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Más allá de las interpretaciones políticas, la estrategia de Julian Assange constituye también un ejercicio de exhibicionismo y explota la tendencia social a levantar las confidencias y airear los secretos. Pero detrás de esta hábil maniobra no se oculta ningún interés político, sino un intento de verter la sombra de la sospecha sobre el Departamento de Estado que crea inevitablemente desconfianza en los ciudadanos y cubre de desprestigio a las instituciones políticas.

Según el prestigioso semanario The New Yorker, Julian Assange, el fundador y animador de Wikileaks, tiene escrito, aunque no parece que haya llegado a publicarlo, un borrador programático titulado «La conspiración como gobierno», en el que, intentando describir los propósitos que guían sus actividades, afirma que «el gobierno ilegitimo es por naturaleza conspiratorio, el resultado de las acciones de funcionarios en secreto colaborativo trabajando en detrimento de una población». Siempre según el New Yorker, Assange mantiene que «cuando las líneas de comunicación interna de un régimen son interrumpidas, la corriente de información entre los conspiradores debe reducirse y como consecuencia, cuando la corriente queda reducida a la nada, la conspiración desaparece». Subraya el New Yorker: «Filtraciones como instrumento de la guerra de la información» (Raafi Khatchadourian, «No secrets», en The New Yorker, 7 de junio 2010).

Con esas y parecidas logomaquias, en las que tampoco suele prodigarse demasiado, el australiano de pelo albino, faz aniñada y costumbres harto licenciosas —según la nada puritana fiscalía sueca—, pretende justificar lo que de otra manera y en otros términos hubiera sido simple- mente clasificado como anarquismo exhibicionista. Más lo segundo que lo primero, dicho sea en honor de la ver- dad, porque más allá de un manifiesto deseo de aparecer como el apóstol maligno capaz de destruir los pilares del orden establecido, pocos son los balbuceos salidos de su boca en los que hallarse pudiera un rasgo ideológico, un diseño político, una intuición organizativa. Como a cual- quier adolescente mal educado —y Assange, aunque de ello no sea responsable, lo es—, lo que le priva es la destrucción por la destrucción, sin importarle los medios o las consecuencias. Al final de sus acciones no hay modelos alternativos, por utópicos que resultaran, o propuestas de cambio, por revolucionarias que fueran. No hay nada. No hay ninguna otra cosa que no sea Assange.

¿Y quién es Julian Assange? Un hacker, un especialista en entrar fraudulentamente en los sistemas informáticos, un violador convicto y confeso de la privacidad electrónica —y de otras privacidades también, siempre según la fiscalía sueca— de los demás, un delincuente digital que utiliza sus habilidades de la misma manera que los anarquistas de tiempos pasados y los terroristas de tiempos presentes utilizaban y utilizan los explosivos para subvertir la realidad institucional circundante. Rodear sus acciones del halo heroico que correspondería a un Robin Hood de los tiempos modernos equivale al endoso de las acciones criminales de aquellos que frente a un ordenador practican la más extendida de las piraterías contemporáneas. Hace falta un portentoso caudal de ingenuidad o de cinismo para, en nombre de la legalidad, oponerse a las descargas no autorizadas en la red y al mismo tiempo, en nombre de una peculiar y meliflua moralidad, considerar que Assange está prestando un desinteresado servicio a la humanidad. Y esa contundente afirmación seguiría siendo cierta aun en el caso de que el australiano hubiera contribuido con sus acciones a desvelar secretos inesperados y graves. Mal que les pese a sus no muy abundantes seguidores, nadie, ni siquiera Assange, está por encima de la ley.

