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El papel histórico de Polonia se ha relacionado con el establecimiento de unas estructuras europeas en los territorios que se hallaban en el confín oriental del continente. El proyecto polaco de civilización se había alineado con la cristiandad latina y asociado con la tradición que traían los pueblos de Occidente. Sin embargo, siempre fue un proyecto propio. La originalidad de Polonia, expresada por su apertura hacia Occidente durante muchos siglos, determinaba su posición en Europa y aseguraba su habilidad para participar en el diálogo europeo.

Más de quinientos años de historia polaca -en los que reinaron los Piast1 y los Jagellones2 (siglos XXVl)- transformaron esta región de la «Europa Menor» y consolidaron su participación plena en la civilización de Occidente.

Así fue la Polonia que se desarrolló durante la Edad Moderna entre el mar Báltico y el mar Negro. Mientras duró su vinculación más estrecha con los epicentros culturales occidentales, Polonia dirigía sus acciones muy lejos, hacia el este y el sur, durante el siglo XVI. La expansión lituana más temprana trazó las posteriores fronteras polacas en los territorios rutenos3, pero fue la República Polaca la que ofreció a los vecinos del este y del sur los niveles de civilización europeos. Desde este punto de vista superaba a la oferta magiar.

La originalidad de este proyecto, que en 1569 se vió favorecido por la unión estatal de Polonia y Lituania, consistía tanto en guardar el carácter particular de religión y leyes, como en crear perspectivas para unos procesos de adaptación autónomos. La República Polaca llegó a consolidarse más como la idea de Europa en el este que como un modelo de lo polaco. El espacio europeo en el este no se determinó por un acontecimiento histórico particular. Las irrupciones mongólicas del siglo XIII provocaron manifestaciones de solidaridad, pero no consolidaron la resistencia. El avance turco de los siglos XV y XVI tampoco provocó un resultado semejante. Al este de las tierras del Imperio Romano podemos encontrar, ya entrada la Edad Media, la cultura europea, la organización municipal, la clausura, la misma estructura de Estado. Polonia apenas se integró en Europa creó su propio modelo, abierto y dinámico. Relevante fue sobre todo el hecho de que en el norte funcionara un eje de integración que unía la ciudad de Nóvgorod con las ciudades de la Hansa y los Países Bajos. Ése fue un proyecto independiente del polaco, aunque no por ello opuesto.

En el sur, asimismo, existió en el siglo XV un centro europeo de colonias genovesas en el mar Negro. Desde allí partían las rutas comerciales hacia la ciudad de Lvov (Leópolis), formando un eje que unía el Báltico con el Golfo Pérsico, alrededor del cual iba formándose Polonia. La herencia rutena -en realidad la griega y ortodoxa-, entraba en contacto con influencias latinas y católicas. No había diferencias reales entre esas experiencias y la proposición que venía de la unión política de Polonia y Lituania.

CULTURA Y RELIGIÓN DE FRONTERAS

Exactamente esos fenómenos, así como la ubicación en la zona fronteriza -en confrontación con el islamismo que avanzaba- crearon las perspectivas adecuadas para la formación de la Europa del Este. Esas perspectivas incluían dos diferencias fundamentales: la división del cristianismo y el carácter diferente de la Administración. Ambos rasgos definieron la Europa del Este, que se diferenciaba del oeste por las soluciones sociales y económicas que iba encontrando, pero que conservaba al mismo tiempo estructuras paralelas de una misma civilización. Ello fue así porque la iglesia ortodoxa permaneció como fundamento de identidad, gracias a que en Polonia no existía la amenaza de que la ortodoxia llegara a dominar el poder estatal. La frontera de la civilización no se trazó así tanto por criterios de religión o de creencia, como por la relación del país hacia el Estado y el respeto de éste a la libertad personal. No hay que olvidar que en los reinos occidentales los reyes observaban desde 1433 la máxima «neminem captivabimus nisi iure victum» («no capturaremos a nadie salvo a los vencidos por derecho»), mientras que en los orientales el despotismo esclavizaba incluso a la nobleza.

A caballo entre los siglos XV y XVI no existía todavía una frontera clara entre Europa y el otro mundo. La idea de Asia propagada por los geógrafos antiguos seguía constituyendo para los científicos un punto de referencia, cuando apenas había empezado a crearse el Asia de los modernos descubridores. Las dos concepciones existían en la mente de los europeos de un modo doble. En Europa occidental nadie conocía el carácter de aquellos territorios lejanos en el Oriente y, no obstante, se buscaban allí posibles relaciones políticas. Los Habsburgos, por ejemplo, encontraron un contrapeso a la creciente potencia de Polonia en el principado de Moscú. La creación de la Europa del Este como una síntesis de culturas habría significado la dominación persistente de los Jagellones no sólo en las orillas del Vístula, sino también en las del Danubio. Sin embargo, la derrota de las fuerzas cristianas en 1526, en la batalla de Mohacz, significó el fracaso del concepto político jagelloniano, y los Habsburgos se hicieron con el mando.

