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La perplejidad es uno de los estados de ánimo que más pueden ayudar al hombre a conocerse a sí mismo y la realidad que le rodea. Es más, solo en la medida que conserve y sepa atender esa capacidad de dejarse sorprender por lo exterior, el hombre alcanzará nuevas metas en el futuro y sabrá adaptarse a las circunstancias y retos que el presente le vaya planteando con puntualidad. Si algo sustancial se está perdiendo en esta época que nos ha tocado vivir es precisamente la capacidad del individuo para dejarse contagiar por el flujo de la vida. Esa incapacidad llega al punto de manifestarse en las actividades más creativas del hombre, junto a la creencia de que todo está ya dicho y hecho, y, por tanto, no cabe sorprenderse de nada. Esta creencia descreída paraliza al hombre contemporáneo impidiéndole en todo momento reaccionar ante una realidad vertiginosa, de cambios abruptos y de una riqueza que, por el nihilismo que nos atenaza, no acertamos todavía a vislumbrar.

Ante la perplejidad que provoca una época como la nuestra, donde la técnica, dominada por grandes monopolios a nivel planetario, privilegia la imagen frente a la palabra, donde la cultura y el arte están supeditados a la imagen parcial de la información y de intereses puramente mercantiles y de poder; en un siglo como el nuestro en el que la sociología precede a la verdad y donde la barbarie sigue campando por sus fueros, resulta imprescindible mantener la memoria viva, la reflexión, la crítica, la poesía a través de la palabra escrita. Lo que cabría oponer, pues, a ese «devenir zombie» de la cultura -que diría Virilio-, y que solo sabe rendir culto a la imagen y a la velocidad para sus propios fines, que trivializa la cultura vulgarizándola o convirtiéndola en un producto más de consumo con campañas de marqueting especialmente diseñadas al efecto, es la cultura del Libro (con mayúscula), única cultura susceptible de otorgarnos la capacidad crítica, reflexiva y de rememoración frente a este supuesto horizonte orwelliano no tan lejano, amnésico y homogéneo. Si llegase a definirse ese horizonte amenazador perderíamos con ello toda una concepción del mundo y de la civilización, pues no hay que olvidar aquí -cosa que empieza a no tenerse ya en cuenta-, que la cultura de medio mundo es una cultura del Libro.

Frente a esta esclerosis solo cabe adoptar un escepticismo activo, es decir, un mayor acercamiento hacia las cosas y hacia los hechos, tal que sepa discernir entre la necesidad y la conveniencia de nuestras acciones; abierto a los nuevos retos y atento a las nuevas propuestas que la vida misma nos plantea día a día.

Sin olvidar que en España, casi de forma reiterada, se ha venido condenando al ostracismo tanto a sus creadores como a sus obras; y que es un país en el que la indiferencia por la cultura se ha convertido en algo endémico, sobre todo cuando esa cultura no ha mantenido relaciones estrechas con el poder, -como ya advertía nuestro gran sabio cordobés Ibn Hazm nada menos que en el siglo xi-, o adoptado un tono populista y uniformado, ¿qué función habrá de cumplir una editorial ante este estado de cosas?

El pequeño editor y el lector gustoso

Me ceñiré, en este punto, a la labor de las pequeñas y medianas editoriales independientes. ¿Por qué? Pues porque, desde siempre, los pequeños sellos editoriales han cumplido una función esencial: la de servir de vínculo, de mediadores entre esa realidad cambiante y rica del auténtico creador con el verdadero lector, el lector gustoso e inquieto. El pequeño editor, antes que editor, ha debido ser un buen lector y, al cumplir con este requisito, habrá evitado la monstruosidad de propiciar la creación de artefactos culturales ajenos, de todo punto, a las verdaderas inquietudes y necesidades reales de una época. Que por mantenerse en esta tentativa, consustancial al pequeño editor independiente, haya tenido éste y siga teniendo que pagar una plusvalía en ocasiones excesiva, sobre todo en un país como España, es algo ya indiscutible. Si el editor independiente dejase de actuar como lo ha venido haciendo hasta ahora, ayudará de forma irresponsable al establecimiento de una oferta chata, aburrida y, lo que es más grave, subsumida al poder. Responsabilidad que, por otro lado, no habría que hacer recaer exclusivamente sobre esta parcela del sector. También los libreros y los distribuidores han de sentirse responsables en este particular. ¿Cómo? No olvidando que el lector gustoso es el único que le da, en última instancia, verdadero sentido al mundo editorial y que, por lo tanto, hay que empezar a mimarlo. Porque el verdadero lector es el que le otorga vida a un libro. «Sin el lector entusiasta, que en realidad es el equivalente del autor y muchas veces su más secreto rival, el libro moriría. El hombre que propaga la buena palabra, no solamente aumenta la vida del libro en cuestión sino también el acto de la creación misma. Insuña espíritu a los demás lectores. Sostiene el espíritu creador en todas partes… Porque el buen lector, así como el buen autor, sabe que todo surge de la misma fuente. Sabe que no podría participar en la experiencia privada del autor si no estuviese compuesta de la misma sustancia», dice Henry Miller en su magnífico libro Los libros en mi vida. De ahí la importancia que sigue y seguirá teniendo el libro en nuestra cultura. Pues los libros, entendidos como algo vivo, no como meros manuales, son una de las fuentes que más pueden enriquecernos humanamente; y de ahí también la necesidad de apoyo a las iniciativas culturales de los pequeños y medianos sellos editoriales independientes (mayoritarios en nuestro país, ¡no se olvide!), pues ellos constituyen en gran medida la savia de nuestra cultura, al haber sabido apostar casi siempre por un lector, día a día más numeroso, entusiasta, desprejuiciado y con criterio, que no se deja arrastrar por las modas o las imposiciones del mercado.