Wikileaks explota hábilmente la natural tendencia de los humanos a bucear en la confidencialidad y a digerir cualquier teoría conspirativa. Los mismos que en nombre de la razón niegan la divinidad y su manifestaciones, están dispuestos a leer ávidamente y por millones de ejemplares las bien urdidas estupideces de Dan Brown o a esperar de las filtraciones de los telegramas del Departamento de Estado americano las claves arcanas de la evolución del mundo. En la época de la globalización, dicen, la transparencia se impone y nada, por escondido que resulte, debe quedar oculto a la mirada inquisitorial de los ciudadanos. Assange sería el autonombrado oficiante de la ceremonia, el investido con poderes superiores para revelar a los humanos lo que los dioses habían querido esconder, el liberador por excelencia de la oprimida raza humana. Una gran falacia.

Porque nadie, ni el más empedernido participante en las «redes sociales», podría mantener con seriedad que fuera necesario abolir de las relaciones humanas, públicas o privadas, el factor de la reserva, la confidencialidad o el secreto. La mejor de las demostraciones del aserto se encuentra en el mismo Julian Assange, personaje empeñado en desvelar las interioridades de los demás mientras guarda para sí mismo —menos ahora que antes, cierto es, desde que la justicia le sigue los pasos, y no siempre por desvelar secretos— una pesada sombra de ambigüedad y evasivas. De la misma manera que nadie en sus cabales desea ver expuestos a la cruda luz pública sus conversaciones privadas, con el convencimiento exacto de que el ámbito de la privacidad es imprescindible para la adecuada evo- lución de las relaciones humanas y del respeto que merecen, los contactos entre entes públicos nacionales o internacionales para buscar acuerdos, solucionar problemas, estrechar alianzas o planificar acciones individuales o con- juntas necesitan de la confidencialidad para madurar, evolucionar y fructificar. Insinuar que todo lo confidencial es punible o que toda autoridad es ilegitima, las justificaciones de Wikileaks para sus cruzadas, revela un propósito tan delirante como dañino, y posiblemente enloquecido. Suficientes instrumentos tienen las sociedades democráticas a su alcance como para investigar delitos y perseguir a sus perpetradores, incluso cuando se encuentren ocultos, como para confiar tan delicada tarea en el «sheriff» sin ley conocida que tan bien encarna Assange.

El fundador de Wikileaks quiere justificar sus acciones afirmando que su misión es «exponer la injusticia a la luz pública, no la de facilitar una descripción equilibrada de acontecimientos». Según una invitación a eventuales patrocinadores que circuló en 2006, «nuestros objetivos principales son los regímenes gravemente opresivos de China, Rusia y Asia Central, pero esperamos poder prestar asistencia a todos aquellos en el oeste que desean revelar conductas inmorales o ilegales en sus gobiernos y corporaciones».

Assange piensa que «un movimiento social dedicado a revelar secretos puede acabar con muchos gobiernos que se basan en la ocultación de la realidad, incluyendo el gobierno americano» (The New Yorker, art. cit.). Pero a pesar de tan edificantes intenciones por lo que respecta a regímenes dictatoriales, las únicas informaciones que hasta ahora ha facilitado Wikileaks provienen de medios occidentales, fundamentalmente americanos, y tiene sistemáticamente origen en individuos que parecen estar guiados más por un afán de venganza que por las motivaciones altruistas del tipo de las que Assange menciona. Y en la selección de las revelaciones que recibe no muestra criterio selectivo, espíritu analítico o contención aconsejada por algún tipo de prudencia. Todo sirve, sobre todo cuando se trata de desplegar informaciones que afectan al gobierno de los Estados Unidos: vídeos de ataques militares en Irak, planes de despliegues tácticos en Afganistán, identificaciones de la seguridad social de los soldados militares desplegados en ambos países, telegramas enviados por las embajadas americanas al Departamento de Estado.