Al considerar las obras del pensamiento del siglo XVI -las de Maciej Miechów, Marcin Kromer, Maciej Stryjkowski y otros- podemos observar que estaban vinculados de una manera significativa a la percepción medieval de la unidad del mundo cristiano. La frontera entre Rutenia y Moscú era para un geógrafo polaco de principios del siglo XVI una frontera precisamente política, mientras que la línea divisoria entre Moscú y Escitia4 se asociaba con la diferenciación entre el cristianismo y el paganismo. Los avances de Moscú en el este significaban la liberación de los cristianos de la esclavitud mongólica. En 1517, Maciej Miechów identificó la civilización europea con el cristianismo. No obstante, merece la pena observar que en su descripción los despoblados lugares esteparios, detrás del río Dnieper («Campos salvajes»), dividían y unían a la vez civilizaciones distintas. La frontera que iba desde el río Don hasta la Puerta de Smolensko, y que nunca había sido marcada con precisión, no dividía a la gente, sino que oponía a los organismos estatales.

CRONOLOGÍA DE LA HISTORIA DE POLONIA

966 BAUTIZO DE MIESZKO I (960-992)

1000 OTÓN III VISITA A BOLESLAO I EL VALIENTE (992-1025) GNIEZNO. ARZOPISPADO DE GNIEZNO

1138 TESTAMENTO DE BOLESLAO III DE BOCA TORCIDA. POLONIA DIVIDIDA EN VARIOS DUCADOS

1320 CORONACIÓN DE LADISLAO I OKIETEK

1333 CASIMIRO EL GRANDE (1333-1370)

1364 FUNDACIÓN DE LA UNIVERSIDAD DE CRACOVIA

1386 MATRIMONIO DE SANTA EUDIVIGIS (JADWIGA, REINA DE POLONIA) CON LADISLAO JAGELLÓN (JAGIE O) GRAN DUQUE DE LITUANIA

1410 BATALLA DE GRUNWALD

1493 CONSTITUCIÓN DEFINITIVA DEL PARLAMENTO POLACO

1569 UNIÓN DE LUBLIN ENTRE EL REINO DE POLONIA Y EL GRAN DUCADO DE LITUANIA

1573 PRIMERA ELECCIÓN LIBRE DEL REY DE POLONIA

1596 UNIÓN DE BRZE (BREST) -NACE LA IGLESIA UNIATA

1648 INSURRECCIÓN DE CHMIELNICKI

1683VICTORIA DE VIENA DE JUAN III SOB1ESKI (1674-1696)

1773 COMISIÓN DE EDUCACIÓN NACIONAL

1791 CONSTITUCIÓN DEL 3 DE MAYO

1795 TERCERA REPARTICIÓN. POLONIA DESAPARECE DEL MAPA DE EUROPA

1830 INSURRECCIÓN DE NOVIEMBRE DE 1830

1863 INSURRECCIÓN DE ENERO DE 1863

1918 POLONIA RECUPERA LA INDEPENDENCIA. SEGUNDA REPÚBLICA (1918-1939)

1939-45 SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

1989 TERCERA REPÚBLICA (RZECZPOSPOLITA POLSKA)

En la historia de esas tierras, luego llamadas por los polacos «Confines» (Kresy), encontramos dos procesos entrelazados. En el primero, la frontera quedaba constituida por un espacio abierto, claramente dividido pero que, a la vez, permitía un flujo fructífero de gente, productos e información. Al sur y sudeste, la frontera que discurría entre la cristiandad y el islam separaba la dominación de la república de polacos, lituanos y rutenos de la dominación turca. En esta frontera se formaba Ucrania, otra de las zonas fronterizas de Europa.

Según el segundo proceso, cuando Moscú consolidaba su dominación territorial, definía al mismo tiempo la base de un Estado cuyo carácter iba a oponerse en todos los aspectos al modelo de la república polacolituana. Cuando el Khan de los tártaros de Crimea propuso al rey polaco, en el siglo XVI, dividir la estepa según la regla de equilibrio de fuerzas, no deseaba más que botín y cautivos. El Gran Príncipe de Moscú solamente ofreció rendirse, ya que la dominación, en su concepción, abarcaba todos los aspectos de la vida.

Entre Polonia y el mundo islámico floreció un intercambio comercial que dio lugar a la llamada orientalización de los gustos polacos. Sin embargo, la diferencia religiosa, por otro lado estrechamente vinculada a un concepto completamente distinto de la vida pública, excluía cualquier compromiso. La guerra o la paz, las relaciones políticas y culturales eran una realidad de la zona fronteriza. Por lo tanto, los polacos, al denominarse como Antemurale Christianitatis, se aprovecharon libremente de la cultura material del mundo islámico, desde Turquía hasta Persia. Jamás hubieran imaginado que ese papel de honor pudiera tratarse en el futuro como una prueba de autoeliminación de la civilización europea.

En el este, la frontera expresaba solamente el alcance de las influencias culturales. Dividía las tierras rutenas y a una población bajo todo punto de vista idénticas. La república polacolituana no era vista como un sistema de defensa europeo. Consideraba las tierras en el este como el espacio de unas conquistas potenciales, similares a las efectuadas por los conquistadores españoles en América. La dominación sobre toda Rutenia era considerada como una herencia proveniente de las conquistas lituanas, que preservaron esas tierras de la subyugación mongólica. La independencia de la iglesia ortodoxa se trataba como un patrimonio de la Rutenia de Kíev, pero no se anunciaba ningún programa para unificar todas las tierras y a todos los creyentes de la iglesia ortodoxa ni en Vilna ni en Cracovia. Tanto Polonia como Lituania tuvieron mucho interés, en los siglos XVIXVII, en mantener la autonomía de la iglesia ortodoxa de Kíev, frente a las aspiraciones de los metropolitanos de Constantinopla y Moscú.

