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En 1991, le preguntaron a James Baker por qué Madrid había sido escogida como sede de la Conferencia de Paz sobre Oriente Medio, y el entonces Secretario de Estado norteamericano respondió que España era el país adecuado por dos razones: por su historia y tradición, y por las buenas relaciones que mantenía con las dos partes. En lo que se refiere a la tradición, es de suponer que Baker aludía a la singularidad de la historia española dentro de las naciones europeas, como un país -el único de la UE- que vivió durante siglos bajo la influencia musulmana y que ha practicado avant la lettre una cierta experiencia de relación y de relativa convivencia entre tres de las principales culturas mediterráneas. Lo cierto es que, en momentos como los actuales -de emergencia de los factores culturales- la pertenencia a determinados ámbitos regionales y culturales juega un papel importante en la política exterior.

Lo de las buenas relaciones de España con las dos partes -mundo árabe e Israel- es más curioso, porque España no estableció relaciones diplomáticas con el Estado hebreo hasta 1986, coincidiendo con su entrada en la UE. Y probablemente este inicio sea más coyuntural, pues si estableciésemos la media europea de las querencias en relación al conflicto del Próximo Oriente, la opinión pública española aparecería sin duda decantada del lado arabo-palestino, un rasgo que ha sido tenido en cuenta por todos los Gobiernos españoles, independientemente de su ubicación política. Lo que sí es cierto, en cambio, es que la democracia, la entrada en la UE y en la OTAN, permitieron ir más allá de las «tradicionales relaciones de amistad con los países árabes» que presidieron, para bien y para mal, la política exterior franquista. Estas incorporaciones han facultado a España para tener una política propia en el Mediterráneo, de acuerdo a sus intereses y alianzas, sin renunciar, por supuesto, a lo que de bueno pueda tener la «tradicional amistad» y el background de una historia singular que permite sentirse más libre que algunos países europeos (como Francia) y menos acomplejados que otros (Alemania) en sus relaciones con árabes e israelíes.

Baker se olvidaba de decir algo que quizás sea lo más importante para acotar las nuevas posibilidades de España en el Mediterráneo, acaso no tan fácil de apreciar en 1991: el cambio de escala de un país que ya comenzaba a tener relieve en el escenario internacional. En 1991, el ingreso en la UE era todavía reciente, pero empezaba a dar sus frutos mediante una creciente presencia económica en América Latina. Esta entrada de España en la primera liga europea -aunque sin copar aún los primeros puestos- fue lo que le permitió al Gobierno de Felipe González, pocos años después, promover y organizar la Conferencia Euromediterránea de Barcelona de 1995.

Las fechas confirman que España empezó a estar presente en el Mediterráneo, más allá de la retórica del pasado, con un perfil político propio, cuando asumió plenamente su condición de país democrático y europeo. No es casual que el primer intento de dibujar una política mediterránea -que no sea sólo el correlato de la geografía- se corresponde con quien más tarde sería uno de los primeros ministros de Exteriores de la democracia: Fernando Morán. Su propuesta de un «sistema complementario» para el Mediterráneo, capaz de promover la paz y la estabilidad, formulada en 1980, de acuerdo con la política por la que abogaban algunos países del sur de Europa, supone un antecedente del proceso que llevaría a la Conferencia de Barcelona, en un momento en el que toda aproximación a una visión multilateral estaba todavía constreñida por la política de bloques, a la que sólo cabía aportar ideas «complementarias».

Lo cierto es que la política exterior española -tanto de la UCD como del primer Ejecutivo socialista- estuvo presidida, como no podía ser de otra manera, por el ingreso de España en la UE, sin que la dimensión mediterránea adquiriera carta de naturaleza. Por un lado, España estaba volcada en preparar su ingreso en la Comunidad Europea; por otro, la situación en el Mediterráneo seguía dominada por la lógica de la guerra fría y no se daban condiciones para el establecimiento de un sistema distinto, aunque sólo fuera de modo complementario.