Los medios de comunicación convencionales que han pactado con Assange la publicación de las filtraciones de Wikileaks han tomado algún cuidado —en parte seguramente guiados por la mala conciencia derivada de la patente ilegalidad de la fuente— para borrar nombres o esconder pistas que pudieran poner en peligro la seguridad de gentes e instituciones. Pero para Assange esas sutilezas morales no existen: la posibilidad de que personas mueran como consecuencia de la diseminación de sus informaciones debe ser tomada como un «daño colateral» —el título que el escogió para el vídeo sobre el ataque de un helicóptero americano contra terroristas en Irak, que por error acabó con la vida de civiles—, admitiendo la posibilidad de que los miembros de Wikileaks pudieran tener «sangre en las manos» (The New Yorker, art. cit.) Todo sirve, es decir, todo lo que los filtradores primarios le suministran. No hay un propósito delimitador, ni una voluntad explicativa, ni una descripción del contexto, ni una lección sobre las consecuencias. Assange concede valor en sí a la misma filtración, con independencia de su contenido, y eso provoca la turbia atención que recibe y su misma fragilidad: vale lo que vale algo tan aleatorio como el filtrador y su producto.

Lleva ya más de un lustro Assange dedicado a su peculiar negocio y a pesar de algunos «éxitos» aislados —el del helicóptero había sido el más sonado— su evidentemente hinchado ego soportaba mal que ningún gobierno, y menos el de los Estados Unidos, hubiera caído como consecuencia de sus acciones. La Casa Blanca sigue en su sitio y su inquilino dispuesto a seguir habitándola hasta al menos 2012, cuando lleguen las próximas elecciones, pero Wikileaks y su fundador adquirieron la fama que hasta entonces se había mostrado algo esquiva cuando a finales del año 2010 cinco conocidos medios escritos —The Guardian en Inglaterra, Le Monde en Francia, Der Spiegel en Alemania, The New York Times en los Estados Unidos y El País en España— comenzaron la publicación de la mastodóntica cantidad de 250.000 comunicaciones de confidencialidad diversa enviadas por las embajadas americanas al Departamento de Estado en Washington durante un periodo mal definido pero que parece comenzar en el año 2004 y llegar hasta tiempos muy recientes. Para la exacta comprensión del tortuoso camino que desembocó en la publicación de las filtraciones —a lo que parece debidas a un sargento de ejército americano de nombre Manning que trabajaba en Bagdad en el centro de comunicaciones del gobierno USA— resulta sumamente ilustrativo la lectura del artículo que Vanity Fair publica en su edición de febrero de 2011 bajo el titulo «Wikigate» y firmado por Sarah Ellison. Debería estar dedicado a todos aquellos que todavía dicen creer en la santidad del australiano.

Los telegramas al Departamento del Estado han sido presentados a la opinión pública por los medios escogidos por Assange para que vieran la luz como un momento definitorio y radicalmente nuevo en las relaciones internacionales. En la lógica que acarrea la necesidad de la venta del producto— que seguramente ha tenido también su precio, es difícil imaginar a Assange entregándolo sin previa compensación— los agraciados han llegado a mantener que con la masiva filtración se abría una nueva era en las relaciones internacionales. Es ocioso añadir que la palabra «transparencia» es la que mejor describiría esa gozosa epifanía.

No cabe negar la expectante curiosidad que merecen los susodichos telegramas. Al fin y al cabo, ¿quién es insensible al morbo que supone asomarse a las opiniones, comentarios y recomendaciones de los diplomáticos americanos esparcidos por todo el mundo sobre personajes, personajillos y sucedidos varios del país en que están desempeñando sus funciones? Es la cueva de Alí Baba de los cotillas, el sueño de los aficionados a las novelas de espías, el paraíso de los varios antiamericanismos que en el mundo son, la respuesta a la nunca adecuadamente respondida demanda: todo lo que usted quiso saber sobre lo que traman los diplomáticos americanos y nunca se atrevió a preguntarlo.