El programa civilizador que se ofrecía a los rutenos pareció muy atractivo a la nobleza. El proceso de polonización, que adelantaba la conversión de los boyardos a la fe católica, se hacía como consecuencia de haberse adherido a la noble nación política. Parecía, aunque éstas son solamente ilusiones de historiadores, que se efectuaba entonces un proceso que constituía un tipo de la cristianización seguida de la Rutenia de Kiev. No se consideraba allí que la tradición griega fuese definitivamente opuesta a la latina. En el proyecto de la república polaca se asumía que la diversificación religiosa no podía amenazar la libertad,sino que suponía más bien una oportunidad para resolver unas oposiciones que sin duda existían.

FRUSTRACIÓN DEL PROYECTO POLACO

Pero este programa fracasó. Desde hace 400 años se viene debatiendo sobre esta decepción y sus importantes consecuencias para Europa. El motivo no fue el poder invencible de Rusia o la «anomalía del régimen» polaco intransigente. Lo cierto es que Polonia no logró construir una Europa del Este según su propio concepto. Conforme a él, la libertad era capaz de superar todos los prejuicios políticos y de clase social, asegurando así la tolerancia religiosa. La Unión de Brest (1596), que aspiraba a incitar a la iglesia ortodoxa para ponerse de acuerdo con Roma, fracasó. La Unión de Hadziacz (1658), que otorgaría a Ucrania iguales privilegios que los que gozaba Lituania en la República, llegó tarde. Los cosacos no fueron reconocidos por la nobleza ni se otorgó a la jerarquía grecocatólica el lugar prometido en el Senado. Los polacos no resolvieron la situación con el dilema esencial de su proyecto: ¿cómo defender un Estado que, por norma, ha de ser barato y supeditado a los ciudadanos? Poco importó en la República el régimen, pero sí importaron las leyes.

El proyecto polaco de la Europa del Este nunca surgió como un concepto político homogéneo. No llegó a ser un programa que se deseara o se propusiera con todas sus consecuencias. En lugar de realizar una gran República, el siglo XVII trajo consigo las llamadas guerras de cosacos. Se ahogó en sangre la oportunidad de una unión política de «libres con libres, iguales con iguales». Las esperanzas incumplidas, so capa de defender a la iglesia ortodoxa y unificar las tierras rusas, fueron reemplazadas por la voluntad de los zares. Los cosacos aceptaron la supremacía de Moscú en Pereyeslav, en 1654, como defensa ante el islamismo turco y el catolicismo polaco. La República tuvo que reconocer el status quo en la tregua de Andruchów, en 1667. Se podía renunciar a la iglesia ortodoxa a favor de un imperialismo motivado de cualquier manera y que las tierras rusas se extendieran hasta el Vístula. Desde aquel entonces, a los polacos no les gusta la noción de la Europa del Este y no aceptan de ninguna manera que se les incluya en ella.

No se trata, sin embargo, de juzgar la rivalidad por la dominación, ni siquiera la dominación en la parte oriental de Europa. La cuestión verdaderamente sustancial es la del retroceso de la civilización europea, pues a partir del siglo XVII se inició un proceso lento, pero ininterrumpido, de eliminación de Europa en el este.

El problema no es en absoluto de carácter histórico. Las circunstancias de la derrota, y de la amenaza que le siguió, resultó del prejuicio de que una diferencia civilizadora es consecuencia de una diversidad religiosa. Este dogma sobrevivió incluso a la aniquilación de la religión en la Unión Soviética, y parece generalmente reconocido.

LA VISIÓN RUSA

En Polonia, ya desde fechas relativamente tempranas, se empezó a propagar la tesis de que Moscú y luego Rusia no eran formaciones europeas. Si omito los elementos de la propaganda negativa, que hacían uso del ridículo o de las amenazas, los argumentos polacos tenían fundamentos racionales, pues lo que estaba en juego era la libertad, un valor esencial europeo. Moscú y luego Rusia suponían para la nobleza polaca elementos totalmente ajenos a su idiosincrasia propia, a causa del principio de la omnipotencia zarista. Los polacos observaban también cómo el principio de colectividad, tan importante para la civilización rusa, era opuesto a la interpretación europea de los derechos del individuo. Cuando esa conciencia pudo contar con una aceptación más amplia ya era demasiado tarde para cambiar algo, el Estado dejó de existir. Las causas de los repartos de Polonia (1772, 1793, 1795) fueron muy complejas, pero ¿no se puede decir que, en cierto momento, tuvieron su causa en la defensa de la libertad? se perdió el sentido fundamental de la responsabilidad.

