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Para que el mal triunfe, solo hace falta que los hombres buenos no hagan nada» constituye sin lugar a dudas el eslogan más conocido atribuido al político británico del siglo XVIII Edmund Burke (1729-1797). Y bien podría ser la síntesis de muchas de sus consignas, pero esa frase no es suya, aunque si aguantan hasta el final del artículo les revelaré la auténtica.

Y esto sirve como epítome al título. Existe mucho Edmund Burke desconocido y los políticos siempre estarán ávidos de inspiración para los cuales Burke constituirá un arsenal repleto de ideas políticas desbordantes y retórica inspiradora en este siglo del conflicto y la incertidumbre. Y lo es sobre todo por dos motivos fundamentales: porque tuvo que dar respuesta a la globalización de su tiempo y, a su vez, tuvo que contestar al populismo que estrenaba sus ropajes totalitarios.

Burke representa un enorme desafío intelectual para aquellos que se aproximan a su figura. Su pensamiento político ha seguido influyendo mucho tiempo después de que sus contemporáneos le reconocieran como uno de los grandes políticos y filósofos políticos de todas las épocas.

Se ha desplegado a lo largo de tres siglos y algunos de los sobresalientes nombres que se exponen a continuación se reconocen como deudores suyos: George Canning, lord Acton, Gladstone, Macaulay, Bentham, Disraeli, Wordsworth. Los presidentes de Estados Unidos Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson, que realiza su tesis doctoral sobre Burke y el parlamentarismo, o Reagan a través de Kirk. Churchill, Thatcher, Chesterton, Yeats, Eliot, Hayek, o el último, Jesse Norman, ministro del actual gobierno del Reino Unido, o David Cameron que inspira su Big Society en Burke.

Burke aporta respuestas para este mundo nuevo de la globalización y la antipolítica

El renovado interés por su pensamiento aparece en plena Guerra Fría por su utilidad en la lucha contra el totalitarismo ante el desarme intelectual que se sigue en Occidente tras 1945. Sin embargo, en este siglo XXI se empiezan a explorar aspectos de su obra que no se habían abordado durante los siglos anteriores, como son su relación con el derecho natural, con la metafísica y la ascética, y con la retórica, así como la imaginación moral o el conocimiento intuitivo. Como nos recuerda Parkin al hablar sobre Burke, la «legitimidad está condicionada por nuestras opciones reales y por las opciones morales, que posibilitan que se puedan defender intereses contrapuestos y su reconciliación». Y por eso nos aporta respuestas para este mundo nuevo de la globalización y la antipolítica.

Esa globalización incipiente a la que debe hacer frente en el XVIII se plasma en su análisis y defensa legal y política del Imperio Británico con la pérdida de las colonias americanas y el mantenimiento de la Compañía de las Indias Orientales manejada por el perverso y eficaz Hastings. Esta respuesta acabará afectando incluso a su natal Irlanda antes de que encare la independencia. La ley como institución liberal que permite el concurso de la civilización en la forma de tradición jurídica que en el caso inglés siempre se asocia al Common Law, el juego constitucional de la monarquía parlamentaria, y la justicia como fin político superior.

La política se presenta como un juego de espejos perfectibles que se fundamenta en la defensa de la libertad y la limitación del poder arbitrario, la atención a las circunstancias en combinación inteligente y prudente con los principios y las capacidades de los gobernantes en lograr el buen gobierno, y en la búsqueda de la estabilidad, plataforma del moderantismo en política. La reforma permanente se muestra «como un acuerdo amistoso que evita el conflicto» y por lo tanto es el método liberal reformista como alternativa a las revoluciones.

Los populistas de su época, como los de ahora, no innovaron mucho, ni tan siquiera en la Revolución francesa. Tomaron todos los prejuicios de su tiempo y los retorcieron; la corrupción de los representantes políticos por la influencia del rey Jorge III, que buscaba ser un rey patriota, o los exagerados privilegios de los nobles franceses; la religión y la tolerancia; el cambio de costumbres sociales asociados a la revolución industrial; los modernos medios de comunicación, y sobre todo la explosión de la prensa y los panfletos políticos. En 1790, cuando Burke y Paine publican los suyos, se calcula que se publicaron casi cuatro mil panfletos que llegaron a los diez millones de copias. Un caldo de cultivo que separados los nombres propios es muy similar al actual.