El empeño en desarrollar una iniciativa mediterránea significativa se produjo a partir de 1986, y se mantendría durante un periodo de casi diez años, que bien merecen el nombre de la década prodigiosa de la política mediterránea española, con las dos conferencias ya referidas. España dejó de pensar el Mediterráneo sólo desde la tradición y las relaciones con el Magreb y empezó a actuar como país europeo: éste fue el cambio mas significativo, que generó ambición suficiente para llegar a la Conferencia de Barcelona. España empezó a tomar conciencia de que los intereses propios -el gas y el petróleo procedentes del área, las inversiones en Marruecos, la seguridad, Ceuta y Melilla, etc.- se defienden mejor desde una política multilateral y empezó a participar activamente en los foros que precedieron a la reunión de Barcelona y que permitieron dibujar una primera política mediterránea renovada, junto con Francia, Italia y Portugal.

Podemos decir, con orgullo, que la fórmula «paz por territorios» establecida en la Conferencia de Madrid continúan vigentes después de once años. La Conferencia de Barcelona permitió aprovechar la situación en Oriente Próximo para dar un paso más, todavía implícito, en nuestra conciencia de liderazgo internacional, al menos un liderazgo compartido con otros países del Sur de Europa. Aunque los resultados del Proceso de Barcelona, seis años después, han resultado inferiores a lo esperado, lo cierto es que la apertura de una nueva política con que abordar el flanco meridional de la Unión Europea -y que se proyecta con cierta perspectiva histórica (la zona de libre cambio está prevista para el horizonte 2010)- supuso un éxito para España, apocado sólo por la situación agónica que vivía el Gobierno de González.

Poco después de la Conferencia, a partir de 1996, se abrió un periodo nuevo en el Mediterráneo, de signo involutivo, y se produjo también un giro en la política exterior española que, con el primer Gobierno Aznar, dejó de mirar hacia el Mediterráneo con el interés de los años anteriores. Las dificultades del Proceso de Barcelona, bloqueado por la elección de Netanyahu, la guerra de Argelia y la ruptura del proceso de paz en el Próximo Oriente, así como las nuevas exigencias que suponía para España la unión monetaria, se sumaron para rebajar las expectativas creadas por la Conferencia de Barcelona. Europa volvía a ser la prioridad y ésta se alternaba, en todo caso, con la fascinación económica y política por América Latina, en detrimento de la iniciativa mediterránea. Eran tiempos en los que España invertía en América Latina 4 billones de pesetas en un año (1999), lo que supone el 53% del total de la inversión extranjera. Echando cuentas comparativas para toda la década, las inversiones españolas en Latinoamérica en los noventa multiplican por treinta las que se llevaron a cabo en los doce países asociados al Proceso de Barcelona. Había razones de peso para que el Mediterráneo bajara enteros en la cotización de la política exterior de nuestro país.

A partir de la segunda legislatura del PP, y de la llegada de Piqué al frente de Exteriores, los diversos componentes de la política exterior aparecen más equilibrados, y el Mediterráneo vuelve a ocupar un lugar más significativo. Una vez más hay razones exógenas que explican el giro: la crisis de Argentina y de parte de América Latina, la preocupación por el mundo arabo-musulmán tras los atentados terroristas del 11 de septiembre, y el hecho de que, pese a todo, el Proceso de Barcelona haya llegado a una cierta masa crítica que permite y obliga a reflexionar sobre su futuro. Es pronto para hablar de una nueva etapa, y de la superación de la actitud que prevaleció durante la legislatura anterior, pero hay indicios de que la política mediterránea vuelve a estar en la cartera con la que el Gobierno español acude a las reuniones europeas. En todo caso, la presidencia española de la UE y, en concreto, la reunión ministerial de Valencia permitirá emitir un juicio más definitivo sobre si estamos o no ante una etapa nueva, y si existe o no mayor disposición a intervenir en los asuntos euromediterráneos.