La libertad interpretada como respeto a los fueros y a la responsabilidad por el propio comportamiento individual estaba en Polonia en contradicción con las relaciones serviles que seguían vigentes. Para los observadores europeos, éste fue siempre un argumento que ponía en duda el enlace civilizador con Polonia. No puede omitirse ese problema. Podemos decir, con razón, que incluso no se pueden comparar las relaciones serviles en la República de antes de los repartos con la realidad rusa de aquel tiempo y la posterior. Asimismo, diremos razonablemente que los derechos en la Europa Occidental, bajo gobiernos absolutos, eran completamente ilusorios. Al fin y al cabo, la proverbial anarquía polaca es, en gran medida, producto de la propaganda en su contra. Si admitimos todo esto y tenemos en cuenta que la situación económica de los campesinos, por lo menos hasta cierto momento, no fue tan difícil en Polonia como en la mayoría de los países europeos, tendremos que aclarar entonces la relación entre la falta de solución al problema social y el fracaso del proyecto político.

Los polacos mostraron también su perplejidad respecto a las actitudes de Europa Occidental hacia Rusia. La despreocupación de los europeos, que tanto irritaba a los polacos contemporáneos, y su ceguera política ante la amenaza por parte del imperialismo ruso, tienen una relación muy clara con el fracaso al que nos referimos. Empleo el tiempo presente a propósito, ya que sigue existiendo en Polonia el convencimiento de que esa experiencia tan dolorosa con Rusia debería ser reconocida y premiada. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. La pérdida del proyecto de la República no significa haber abandonado el concepto mismo. Rusia, tras haber entrado por encima del cadáver de Polonia en el concierto europeo del siglo XVIII, sí encarnaba la Europa del Este ante Occidente.

Además, para los europeos modernos, esa versión rusa era más simple y fácil de aceptar que la de la anomalía polaca. El absolutismo saludaba al despotismo, admirando su poder y creyendo que aquél no amenazaba de ninguna manera a los países que gozaban del triunfo de la Ilustración. La colaboración de Austria y Prusia al repartirse Polonia favoreció decididamente la aceptación de semejante concepto. Escribiese lo que escribiese un tal De Custine, lo que realmente importaba era la opinión de los filósofos franceses, apoyada con el oro y el poder de los zares. Hay que admitir, pues, que si existía alguna Europa del Este, ésta era fruto del producto ruso. Los polacos no querían pertenecer a ella y se aferraban a la esperanza de ser reconocidos por la sociedad de Occidente. Lo que adquirieron, en cambio, fue el desprecio de ésta. Consideraron entonces que el carácter oriental de Polonia, una de las características más originales de nuestra cultura, era una cosa vergonzosa. La propensión polaca a imitar a Occidente, tan irritante en los siglos XIX y XX, es la cualidad de una nación esclavizada y con la columna vertebral partida, de una nación despojada de la fe en su capacidad de crear una civilización.

Además, la caída de Polonia no significa la aniquilación de lo polaco. Los territorios orientales de la antigua República llegaron a ser el escenario de la lucha de los polacos por su supervivencia. A lo largo de unos cien años, tras el Congreso de Viena, la defensa de los intereses de los terratenientes en la zona fronteriza del este de Polonia fue la defensa de lo polaco, identificado con lo europeo. La liquidación final de lo polaco se produjo a consecuencia de la revolución de 1917 y definitivamente tras el pacto entre Stalin y Hitler (23·VIII·1939). Lo más importante es que el pueblo ruteno y ortodoxo, también esclavizado, reconoció a los polacos como enemigos. La esencia del proyecto inicial consistía en apoyar el contrato político en la libertad innata del ciudadano, independientemente de su origen y religión. La restricción de la libertad determinó entonces la flaqueza del concepto polaco de Europa en el este.

Al parecer, en la segunda mitad del siglo XX, y a consecuencia del pacto de Yalta, la asociación única de la Europa del Este llevó el nombre oficial de campo socialista. El mensaje del I Congreso de Solidaridad en 1981 se dirigió a las naciones de la Europa del Este; en la práctica se trataba de la Unión Soviética y sus satélites. Occidente era un mundo libre, mientras que los polacos soñaban con liberarse del este. No es de extrañar que, después de 1989, se adoptara un concepto geopolítico de la Europa Central y del Este. Su imperfección estriba en el supuesto tácito de que detrás del río Bug existe una Europa del Este a la cual Polonia, por supuesto, no pertenece. Esa opinión niega toda la historia de dicho país. A decir verdad, el futuro de los vínculos civilizadores de Ucrania y Bielorrusia parece indeterminado, pero por eso, en lugar de separar, hay que unificar esos países con Europa. No se puede dudar del carácter europeo de Lituania, Letonia y Estonia, de nuevo independientes.

