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Después de más de tres décadas de mejora casi ininterrumpida de la posición internacional de España, el último bienio ha supuesto el amargo despertar a una realidad mucho menos grata. Las gravísimas dificultades económicas y financieras que sufre desde 2010 una España sobreendeudada tras años de crecimiento desequilibrado, han desvelado que —en paralelo a la burbuja inmobiliaria— existía otra burbuja en relación a nuestro lugar en el mundo (Molina y Tovar, 2011). En efecto, a pesar de los evidentes pies de barro sobre los que se ha sostenido nuestra acción exterior durante todo este tiempo, se quiso creer en una suerte de espejismo que podía colocar a España entre las principales potencias mundiales. Al fin y al cabo, en un periodo corto de tiempo se había dejado atrás el aislamiento que aún caracterizaba el país a la muerte de Franco y era posible presumir de habernos colocado en la vanguardia del proceso de integración europea, de haber conseguido la plena normalización de las relaciones con Estados Unidos en el seno de la OTAN y de alcanzar importantes éxitos diplomáticos en América Latina o en el Mediterráneo. Es más, todas esas buenas noticias en la dimensión más política, venían acompañadas de una fuerte internacionalización de la sociedad, la cultura y las empresas españolas. Durante la segunda legislatura del presidente Aznar —aprovechando una insólita sintonía con el gobierno norteamericano del momento— se aspiraba incluso a formar parte de los foros mundiales de decisión más selectos, tales como el G-8, y en 2008, al inicio de la crisis, el presidente Rodríguez Zapatero gustaba subrayar que el país ocupaba la octava posición mundial por PIB para reivindicar más protagonismo.

Hoy España apenas se mantiene con dificultades en el decimosegundo lugar y ha pasado a ser percibida, desde el exterior, más como objeto de preocupación —por el riesgo de default o de desestabilización de la zona euro— que como sujeto protagonista de la política internacional. Un deterioro objetivo que ha hundido también la percepción subjetiva dentro y fuera de las fronteras. La imagen relativamente autocomplaciente que tenían tanto el gobierno como los ciudadanos sobre nuestra solidez como país ha cambiado por completo en muy poco tiempo (Vaquer, 2011). Y tampoco somos ya un modelo de éxito a imitar por otros. En contraste con el prestigio disfrutado hasta hace poco, la prensa mundial no deja ahora de señalar los grandes problemas con los que se enfrenta el país —paro insoportable, falta de liquidez, crisis de legitimidad, tensiones territoriales, etc.— mientras los candidatos presidenciales N. Sarkozy y M. Romney no han dudado en utilizar durante las elecciones francesas y norteamericanas de este año a España como el contraejemplo a evitar.

En estas circunstancias de evidente debilidad diplomática y de reputación muy erosionada, reflexionar sobre el futuro de nuestro país en el mundo resulta un ejercicio difícil pero necesario. Máxime cuando tampoco es posible encontrar demasiado consuelo en el marco de la Unión Europea; sumida a su vez en una crisis económica y política de la que la propia situación española es un buen, aunque ni mucho menos único, exponente. El punto de partida de este análisis consiste pues en diagnosticar a una España confusa en una Europa desorientada (Torreblanca, 2010a) aunque también es verdad que existen elementos estructurales en el mundo que trascienden las culpas propias —las españolas y las europeas— o la severidad de un periodo recesivo por duradero que este sea.

Y es que, aun cuando no se hubiese producido la crisis, el proceso de globalización y las enormes transferencias de poder que implica condenaban a España a un declive relativo más o menos dulce pero insoslayable. Un país que solo puede considerarse mediano o incluso pequeño en población —donde ocupamos el 28.º lugar mundial— y en superficie —donde no estamos entre los cincuenta estados más grandes del planeta— y que no cuenta con grandes recursos naturales ni con una industria exporta-dora competitiva poco puede hacer para contener las grandes tendencias globales. Si Occidente en su conjunto ve cómo su poder se erosiona rápidamente y el eje que articula el mundo se desplaza hacia Asia y el Pacífico, parece evidente que España considerada aisladamente tenía en cualquiera de los casos un horizonte bastante complicado en este arranque del siglo XXI. La crisis actual ha acelerado esa tendencia y puesto de manifiesto una vulnerabilidad aún mayor de la esperada, pero no ha alterado lo que ya se sabía al inicio de la misma; esto es, que España nunca podría mejorar la posición internacional que ocupaba en aquel momento (Real Instituto Elcano, 2009). Con independencia de lo rápido que pueda nuestro país remontar la mala situación económica y política actual, tanto los llamados BRIC como otras economías emergentes menos notorias —México, Corea del Sur, Indonesia o Turquía— estarán dentro de poco instaladas por delante en términos absolutos. Y ese es un dato fundamental a la hora de pensar cómo debemos repensar nuestra política exterior de cara al futuro.

