Tiempo de lectura: 15 min.

En dos momentos del s. XIX se observan líneas de salida diferentes sobre el origen de un derecho penal internacional juzgado por órganos judiciales internacionales. Por un lado, en 1872, el suizo Gustave Moynier proponía la creación de tribunales de guerra que persiguieran y juzgaran las infracciones del Convenio de Ginebra de 1863. Por otro, en 1882, el vienés Franz von Liszt fijaba su atención en la necesidad de unificar los principios del derecho internacional, lo que, en aquel profesor de Derecho Penal e Internacional que en 1917 recomendaría la unificación del derecho penal centroeuropeo, no podía carecer de una significación vinculada al derecho penal. La propuesta de Moynier consistía en la creación de tribunales de guerra ad hoc para cada conflicto bélico, compuestos por un juez de cada uno de los dos países contendientes y tres jueces de países neutrales. Es claro que no podía tratarse de tribunales permanentes, que es la nota actualmente contemplada como esencial en la creación de un tribunal, pero para aquella época resultaba prácticamente impensable la evolución de la guerra en los años sucesivos (las guerras coloniales de fines del XIX no eran precisamente el modelo de guerra en el que pudiera imponerse un criterio como el indicado).

La internacionalización del derecho penal implica, como ya había señalado Jescheck en 1953 con una previsión certera, que los poderes judiciales estatales cederían su posición preferente en el ámbito de la jurisdicción, a favor de una justicia propia de la comunidad internacional o, con las palabras más exactas el profesor de Freiburg, de la comunidad supranacional. Se trata, por ello, no sólo de la aproximación de modelos de sanción que parece urgente en materias propias de la sociedad de riesgos, como el medio ambiente o las técnicas genéticas, sino de la creación de un «derecho penal sin límites territoriales», que entraña también el peligro de una excesiva subordinación al cumplimiento de los objetivos previstos. Se trata, en cierto modo, de un derecho penal de protección de intereses que asumen las organizaciones supranacionales y, en este caso, de la Organización de Naciones Unidas.

El examen de su formación, pese a no aparecer sistematizado tampoco desde una perspectiva histórica, se ha contemplado alrededor de ciertas notas que aparecen como los presupuestos de su creación. En ese sentido, se subraya la importancia del establecimiento de la responsabilidad individual en relación con la comisión de tipos de delito definidos en el ámbito del derecho internacional y el enjuiciamiento de aquellas personas por estos delitos en tribunales constituidos como órganos jurisdiccionales internacionales de regulación preferente.

LA RESPONSABILIDAD PENAL INDIVIDUAL

El establecimiento de una responsabilidad penal individual es, sin duda, el fundamento de la jurisdicción penal internacional. En parte, se trata de un traslado de la idea del crimen internacional, que no es ajena al derecho internacional en la perspectiva de la responsabilidad estatal respecto a infracciones graves de normas de ius cogens, a los esquemas propios del derecho penal nacional. En efecto, en los derechos penales nacionales es un postulado básico la responsabilidad individual, aunque no lo sea de modo forzoso con carácter excluyente. Es decir, el hecho de que el sistema del common law no presente dificultades esenciales a la responsabilidad penal de las personas jurídicas o que las evoluciones modernas de sistemas codificados en el derecho penal continental (como en los códigos penales de Holanda, Francia o en el proyecto suizo) se prevea esta posibilidad, no implica que la responsabilidad individual siga siendo en esos sistemas un pilar básico del derecho penal y del proceso penal. Por ese motivo, durante los últimos decenios se ha llegado a la convicción de que, si se pretende conseguir una estabilización de las normas jurídicas internacionales a través de un sistema de sanciones, no es suficiente que éste se vincule a Estados o a personas jurídicas, sino que requiere la eficacia de la responsabilidad de los individuos que han cometido los hechos concretos en los que se contenía una infracción de las normas internacionales.