El cuadro general, político y económico del Mediterráneao es poco alentador, y está dominado por la situación prebélica (mediados de febrero) entre Israel y Palestina, por las dudas que presenta la transición en Marruecos y en buena parte del Magreb, por los bajísimos niveles de inversión directa extranjera entre los socios mediterráneos de la UE (menos del 1% de la inversión mundial), y por una desconfianza evidente en el Proceso de Barcelona. A ello se suma que Europa tiene la vista puesta en sus propios asuntos: la ampliación hacia el Este y la crisis económica. Podríamos añadir la tensión existente en las relaciones transatlánticas después del 11 de septiembre como otro factor que dificulta el desbloqueo de determinados temas, sobre todo la recuperación de un clima de negociación en el Próximo Oriente que sólo podría venir de una presión concertada de Estados Unidos y la Unión Europea. Todo ello coloca a España en un contexto del todo distinto del de 1995. De una oportunidad hemos pasado a considerarlo pura necesidad. Es, cuando menos, urgente evitar situaciones peores que podrían desestabilizar países como Marruecos o Egipto y crear una dinámica muy peligrosa, que volvería a reducir todas las políticas al ámbito de la seguridad militar.

Puede que la percepción de lo que está en juego acabe siendo un factor de estímulo para evitar la peor de las actitudes que Europa podría adoptar: aquella que consistiría a dar por perdida la batalla de la modernización del Mediterráneo, mientras todos los recursos se invierten en garantizar la ampliación de la UE. Una ampliación hacia el este que restara importancia a nuestra asociación con el sur sería una hipoteca para el futuro de Europa, pero sería mucho más perjudicial para los países ribereños de la UE, y singularmente para España. Así, cabe interpretar los esfuerzos del Gobierno español para conseguir que la reunión de Valencia sirva para algo más que para levantar acta de lo mal que están las cosas y de lo poco que se ha avanzado desde 1995. Es más que probable que los temas políticos, como la Carta de Paz y Estabilidad ni siquiera se puedan poner encima de la mesa, pero la complejidad del Proceso de Barcelona permite avances en otros campos, que deberán ser explorados con imaginación.

En un seminario organizado por el Instituto Catalán del Mediterráneo, en diciembre último, y en el que participaron más de cincuenta expertos, se apuntaron algunas ideas que pueden servir para restaurar la confianza en el Proceso de Barcelona y que dependen fundamentalmente de la voluntad política de los 27 países que lo integran. (Ver www.gencat.esicm). Algunas propuestas, como la necesidad de facilitar las inversiones, forman parte de la agenda preparada por la presidencia española, que propondrá la creación de algún tipo de instrumento financiero específico. Otras, como la disposición a integrar los productos agrícolas del sur en el proyecto de librecambio euromediterráneo, tropiezan con el cerrado proteccionismo agrícola de la UE. La necesidad de impulsar el diálogo cultural es compartida por todos, pero hasta ahora no se ha traducido en medidas significativas que modifiquen las percepciones mutuas y achiquen la falla cultural que cruza todo el Mediterráneo. Relanzar el proceso implica también una reflexión sobre su diseño y su estrategia, que probablemente deba ser más flexible, con velocidades de distinto signo según la disposición de los países. Supone, sobre todo, más voluntad política de llevarlo a cabo, en Europa, y más valentía, en el Sur, para acometer las reformas sin las cuales nunca se abrirá una etapa nueva.

Una coyuntura adversa podría llevar a aparcar los proyectos mediterráneos en espera de tiempos mejores. Sería un error. Para Europa, y aún más para España, para quien ésta es un área de primera importancia en términos de seguridad. ¿Cómo queremos garantizar esta seguridad? Los viejos caminos ya no son transitables en el mundo de la economía globalizada y de los crecientes flujos humanos ente el sur y el norte de la cuenca. Como dijo Miguel Ángel Moratinos en 1991, «la garantía de los intereses españoles en la región dependerá directamente del grado de desarrollo de nuestros vecinos». Este principio inspiró la Conferencia de Barcelona de 1995, que debe seguir orientando la política española y europea en el Mediterráneo. Hoy más que ayer, pues el reto es doble: evitar la creciente dualidad económica y salir al paso de la polarización cultural y de los intentos de instrumentalizaria políticamente. Puede que la cooperación y el diálogo sean más difíciles después de los atentados terroristas del 11 de septiembre, pero también es mucho mayor la conciencia de su necesidad. En cierto sentido, la aceleración histórica de estos últimos meses ha revalorizado el Mediterráneo. La gestión de una buena política en este sentido es nuestro reto.