchas veces no podemos contrastar. En estos casos nuestra acción, sea simplemente comunicativa o no, adolece de falta de criterios que le sirvan de guía y, consecuentemente, está expuesta a apreciaciones que conducen al error.

En los análisis que desde esta perspectiva se han realizado sobre los grandes cambios ocurridos en la esfera internacional en los últimos años, pueden apreciarse este tipo de fenómenos.

A pesar del gran distanciamiento entre las dos superpotencias durante el periodo de la guerra fría, el enfrentamiento armado entre ellas, que hubiera sido fatal para todos, nunca llegó a producirse. Algunos autores consideran que, examinada la situación desde la perspectiva comunicativa, la guerra no era posible. Y no lo era porque la amenaza de una destrucción total no era un simple simulacro, sino algo que los interlocutores consideraban como muy real. El diálogo, especialmente tenso en situaciones como la crisis de los misiles que la URSS pretendió instalar en territorio cubano en 1962, acabó por imponer una solución que evitara el enfrentamiento.

Todo lo contrario de lo que parece haber ocurrido en el conflicto del Goifo. A pesar de que en esta cuestión tengamos que operar con demasiadas conjeturas, no parece descabellado aventurar alguna explicación que haga comprensible un enfrentamiento tan descabellado. Algunas revelaciones como las que Pierre Salinger y Eric Laurent hacen en su libro La guerra del Golfo, el dossier secreto son especialmente significativas, por más que no tengamos forma de confirmarlas. Por una parte, ni los países árabes reunidos en Bagdad el 28 de mayo de 1990, ni la embajadora estadounidense en Irak poco después, tomaron en serio las amenazas, bastante explícitas, de Sadam Husein.

Pero una amenaza, sí es tal, no es una simple declaración lingüística; tiene unos efectos que los expertos llaman perlocutivos o prácticos. Como lo es, por ejemplo, el que un juez pronuncie una sentencia condenatoria, o un sacerdote «yo te absuelvo». En el caso que comentamos, es posible que la amenaza tuviera implícitamente otra función: presionar para conseguir unos objetivos de carácter político y económico. Pero a veces, bien sea por «incompetencia» —de carácter interpretativo, se entiende— por parte de aquel al que va dirigido el mensaje o por el error estratégico o de cálculo por parte del autor, el mensaje implícito no es interpretado correctamente. En tales situaciones, a su autor no le queda más remedio que hacer efectiva su amenaza si quiere mantener su credibilidad.

Se dan además en este caso otras circunstancias. Una vez que se ha producido la invasión de Kuwait, liega un momento en que el diálogo se convierte en espectáculo gracias a la televisión. Se involucra asi a más intérpretes. Sadam Husein no sólo se dirige a Bush, sino que, en una huida hacia adelante, trata de ganarse a la opinión pública árabe convirtiéndose en el abanderado de las reivindicaciones palestinas. Esa misma función parece tener el ingrediente religioso que cada vez se hace más evidente en sus proclamas. Sus intérpretes musulmanes oyen lo que quieren oir y Sadam se convierte en un líder admirado. Si ha llegado o no más allá de lo que quería llegar, probablemente no lo sabremos. Lo cierto es que, como les ocurre a los personajes de los que nos hemos venido ocupando, ha llegado a un punto de no retorno: ha de seguir adelante con la imagen, posiblemente ficticia, que se ha creado. Por lo demás, es también probable que sus interlocutores políticos se hayan dado cuenta demasiado tarde: cuando llegaron a la conclusión de que no había más solución que el enfrentamiento.

Tanto en este caso, tan real, desgraciadamente, como en las ficciones de Eco y tandero, los signos terminan vengándose de aquellos que los utilizan sin freno alguno. La venganza de los signos puede ser doble. En ocasiones se da una inflación de signos: la acumulación de información es tan desmesurada que es imposible su interpretación. Se produce entonces un desorden en el que los signos producen el efecto de un ruido ensordecedor que impide una recepción correcta. En otras, los signos dicen más de lo que es deseable. En estos casos de desenfreno interpretativo, un signo puede decir cualquier cosa. La imaginación se ve intoxicada hasta el punto de que toda hipótesis interpretadora es posible. A partir de ese momento es imposible la comunicación porque la coincidencia de los interlocutores es producto del azar.

En los casos que hemos examinado nos encontramos con personajes que creen que lo que dicen es falso; es decir, por una u otra razón, mienten. Su estupor puede llegar al paroxismo cuando descubren que lo que ellos creían falso es real debido a que sus intérpretes así lo creen. Descubren demasiado tarde que, a veces, decimos la verdad cuando mentimos

Profesor Facultad de Comunicación. Universidad Complutense de Madrid