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Las demandas de un gobierno abierto hacia los ciudadanos son tan antiguas como la democracia. La relación de los gobernantes con la ciudadanía se ha considerado siempre como una garantía de legitimidad de ejercicio y, en los últimos tiempos, son muchos los que lo han planteado como una receta clara ante la situación de crisis actual hasta llegar a hablar del «dulce elixir de la gobernabilidad contemporánea».

Como bien señala Ramírez-Alujas, el término «gobierno abierto» aparece por primera vez de manera oficial a finales de la década de los setenta, en el espacio político británico, para referirse a la necesidad de «abrir las ventanas» del sector público hacia el escrutinio ciudadano. Desde entonces muchas cosas han cambiado y la implementación de las nuevas tecnologías en la Administración, con la llegada del gobierno electrónico, ha ido adaptando el significado de este término, generándose una vinculación, podríamos decir que esencial, entre el uso de las nuevas tecnologías por parte de la ciudadanía y su relación con las instituciones públicas.

La historia reciente del gobierno abierto ha estado protagonizada por la sociedad civil, que a través de iniciativas ciudadanas o informes independientes han ido impulsando su desarrollo, pero fue en el año 2009 cuando el gobierno abierto adquirió carta de naturaleza en las instituciones. Tras una campaña electoral en la que el uso de las nuevas tecnologías se convirtió en un elemento clave para garantizar su elección, el presidente de los Estados Unidos comenzaba su labor aprobando una directiva del gobierno abierto (Open Government Directive). En la misma establecía su compromiso para restaurar la confianza pública y establecer un sistema de transparencia, participación ciudadana y colaboración. Una apertura que, en sus palabras, fortalecería la democracia y mejoraría la eficacia de su gobierno.

 

 Los valores del gobierno abierto: colaboración, participación y transparencia 

De esta manera el concepto de gobierno abierto se va construyendo alrededor de principios como colaboración, participación y transparencia, entendidos como valores que per se contribuyen a una mejor calidad de la democracia y a una mayor adaptación a los tiempos y sensibilidades ciudadanas.

En este contexto, la colaboración apunta a la concreción del valor público entre la Administración nacional, regional y local; entre funcionarios de distintas ramas, o entre ciudadanos, empresas, tercer sector y la misma Administración. Se estaría ante la concepción del trabajo de la Administración como trabajo conjunto, colaborativo, en el que contribuyen tanto distintos niveles de la Administración, como actores no vinculados formalmente con la misma pero que, formalizados (aunque sea temporal o esporádicamente), trabajarían conjuntamente con el reconocimiento y la legitimidad de la Administración.

Su adopción implica, no solo la colaboración dentro de la Administración y entre las distintas Administraciones, sino que supone la cesión a la sociedad civil de un espacio, con el cambio de paradigma que esto supone y la sospecha permanente de abrir por esta vía el paso a la privatización de servicios que constituye un auténtico tabú en sectores amplios de la sociedad. El modelo de gobierno abierto supone una apuesta por la sociedad, por el individuo como componente esencial de la misma, y una concepción del gobierno que supera la visión del Estado como proveedor de servicios y la sustituye por una visión del Estado convertido en plataforma, en una especie de facilitador, que proporciona las condiciones para que la sociedad y sus individuos asuman el protagonismo del que disfrutaron en otros tiempos. Se trata de asumir y aplicar al Estado el principio que destaca Ortiz de Zárate: «Hoy en día el liderazgo social puede venir de posiciones periféricas». Las comunidades (materializadas en la popularidad de las redes sociales) muestran cómo hoy las respuestas tienen, muchas veces, autor colectivo. Ejemplos como el de la reacción solidaria ante el terremoto de Haití, donde las donaciones particulares sobrepasaron las donaciones institucionales, o la traducción casi en tiempo real por parte de particulares del último capítulo de una serie de televisión, Lost, son buenos ejemplos del potencial de la ciudadanía articulada para resolver problemas, aunque esto no quiere decir que estos métodos sean directamente aplicables a la democracia.

Se trataría de adaptar a la Administración conceptos como la sabiduría de multitudes (James Surowiecki), las multitudes inteligentes (Clay Shirky), la inteligencia colectiva (Pierre Lévy), la arquitectura de la participación (Tim O’Reilly) o la creación intercreativa (Tim Berners Lee).

La participación iría aún más allá, planteándose como el ejercicio efectivo del poder por parte de la ciudadanía. Frente al traspaso en la ejecución, propia de la colaboración, la participación se daría cuando se produce traspaso efectivo de poder desde la Administración hacia la ciudadanía, algo que puede producirse de distintas maneras, en función del grado de ejercicio del poder, siendo de tipo más propositivo en sus escalones inferiores y más ejecutivo en los superiores, pasando por lo deliberativo o el control.