Por su grado de desarrollo socioeconómico relativo —que, pese a todo, es muy alto—, por su interesante y delicada posición geográfica al sur de Europa y al norte del Mediterráneo, o por su legado histórico-cultural que le confiere protagonismo en América, España seguirá siendo por mucho tiempo un país de importancia media o incluso medio-alta en los asuntos internacionales. Como de-muestra además el Índice Elcano de Presencia Global, que sitúa a España en el entorno del décimo puesto mundial, nuestro país tiene una sólida proyección exterior en el terreno económico —sobre todo en lo relativo a la exportación de servicios y a la existencia de algunas multinacionales relevantes— y en ciertos ámbitos de «poder blando» vinculados a la cultura, el deporte o el turismo (Molina y Olivié, 2011). Sin embargo, que España sea un país de relevancia internacional mediana y que esté plenamente globalizado, no significa que ahora sea ni que pueda llegar a ser una potencia media o una potencia regional (Lamo de Espinosa, 2012). No porque, en el contexto de la región a la que pertenece, sus perspectivas de futuro no pueden pasar de seguir ocupando la quinta posición —si hablamos de la Unión Europea— o incluso la séptima si consideramos como parte del continente a Rusia y Turquía. Y más allá de Europa, pese a la importante presencia en América Latina o el Magreb o pese a la existencia de algunos intereses globales espoleados por la importancia de su lengua, España por sí sola no puede moldear mínimamente la política internacional.

En realidad, su fuerte apertura hacia el mundo contiene rasgos asimétricos —elevada necesidad de financiación externa, internacionalización empresarial no canalizada a través de la exportación de bienes producidos en suelo nacional sino de inversión directa en el extranjero difícil de proteger, dependencia extrema para garantizar el suministro energético, fragilidad ante el cambio climático, e incluso vulnerabilidades evidentes de seguridad en la frontera meridional— que hacen de España un país mucho más influenciado por el exterior que viceversa; es decir, muy dependiente de un entorno que no tiene capacidad de controlar y sobre el que, en el mejor de los casos, puede solo llegar a influir ligeramente (Lamo de Espinosa, 2012). Esta realidad, que puede gustar más o menos, es incontestable, no deja de acelerarse e incide de forma casi abrumadora en nuestra vida cotidiana.

Lo sorprendente es que, a la luz de estas debilidades que no son en absoluto coyunturales, la política exterior elaborada en España durante los últimos años haya estado tan poco guiada por cómo abordar inteligentemente esta compleja situación. Resultaba relativamente lógico —y además se hizo de manera bastante consensuada entre las élites políticas y el conjunto de la ciudadanía— que en el último cuarto del siglo XX la prioridad de la acción diplomática consistiese en la normalización de España dentro de su entorno europeo y occidental. Pero en la década siguiente, entre 2001 y 2010, una vez alcanzado plenamente ese objetivo tras la entrada en el euro y embriagados por el engañoso crecimiento económico, la política exterior española siguió absurdamente pendiente de las cuestiones de estatus o dedicando esfuerzos y diatribas a diversos proyectos ideologizados, antagónicos, relativamente deseuropeizados y en cualquier caso con muy poca base social (Molina, 2011). Hoy tenemos la perspectiva para afirmar que las discrepancias mantenidas entre el PP y el PSOE en materia internacional hasta que la crisis les obligó a despertar han dificultado el correcto entendimiento de los verdaderos retos a los que se enfrentaba y enfrenta el país en la escena internacional.

Tal y como se acaba de señalar, España no puede controlar su entorno internacional —y por eso no puede considerarse como una potencia siquiera media— pero sí puede influir algo sobre el mismo gracias a la Unión Europea, de la que es un Estado miembro importante. En menor medida, también puede hacerlo a través de algunas organizaciones multilaterales a las que pertenece, e incluso por medio de una diplomacia propia que en todo caso debe cultivar para que a su vez alimente a la política exterior europea.