La discusión sobre los nombres y la falsificación de la realidad mediante la formación de términos que sirven de fórmulas mágicas son procederes que reflejan cierto permisivismo para que se vuelva a dar en el futuro el proceso de arrancar Europa de los territorios del este. Después de 1945, Polonia fue obligada a desplazarse hacia Occidente, pero a la vez, contra su voluntad, a traición, fue encerrada en el «campo» del este. Dar la espalda a los nuevos vecinos habría sido una gran equivocación. Esto era precisamente lo que deseaba Stalin. Al plantearlo de una manera maquinal, queda abierta la cuestión acerca de la pertenencia de Rusia a Europa. Ésta en absoluto depende de las opiniones de sus vecinos. No obstante, el punto de vista polaco del problema no debería depender mucho de los juicios que se expresan en Francia, Inglaterra o Estados Unidos. Aquí surge un peligro bien conocido. Separarse de la Europa del Este significa aceptar la existencia de una zona indirecta, una zona de intereses opuestos. A costa de desprenderse de la influencia de Rusia, mostramos una disposición tácita a abandonar a nuestros nuevos vecinos del este. Mientras que en una configuración así, Europa del Este solamente puede ser rusa. Seguimos acentuando que las aspiraciones polacas de entrar en la Unión Europea no van a construir un «muro nuevo» en nuestra frontera oriental. Sin embargo, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a declarar que las relaciones con Ucrania son más importantes que el hecho de aceptar los compromisos del tratado de Schengen?

ROMPECABEZAS DEL INTERMARIUM

Volvamos a las preguntas planteadas. Es obvio que hoy en día Polonia no construye su política sobre la base del concepto de la Europa del Este. Quizá esto sea consecuencia de las malas experiencias vividas con los proyectos federales después de 1918 y de la Segunda Guerra Mundial. Después de 1989, en la política polaca no se ha planteado la cuestión de los intereses comunes de los países del Intermarium, como si existiera el miedo de acusar a Polonia de querer «volver a la doctrina jagellona», es decir, a una visión de la dominación polaca entre el mar Báltico y el Negro. Imputaciones similares proceden de muchas partes, aunque están infundadas.

A decir verdad, no se trata de un imperialismo polaco. El núcleo del problema reside en la respuesta polaca a los avances de la presión rusa. Esa respuesta tiene un carácter dual cuyas dos partes, desafortunadamente para nosotros, son erróneas. A veces los polacos opinan, probablemente a consecuencia de sus propios complejos, que no se puede excluir a Rusia del ámbito de la civilización europea. Apenas entienden que para los rusos la pertenencia a su propia civilización no es una fuente de complejos de inferioridad, sino una razón para sentirse orgullosos.

A menudo también les parece a los polacos que cabe arreglar las relaciones con Rusia a través de un reparto de tierras, de una negociación de las fronteras. Aquí reside una contradicción con la tradición polaca, que permitía reconocer el carácter particular de Rutenia. El proyecto polaco significaba la unificación de Rutenia con los ideales latinos al preservar, por supuesto, su individualidad religiosa. Esa situación tenía que provocar una confrontación y dio como resultado, más adelante, la formación en Ucrania de una identidad nacional distinta a la polaca. Un proceso semejante tuvo lugar, bastante tarde y de manera sangrienta en las tierras rutenas (denominadas como la Galicia del Este), que se habían incorporado al imperio austríaco en el siglo XIX. Una verdad difícil para los polacos es que Ucrania pudo alcanzar el nivel de nación solamente contraponiéndose a Polonia. Asimismo, a principios de su existencia, Polonia creció resistiéndose a Alemania. La expansión de Rusia nivelaba las expectativas ucranianas de construir unas estructuras nacionales.

El rechazo de cualquier unión con Moscú fue para los polacos una reacción sobreentendida. Los intentos de encontrar un plano de acuerdo en el siglo XIX solían ser intelectualmente rebuscados, y políticamente lamentables. Intentos semejantes en el siglo XX tuvieron ya solamente el carácter de farsa. Cualquier justificación podía pensarse después de 1944 para legitimar la dominación rusa; la realidad, sin embargo, nos impidió cegarnos con quimeras: Polonia llegó a ser un país esclavizado. Las circunstancias que acompañaron al desplazamiento de Polonia hacia Occidente (a consecuencia de los acuerdos de Yalta y Potsdam en 1945) deberían tomarse en cuenta si se considera la perspectiva europea en el este. La posibilidad y necesidad de arreglar las relaciones entre polacos y rusos requieren, tal y como sucede en el caso de las relaciones polacoucranianas, conocer la verdad sobre el pasado. No obstante, por ambos lados sobresalen ilusiones y prejuicios.

Es difícil conocer por qué se produjo una equivocación a la hora de estimar las oportunidades en la lucha por el Intermarium. Desde hacía mucho tiempo, quizá a lo largo de su historia, ese espacio solamente podía existir como una unidad. La cuestión estribaba en si dicho espacio iba a ser europeo o no. Pero el Intermarium repartido entre Polonia y Rusia no tenía ninguna oportunidad de salvarse. Hay que añadir que esa ilusión polaca de arreglar las relaciones con Rusia a costa de sus vecinos fue siempre la causa de su fracaso. La pérdida de Polonia no surgió de un exceso de pretensiones imperiales, ni se produjo únicamente por egoísmo; parece que el error polaco respecto al Intermarium consistió en querer permanecer, aunque sólo hasta cierto punto, fuera de aquel espacio. El error de no llevar a término las acciones iniciadas, de un compromiso incompleto con la causa, va a acompañar, como un remordimiento, a muchas generaciones de polacos; el dolor de esa conciencia fue tan grande que la opción comunista de olvidarlo se recibió con alivio.