Si, por otra parte, la Administración Pública tiene que seguir ejerciendo su labor de mecenazgo en el ámbito cultural, cabría esperar de ella que atendiese mejor al mundo del libro, siempre a la cola en los repartos presupuestarios. Y, en especial, a las pequeñas y medianas empresas editoriales de probada y auténtica vocación cultural.

¿Cómo debería ejercerse ese mecenazgo? Desde luego de la forma más generosa y equitativa posible, teniendo presente en todo momento que la cultura es, además del patrimonio espiritual por excelencia de un país, una fuente de riqueza, en el caso concreto del libro, de escaso coste y de amplia y perdurable rentabilidad, siempre y cuando no se malbarate el presupuesto en fuegos de artificio, gestos de efímera moda o sectarismos políticos. «¡No vaya todo para la vaquería y nada quede para la vaca!», que diría Cyril Connolly. Pues si de lo que aquí hablamos es de dineros públicos estos han de estar, en todo momento, al servicio de la res publica, amparados por una política de puro sentido común y sometidos a un estricto control. Lo cual no quiere decir que no se pueda e incluso se deba establecer un tipo mixto de mecenazgo entre la Administración Pública y la empresa privada, como viene ocurriendo desde hace mucho tiempo en otros países de nuestro entorno comunitario, con más frecuencia y de manera más ágil que en el nuestro. En el caso de establecer ese mecenazgo mixto, la Administración Pública debería fijarse en aquellas empresas privadas con verdadera vocación cultural, o que hayan propulsado previamente auténticas iniciativas cívicas. No sea que el mecenazgo sirva para maquillar u ocultar acciones ajenas e incluso opuestas a los intereses de la sociedad civil a la que se pretende beneficiar. Especialmente en momentos de estrecheces presupuestarias el mecenazgo mixto puede comportar una buena fuente de ahorro para las arcas públicas, aunque haya que dotar lógicamente de incentivos a las empresas privadas que se decidan a apostar por iniciativas y proyectos culturales en general y editoriales en particular. Es importante que se creen las condiciones para evitar ahora y en el futuro cualquier tentación estatalista de control de la cultura.

Una nueva política editorial

Si bien durante la etapa socialista se han desarrollado campañas de promoción del libro español en el exterior, no se ha hecho suficiente hincapié en la necesidad de establecer mejores y más reales lazos culturales con Hispanoamérica. Piénsese si no en la gran oportunidad perdida que supuso el 92. Dentro de este mismo orden de cosas urge potenciar y hacer verdaderamente operativos los Institutos Cervantes como plataforma de promoción del libro, la lengua y la cultura españolas en el exterior. Por lo que respecta al ámbito nacional habría que promover la creación y dotar de fondos a nuevas bibliotecas públicas y de aula; tal como propusiera en su día Jaime Salinas, a la sazón Director General del Libro. También acabar con el intrusismo de las ediciones de carácter público. Parte de ese alto porcentaje de ediciones institucionales (20% del total nacional) bien podría destinarse a la promoción del libro y la lectura a través de los medios de comunicación públicos, especialmente la televisión, y a la coedición con editoriales privadas.

También habría que subrayar que en el campo concreto de la investigación se echa en falta una Comisión Nacional de Investigación o algo similar a las comisiones de este cariz existentes en otros países europeos, como por ejemplo la Deutsche Forschung Gemeintschaft, que sirven de gran ayuda al desarrollo y difusión de la investigación en diversos campos del pensamiento, de la ciencia y de la cultura.

A la vista del incremento imparable y desmesurado de los precios del papel, sería recomendable insistir en la reivindicación, por parte del colectivo de editores y libreros, del IVA cero para el libro.

En lo referente al ámbito de las nacionalidades y más concretamente a la política del libro en las diversas comunidades bilingües, sin olvidar el título octavo de la Constitución (artículos 2, 3 y 4) referente al pluralismo político y lingüístico de la sociedad española, habría que desear un mayor equilibrio en la aplicación de la ley, ya que en los últimos años se ha favorecido de forma poco rigurosa cualquier iniciativa en la lengua minoritaria, por el solo hecho de ser lo «políticamente correcto», con la moralina reaccionaria que ello implica, amén de los favores partidistas que conlleva la consiguiente marginación del castellano.

Por último, volviendo de nuevo a Cyril Connolly: «si el Estado está decidido a sustituir al mecenas privado, es por descontado su deber imitar e incluso exceder la tolerancia, la humildad y la liberalidad del mecenas», y no solo eso, deberá superar al mecenas privado a la hora de marcarse objetivos concretos que estén realmente al servicio, estabilidad y desarrollo de la sociedad civil. Por lo que tendrá que ser más riguroso, si cabe, que aquél en el control y seguimiento de los objetivos y eficacia, dejando bien asentadas desde un principio las bases que aseguren un diáfano y ágil funcionamiento de los mecanismos que permitan la consecución de logros; si no, más vale que se abstenga. El dinero público es de todos y cada uno de los ciudadanos.