Por lo que respecta a la UE, resulta claro que se trata de la gran apuesta exterior española para aspirar a moldear la globalización. La constatación actual de su propia debilidad le permite a España adoptar una visión realista —seguramente mayor del que en este momento aún pueden tener Alemania, Francia o el Reino Unido— sobre el campo de juego de escala, al menos continental, en donde se disputan hoy casi todas las cuestiones económicas y en donde se dilucidarán también pronto las cuestiones de seguridad. En un par de generaciones, la población europea apenas superará el 5% del total mundial mientras dos tercios de los habitantes del planeta se concentrarán en Asia. En poco tiempo, si se consideran aisladamente a los estados miembros, solo Alemania resistirá entre las ocho primeras economías y se habrá reducido la capacidad francesa o británica de mantener a sus ejércitos nacionales entre los más operativos del mundo. En ese contexto, y considerando que muchos de nuestros valores —como la defensa de las libertades individuales o la existencia de un Estado de bienestar— no resultan tan autoevidentes fuera del viejo continente, impulsar una política exterior europea no será una opción sino una necesidad. Sin embargo, debe reconocerse que en el momento presente aún no se ha llegado al grado suficiente de maduración sobre el papel que debe jugar la UE en el escenario mundial y las diplomacias, los ejércitos o las agencias de cooperación de los países europeos siguen fragmentados. La crisis del euro, que podría suponer un acicate para avanzar en la unión política, ha servido hasta la fecha para enfriar la confianza entre los estados miembros. Así, el lanzamiento reciente del Servicio Europeo de Acción Exterior o el reforzamiento de los mecanismos de decisión de la Política Exterior y de Seguridad Común tras el Tratado de Lisboa han supuesto, en el mejor de los casos, cierta decepción para una España que tanto necesita a Europa para proyectarse en el mundo de manera más efectiva.

España también puede tratar de moldear su entorno internacional por medio de su pertenencia activa a otras organizaciones multilaterales plenamente compatibles con la UE; fundamentalmente a través del sistema de Naciones Unidas. Es verdad que la ONU padece conocidos problemas de eficacia que aconsejan no tener excesiva confianza en ella, pero también es cierto que la incapacidad de España para controlar un mundo dominado por grandes potencias le debe lleva a valorar la legitimidad que atesora, derivada de incluir a todos los estados soberanos. Resulta desde luego muy importante para un país mediano y muy globalizado como España que una organización universal postule la paz y el derecho internacional como criterios de gobernanza internacional. Pero, siendo realistas, debe admitirse que para avanzar en ese objetivo multilateral a escala mundial habrá que seguir acudiendo con frecuencia a otros foros paralelos más flexibles aunque menos transparentes —como el G-20 o la OTAN, donde nunca estaremos en el puente de mando aunque sí podemos mejorar nuestra tibia participación actual— y a consolidar una red de relaciones bilaterales en donde la diplomacia española es particularmente hábil: alianzas estrechas a mantener, desde luego, con los principales países europeos, o con Estados Unidos, pero también con Brasil, México y otros estados relevantes de Latinoamérica, así como con los países de nuestra vecindad inmediata.

Finalmente, pese a todas las limitaciones de la escala nacional, España no puede delegar sin más en la UE toda su acción exterior. En primer lugar, porque ya se ha dicho que el proyecto europeo está a su vez también desorientado en estos momentos y puede que tarde muchos años en atesorar la necesaria voluntad política que permita la emergencia efectiva de Europa como actor global. En segundo lugar, porque siempre existirán agendas e intereses propiamente nacionales que la Unión no puede defender; desde la promoción de la lengua y cultura españolas hasta la defensa de las llamadas amenazas no compartidas en el entorno del Estrecho de Gibraltar, pasando por la acción comercial de las empresas que a menudo compiten con las de otros socios europeos. Y, en tercer lugar, porque aun cuando la UE sea capaz de impulsar una política exterior propia, la España del futuro debe ser capaz de pensar por su cuenta y alimentar la acción diplomática europea con sus propios principios. Es decir, el multilateralismo efectivo y el europeísmo de los españoles no puede ser ingenuo ni delegativo. Sabemos que hace falta más Europa y más gobernanza global, pero España ha de tener conciencia de sus prioridades, valores e intereses que a veces no coincidirán exactamente con los dominantes en cada momento en los foros europeos y globales.