Es posible que esta hipótesis no pueda ser confirmada en todos los casos presentes en la historia contemporánea, pero en todo caso se trataría de negaciones parciales y no absolutas. El ejemplo del Tratado de Versalles, que es contemplado precisamente como punto de partida de la exigencia de responsabilidad individual, es el paradigma de esta antinomia. En ese sentido, parece claro que la exigencia de responsabilidad al káiser Guillermo II en el art. 227 del Tratado, por un crimen de agresión consistente en la provocación del inicio de las hostilidades de la Primera Guerra Mundial, no tenía como objeto la prevención a través de sanciones; pero esta afirmación debería tal vez ser modificada en relación con la exigencia de responsabilidad a los militares alemanes por la violación de las leyes y los usos de la guerra ante tribunales de los aliados que se preveía en los arts. 228 y 229 del Tratado, aun cuando la restricción a la nacionalidad de los infractores sólo podía explicarse por los resultados de la contienda. En cualquier caso, como es sabido, el káiser no fue juzgado al refugiarse en Holanda y sólo doce militares alemanes fueron finalmente sentenciados, pero no por tribunales internacionales, sino por el Reichsgericht. A estas dificultades habría que añadir la ineficacia de las presiones internacionales en aquellos momentos frente a Turquía, que también había resultado vencida y que, sin embargo, pudo evitar que se respondiese no sólo de la comisión de crímenes de guerra, sino también —y ello es lo más grave— del genocidio armenio. Sin duda, la ponderación política de los aliados en favor de una Turquía amiga en la frontera con la entonces incipiente Unión Soviética pudo más que las necesidades de prevención de nuevos genocidios.

No obstante, del precedente de Versalles partía ya la Comisión de Naciones Unidas sobre Crímenes de Guerra, cuya constitución había tenido lugar en 1943 en el acuerdo del palacio de St. James, aunque sólo al fin de la segunda contienda mundial, el 8 de agosto de 1945, se constituyó el Tribunal Internacionales de Núremberg. El conocido y radical Chief Prosecutor del tribunal, Robert Jackson, había subrayado con claridad la importancia que, en un sistema de exigencia de responsabilidad por delitos internacional, tenía la responsabilidad individual: «este principio de la responsabilidad individual es tan necesario como lógico si el derecho internacional quiere realmente prestar su auxilio al mantenimiento de la paz», pues «la idea de que el Estado comete crímenes es una ficción», ya que «los crímenes siempre son cometidos por personas».

Esta línea, que había sido seguida en el Tribunal Militar para el Lejano Oriente de Tokio, creado en 1946, ha seguido siendo punto esencial en los Estatutos de los Tribunales de la antigua Yugoslavia y de Ruanda, que se crearon por resoluciones del Consejo de Seguridad 808/1993 y 935/1994, respectivamente. Por esa razón, no puede considerarse superflua la insistencia del art. 25 del Estatuto de Roma sobre la creación de un Tribunal penal internacional, al indicar que la competencia del tribunal se extiende a las personas físicas y a la responsabilidad individual por los delitos que son competencia de la Corte internacional. En realidad, no se trata sólo de unas declaraciones programáticas sobre la responsabilidad individual, sino que suponen el punto de partida para construir las exigencias de la imputación personal que caracterizan al sistema penal. Entre esas exigencias han de considerarse no sólo la distribución de responsabilidades de varios partícipes en un mismo hecho, la sanción de hechos que no han llegado a agotarse tal como se describen en el tipo o los requisitos vinculados a exigencias del conocimiento del riesgo del propio comportamiento o de su adecuación al derecho, sino también la descripción de las conductas que, según se piensa, deberían ser sancionadas por un tribunal penal internacional. Pero aspectos que, también en los juicios de Núremberg y Tokio, fueron considerados como esenciales en la exigencia de responsabilidad, como el problema de la obediencia, entran de lleno en las consecuencias de la imputación personal propia del derecho penal internacional en el sentido indicado.