El concepto de la Europa del Este como un participante igual económico y político, es decir, de una incuestionable relevancia civilizadora, apareció en unos momentos desesperados. Tenía entonces la gracia de una utopía desinteresada. Eso pasó en los círculos de la emigración política después de la Segunda Guerra Mundial, por lo menos a principios de la «guerra fría». Las ideas de Intermarium proponían como fin la necesidad de colaborar o incluso unirse en federación con los países esclavizados por el comunismo entre el Báltico, el Adriático y el mar Negro5. Entre ellos, por supuesto, se incluían también Bielorrusia y Ucrania. En el pensamiento polaco de la emigración política ése fue un intento, aunque más bien esporádico, de solucionar el dilema de la soberanía entre Alemania y Rusia, conservando a la vez la pertenencia a Europa. El desarrollo de la Unión Europea y luego la unificación de Alemania excluyen un concepto similar de las considerables reflexiones geopolíticas. ¿Se hace inútil, por lo tanto, la idea de una Europa del Este?

EL FACTOR SEGURIDAD

Al mirar la visión americana de la política global que formula Zbigniew Brzezinski6, observamos que la seguridad continental se construye sobre el eje que une Francia, Alemania, Polonia y Ucrania. Es una buena prueba que indica que los Estados Unidos no sienten interés por una Europa del Este rusa. Esa perspectiva hace volver a la memoria las desgraciadas soluciones de Versalles. Ello ocurre porque en cada idea de la Europa del Este los americanos ven un intento de contraponerse tanto a Rusia como a Alemania. Por otra parte, desde el punto de vista de la OTAN, el sentido tiene solamente carácter Europeo, es decir, la ampliación hacia Occidente. Cualquier otra fórmula será percibida como un intento de volver a oponer el este al Occidente. Por lo tanto, resulta extraño que Brzezinski haya omitido Madrid en su visión. Solamente una comunidad que vaya desde Gibraltar hasta Crimea tiene oportunidades de crear una seguridad continua en Europa.

Al constatar el désintéressement polaco ante el concepto de la Europa del Este, que por otra parte es teórico, también deberían tomarse en consideración los guiones desfavorables para Polonia. Uno de ellos presupondría la posibilidad de reconocer en Rusia un factor estabilizador a costa de volver a controlar su antiguo imperio. Aunque el colapso en Rusia alcanza proporciones catastróficas, al final continuará siendo un actor necesario de la política global. Rusia tiene delante de sí unas variantes divergentes del camino de desarrollo. La democratización parece la solución menos probable. De cualquier modo que se juzgue el programa de Putin, se aprecia que él no permite hacerse ilusiones en cuanto a la manera de realizar la vuelta de Rusia a la condición de potencia. Hay que considerar un guión en el cual se permita a Rusia crear una Europa del Este. De este modo se referiría al concepto de la Europa del Este tras el Congreso de Viena; sin embargo, la Rusia de aquel entonces era una potencia evidente. La dominación de Rusia e Inglaterra, es decir, de los imperios «extra Europeos», iba a expresarse en una Europa del Este específicamente interpretada. Hoy en día ello volvería a suponer un intento de crear Europa en Rusia, pero sin aquellas oportunidades para la europeización del imperio que se perfilaron durante el mandato de Alejandro I. No hubo y no habrá sitio para una Polonia soberana en la siguiente versión de una Europa del Este rusa.

Polonia no dispone de medios para disuadir a alguien de que acepte un concepto así. No podrá hacerlo ni como miembro de la OTAN, ni como candidato para el ingreso en la UE. El argumento principal de que una nueva anexión de Ucrania desviaría a Rusia hacia un talante imperial no asusta a nadie. No se trata de meras quimeras de polacos o ucranianos, sino de la previsión de Rusia como potencia.

Brzezinski presenta la visión de una Rusia únicamente posible: democrática, nacional, realmente moderna y europea. Este es un guión requerido, probablemente, no sólo desde la perspectiva de los intereses de América. Sin embargo, el guión no toma en cuenta sus posibilidades de realización. No está claro cómo la europeización y la modernización llevarán a Rusia a la democracia. La analogía con Turquía es poco convincente. Casi setenta años de modernización cambiaron Turquía, sin duda alguna, permitiendo pasar de la tradición imperial a un Estado moderno. Pero, a pesar de todo, Turquía se sigue viendo como un país extra europeo y eso no ocurre debido al sistema de gobierno o al papel del islam. En la Europa secular, que se embriaga con una visión de la utopía posmoderna, la reserva hacia Turquía es el resultado de una diferenciación de los modelos de cultura y de los sistemas de valores. Merece la pena subrayar que esa actitud relativista respecto a otras civilizaciones, la renuncia a la propagación de los propios modelos, llega a ser un factor que hace imposible una aceptación definitiva. Los casi setenta años de modernización comunista aniquilaron los modelos de civilización rusos y consolidaron las posturas xenófobas respecto a Europa.

Podemos registrar que, debido a la falta de disposición por una Europa del Este, con Polonia o sin Polonia, el interés nacional polaco debería concentrarse en la tarea de formar una Europa en el este. He intentado demostrar que ésas fueron las directrices polacas en épocas y situaciones diferentes. Merece la pena considerar las conclusiones de esas experiencias.