Y no debemos olvidar la famosa batalla del Wilkes and Liberty, en el que se introdujeron todas las presiones de su tiempo para reformar tanto el Parlamento como el sistema electoral. El patente rechazo a la aristocracia y a la élite administrativa, eclesiástica y militar para conformar una nueva «élite revolucionaria» o una «élite del dinero» y debilitar todo el orden constitucional sirvió para que Burke las denunciara como «oscuros leguleyos de provincia» o «a los jóvenes que hacen crecer su barba sobre la ginebra bebida en la India».

Burke resistió, convenció y venció, y por eso la democracia liberal británica es la más reconocida en la historia de la humanidad. Como reza la arcana broma de la admiración de un joven español ante un viejo jardín británico, su propietario le decía que no era nada, que no necesitaba nada extraordinario, solo regarlo y cortarlo, y así durante doscientos años.

Sin embargo, esos populistas revolucionarios consiguieron parcialmente en el continente lo que en la isla preservaron. En Inglaterra, gracias a la influencia de Burke, se mantuvo la Constitución británica, la monarquía, el sistema electivo pese a los cantos de sirena del «no nos representan». Y lo logró porque en esencia forma parte de la defensa de lo «inglés» con sus comentarios en el Annual Register, en su correspondencia privada con los Adam Smith, David Hume y Paine de su tiempo, y la Ilustración de la isla. En el Annual glosaba, con asombro y alejado de la propaganda de las obras de los epígonos menores de Montesquieu, a esos provocadores que eran Rousseau y Voltaire y su retahíla de admiradores banales. Conocía todo lo que se publicaba y lo acercaba a los caballeros británicos. Estaba en guardia sobre lo que escondía el disfraz de lo moderno.

Para ello tuvo que desarrollar una constante lucha argumental y filosófica, proveyendo de respuestas contextuales a las grandes batallas políticas que sufrió el verdadero acelerador de partículas históricas que es el siglo XVIII. Ese siglo que en España por influencia de la tradición francesa se conoce como «El siglo de las luces», en Inglaterra como «El siglo religioso» y que sin embargo nosotros proponemos completar la definición con «El siglo de la legitimidad política». Efectivamente ese siglo trae el moderno concepto de legitimidad política democrática basada en la soberanía nacional y en las elecciones que crean los representados y los representantes en un Parlamento fuera de los estamentos, con monarquías parlamentarias o repúblicas.

Para ello confronta la teoría del contrato social de Rousseau y de Bolingbroke en su primera obra la Vindicación de la Sociedad Natural, aparecida en 1756. Ese es el comienzo de una vida apasionante y compleja, reflejo vital de su siglo. La suya es una biografía que por el simple placer de la aventura vital merece la pena ser leída como tal. La de un personaje que no es decisor político como el gran primer ministro Pitt el Joven, pero que ejerce en la historia de la humanidad una influencia mayor.

Se debate entre un futuro literario a la altura del gran Samuel Johnson, amigo y parte del propio «The Club» que funda Burke, con su obra Ensayo sobre lo sublime y lo bello, y un comienzo incierto en política de la mano de Hamilton, «el del único discurso». No obstante, cualquiera de las obras que le acompañan hubieran bastado para que tuviera su lugar con nombre propio en los anales de la historia. En los Pensamientos sobre el descontento actual funda la moderna teoría de los partidos políticos «como asociaciones de iguales para defenderse del poder arbitrario y compartir ideales necesarios y transparentes para la edificación moral de la política».

Nada que añadir a los dos panfletos sobre las Colonias americanas que inauguran una tradición que continuará Tocqueville sobre «el amor a la libertad de las colonias… y esa terquedad de la política que busca tener razón en vez de buscar la felicidad de los gobernados». La carta a los electores de Bristol, de 1774, es el documento que explica como ninguno lo que es la democracia representativa: «El Parlamento no es un congreso de embajadores, cada diputado representa a toda la nación y no solo a una parte de la misma […] porque el gobierno es cuestión de razón y de juicio, no debe sacrificarlos a la opinión de sus representantes aunque sus representados deben ser lo que más pese en esa opinión».

Sus detractores convergen en que «el Discurso de la Reforma Económica» es la mayor pieza de reforma liberal que se había planteado en el Reino Unido

Y si esto no fuera suficiente lo completa con el Discurso de la Reforma Económica, donde todos sus detractores convergen en que es la mayor pieza de reforma liberal, tanto económica como política, que se había planteado en el Reino Unido, inspirada en las reformas que Necker había llevado a cabo en la vecina Francia.

