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Tomar la palabra en este foro me ofrece la oportunidad de expresar en público, una vez más, mi cariño hacia Antonio Fontán y la amistad que con él he tenido. Además, aquí voy a tener ocasión de reiterar la admiración que siempre he sentido por su figura y su trayectoria intelectual, política y humana. Y, muy importante para mí, voy a poder expresar el agradecimiento que le debo por su apoyo, sus consejos y su cercanía a lo largo de toda mi vida política.

Lo primero que impresionaba en Antonio Fontán era su dimensión de hombre profundamente culto. Sin que hiciera jamás exhibición de sus muchos saberes, cuando estabas con él, cuando hablabas con él y le escuchabas, su figura exhalaba esa auctoritas que sólo alcanzan los pocos que, como él, son unos humanistas excepcionales. Quizás por ese halo de sabiduría que le acompañaba me resultó siempre muy difícil apearle el tratamiento y aún hoy me sale más natural el «don Antonio» que el «Antonio» a secas, que creo que no utilicé nunca con él.

El poeta Jorge Guillén dedicó un poema a la figura de don Rafael Lapesa, otro de los pocos sabios que hemos tenido, en el que dice: «Con la linterna a lo Diógenes / Buscad sus pares pocos». Pues bien, estos versos de Jorge Guillén pueden aplicársele perfectamente a don Antonio Fontán. Porque, en efecto, pocos, muy pocos de sus con- temporáneos, pueden compararse con él.

Fontán fue, eso lo sabe todo el mundo, un excepcional alumno de Bachillerato. Y creo que en esos años adolescentes se fraguó su personalidad intelectual y académica.

A mí, que he sido ministra de Educación y que he luchado por mejorar las enseñanzas no universitarias, me gustaría seguir luchando para ofrecer a los alumnos que les gusta mucho estudiar la posibilidad de hacer un Bachillerato como el que tuvo Fontán, con un alto nivel de exigencia y unos programas verdaderamente ambiciosos.

Hacer imposible eso, que los mejores alumnos estudien más que los que no son tan buenos, es otro de los infinitos defectos de nuestro sistema educativo actual, el nefasto que sale de la LOGSE y se continúa con la no menos nefasta LOE. Pero esto es una desviación provocada únicamente por el recuerdo del magnífico alumno que fue don Antonio Fontán, y por la sospecha de que, con el actual sistema educativo, se hace muy difícil el cultivo de personalidades intelectuales de su talla.

El excepcional bachiller se convirtió en un universitario prodigioso, que asombró con su dominio de una materia tan difícil como el latín. Y el espléndido y precoz latinista se hizo catedrático de universidad a una edad en la que hoy muchos alumnos aún no han terminado sus carreras.

Y el catedrático se convirtió en un extraordinario maestro. Una buena muestra de su capacidad didáctica nos la daba a todos sus amigos con las «estrenas» que nos enviaba todas las Navidades para felicitarnos las Pascuas y el Año Nuevo y, de paso, recordarnos que todavía existía en España por lo menos un sabio de los de verdad.

Esas «estrenas» eran —y son porque las podemos seguir leyendo— una espléndida oportunidad para hacer un alto en el camino de la actividad acuciante del día a día y reposar en las reflexiones, siempre eruditas y documenta- das, que don Antonio dedicaba a los clásicos, a sus pensamientos y a la actualidad que esos pensamientos de la Antigüedad sigue teniendo entre nosotros.

Fontán fue, desde el punto de vista universitario y académico, mucho más que un grandísimo profesor, fue lo que los franceses llaman un maître-à-penser cuando quieren referirse a esos maestros que no sólo transmiten unos saberes concretos, sino que enseñan, ante todo, a pensar de forma crítica, y a abordar con honradez y rigor intelectuales todos los problemas que nos encontramos en la vida.

Por eso, yo, igual que muchos de los que le hemos conocido y hemos disfrutado de su amistad, he recurrido miles de veces a él para conocer sus opiniones y pedirle sus consejos. Opiniones y consejos que siempre me ha dado con una franqueza, una sinceridad, una generosidad y una inteligencia que le agradeceré siempre con todo mi cariño.

Fontán fue consejero del conde de Barcelona y eso sale en todas sus notas biográficas, pero lo que no sale en esas notas es la lista interminable de los que le hemos tenido por consejero a lo largo de su larga y fructífera vida.

Al Fontán sabio, profesor y consejero hay que unir el Fontán empresario y, a su manera, hombre de acción. Primero, de acción empresarial, periodística y cultural. Y también, de acción política.

Sé que aquí, en este curso, muchos de sus discípulos han hablado de sus empresas periodísticas en el Madrid y en la SER. Yo me referiré sólo al homenaje que, en 2000, tuve la oportunidad y el honor de organizar para él en el Senado cuando el Instituto Internacional de Prensa le proclamó «héroe de la libertad de prensa».

Era yo entonces presidenta de la Cámara Alta, como lo había sido él durante los años de la Transición, y aquel homenaje se convirtió en un emocionante acto en el que estuvieron representadas todas las tendencias políticas y periodísticas de España. Aquello fue, en un cierto sentido, un símbolo de lo que ha sido Antonio Fontán en la política y en los medios de comunicación españoles: un punto de referencia para todos, respetado por todos y aceptado por todos.

Todavía, y cada vez con más fuerza, son —somos— muchos los que añoramos el espíritu generoso y abierto de las fuerzas políticas durante aquellos años de la Transición. Años en los que, porque estaban muy presentes los errores y los horrores de medio siglo de historia convulsa de España, se hizo todo lo necesario para lograr la reconciliación de todos los españoles. Entonces, precisamente porque estaban muy presentes todos esos errores, se buscó el marco más adecuado para que no volvieran a repetirse.

