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La derecha pidió «impeachment», el alejamiento constitucional de la presidenta Dilma Rousseff, consumado al final. La izquierda gritó «golpe». ¿Quién tiene razón?

Yo prefiero decir que la historia es más sencilla, casi un clásico de la política, que se podría resumir así: un gobierno fracasa estrepitosamente, pierde en consecuencia el apoyo del público y, al perderlo, los políticos que lo apoyaban lo abandonan (no conozco caso en la historia en que políticos mueran abrazados a un gobierno que está mal visto, muy mal visto, en la opinión pública).

Como «fracaso» no es motivo constitucional para impeachment utilizaron un pretexto legal (maniobras contables irregulares adoptadas por la entonces presidenta) para alejarla de su cargo.

Es más o menos el equivalente al voto de desconfianza en el parlamentarismo, solo que aplicado a un régimen presidencialista.

Los datos del fracaso son elocuentes. La economía de Brasil retrocedió 3,8% en 2015 y solo creció a un promedio anual del 0,9% en los primeros cinco años de gobierno de Dilma Rousseff, lo que ubica a su gestión como la tercera con peor desempeño desde la instauración de la República en 1889.

Es, por lo tanto, un colosal fracaso, el segundo más fuerte en ciento dieciséis años.

Consecuencia inevitable de ese desempeño horrible: solo en 2015, el último año completo de Dilma en el gobierno, 1,5 millones de personas perdieron el empleo, el peor resultado en treinta años.

La inflación alcanzó en 2015 su mayor nivel en trece años (10,67%) y hubo además un déficit histórico en las cuentas públicas.

Como los datos macroeconómicos parecen abstractos al común de la gente, es necesario recopilar hechos de la vida real, del cotidiano, para que se entienda mejor la dimensión del fracaso.

A ellos:

  1. En una de las más importantes clínicas de diagnóstico por imagen de São Paulo, el movimiento cayó este año de 130 agendamientos por quincena hasta 60. O sea, se redujo a menos de la mitad, pese a que han rebajado los precios. Como hoy día son raros los médicos que se animan a diagnosticar sin tener a mano un examen por imagen, no es que la salud de los brasileños haya mejorado. Lo que empeoró fue el bolsillo de la gente.

2. La publicidad en los periódicos, en general, sufrió, también este año una caída que los directivos nunca habían visto en muchísimo tiempo. Si se suma a esa caída la crisis mundial del negocio de la comunicación, se forma una tormenta perfecta cuya consecuencia inexorable es el corte sistemático de puestos de trabajo.

3. La Volkswagen, presente en Brasil hace más de cincuenta años, conoció en 2016 en el país su peor desempeño en el mundo. Vendió un 37,6% menos autos en el primer trimestre, en comparación con idéntico periodo de 2015. A principios de esta década, Brasil era el tercer mercado de la montadora. Ahora es el séptimo.

4. El rendimiento promedio del trabajo cayó más del 3%, en términos anuales, descontada la inflación.

5. Los planes privados de salud perdieron 1,4 millones de clientes en un año. El grueso de la perdida viene de los clientes de empresas, por las dimisiones. Doble crueldad, por lo tanto: si pierde el empleo, se pierde también el plan de salud y es obligado recurrir al (pésimo) servicio público.

Es una masacre, a la cual se suman los datos macroeconómicos que la gente no siente inmediatamente en su cotidiano pero que son obviamente determinantes para la marcha de un país.

Resumen apretado de tales datos:

  • Desequilibrio fiscal que generó un déficit del 6% del Producto Interno Bruto en 2014, 10% en 2015 y amenaza repetirse en 2016.
  • Preocupante dinámica de la relación deuda bruta-PIB, que subió del 52% a finales de 2013 hasta el 67% al terminar 2015.
  • Total descontrol de los gastos públicos, al punto de que el déficit previsto en marzo por el anterior gobierno (90 mil millones de reales, equivalentes a 25 mil millones de euros) ha sido elevado por la nueva dirección económica, en concreto, casi el doble (a 170 mil millones de reales, equivalentes a 47 mil millones de euros).

¿Alguna sorpresa ante tales datos por el hecho de que la popularidad de Dilma cayera a mínimos igualmente históricos (11% de apoyo)?