Aunque la participación busca fundamentalmente consolidar el sistema democrático, reforzando el poder de sus propietarios originarios, los ciudadanos, es imprescindible entender que la democracia, donde la participación estaría llamada a actuar, es un sistema complejo en el que intervienen distintos elementos interrelacionados entre sí y que van más allá de la toma de decisiones por parte del pueblo (principio democrático). De ahí el peligro de introducir en el sistema instituciones participativas, a modo de parches de legitimación, sin modificar otros elementos esenciales en el sistema democrático. Estos parches, lejos de resolver los problemas, lejos de solucionar la crisis de legitimidad, paradójicamente conducirían a una mayor desafección democrática.

Aun así, son muchos los que piensan que la participación por sí misma operará a modo de bálsamo democrático; que el mero hecho de introducir nuevos actores en los procesos, y permitir a la Administración el acceso a ese caudal inmenso de conocimiento disperso que se encuentra en la sociedad, supone la mejora de la efectividad y la calidad de las decisiones públicas. Son los mismos que, en ocasiones, caen inconscientemente en la promoción de un modelo de democracia que se identifica con la democracia de las encuestas, de la colección de opiniones, de impresiones, en la que «lo importante es participar»; un modelo que implícitamente estaría renunciado a logros esenciales de la concepción del Estado constitucional contemporáneo (derechos humanos, división de poderes…), introduciendo elementos que, a pesar de sus buenas intenciones, fuera de contexto pueden convertirse en auténticas armas de destrucción masiva de la democracia.

La transparencia, que trata de garantizar a tiempo la disponibilidad de información relevante y que interesa a cada ciudadano, facilitando el control y la creación de valor público a través de la reutilización de esta información, es el primero y más importante de los principios del gobierno abierto, hasta el punto de que, sin transparencia, ni la colaboración ni la participación serían posibles. Así lo señalan Eva Campos y Ana Corojan: «Para hablar de la existencia de un gobierno abierto, es condición necesaria e imprescindible […] el acceso libre, abierto y gratuito a los datos e información relación ada (open data)».

 

El desarrollo del gobierno abierto: el gobierno abierto más allá de los valores

Hemos visto cómo el gobierno abierto apuesta por valores similares a los de la Web 2.0, como la transparencia, apertura y colaboración, proponiendo al ciudadano como socio de gobierno, pero todavía estamos lejos de materializar esos valores en instituciones.

Si hablamos de colaboración, por poner un ejemplo, vemos cómo las nuevas tecnologías hacen que la colaboración sea posible, y eso está creando una cultura colaborativa en campos como el académico o la financiación de proyectos que puede ser trasladada a la administración. La colaboración permite involucrar a los ciudadanos en el trabajo de su gobierno, contar con su trabajo para mejorar los resultados de esta labor. Ya existen algunos ejemplos de agencias del gobierno, normalmente norteamericanas, que han logrado comenzar los cambios necesarios para introducir la colaboración en las estructuras de gobierno, involucrando por ejemplo a grupos de expertos en la producción de contenidos, en la evaluación de patentes, en su catalogación, e incluso en la propia prestación de servicios, en una decidida apuesta por un cambio de mentalidad, de procedimientos de trabajo, de criterios de decisión. En España destaca el ejemplo de las Comunidades de Práctica de Cataluña (COPS) con más de 19.000 usuarios y 1.465 comunidades, pero aspectos como quién está llamado a colaborar, cómo se concretará esta colaboración, cómo medir la intensidad de estas colaboraciones… siguen siendo tareas aún pendientes de resolver.

Algo parecido ocurre con la participación, las iniciativas en este campo, como consultas ciudadanas o presupuestos participativos, no han sido hasta el momento más que experiencias restringidas al ámbito de lo local, aisladas y con un alto componente publicitario. Son más experimentos, símbolos, que un cambio en los principios y, como señalaba Ortiz de Zárate: «La participación sin redistribución de poder es un proceso vacío y frustrante para los que carecen de poder. Permite a los poderosos declarar que han tenido en cuenta a todas las partes, cuando solo una se beneficia». No podemos engañarnos, fuera de los experimentos de laboratorio, la participación no ha logrado colmar las expectativas generadas, y no basta con echarle la culpa al ciudadano, que, de manera abrumadora (70%), considera imposible influir en política.

Es necesario pasar de la teoría a la práctica, de los valores a los hechos. Son muchos los que están trabajando en esta dirección. No solo en Estados Unidos, donde la pionera directiva aprobada por Obama en 2009 establece una serie de obligaciones comunes para las distintas agencias del gobierno, que se han ido implementando desde entonces y a las que han seguido un gran número de iniciativas a nivel estatal y local. A pesar del éxito del término, el gobierno abierto es todavía un proyecto en construcción, al que todavía le falta impactar positivamente en la sociedad, y en el que tras la siembra de teorías y experimentos deberíamos empezar a cosechar resultados. En el panorama se encuentran distintas iniciativas sueltas, más efectistas que efectivas, estéticas pero estáticas en el camino de la regeneración democrática. Siguiendo con el símil se puede decir que de momento solo se han puesto los cimientos del gobierno abierto: la transparencia, la colaboración y la participación y, sobre esos cimientos, se ha de construir un edificio democrático sano y efectivo. Todavía falta mucho por hacer. Mucho por avanzar en el gobierno abierto que precisa de una sociedad de la información desarrollada, un marco regulatorio adecuado y un liderazgo político decidido, definido en un plan integral.