Pocos autores, sin embargo, se han atrevido a profundizar en su última obra antes de las Reflexiones, El proceso a Hastings, en los asuntos de la India pensando que era una «vendetta» personal auspiciada por su primo Will Burke y sus fracasos económicos y la animadversión de su amigo Philip Francis, verdadero autor de las Cartas de Junius aunque se las atribuyeran por talento al propio Burke, contra Hastings. O pensando que era otra de sus «extravaganzas» culturales propias de la fascinación orientalista de la sociedad del XVIII. No lo hizo por esos motivos, ni tan siquiera por la alteración que los nabob MP, los nuevos parlamentarios que entraban con el dinero de la Compañía de las Indias Orientales que el rey y el doble gabinete empleaban para introducir personajes favorables en ese cambiante Parlamento, favoreciendo la acción del propio monarca y no el equilibrio y las prerrogativas del Parlamento. Era la civilización lo que estaba en juego y por eso le dedicó casi veintidós años, justo cuando su estrella política se había apagado e «hizo más enemigos políticos que en todas sus batallas juntas». Lo consideraba su legado y ya se quedaban atrás los primeros días de este juicio en la Cámara de los Lores en el que se llegó a pagar la re-venta como un auténtico espectáculo. Al final, Hastings resultó absuelto pero la forma en la que los británicos gestionaron su Imperio cambió para siempre. Y ese era su legado, «recordad, recordad, recordad».

Con el juicio a Hastings la inspiración le encontró trabajando y escribió una fulgurante obra de filosofía política que le sirve a Edmund Burke de pasaporte indiscutible para la posteridad. Es el único político que consigue vislumbrar lo que traerá la Revolución francesa y escribe su célebre Reflexiones sobre la Revolución francesa, que, en palabras del propio rey Jorge III, «es un libro que todo caballero debe leer» y que se convierte en el fundamento sólido de la defensa de la civilización frente a los intentos revolucionarios que asolan Europa hasta el advenimiento de ese «caudillo militar que pondrá orden en estas revoluciones» anticipando la figura de Napoleón, ese Ogro Bony que tendría que esperar a un Waterloo y a Wellington, otro whig irlandés.

Burke siempre fue un whig, un liberal enfrentado a los tories del partido conservador, un liberal enfrentado a los privilegios de la Corona frente al Parlamento, un liberal defensor de la Ley y del Derecho frente a los poderosos, de la tolerancia religiosa. Un liberal que defendía la justicia asociada a la verdad y no a lo que dictara la oportunidad política. No obstante la mayoría de los estudiosos conocedores de la dimensión de su figura lo consideran un liberal clásico hasta el obstáculo, para ellos insalvable, de las Reflexiones que consideran una obra conservadora.

No lo es para nosotros, porque consideramos que es una obra que condensa todo su pensamiento apremiado por «el trueno y tormenta», en palabras de Isaías, al que tanto le gustaba citar, y se impone el deber de frenar la Revolución francesa y su importación por las Sociedades Constitucionales a Inglaterra, «nos quieren hacer creer que la Revolución de allí mejorará atravesando el canal como algunos licores». Por eso inspira a Churchill, avezado lector de Burke. En su soledad infantil y adolescente releyó sus obras completas y muchas de sus originales citas son paráfrasis de las menos conocidas del pelirrojo irlandés. El discurso de Churchill en junio de 1940, de que resistirán en cada playa, en cada esquina a los fascistas de su tiempo, que Inglaterra prevalecería, Burke lo adelantó: «No sucumbáis nunca ante el enemigo, se trata de una lucha para que sigáis existiendo como nación. Y si habéis de morir, hacedlo con la espada en la mano. Hay un agudo y vívido principio de energía en la mente del pueblo inglés que solamente necesita una dirección apropiada para combatir a este o a otro enemigo por feroz que sea. Perseverar hasta que esa tiranía haya sucumbido». Este fragmento pertenece a las obras posteriores a las Reflexiones, a las Cartas sobre una Paz Regicida, en las que Churchill supo leer que la política de apaciguamiento de Chamberlain ya no le había funcionado a Pitt.