El PMDB, partido sin ideología definida y que fuera compañero de viaje de Dilma en las elecciones de 2010 y 2014, ambas ganadas por ella y por su candidato a vicepresidente, Michel Temer, sintió la posibilidad de llegar al poder, después de haber pasado los veintidós años anteriores sin tener un candidato presidencial viable.

La mayoría de sus parlamentarios y el mismo Temer traicionaron a Dilma y se sumaron al proceso de impeachment, utilizando el pretexto legal abierto por el hecho de que la presidenta realmente practicó maniobras fiscales, que, sin embargo, no serían suficientes para castigarla sin el fracaso administrativo, el retroceso económico y la devastación social consecuente.

Alejada Dilma, ¿se resuelven los problemas del país? Para nada.

Para empezar, hay el hecho de que el nuevo presidente, Michel Temer, puede tener la legitimidad jurídica (el reemplazo de Dilma siguió los trámites previstos en la Constitución y fue aprobado por dos tercios de cada una de las dos Cámaras del Parlamento, en proceso supervisado por la Corte Suprema).

Pero no tiene, a mi juicio, la legitimidad electoral. Como candidato a vicepresidente de Dilma, su figura no aparecía en la pantalla de la máquina en que votan los brasileños.

Además, es una figura gris, al punto de nunca haber sido ni siquiera propuesto como candidato a presidente o gobernador de su estado (São Paulo) o ni siquiera a alcalde.

Asumió con el apoyo de tan solo el 14% de los encuestados, no mucho más, por lo tanto, de los 11% que respaldaban entonces a Dilma.

Es importante señalar que dos de los cuatro presidentes elegidos democráticamente después del fin de la dictadura militar del periodo 1964-1985, fueron derribados por el procedimiento legal conocido como impeachment.

Parece haber ahí un claro déficit de consistencia en el sistema político-partidario.

Pero es siempre posible ver las cosas de una manera más positiva: el alejamiento de dos presidentes, impopulares pero elegidos democráticamente, se dio por el Parlamento y no por los tanques en las calles, a la vieja usanza latinoamericana.

Da la sensación de que la democracia está consolidada en Brasil. Lo que le queda es funcionar mejor, lo que implica poner coto a los altísimos niveles de corrupción (sería ingenuo suponer que se puede eliminar).

Desde mi punto de vista, el sistema político brasileño está podrido. Me parece obvio que hay algo profundamente equivocado en un sistema político en que la jefa del poder ejecutivo está alejada por decisión de un poder legislativo, en el cual, sin embargo, el entonces presidente de la Cámara de Diputados también perdió el puesto y, luego, el mandato, bajo acusación de corrupción.

Y, además, pero no apenas, el presidente de la otra Casa, el Senado, está igualmente pendiente de acusaciones que terminarán por ser juzgadas en la Suprema Corte. Complica todavía más las cosas el hecho de que treinta y cinco partidos estén legalmente registrados en la Corte Electoral, de los cuales veinticinco ocupan asientos en el Parlamento.

No hay, por supuesto, veinticinco ideologías distintas que necesiten un partido para expresarse. La mayoría de las siglas que están presentes en el escenario político brasileño son los que llamamos «partidos de alquiler». Véndense al mejor postor —con lo cual contribuyen enormemente a la corrupción—.

Para demostrar que no hay ideología por detrás de los partidos, basta mencionar un dato: Dilma y Temer pasaron a simbolizar las cabezas de dos enemigos mortales, el anterior y el actual gobierno. Sin embargo, el 55% de los miembros del nuevo gobierno o participaron en el anterior o, por lo menos, lo apoyaron.

Es una situación surrealista, comparable a imaginar, por ejemplo, que el 55% de los fans del Real Madrid lo sean también del Barcelona o que el 55% de la directiva del PSOE se animarían a formar parte de un gabinete del PP.

Es, por lo tanto, un sistema enteramente disfuncional, lo que facilita enormemente la aparición de crisis y dificulta también enormemente la resolución de ellas.

LA CORRUPCIÓN RAMPANTE

Hablemos un poco ahora de Newton Ishii, aunque dudo que los lectores hayan escuchado hablar de él, pese a que ha sido durante los primeros meses del año la figura más notoria de Brasil.

Ishii es más conocido como el «Japonés de la Federal», por ser descendiente de japoneses y miembro de la Policía Federal. En esta última condición, fue el custodio de todos los importantes personajes de la política y del empresariado detenidos en el curso de la «Operación Lava Jato» —la más impresionante cruzada contra la corrupción en 516 años de la historia brasileña—.