 

La institucionalización de la transparencia

El juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis una vez señaló: «La luz del sol es el mejor desinfectante», y no hay duda que la transparencia es el primer paso hacia el gobierno abierto. La Administración primero ha de abrir sus datos y eliminar las barreras de acceso a la información, ya que no hay otro contexto posible para disfrutar de una ciudadanía madura, responsable y emprendedora y de un verdadero «gobierno abierto» en el que realizar los valores señalados en torno a la colaboración y la participación.

De ahí que hayamos elegido la tramitación de la Ley de Transparencia y buen gobierno en España, una tramitación que ha pretendido ser especialmente abierta, como un botón de muestra del camino que nos falta por recorrer en la materialización de estos valores. Para seguir recorriendo este camino hacia el gobierno abierto son varias las enseñanzas que podemos extraer de este proceso reciente:

1)    Lleva tiempo. Cuando de tratar mentalidades se trata, el tiempo es un componente imprescindible. La Ley de Transparencia fue uno de los primeros anuncios realizados por el gobierno antes de acabar el año 2011. Los tres meses que el gobierno se dio para su aprobación en diciembre se han convertido en dos años, pero ha sido necesario un diálogo amplio con la sociedad, que ha permitido la introducción de mejoras sustanciales en la ley, en el que también las circunstancias coyunturales han colaborado decisivamente.

2)    Requiere un diálogo articulado. En este proceso de diálogo se han cometido errores de bulto, fruto de la novedad y la improvisación. No basta con abrir buzones para recibir sugerencias, es preciso articular procesos de participación, adecuar la participación al momento legislativo para que esta sea útil, y no un mero «muro de las lamentaciones », proporcionar feedback permanente sobre los avances y la adecuación o no de las aportaciones…, cualquier tipo de información que haga esa participación efectiva y reconocida.

3)    No se puede abusar de los términos. Otro de los grandes errores ha sido tratar de dar respuesta a dos temas distintos aunque relacionados. De esta manera la supuesta regulación del «buen gobierno», se ha quedado exclusivamente en la regulación del conflicto de intereses y la gestión económica-administrativa, dejando a un lado aspectos como el consenso, la equidad, la sensibilidad, la participación, la eficacia y la eficiencia, que constituyen aspectos esenciales en los estándares del buen gobierno en todo el mundo, tanto de entidades públicas como privadas, utilizando el nombre del «buen gobierno» en vano.

4)    Establecer mandatos normativos y no meras declaraciones de intenciones. El peligro de trasladar a las leyes la retórica aperturista hace necesario que las leyes que tratan de regular la materia pasen de los principios a las obligaciones jurídicas. Aspectos como las excesivas limitaciones, el carácter genérico de las mismas, o la ausencia de responsabilidades claras para los infractores, dejan un gran margen de discrecionalidad a la Administración.

5)    Organismo impulsor. Implantar el gobierno abierto supone modificar procedimientos, mentalidades…, de ahí que el papel de la Administración no pueda limitarse a exigir el cumplimiento de la ley sino que deba adoptar una rol activo para facilitar la realización de estos principios. Es necesario poner en marcha la ley, difundir los principios de transparencia y buen gobierno entre los políticos y funcionarios, establecer puentes entre la Administración y las organizaciones más implicadas en esta materia, transmitir ese cambio a la sociedad…, poner en marcha, en definitiva, un auténtico plan estratégico de la transparencia en España.

Sin poner nuestras esperanzas en el poder de transformación social de las normas, estamos convencidos que la Ley de Transparencia, por su carácter simbólico, puede abrir la puerta a un cambio en las estructuras administrativas, en sus procesos, en sus herramientas, y lo que es aún más importante, en la mentalidad (cultura) de la Administración y la sociedad en su conjunto, que lleva tiempo demandando este tipo de comportamientos abiertos como forma de hacer política.

La ley es solo un escalón más en este proceso, tan necesario, de pasar de los valores a las realidades. Estamos ante una gran oportunidad de provocar un verdadero cambio de mentalidad en la Administración y las instituciones hacia el gobierno abierto, una oportunidad de empezar a trabajar con indicadores reales, medibles y comprensibles, de empezar a abrir una puerta a la participación verdadera de la sociedad, incluso una buena oportunidad, para que emprendedores varios hagan negocio del procesamiento de esta información…, para hacer del gobierno abierto una realidad transformadora que vaya mucho más allá del eslogan publicitario._

Profesor de Derecho Constitucional de la UCM. Subdirector de Estudios e Investigación del Centro de Estudios Constitucionales y Políticos. Asesor en el área de comunicación política.