LOS DELITOS INTERNACIONALES

Cuando se alude a delitos o crímenes internacionales de responsabilidad individual se piensa siempre en los delitos a los que se refería el Estatuto del Tribunal de Núremberg en su artículo 6, en el que se distinguía entre crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. En lo sustancial no existen diferencias importantes desde aquellas previsiones y las del Estatuto de Roma. Ciertamente, la influencia del denominado Draft Cade of Crimes en la versión de 1996 elaborada en el seno de la International Law Comission de Naciones Unidas —había existido ya una versión en 1954 y otra en 1991— y con inclusión de modificaciones motivadas por las experiencias de los tribunales de la antigua Yugoslavia y Ruanda. La separación entre genocidio y delitos de lesa humanidad, que supone en realidad dos clases distintas de crímenes contra la humanidad, podría considerarse una de estas alteraciones de la línea marcada en Núremberg. Pero no carece de importancia, pues de alguna forma permite resaltar un hecho decisivo en el Estatuto de la Corte: frente a un derecho penal internacional de guerra, una Corte penal internacional de carácter permanente podría ser ajena a la existencia de un conflicto armado, externo o interno. El genocidio o los delitos de lesa humanidad pueden ser cometidos en un Estado en paz en el interior y con otros Estados.

Hasta este momento, el derecho penal internacional era, en realidad, un derecho penal de guerra, formado en torno a los crímenes de guerra. Se trataba de sancionar las violaciones de las leyes y usos de la guerra o los tratados internacionales que establecían las exigencias de una guerra menos cmel, lo que sucedía en los Convenios de la Haya de 1907 y los Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales. El derecho humanitario bélico tiene, en el origen de las exigencias de responsabilidad individual en el derecho penal internacional, una influencia de naturaleza metodológica, como sucedía ya en la denominada cláusula Martens contenida en el Preámbulo de la Convención de la Haya de 1907: «Hasta la promulgación de un Código de las leyes de la guerra más completo, las Altas Partes Contratantes consideran conveniente declarar que, en los casos no incluidos en las regulaciones por ellos adoptadas, los habitantes y los beligerantes permanecen bajo la protección y la autoridad de los principios del derecho de gentes, tal como resultan de los usos establecidos entre las naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y de los dictados de la conciencia pública».

Cuando se comenzó a pensar que estos delitos podían ser juzgados sin restricción a la soberanía del Estado nacional, como lo demostraban las cláusulas de amnistías de nacionales que contenían los Tratados de paz europeos del s. XIX y el desarrollo del derecho militar a fines del XIX y comienzos del XX, se entendía que estos delitos eran violaciones de normas de ius cogens que podían ser imputadas a personas físicas sin necesidad de una tipificación previa. De hecho, son autores alemanes de la talla de Schatzel y Verdross quienes, en monografías o artículos publicados en revistas de derecho militar, mantienen que los usos de la guerra son derecho material que contienen normas jurídicas como el derecho penal interno y que sus infracciones autorizan al Estado lesionado a juzgar a los culpables ante tribunales militares sin necesidad de una tipificación anterior a la comisión de los hechos. Este mismo criterio que, años después, se mantendría al constituir los tribunales de Núremberg y Tokio, extendiéndolo a otros delitos internacionales como el genocidio o los crímenes contra la paz, dio lugar también a interesantes discusiones entre Glaser y Jiménez de Asúa.

Por el contrario, en el Estatuto de Roma se pretende crear un derecho penal internacional desligado del concepto de la guerra en torno al crimen contra la humamidad como modelo del método propio del derecho penal internacional y, de esta manera, ajeno a su aplicación excepcional. Precisamente por ello se intenta asentar el principio de legalidad en términos similares a los estatales: nullum crimen, nulla poena sine (praevia) lege (arts. 22 y 23). Incluso se afirma con rotundidad la irretroactividad de las disposiciones sancionatorias perjudiciales al reo (art. 24): «nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto por una conducta anterior a su entrada en vigor». Además, asienta el principio de imprescriptibilidad de los delitos previstos en el Estatuto (art. 29), tal como se había asentado ya por el Convenio Internacional para la prevención y sanción del delito de genocidio de 9 de diciembre de 1948 en las legislaciones nacionales de todos los Estados que lo suscribieron. La inclusión de las torturas o del crimen de apartheid en el Estatuto de Roma son también signos de la repercusión que una primera coincidencia internacional sobre la base de convenios de sanción en las legislaciones nacionales tiene sobre la conciencia de la necesidad de sanción internacional de esos delitos. Pero, ante todo, la exigencia de tipificación de estos delitos en las leyes nacionales hacía notar la necesidad de que su sanción se adecuase a las normas propias de esos derechos nacionales, en especial cuando establecían garantías en favor de los acusados.

Una muestra de ese esfuerzo se hace notar en el Estatuto de Roma en el detalle que se introduce en la codificación de los crímenes de guerra (art. 8), aunque no puede olvidarse que los principios del derecho de gentes, al que se refería la claúsula, permanezcan en la determinación de la competencia ratione materiae del Tribunal Internacional y no sólo en la referencia expresa a su aplicación subsidiaria a las normas del Estatuto en el art. 21: la explicación en el apartado 1º del art. 8 de que los crímenes de guerra han de ser competencia del Tribunal, «en particular cuando se cometan como parte de un plan o de una política, o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes», deja abierta la posibilidad de definir esta competencia particular, que lo ha de ser a través de los principios del derecho de gentes. La situación actual es, sin embargo, muy diferente, pues la tipificación de los delitos en el Estatuto de Roma responde posiblemente a una necesidad de seguridad jurídica, pero también a exigencias propias de los tiempos, como lo demuestra la inclusión de tipos aplicables a conflictos internos, en los que, sin embargo, se palpa de nuevo una dificultad de orden interpretativo. La lectura del apartado 3 del art. 8 del Estatuto, cuando señala que lo dispuesto en torno a los conflictos internos no ha de afectar «a la responsabilidad que incumbe a todo gobierno de mantener y restablecer el orden público en el Estado y defender la unidad e integridad territorial del Estado por cualquier medio legítimo», deja sobre la superficie otra antinomia del derecho penal internacional. Esta antinomia se observa con carácter particular en el llamado crimen de agresión o delito contra la paz, pues el propio Estatuto de Roma difiere una tipificación a momentos posteriores y subraya que esta tipificación ha de ser adecuada a las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas. Lo que sucede es que la Carta no dice nada al respecto y la historia no aporta dato alguno que permita aclararlo. Ya se ha indicado que la responsabilidad exigida al káiser Guillermo II por la provocación del comienzo de la Gran Guerra era posiblemente más política que penal, y que al aparecer como delito internacional en los Tribunales de Núremberg y Tokio surgía sin precedente alguno. Tal vez por ello ninguno de los acusados en Núremberg y Tokio, condenados únicamente por este delito, fue condenado a muerte y muchos de los acusados por este delito fueron absueltos. La Carta de Naciones Unidas sólo contiene, respecto a los quebrantamientos de la paz y las guerras de agresión, un reenvío a las decisiones concretas del Consejo de Seguridad (art. 39), y las resoluciones de la Asamblea General se limitan a declarar la incriminación de la guerra de agresión, lo que sin duda es un progreso de gran importancia, pero no aportan datos para poder elaborar un concepto jurídico que concuerde con ellas.

EL ENJUICIAMIENTO POR UN TRIBUNAL INTERNACIONAL

Aunque hoy pueda parecer lo contrario, una tipificación de delitos internacionales no ha de suponer necesariamente su enjuiciamiento internacional, pues sería posible la sanción en el ámbito del derecho nacional de estos delitos si todos los Estados que coinciden en la necesidad de sancionar el comportamiento establecen delitos similares en su legislación nacional, tal como sucedía en el caso del genocidio o incluso había existido en relación con otros delitos como la falsificación de moneda o la trata de personas, que hoy se consideran por algunos Estados como delitos que también deberían ser sancionados por un tribunal internacional. Desde el punto de vista metodológico, esta solución ofrece la ventaja de dejar de lado las diferencias entre unas y otras culturas jurídicas. Bassiouni ha subrayado, en sus estudios sobre esta cuestión, la colisión que se observaba en la formación del Tribunal de Núremberg entre la tradición de common law de los norteamericanos e ingleses, la francesa del derecho continental o —en términos del derecho anglosajón— civil law, y la concepción de la «justicia socialista» de la entonces Unión Soviética.