El historiador polaco Henryk Samsonowicz concluyó con acierto cuando dijo: «el desarrollo de la Europa Central y del Este tuvo lugar en los tiempos en que Occidente la necesitó». Vale la pena preguntarse, ¿en qué estriba el interés de Occidente? ¿Hasta qué punto la participación y actividad polacas llegan a ser un elemento de seguridad y desarrollo para Europa?

EL INGREDIENTE POLACO

Ser participante y miembro de una comunidad europea requiere preguntarse no sólo por «la contribución» aportada. Para prevenir continuamente esa tendencia que viene de la pérdida del siglo XVII, es decir, del rechazó del papel de las periferias, hay que crear una Europa propia que realice los intereses de Polonia. La afiliación a la UE va a ayudar mucho a ello. Si se habla, pues, de formar una Europa en el este, hay que recordar que ésta empieza en Polonia. El éxito en este campo va a ser el único argumento capaz de convencer a los socios y vecinos de que hay que tomar en cuenta los intereses de Polonia.

De largo alcance geopolítico, en la próxima década, la creación de una Europa en el este significaría también el reparto del papel que van a desempeñar los países de este territorio. Se supone que las potencias globales adjudicarán esos papeles. Al tomarlo en consideración hay que recordar que se sacrifica a los peones para obtener unos fines estratégicos. Las preguntas formuladas aquí tienen como propósito buscar soluciones, de modo que los países pequeños de la zona fronteriza no servirán de peones. Polonia va a desempeñar su papel siendo un elementó favorable al proceso de integración. El alcance del proceso no está precisado, pero al analizar los intereses resulta que el proceso puede abarcar a los países orientados hacia la UE, pero que en un futuro previsible van a permanecer fuera de ella. Polonia posee el potencial de abogar por la integración, lo cual le permite definir su posición dentro de la UE.

Si aparece en Polonia el miedo a las variantes de la Europa del Este ya conocidas, surge entonces la necesidad de actuar en pro de la integración europea. Por lo tanto, no hay que dudar más sobre la integración de Polonia con la Unión Europea. Nadie quiere que Polonia juegue el papel de baluarte de Occidente expuesto a la deflagración y la devastación. Tampoco les conviene a los polacos el papel de una Polonia como puente entre Occidente y el este, ya que parece que a lo largo de su historia sirvió de paso de tropas ajenas. Al desear la seguridad dentro de la Unión y al ver su futuro en crear una civilización europea, Polonia debería contar con ella misma. Polonia ha podido y puede ser una puerta para y hacia Europa.

A lo largo de los siglos, los polacos estuvieron construyendo la originalidad de su historia en el eje que iba del Báltico al mar Negro, pero hoy en día ese eje ya no existe. La configuración resultante de los años 1989-1991 supone una nueva oportunidad histórica. Polonia es el único país que está realmente arraigado en la tradición europea y tiene una experiencia natural respecto al este. Diría metafóricamente que Silesia y la costa de Gdansk constituyen las bisagras de nuestra puerta europea. Ellas unen Polonia con la Europa Central y con la del Este, pero a la vez permiten también abrir de par en par su propio espacio nacional. Otros países modernos de la Europa del Este carecen de esta oportunidad.

Creo que, a pesar de las opiniones expresadas, la identidad nacional tendrá una importancia decisiva en el proceso de la integración europea. Esto no se refiere sólo a los vecinos polacos del este. El enlace nacional permanece como elemento imprescindible de toda la civilización europea. En Polonia esto no es sólo cuestión de unos sentimientos abstractos. Los polacos forman parte de Europa como una nación y desde ese punto de vista son capaces de crear en el este unas relaciones de colaboración. Cualquier visión de una versión global y mundial del europeísmo hay que catalogarla como peligrosa. Tanto hoy en día como en el futuro, lo más importante para Polonia será su aptitud para participar en el diálogo europeo y de entablarlo con el este. Esta última tarea requiere una confrontación, una identidad fuerte sin desvanecimiento ninguno. O los polacos apoyan los procesos nacionales y lo europeo en el este o Rusia introducirá allí su versión de relaciones humanas. Alguien nombrará esa realidad como una Europa del Este, pero ¿seremos capaces de darnos cuenta de su carácter irónico? Por consiguiente, Polonia tiene interés en crear una Europa del Este.

RETOS DE LA AMPLIACIÓN EUROPEA

La disposición de abrirse hacia el este será real si una Europa nueva se enfrenta a los desafíos del futuro. Esto no implica, obviamente, la expansión, sino el afianzamiento de la competencia económica. En el siglo XXI esto va a significar la posesión de un potencial adecuado de ciencia7. El dinamismo de una civilización significa también su habilidad para mantener un potencial demográfico, es decir, las relaciones de equilibrio con los territorios donde la población crezca más ágilmente. El problema de la seguridad en el futuro consistirá, en gran medida, en detener las migraciones desde los países extra europeos. Es necesaria una intensa actividad a favor del sur, mucho más pobre. Las fronteras cerradas y el proteccionismo no son métodos eficaces. El olvido sobre la propia identidad a favor de cualquier versión de globalismo constituye, en cambio, un remedio eficaz para realizar las prognosis de la decadencia de la civilización europea.

