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Ver productosEl autor defiende una escuela y una familia que piensan en el éxito académico, pero también en el cuidado, la convivencia, el bienestar físico y espiritual de todos
3 de junio de 2025 - 8min.
Avance
Al frente de diversas instituciones educativas, Alfonso Aguiló comparte en este libro editado por Rialp sus reflexiones sobre qué ha de ser la escuela y qué no ha de ser: un ente ensimismado y centrado en los resultados. Por el contrario, «tiene que proponerse una misión de servicio, que mire con ilusión el crecimiento de cada uno como persona, de la comunidad educativa que forma y de toda la sociedad a la que sirve». Por eso, el autor insta a no separar la excelencia académica de la excelencia en la educación del carácter y de la excelencia en lo que podría llamarse búsqueda de sentido y de identidad personal.
En este último punto, los valores del humanismo cristiano pueden constituir un gran marco de referencia, un terreno común fructífero y atento a distintas culturas y visiones. La escuela y la familia de inspiración cristiana no deben plantearse como una fortaleza rodeada de muros, que alza sus bastiones frente al mundo, sino como entidades que se abren a él con valentía. El autor defiende una escuela y una familia que piensan en el éxito académico, pero también en el cuidado, la convivencia, el bienestar físico y espiritual de todos. Que piensan en la excelencia, pero con la mirada en la excelencia de todos, también de los últimos.
La escuela no puede tener un horizonte autorreferencial. Su misión no puede limitarse a ser una buena escuela, ni siquiera la mejor. No puede vivir para su propia autopreservación, sino para responder con valentía a los desafíos del presente y del futuro. Debe reflexionar sobre su propia identidad y tener el coraje de comprometerse con la construcción de un mundo y un futuro mejor. Tiene que proponerse una misión de servicio que mire con ilusión el crecimiento de cada uno como persona, de la comunidad educativa que forma y de toda la sociedad a la que sirve.
La escuela tampoco puede formar a las nuevas generaciones ignorando la actual desigualdad que hay en el mundo. Si el conocimiento es acogido como responsabilidad, nos hará salir de las propias seguridades para comprometernos con la justicia y con el servicio, con el deseo de construir una sociedad mejor y con más equidad para todos. Si todos salieran de la escuela muy preparados pero centrados en su egoísmo, estaríamos contribuyendo a crear un mundo inhóspito y deshumanizado. Si las personas no se centran en los demás, se centrarán en su propio interés y acabarán por ser personas dominantes y posesivas. Por eso no podemos separar la excelencia académica de la excelencia en la educación del carácter y de la excelencia en lo que podríamos llamar búsqueda de sentido y de identidad personal. Queremos que les vaya bien en los exámenes, pero sobre todo queremos que les vaya bien en la vida.
Para todo ello es decisivo reflexionar sobre la identidad. La identidad no es contraria al cambio. Es más, todos necesitamos cambiar, tanto las personas como las instituciones, si queremos responder a los desafíos que plantea nuestro entorno en el transcurso del tiempo. Eso no significa que todo cambio vaya a ser fiel a la propia identidad. Y por eso es preciso preguntamos con frecuencia qué debemos mantener y qué debemos cambiar, porque necesitamos saber qué cosas pertenecen a nuestra identidad y qué otras cosas son, en cambio, circunstanciales o transitorias, o incluso discordantes con nuestra identidad.
Por otro lado, la identidad es lo que somos… pero se manifiesta en lo que decimos y en lo que hacemos…, y también en lo que no decimos o no hacemos. Según actuemos, construiremos nuestra propia identidad… o simplemente iremos reflejando la de otros, mimetizándonos frente a lo que nos rodea. Según sea la calidad de nuestra reflexión sobre esa gran pregunta vital, tendremos una identidad propia… o tendremos en gran medida una identidad prestada. Y según acertemos más o menos en este discernimiento, seremos más protagonistas en el desarrollo de nuestra propia identidad… o nos quedaremos más en observadores (o incluso en víctimas) de cómo esa identidad se va formando en nosotros como un reflejo irreflexivo de nuestro entorno.