Sin duda, una tipificación en cada ordenamiento nacional supone que la determinación del derecho depende de la tradición jurídica de cada Estado y, por tanto, evita los obstáculos en la unificación de criterios de tradiciones diversas. Pero esta heterogeneidad no puede conjurar ciertos riesgos, como los que derivan de las competencias nacionales o de las diferencias del sistema de sanciones en cada Estado. Sin acudir al ejemplo de la pena de muerte, que se excluye en el Estatuto, es evidente que en Estados en que la cadena perpetua no existe o en los que incluso es discutida su constitucionalidad sería mucho más beneficiosa la condena del genocidio que en Estados en los que esta clase de pena se acepta sin más. Además, no puede olvidarse un dato que procede de la repercusión política de estos delitos: las jurisdicciones nacionales, en la aplicación de penas a delitos internacionales, estarían vinculadas a ciertos condicionamientos sociopolíticos propios que, aunque no pueden desaparecer totalmente en un órgano jurisdiccional internacional, se verían sensiblemente atenuados.

Si se piensa que la creación de tribunales internacionales responde, ante todo, a la exigencia de estabilización de ciertas normas jurídicas fundamentales, los delitos internacionales —que constituyen la competencia ratione materias, del tribunal— deben fundarse en éstas. En particular, se trata de normas de derecho internacional que protegen la paz mundial, un comportamiento humano durante la guerra y los derechos fundamentales de grupos de personas en situaciones de serio peligro para los derechos fundamentales. Precisamente por ese motivo, debe valorarse positivamente el precedente de los Tribunales de la antigua Yugoslavia y Ruanda, que si bien son tribunales ad hoc, también son órganos judiciales de la organización de las Naciones Unidas y forman parte de esta organización en tanto que responden a la finalidad de restaurar y mantener la paz y la seguridad internacionales. A diferencia de los Tribunales de Núremberg y Tokio, no son órganos creados con posterioridad a la contienda por los vencedores, sino que a través de ellos la comunidad internacional asume una función de tutela que había sido aceptada por los Estados que forman parte de la Organización de Naciones Unidas.

En relación con la prueba, el riesgo de tribunales posteriores a la contienda establecido por los vencedores es palpable y puede encontrarse en cualquier referencia imparcial a los juicios de Núremberg, en los que, por ejemplo, las lesiones de derechos fundamentales en materia de prueba parecen claros. Un ejemplo es suficiente: sólo existieron 240 testimonios practicados en presencia del tribunal, y sin embargo existieron más de 300.000 testimonios denominados affidavits; es decir, declaraciones simplemente escritas que eran leídas por el tribunal. En cambio, el hecho de que las reglas de procedimiento, como sucede en el Estatuto de Roma, sean dictadas por el propio tribunal en el marco del Estatuto de regulación, es menos preocupante en un tribunal que no intenta una «liquidación» de la contienda. Este principio forma parte de la tradición del derecho anglosajón (Judge made law) y, posiblemente, éste sea uno de los aspectos que más deban ocupar a los juristas: la inevitable deriva del sistema de derecho penal internacional hacia el sistema de commori law.

LA PREFERENCIA DE LAS NORMAS INTERNACIONALES SOBRE EL DERECHO NACIONAL

La exigencia de responsabilidad individual en los delitos interna cionales es la posibilidad de afirmar que la persona física responde directamente —por sí misma, sin interferencias del Estado del que es nacional— por infracciones de normas del derecho internacional. Por tanto, la conclusión de que para el enjuiciamiento de estas infracciones de normas internacionales sólo puede ser competente un tribunal internacional es, desde un punto de vista lógico, impecable. Es cierto que, por lo general, se admite que las normas de derecho internacional ratificadas por el Estado forman parte de su ordenamiento, y que son por ello susceptibles de aplicación directa por los tribunales de estos Estados. Si se observa algunas de las decisiones del Tribunal Supremo federal alemán en los casos conocidos como «disparos en el muro», en las que la ratificación por la antigua República Democrática Alemana del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos servía de base para dejar sin efecto las alegaciones de quienes entendían que actuaban amparados por leyes estatales en la represión de las personas que intentaban pasar al territorio de la República Federal. En ocasiones, se ha indicado que se trata en estas decisiones de un regreso al Derecho natural e incluso se ha hecho alusión a la conocida fórmula de Radbruch sobre la justicia supralegal, que el filósofo del derecho y penalista desarrolló en 1946. Pero, sea cual fuere la opción escogida, sería imposible obviar las referencias a los convenios ratificados por la República Democrática de Alemania.