Al disponer de los medios de comunicación actuales, la vecindad no parece un factor que decida sobre el papel civilizador. No obstante, es en los flancos del sur y del este donde la cuestión de las migraciones resultará muy importante desde el punto de vista europeo. El papel de Polonia en esta situación no puede limitarse a detener las oleadas migratorias. Al contrario, el interés común debe consistir en actuar a favor de una frontera abierta. Ello implica una reconstrucción económica y unas reformas democráticas en los países vecinos de Polonia. Sobre todo, significaría la vuelta de esos países al papel de zona fronteriza que, como una parte de la civilización dinámica, queda abierta a las influencias exteriores, recibe y trata la información que viene de fuera. Parece que en este proceso el carácter fronterizo sostiene el dinamismo y la autenticidad de las transformaciones. La modernización necesaria, el desarrollo económico y la democracia forman Europa. Hay que encontrar, también, unos valores europeos en la propia herencia, puesto que no se pueden importar los valores fundamentales. Todo esto confirma la suposición de que los procesos de integración se realizan en las estructuras nacionales. Como consecuencia de un nuevo descubrimiento de Europa y de una estimulación de las estructuras nacionales, la frontera de la civilización europea se desplazaría muy lejos al este y al sur. Los conflictos que nos han perseguido en la última década no son el resultado de la existencia o el renacimiento de las naciones.

POLONIA EN EL VIEJO CONTINENTE

El papel de Polonia va a desarrollarse en la zona fronteriza de la civilización. Esta Europa del Este va a ser un mundo fronterizo y el espacio de un encuentro animado entre civilizaciones. No va a ser un choque o mero contacto, sino un encuentro, es decir, una relación basada en el equilibrio de interacciones. El modelo civilizador para el Intermarium va a ser el Mediterráneo, un mundo basado en la realidad de varios encuentros.

El papel de la zona fronteriza estriba, en este caso, en arreglar de nuevo las relaciones con Rusia y con los otros países vecinos, sobre todo en el Cáucaso. No se puede sobrestimar la influencia de Polonia en Rusia. Además, el florecimiento europeo puede constituir un elemento de transformaciones en Rusia.

La civilización europea sigue siendo una oportunidad para construir, a partir de elementos comunes, unas identidades diferenciadas según modelos originales. Una Europa del este así no diferiría de la occidental más de lo que lo hace la Europa mediterránea de la escandinava. Sin tener una forma política, sin buscar una cooperación económica más estrecha, fuera de las estructuras de la UE, la Europa del Este constituiría solamente un original espacio civilizador. Significaría la negación de divisiones -Oriente frente a Occidente-, o pondría a esa relación su sentido inicial. ¿Es posible todo eso?

En todo caso, ¿cabe reconocer una variante así como algo deseable? La tarea de construir una Europa en el este pertenece a Polonia, pero se ve claramente que eso exige unas interacciones intensas. Una oportunidad para esto sólo aparecerá cuando se extienda Europa desde Gibraltar al Cáucaso. Esto, en cambio, significa la resignación del concepto de expulsar el este y la vuelta a las actividades llevadas con una frontera abierta. Una decisión así la puede tomar solamente una Europa segura de su identidad y determinada en defender su particularidad. Esto se refiere también a Polonia. La Europa del Este sigue siendo un símbolo de división; no obstante, puede resultar deseada no sólo como una designación geográfica, sino también como un permiso para que existan papeles diferentes e imprescindibles dentro de una civilización indivisible y unificada de nuevo.

NOTAS
1 Los Piast: primera dinastía reinante de Polonia. El primer representante histórico de la familia fue el Duque Mieszko 1 (alrededor de 960-992); el último rey de Polonia de esta dinastía fue Casimiro el Grande (1333-1370).
2 Los Jagellones: dinastía de origen lituano que ocupó los tronos de Polonia, Lituania (1386-1572), Bohemia (1471-1526) y Hungría (1440-44, 1490-1526). Su nombre proviene del Gran Duque de Lituania, Ladislao Jagellón, quien, tras haber sido bautizado, se casó con la reina de Polonia Santa Eudivigis (1386). El mismo año fue coronado como rey de Polonia (1386-1434).
3 El término «rutenos» se utilizaba para designar a los eslavos orientales que vivían dentro de las fronteras del Reino de Polonia (hasta 1795) y en particular a los eslavos orientales (ucranianos), que vivían en la parte oriental de Galicja (Galitzia), región autónoma de AustriaHungría formada por la repartición austríaca de Polonia.
4 Escitia: zona al norte del mar Negro, entre los Cárpatos y el río Don, poblada desde el siglo VIII a. C. por los Escitas, pueblo iranio.
5 Véase J. Kieniewicz, «Del Báltico al mar Negro: Intermarium en la política europea», Política Exterior nº 61, XII (enero-febrero, 1998), pp. 5973.
6 Z. Brzezinski, The Grand Chessboard. American Primacy And Its Ceostrategic Imperativas, Harper-Collins Publishers, 1997.
7 L. C. Thurow, The Future of Capitalism, 1996.

Catedrático de Historia de Polonia, Universidad de Varsovia