Resulta sin embargo que, hasta el momento, la gran ceremonia del cotilleo universal no ha revelado nada que estudiosos casuales del comportamiento internacional de los Estados Unidos no pudieran haber supuesto e incluso descrito con claridad: que Washington está preocupado con la proliferación nuclear en Corea del Norte y en Irán, que las cosas con Karzai en Afganistán no están del todo claras, que la opinión de los enviados de Washington sobre el venezolano Chávez es manifiestamente mejorable, que en varios países del globo la corrupción y la falta de libertad bloquea las aspiraciones populares, que el gobierno americano sigue con preocupación las manifestaciones del terrorismo de raíz islámica allá donde se producen. Y si de los métodos para obtener la información se trata, los diplomáticos americanos no pueden resultar más convencionales y respetuosos: se reúnen con gentes diversas, explotan ciertamente la facilidad de acceso que tienen al venir de donde vienen, pero no dan indicio alguno de conducirse con prepotencia o falta de educación. Hacen lo que haría cualquier otro diplomático, de manera que ningún observador avieso podría acusarles, tal como se desarrollan los famosos telegramas, de practicar una diplomacia imperial, opresiva o avasallante. Si Assange encontrara un sargento Manning que le facilitara los cables confidenciales de cualquier otro país occidental nos encontraríamos con la relativa sorpresa de que dicen a sus cancillerías más o menos lo que los diplomáticos americanos dicen a la suya. Poco cabe presumir de una revolución copernicana en las relaciones internacionales en la estela de Wikileaks, algo así como el antes y el después de Assange, mal que al australiano le pese. A no ser que en algunos de los centenares de miles de cables todavía no publicados se encontrara la revelación del arcano que nos golpeara con la fuerza de un nuevo Pentecostés. Cabe dudarlo.

Y no es que Assange carezca de méritos: ha conseguido crear un embarazo monumental en el Departamento de Estado. Porque aunque nadie haya podido levantar la voz para denunciar abusos, expresar alarma o manifestar quejas, lo cierto es que la publicación de conversaciones que han sido mantenidas en el ámbito de la confidencialidad arroja una luz dudosa sobre los sistemas de precaución del que recibe las confidencias y crea inevitablemente desconfianza en el que las ha facilitado. ¿Con qué cara habrá recibido el presidente de Yemen la noticia de que había pedido a los americanos que las incursiones antiterroristas de éstos le fueran cargadas al haber de su cuenta política, para evitar aparecer como excesivamente complaciente con la presencia militar americana en el país? ¿Y qué habrá pensado el rey saudita al ver negro sobre blanco en varios periódicos internacionales su deseo de que Washington «cortara la cabeza» de la serpiente iraní? Y tantos y tantos otros, que por razones múltiples estimaron positivo tomarse un té o un whisky con el embajador americano de turno sin sospechar que con el tiempo su conversación sería objeto de maliciosa publicidad en varios lugares del mundo.

De manera nada paradójica, lo que sí va a conseguir Assange es que los sistemas oficiales de comunicación de las agencias americanas refuercen sus sistemas de seguridad y en la medida de lo posible impidan la aparición de nuevos Mannings. El sargento en cuestión y la historia no deja de tener sus aspectos sarcásticos, tenía acceso a los cables diplomáticos como consecuencia de los arreglos aplicados en las comunicaciones de las agencias gubernamentales americanas después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, para evitar que la compartimentalización de cada una de ellas impidiera aprovechar las informaciones que por separado habían acumulado, con el catastrófico resultado que se recuerda. Vaya con la transparencia. Los beneméritos esfuerzos del albino australiano han acabado con su viabilidad. ¿Volveremos quizás a las catástrofes de antaño, ahora que el Pentágono no sabe lo que sabe el Departamento de Estado y la CIA, con más razón que antes, seguirá sin confiar en el FBI?

Pero esos temas para Julian Assange y Wikileaks son materia inerme. Porque ahora el glorioso defensor de la transparencia universal tiene que convencer a los jueces británicos para que no le extraditen a Suecia dónde, ¡oh maldición!, unas locales desaprensivas quieren llevarle a los tribunales por haber abusado de ellas en la intimidad sexual. ¿Será posible? ¿El desfacedor de los entuertos del imperio acusado de bajos contubernios lujuriosos? ¿Quién se atreve a tan espantoso desmán? ¿No serán acaso las tales suecas agentes de la CIA?

Academico correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas