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Sin duda, el más importante problema internacional estriba hoy en la evolución de Rusia. En las postrimerías del siglo XX, el más extenso país del planeta es también el único que ofrece, en varios aspectos, una configuración y dinámica imperiales. No pocos signos -y algunos de ellos de indudable entidad- hacen ver que se ha iniciado el camino que desembocará en la desaparición de dicha estructura imperial. Las etapas y, en particular, el tempo y la distancia de este camino permanecen en el arcano de la historia. Es seguro, sin embargo, que sus efectos gravitarán con fuerza sobre toda la comunidad internacional y de manera muy singular en el viejo continente.

En una aleccionadora entrevista concedida a un influyente diario nacional en los inicios de la presente década, Octavio Paz repasaba una lección olvidada por el hombre de Occidente: «a mi juicio -afirmaba-, los grandes cambios de la historia no son solo económicos, científicos, ideológicos o religiosos; lo más importante es la demografía, los grandes cambios de población de un lugar a otro». Habiendo experimentado como secuelas de la Segunda Guerra Mundial las mayores migraciones durante el novecientos de todo el continente -afectado tan solo en dicha ocasión en algunas zonas de su porción oriental-, la cuestión de las fronteras entre las numerosas nacionalidades y etnias de Rusia recobró una candente actualidad a raíz misma de la desaparición del sistema comunista. La antigua Academia Soviética de las Ciencias admitió que más del 75% de tales fronteras se encuentran mal delimitadas. A la vista de esa circunstancia se comprende fácilmente el interés de los mandatarios del Kremlin y de los sectores que encarnan o pretenden patrimonializar el patriotismo ruso por impedir cualquier secesión de las piezas de un complicado mecanismo que solo por la fuerza o la elección voluntaria cabe mantener. Este segundo elemento falta o va desapareciendo en algunos territorios del inmenso Estado; y es en el primero en el que tanto los círculos ultranacionalistas como las esferas reformistas depositan sus esperanzas de permanencia del mapa ruso tal y como llegó a configurarse en la larga marcha hacia los mares del Sur y del Oriente, acometida por su pueblo durante los siglos XVIII y XIX.

La intangibilidad de las fronteras rusas

Mas sucede que, en los últimos doscientos años, su ejército solo ha alcanzado la victoria en las bien llamadas «guerras patrióticas», es decir, en aquellos conflictos en que sus energías estuvieron galvanizadas por un sentimiento popular y unánime de resistencia al invasor; al paso que, en las restantes contiendas, pese al heroísmo y abnegación de sus cuadros y tropas, el fracaso lo acompañó impenitentemente. Algunos soldados de aura popular mantienen hoy, como se sabe, la tesis de que la intangibilidad de las fronteras rusas es res sacra para todos sus ciudadanos, no resignados, además, en tal visión, a la difícil existencia de algunos de sus antiguos compatriotas en las renacidas naciones bálticas. No obstante, resulta difícil conocer con alguna precisión si la lucha por la permanencia de un Estado pluricultural y multirracial adquiriría el carácter de cruzada que revistieran las guerras contra Napoleón y el nazismo. Bastaría, empero, una movilización parcial de este patriotismo ruso o un intento más o menos localizado, pero con participación activa y masiva de todas sus fuerzas armadas, para que se encendiera un peligroso detonante capaz de poner en muy serio peligro la precaria paz mundial, dado que esta reacción de Moscú vendría precedida por las aspiraciones independentistas de territorios de primordial situación estratégica por razones geográficas, económicas y, sobre todo, religiosas, pues siempre se producirían en la vecindad de naciones en las que el componente religioso es el elemento cohesionador e impulsor por excelencia de su vida colectiva.

Desde el único continente deficitario de hombres y en el que la secularización encuentra sus cotas más elevadas, no resulta siempre fácil adentrarse por las sendas y vericuetos de la política de la nación europea con mayor número de kilómetros de frontera con pueblos jóvenes e imbuidos de ardor dogmático, deseosos de manifestar su solidaridad con sus hermanos de fe o de raza integrantes -hasta el momento- del Imperio ruso. Antes que el desánimo, tal dificultad debe acrecentar el interés comprometido por el porvenir de un pueblo que será también, en ancha medida, el porvenir y el futuro de toda Europa.

José Manuel Cuenca Toribio (Sevilla, 1939) fue docente en las Universidades de Barcelona y Valencia (1966-1975), y, posteriormente, en la de Córdoba. Logró el Premio Nacional de Historia, colectivo, en 1981 e, individualmente, en 1982 por su libro "Andalucía. Historia de un pueblo". Es autor de libros tan notables como "Historia de la Segunda Guerra Mundial" (1989), "Historia General de Andalucía" (2005), "Teorías de Andalucía" (2009) y "Amada Cataluña. Reflexiones de un historiador" (2015), entre otros muchos.