Y ese marco para la concordia fue la Constitución de 1978, de la que Antonio Fontán fue uno de sus más importantes protagonistas desde la Presidencia del Senado.

Hay que recordar que fue allí, en el Palacio de la Marina Española, donde se acabó de perfilar el texto constitucional y allí fue donde se alcanzaron algunos de los consensos más trascendentales sobre los que reposa nuestra Constitución.

La Constitución del consenso y la generosidad lleva el sello imborrable de don Antonio Fontán, que, desde la presidencia del Senado, supo aunar voluntades y limar diferencias.

Y al hablar de Fontán y su papel en la elaboración de la Constitución Española en estos días, creo que no tengo que hacer hincapié en la importancia que para un país tiene el contar con personas de la grandeza intelectual, humana y política de don Antonio a la hora de concitar voluntades, unir propuestas y encontrar soluciones a las disensiones, siempre con el bien común como meta.

Comparen ustedes la talla de don Antonio con la de los que ahora se ocupan de las altas cuestiones constitucionales y comprendan dónde puede estar el origen de algunos de los problemas que nos aquejan.

Quiero dedicar ahora unas palabras de las convicciones, los ideales y los principios que rigieron la trayectoria vital de Antonio Fontán.

Creo que es muy significativo el hecho de que Antonio Fontán naciera en Sevilla justo quince días después del golpe de Estado de Primo de Rivera. Aquel golpe que acabó con la Constitución de 1876, que, con sus defectos, había permitido a España unos años de crecimiento y de estabilidad muy notables. Y su larga y provechosa existencia se ha prolongado hasta el pasado mes de enero.

Sólo con estos mínimos datos biográficos queda patente que la vida de Antonio Fontán ha sido testigo de la Historia de España de casi todo el último siglo.

Y él no quiso ser un testigo pasivo de toda esa historia. Porque nunca quiso a ver los toros desde la barrera y nunca quiso limitarse a ser un sabio latinista encerrado en su torre de marfil. Por eso quiso tomar partido y lo hizo para defender unas ideas a las que fue fiel toda su vida.

Por supuesto que entre esas fidelidades se encuentra, en primer lugar y de forma prominente, su compromiso personal con la religión, con el cristianismo y con la Iglesia. Hacia ese compromiso personal sólo me queda mostrar mi más profundo respeto.

El segundo compromiso, éste ya enteramente político de Fontán, fue con España. Creo que toda su biografía, y desde luego su biografía como hombre de empresa y como político, sólo se entiende si comprendemos que su leitmotiv esencial fue siempre la búsqueda de lo mejor para España y para los españoles.

Desde muy pronto, desde esa guerra civil que vive como adolescente en Sevilla, supo que le había tocado vivir una época convulsa para su patria. Y desde muy pronto se comprometió en un trabajo político para restablecer la normalidad democrática en España, para hacer de España un país que no fuera una anomalía entre el resto de los países occidentales y democráticos.

En sus esfuerzos a favor de esa normalización política de España mantuvo siempre una fidelidad absoluta a la Corona. Fontán era un monárquico convencido de que la Corona era la mejor garantía para la estabilidad de la vida política y para el progreso, la libertad y el bienestar de los españoles.

A la Corona la sirvió siempre con ejemplar fidelidad. Primero, en la persona del conde de Barcelona, y después en la del Rey don Juan Carlos, que le honró con el título de marqués de Guadalcanal, el pueblo de donde era originario.

Y la otra fidelidad inconmovible de don Antonio fue siempre la libertad. A mí me alegró enormemente organizar aquel homenaje en el Senado a raíz de la concesión del título de «héroe de la libertad de prensa», del que ya les he hablado. Y me alegró porque pocos políticos españoles de su generación tienen una trayectoria tan limpia como don Antonio en esa defensa de la libertad.

Ese compromiso con la libertad es el que le condujo a convertirse en un político liberal y, sobre todo, en un maestro de liberales.

Al analizar su trayectoria política destaca, sin duda, la enorme influencia que ha ejercido sobre los liberales españoles de las últimas décadas.

Si hoy hay ya, por fin, un número nada desdeñable de políticos españoles que se declaran liberales y que procuran aplicar políticas liberales, se debe, en gran medida, a Fontán y a todos los discípulos que supo formar e impulsar.

La presencia del liberalismo en la política española de hoy es, sin duda, obra del Partido Popular y, dentro del partido, de la labor llevada a cabo por José María Aznar. Aunque no era un liberal de origen, en el ejercicio de sus responsabilidades políticas —ya desde la Junta de Castilla y León— Aznar fue optando cada vez con más nitidez y más convicción por principios y políticas liberales.

Pues bien, creo que en ese proceso que dirigió José María Aznar para hacer del Partido Popular un partido que defiende y que está impregnado de los valores y de las concepciones políticas liberales, tuvieron un papel muy importante muchos de esos discípulos de Antonio Fontán, que habían aprendido con él a colocar la libertad como el eje inconmovible de su acción política.

Para terminar esta intervención, sólo me queda reiterar públicamente mi agradecimiento más profundo a Antonio Fontán por toda la ayuda que me ha prestado a lo largo de mi vida política. Su ayuda, su apoyo y sus consejos.

Empezaba diciendo que pocas personalidades intelectuales y políticas de los últimos sesenta años de la vida española pueden asemejarse a Antonio Fontán.

Por eso, haber contado siempre con su aliento y con su cercanía ha sido para mí un auténtico privilegio, que me alegra poder agradecer hoy, aquí, entre muchos de sus amigos y de sus discípulos.

Muchas gracias.

Presidenta de la Comunidad de Madrid