Y para cimentar esa aseveración hemos analizado las Reflexiones al hilo de toda su obra anterior, sobre la que existe un consenso de que se trata de una obra liberal, y para sorpresa vemos cómo muchas de las afirmaciones que se contienen en las Reflexiones y su propia estructura aparecen citadas con literalidad en todas las obras que acabamos de citar. Por eso nadie puede afirmar sin sonrojarse que las citadas Reflexiones son un libro conservador, es todo lo contrario. Se opone con una fuerza argumental y con una contundencia anticipatoria sin precedentes a la Revolución francesa, y por eso es más cómodo dejarse llevar y afirmar que es una obra conservadora. Y no tendríamos ningún problema en aceptar que Burke pueda ser un pensador conservador y esto no minaría su influencia, pero faltaríamos a la verdad. Y la importancia de probar este extremo es doble. Uno por justicia con su obra. Otro porque situar una obra como la de Burke en su justa familia ideológica ayuda a entender la evolución del liberalismo a lo largo de la historia.

Edmund Burke es considerado por el gran público un político conservador, a lo sumo liberal-conservador. Junto a lo anterior se une una conjunción de cuatro factores históricos ajenos al fondo filosófico político de su acción.

De una parte, la ruptura provocada por Fox en los whigs tras la Revolución francesa y el aprovechamiento que hace Pitt el Joven de la figura de Burke como ideólogo. Se rompían los whigs y Fox tenía que escenificar que Burke se había hecho un conservador para que nadie dudara que él era su líder auténtico. Sin embargo, es Fox quien se radicaliza y así lo siente cuando le abandonan muchos políticos más que no solo Burke. Esto se contiene en sus obras posteriores El llamamiento de los nuevos a los viejos whigs y las Cartas a un noble lord.

Margaret Thatcher

De otra parte, la necesidad del partido tory de refundarse en el siglo XIX ocupando el espacio político de los whigs ante el aumento de los radicales. Así, Disraeli afirma que el verdadero fundador del moderno partido es Burke y reclame para él mismo el título nobiliario que Jorge III no le concedió: Lord de Beaconsfield.

La tercera se produce por parte del pensamiento conservador norteamericano en la Guerra Fría para su rearme frente a la «otra revolución» que inspiran la política de Reagan y Thatcher con Russell Kirk a la cabeza; y la cuarta, por la contestación furibunda de pensadores estructuralistas y marxistas ante un icono al que desean descalificar para que prevalezca una única interpretación de la historia de la humanidad y de la revolución. Le viene liderada por Krammick y Laski. Lo mejor era apartarlo como un conservador a un rincón de la historia.

Para Burke la libertad es «eleutheria», la libertad que florece bajo el imperio de la ley, que exalta la justicia y la dignidad de la persona

A esto se une la explicación de la tradición de la libertad por parte de la tradición francesa y no de la inglesa, como afirma Hayek; el nacimiento del conservadurismo como fenómeno coetáneo a la reacción frente a la Revolución francesa, y tercero, hasta el auge del socialismo, lo contrario al conservadurismo era el liberalismo. Todas estas coordenadas atrapan de lleno a Burke. Pero la realidad es muy diferente y compartimos la afirmación de Hayek, «el propio Burke, fue un whig, tanto como Macaulay, Tocqueville, lord Acton y Locke, y se habría horrorizado ante la posibilidad de que alguien le tomara por tory».

Para Burke la libertad liberal es la «eleutheria», la libertad que florece bajo el imperio de la ley, que exalta la justicia y la dignidad de la persona, que crea un orden social perfectible basado en el buen gobierno, en la prudencia y en la tradición. Y sabe, como buen liberal, que lo único que protege la libertad y habilita la justicia son las instituciones y que en ese siglo encuentra su mayor expresión sobre esta tierra en la Constitución británica y en el gobierno mixto. Una racionalidad que se basa en el derecho natural.

Lo prometido es deuda

Lo prometido también es deuda. La frase del comienzo no la redacta así, la anticipa en 1770 pero la revisitamos todos los burkianos, que no somos precisamente legión. Pasa desapercibida para muchos y por esa misma justicia que clamo para su exacto conocimiento se la ofrezco de su panfleto Consideraciones sobre las causas del descontento actual. Es su constatación de lo que Warner afirmaba de Julio César de que «no tenía amigos, tenía partidarios» y que nos sirve de reclamo para afirmar «que la verdad también necesita partidarios». La frase reza: Cuando los hombres perversos se asocian, los buenos deben coaligarse, si no lo logran caerán uno tras otro en un inmisericorde sacrificio en una guerra que no conoce la piedad. Mucho más rica y literaria, fruto de ese abismo entre lo sublime y lo bello, fruto de un hombre que descansa para todos aquellos que quieran encontrarlo en una iglesia de Beaconsfield, esperando a los defensores de la libertad de cada época.

Diputado por Ávila. Portavoz de Exteriores en el Congreso de los Diputados. Secretario de Internacional del PP