Estas decisiones permiten el estudio de multitud de problemas que, directa o indirectamente, afectan al desarrollo del derecho penal internacional en la actualidad. Pero, ante todo, se observa la imposibilidad de que exista una jurisdicción internacional permanente que carezca de preferencia sobre las jurisdicciones estatales. Incluso en la experiencia de los tribunales ad hoc de la antigua Yugoslavia o de Ruanda se observa en ocasiones que personas perseguidas por los tribunales internacionales pueden ser acogidas por los Estados de los que son nacionales y que se niegan a su extradición o a su entrega. Estas dificultades, en un tribunal permanente, que no actúa ante situaciones de práctica disolución de las estructuras estatales convencionales, como en el caso de los primero momentos en el conflicto de la antigua Yugoslavia, se vería multiplicado. Por tanto, ha de considerarse que determinadas barreras jurídicas tradicionales, como la exclusión de la extradición de nacionales propia del civil law, no puede ser admisible ante las reclamaciones de un tribunal internacional, que se vería en ese caso imposibilitado de actuar, salvo que el perseguido cruzara las fronteras de su país. Estos presupuestos han sido ya objeto de discusión y de acuerdo en la pasada cumbre de Tampere de la Unión Europea, en la que se llega a indicar expresamente la aspiración a un sistema de simple entrega de presos o detenidos entre los países de la Unión. Pero también deba aludirse a limitaciones propias de la amnistía —cuya extensión a delitos internacionales no es, en mi opinión, jurídicamente posible— o de las inmunidades personales que aceptan por lo general los sistemas penales respecto a los dirigentes políticos. No en vano el art. 27 del Estatuto de Roma prevé su aplicación «sin distinción alguna basada en el cargo oficial (…) sea jefe de Estado o de gobierno, miembro de un gobierno o parlamento, representante elegido o funcionario», por lo que «las inmunidades y las normas de procedimiento especiales que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al derecho interno o al derecho internacional, no obstarán para que la Corte ejerza su competencia sobre ella». Sobre este último aspecto, de todos modos, existe previsión en el programa de gobierno de la actual legislatura, en el que se presenta como objetivo la ratificación del Estatuto de Roma y la modificación constitucional respecto a la inmunidad del jefe del Estado. Los límites de esta modificación, no obstante, han de ser examinados con detenimiento. La preferencia de las normas del derecho internacional penal sobre las normas del derecho interno, por tanto, no implica sólo un criterio de solución para los conflictos que pudiesen surgir en la delimitación horizontal de competencias entre tribunal internacional y tribunales estatales, sino una superposición que exige cesiones a los ordenamientos internos.

CONCLUSIÓN

La visión que se intenta proporcionar de los aspectos esenciales del Estatuto de Roma y de sus bases históricas apunta hacia una discusión que creo relevante a la hora de tomar opciones en torno a la configuración del sistema del derecho penal internacional y que ha sido indicado ya en un reciente trabajo publicado en Alemania : ¿es el derecho penal internacional hoy un sistema penal de protección de los derechos humanos? Desde luego, puede afirmarse que el derecho penal internacional que se intenta desarrollar a partir del Estatuto de Roma parece tener esa finalidad. Pero, desde mi punto de vista, esa legitimación es la que quiso tener todo sistema de derecho penal internacional que no se estableciera como respuesta de los vencedores contra los vencidos —que no sólo son negativas a través de condenas injustas, sino también positivas, como perdones, amnistías o absoluciones injustas—, y especialmente, cuando se intentaba proteger el derecho humanitario bélico. En ese sentido, es posible pensar en un Tribunal Penal Internacional Permanente que salvaguarde los derechos fundamentales entendidos como exigencias de la dignidad de la persona, tal como, sin duda, los entendía el jesuita español Francisco Suárez en su comprensión iusnaturalista del ius gentium y en la convicción de que también el Estado y los gobernantes están sometidos a las leyes de la Moral.

Letrado del Tribunal Supremo. Profesor de Derecho Penal, Universidad del Rey Juan Carlos