Por la importancia de las personas que iban siendo detenidas, los diarios y las televisiones estaban siempre presentes en el momento de la detención y Newton Ishii aparecía, inevitablemente, día y noche (a veces también de madrugada) en las portadas de los diarios y en los noticieros de televisión. Se transformó en celebridad instantánea. De pronto, volvió a las portadas y a los telediarios, esta vez como preso él mismo, condenado por facilitación de contrabando.

O sea, el custodio de los acusados de corrupción era también corrupto —irónica demostración de cómo la corrupción está gangrenando Brasil—.

La opinión pública siempre supo que obras públicas y corrupción andan juntas muchas veces —y no solo en Brasil—. Los escándalos en España, por ejemplo, tienen que ver, casi siempre, con la adjudicación de obras o servicios públicos a empresarios amigos.

La sospecha es tan arraigada en Brasil que una de las principales constructoras del país, la oas, era traducida en charlas café o en las redacciones periodísticas como «Obras Arregladas por el Suegro». En referencia al todopoderoso gobernador, senador y ministro Antonio Carlos Magalhães, suegro de uno de los fundadores de OAS (no por coincidencia, es una de las empresas involucradas en la «Lava Jato»).

Nunca antes se había dicho nada de empresas y políticos involucrados en tales negocios sucios. Por eso, cuando la «Lava Jato» saca a la luz un escándalo tras otro y señala con el dedo a casi todas las grandes constructoras y miembros importantes de casi todos los grandes partidos, se produce un shock de proporciones considerables.

No es trivial que un apellido como Odebrecht (de la constructora del mismo nombre) aparezca entre rejas y, más que eso, adhiera el mecanismo llamado en Brasil de «delación premiada». Termina siendo la confesión de que cometieron los crímenes de los cuales son acusados, lo que involucra automáticamente buena parte del mundo político, del anterior y del nuevo gobierno.

Según las cuentas de un sitio llamado «Congreso en Foco», dedicado a la información (y vigilancia) sobre el Parlamento, 24 de 81 senadores (29,6%) responden a acusaciones criminales en el Supremo Tribunal Federal —el único que tiene competencia para juzgarlos—

El presidente del Senado, Renan Calheiros, acumula la nada envidiable marca de once investigaciones.

En la Cámara de Diputados, la situación es prácticamente idéntica: hasta el final del año pasado, 148 de los 513 diputados federales (28,9%) estaban pendientes de resoluciones de la Suprema Corte.

Si el gobierno anterior tuvo inmenso desgaste por las acusaciones de corrupción, el nuevo no tuvo reparo en proponer, como líder en la Cámara de Diputados, al diputado André Moura, reo en tres acciones pendientes en la Suprema Corte, investigado en tres casos —uno de ellos por nada menos que intento de asesinato— y una condena por improbidad administrativa en un estado del Sureste.

Uno de los principales aliados de Michel Temer, el senador Romero Jucá, está mencionado en las delaciones de ejecutivos de dos constructoras, en casos que involucran supuestas (o reales) propinas en el sector eléctrico.

En esas circunstancias, no sorprende que Jucá se haya alejado del cargo de ministro de Planeación, después de tan solo doce días en el puesto. Un antiguo aliado, también reo en la «Lava Jato», grabó —y filtró posteriormente— una grabación en que los dos discutían maneras de contener lo que Jucá llamaba «sangría» —en alusión a la cantidad de prisiones en la «Lava Jato»—.

Contener la «sangría» parece ser del interés de todos los partidos, todavía más después que el juez Sergio Moro, que conduce los procesos correspondientes, aceptó la denuncia de los fiscales contra el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, líder de la oposición al nuevo gobierno.

Como la «Lava Jato» es apoyada firmemente por la mayoría de los brasileños, la dicha «sangría» parece imparable y, mientras siga, cualquier apuesta política es arriesgada: nadie sabe lo que saldrá, mañana o pasado de Curitiba, la ciudad sureña en que se concentran las investigaciones.

EL DESAFIO ECONÓMICO

Mientras tanto, el desafío es evaluar las perspectivas del gobierno Temer.

De hecho, son dos gobiernos Temer, con distinta suerte, hasta ahora. Hay el gobierno económico, formado para satisfacer a los agentes de mercado y a los empresarios. Y hay el resto del gabinete, formado para asegurar a la nueva gestión el apoyo de los parlamentares.