De ahí la importancia vital de tener nuestra propia política exterior y europea concediéndole la importancia que merece tanto desde el punto de vista político como operativo. Esa importancia significa asumir por parte de los partidos y de la sociedad que el bienestar y la seguridad de los españoles dependen sobre todo de nuestra posición en el mundo, aunque no seamos muy conscientes de ello. Por tanto, resulta imprescindible mejorar la ahora manifiestamente mejorable calidad democrática de nuestra política exterior (Torreblanca, 2010b) y abordar la elaboración de la misma desde una actitud estratégica tantas veces demandada (Barbé, 2006; Torreblanca, 2008; Real Instituto Elcano, 2009; Youngs, 2010; Vaquer, 2011). En el nivel operativo, es necesario reforzar un servicio diplomático razonablemente competente y extenso pero que aún adolece de importantes carencias y de conexión con otros actores de la acción exterior: ya sean otros ministerios, las fuerzas armadas, las comunidades autónomas, las empresas multinacionales, las ONG e incluso los individuos. El proyecto de «Marca España», pese a todas sus limitaciones, es un primer paso en esa dirección para dotar de coherencia a lo que hace España fuera de sus fronteras y para mejorar la ahora maltrecha imagen exterior. Aunque, por supuesto, la política exterior más coordinada y la mejor campaña de diplomacia pública arranca en una España que funcione bien internamente y en donde no sufran las libertades, la cohesión social y la innovación.

Es verdad que, como aquí se ha subrayado, la globalización y la fragilidad tanto estructural como coyuntural de España van a poner difícil que nuestro país se posicione sólidamente en el mundo. Pero no es menos cierto que hemos pasado demasiado deprisa desde cierta ensoñación poco realista sobre la capacidad de nuestro país para estar en la vanguardia internacional hasta la consideración pesimista de que los asuntos mundiales es algo que corresponde determinar a otros y que no merece la pena esforzarse en actuar sobre ellos de modo que es mejor seguir haciéndolo solo en nuestro pequeño ámbito territorial. Sin embargo, la globalización sí que tiene autoría. Son los grandes proyectos privados, los poderes públicos con mentalidad estratégica y las ideas innovadoras las que la moldean. Si nos atrevemos a pensar en nuestra capacidad para actuar global pensando mejor nuestro entorno local —lo que incluye representantes preocupados por internacionalizar las universidades, atraer talentos, apoyar la salida al exterior de las empresas, difundir la cultura o cooperar al desarrollo y contribuir a la estabilidad— habremos empezado a subirnos, junto a otros muchos, al puente de mando de un proceso que equivocadamente creíamos del todo ingobernable (Molina y Olivié, 2011). Con casi total seguridad, España no podrá convertirse en una potencia, ni siquiera media, pero sí está en sus manos ser un país respetado por sus éxitos internos, por su disposición a estar lo más conectado posible con el mundo exterior y por su contribución entusiasta y protagonista a la Europa fuerte y al multilateralismo efectivo que tanto necesita el mundo globalizado.

REFERENCIAS

BARBÉ, Esther (2006): «Claves para interpretar la Política Exterior Española y las Relaciones Internacionales 2005. Política exterior y de seguridad de España en 2005», en Anuario Internacional CIDOB 2005.

LAMO DE ESPINOSA, Emilio (2012): España y el nuevo «Nuevo Mundo», Madrid, Colegio Libre de Eméritos.

MOLINA, Ignacio (2011): «¿Década perdida? La política europea de España 2002-11», Política Exterior, n.º 144, noviembre-diciembre.

MOLINA, Ignacio, y OLIVIÉ, Iliana (2011): «La presencia global de España», Foreign Policy edición en español, edición online, mayo.

MOLINA, Ignacio, y TOVAR, Juan (2011): «El año en que estalló la otra burbuja: La política exterior y de seguridad española en 2010», en Anuario Internacional CIDOB 2011.

REAL INSTITUTO ELCANO (2009): «España ante el G-20: una propuesta estratégica sobre su inserción en la nueva gobernanza global», Real Instituto Elcano, marzo.

TORREBLANCA, José Ignacio (2008): «España en el mundo: elementos de una estrategia ante la globalización», en España en un mundo globalizado, Madrid, FIIAPP (págs. 39-57).

TORREBLANCA, José Ignacio (2010a): «Una España confusa en una Europa desorientada», Política Exterior, n.º 133, enero-febrero.

TORREBLANCA, José Ignacio (2010b): «Una auditoría democrática de la política exterior, en Informe sobre La democracia en España 2010, dir. J. Estefanía, Madrid, Fundación Alternativas.

VAQUER, Jordi (2011): «Un lugar para España tras la crisis», Política Exterior, n.º 141, mayo-junio.

YOUNGS, Richard (2010): «Como potenciar la política exterior española», FRIDE, enero.

Doctor en Ciencia Política, Licenciado en Derecho, en Ciencias Políticas y Sociología