En relación a la economía, la reacción más o menos generalizada fue de apoyo a la elección de Henrique Meirelles para Hacienda.

Meirelles fue banquero toda su vida hasta aventurarse en la política en 2002. Presidió BankBoston hasta ser elegido diputado por el PSDB, la socialdemocracia brasileña.

Pese a ese origen y a sus credenciales neoliberales, fue indicado por Lula, supuestamente de izquierda, para presidir el Banco Central, con lo que, durante los ocho años de gobierno Lula, controló las principales palancas de la economía, como las políticas cambiaria y monetaria.

Hasta ahora, el nuevo equipo económico se dedicó a hacer más anuncios que a tomar medidas concretas, pero, sin embargo, el simple hecho de que un hombre como Meirelles, market-friendly, esté al frente de la economía, hizo cambiar la expectativa de los agentes económicos.

Sofocados por la recesión, que ya dura seis trimestres, no creían que Dilma fuera capaz de recuperar la economía. Sin ella, por lo tanto, esperan mejoras.

La principal apuesta de Temer/Meirelles es una auténtica revolución en las cuentas públicas (sin entrar en juicio de valor, sino por mera constatación): trátase de la congelación de los gastos públicos, quizás por veinte años. Solo podrían aumentar de acuerdo con la inflación.

Para dar una idea concreta de lo relevante que es la congelación, basta decir que, en los diez años más recientes, los gastos crecieron un 93% por encima de la inflación. Otra comparación relevante: si la nueva regla estuviese en vigor en 2015, los gastos públicos habrían sido de 600,7 mil millones de reales (166 mil millones de euros), poco más de la mitad de los 1,16 trillón de reales efectivamente contabilizados.

Parece claro, por esas comparaciones, que, una vez recuperado el crecimiento de la economía y de la recaudación, el límite de gastos será más que suficiente para reequilibrar el presupuesto dentro de algunos años.

La cuestión es saber si el país aguanta hasta entonces sin que haya simultáneamente un programa más definido para reactivar la economía y sacarla del profundo pozo en que está.

Reducir el rol del Estado, por la vía de la congelación de sus gastos, tiene un efecto necesariamente de contracción de la economía, como se ha visto en Europa en los años recientes.

No están todavía definidos los detalles para ese techo de gastos. En la versión más radical que se escucha en círculos gubernamentales, los gastos estarían en 2036 al mismo nivel en que estaban en 1997, en el primero de los dos periodos de Fernando Henrique Cardoso (13,4% del PIB). Hoy, está en el 19,1%.

De todos modos, la implementación depende de aprobación del Congreso, que no será fácil una vez que una buena parte de los parlamentarios que apoyan el gobierno son adictos a hacer política con base en los gastos públicos para sus regiones.

Austeridad no es una palabra que combine con PMDB, el partido del presidente.

Economía al margen, en el ámbito político hubo demasiadas idas y venidas, empezando por el hecho de que el gobierno perdió tres ministros en un solo mes, el primero de su gestión, antes de que fuera confirmado el impeachment de Dilma.

Así y todo, la composición del gabinete, para agradar a los congresistas, ha funcionado hasta ahora. De acuerdo con la encuesta realizada por el sitio Aos Fatos, el gobierno tiene el apoyo del 70% de los congresistas en las dos Casas del Congreso, lo que, en teoría, hace fácil aprobar proyectos de interés del poder ejecutivo, incluso enmiendas constitucionales. Y estas demandan el voto de dos tercios de cada Cámara.

Esa mayoría tiene, en todo caso, que ser demostrada en la práctica —y la ocasión crucial será el voto sobre el límite de gastos—. Si se aprueba, bien para el gobierno, que verá la confianza de los agentes económicos reforzada. Pero la confianza de los trabajadores solo vendrá si la economía realmente se recupera y, en consecuencia, se recupera también el empleo.

Los españoles saben, mejor que nadie, que en recuperar el empleo se tarda más que en recuperar la economía. El plazo, en ese caso, es más largo —y lo que Temer no tiene es largo plazo—.

He aquí el gran problema: el tiempo de que dispone el gobierno es de tan solo 28 meses, lo que constituye, en mi opinión, un reto insoslayable. Y eso, sin tener en cuenta las dificultades que puedan venir de esa caja de Pandora que es la «Lava Jato».

Periodista. Folha de São Paulo