Esa permanente búsqueda debe ser algo natural en la familia y la escuela. Y no se trata de buscar una originalidad en cada cosa que decimos o hacemos, sino que debe ser una búsqueda natural, sin caer en el mimetismo, pero tampoco en la constante singularidad. Es preciso construir un relato propio de lo que somos y de lo que queremos ser. Una narrativa personal que salga un poco de las respuestas de serie, de las ideas previsibles o de los tópicos de siempre. Llegar a ser uno mismo es una tarea decisiva, apasionante, que nunca termina. Una tarea que no nos limita, ni nos lleva a ser un poco conservadores, sino que nos impulsa a crecer como personas o como instituciones, porque la identidad no es un problema sino que es la clave de la solución. No un límite, sino una invitación, un faro que amplía la visión, que nos inspira y nos muestra lo que debemos realizar.
El cristianismo, tanto en su desarrollo inicial como en su transcurso histórico posterior, ha tenido una gran relación natural con el humanismo, con ese sentido natural de buscar aquello que perfecciona al ser humano. Ha habido un humanismo grecorromano, budista, confuciano… y todas esas culturas han aportado diferentes percepciones de lo que es la dignidad humana, de lo que se entiende por una vida digna, de lo que nos hace mejores personas. Y vemos que hay un gran terreno común entre todas esas culturas, con muchos valores que se comparten con esas diferentes visiones.
Además, el cristianismo ha tenido gran influencia en el mundo de las ideas y en todos los sistemas de pensamiento posteriores, y por ello toda la cultura occidental tiene tantas impregnaciones y raíces cristianas. Por eso podemos hablar de un humanismo cristiano, que es el principal campo de conexión natural que tiene la identidad cristiana con las personas que no tienen fe, o que la han perdido, o que no tienen demasiado interés por ella. Se trata de algo fundamental para la educación, tanto en la familia como en la escuela, porque es un amplio espacio que compartimos con todos, que todos consideramos valioso y en el que todos podemos apoyarnos. Todos tenemos una experiencia general de aquello que nos hace mejores, y en ese terreno compartido, donde tanto podemos avanzar, encontramos una gran hermandad, decisiva para educar a la siguiente generación.
La educación tiene mucho que ver con esa sabiduría para vivir de acuerdo con la dignidad del ser humano. Es una sabiduría intuitiva, relacionada con el ideal humano de honradez y honestidad, de vida racional y de vida social, de virtud en sentido clásico. Una sabiduría relacionada también con el buen criterio, con la prudencia y la madurez, con tener un corazón y una cabeza bien amuebladas, que nos ayuden a amar lo que merece ser amado, y vemos que todo eso nos facilita ejercer bien la libertad.
El humanismo cristiano también nos conecta con muchos saberes y con otros bienes humanos como la literatura, la música, el arte, con todo el mundo de las humanidades. También está relacionado con la afabilidad, con el buen trato personal, la cortesía, lo que siempre se ha considerado «buena educación». Todo ese empeño debe abrirnos rotundamente a los demás, y así hacernos descubrir la solidaridad, la preocupación por los menos favorecidos. Es algo que compartimos con lo mejor de todas las culturas a lo largo de la historia.
Queremos vivir en una sociedad libre y plural, en la que el Estado procura colaborar con todos, y por tanto también con las diferentes confesiones religiosas. Una sociedad que no confunda la tolerancia y la aconfesionalidad con una ocultación de lo religioso. Si redujéramos la enseñanza solo a aquello en lo que todo el mundo está de acuerdo, o a aquello que no molesta a nadie, terminaríamos descafeinando y empobreciendo mucho cualquier proyecto educativo. Debemos buscar que haya una gran pluralidad de escuelas, en la que haya siempre un ambiente de respeto y de tolerancia hacia las ideas de los demás, pero reclamando igual respeto con el proyecto educativo de cada una de esas escuelas, que es lo que sus familias libremente han elegido.
En ese sentido, la identidad cristiana representa una inspiración decisiva en la función educadora de la familia y de la escuela. Una inspiración que es reflejo de una fe que hace cultura, que arraiga en escenarios muy diferentes, que nunca se limita a algo programado y que siempre deja espacio para nuevos avances. Una inspiración que fluye de modo natural, contribuyendo a formar una comunidad pública y abierta.
La propuesta cristiana no es un refugio en sentimientos religiosos sin interés por ayudar a los demás. Tampoco es una promoción social vacía de significado religioso, pues eso sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle. Nuestra propuesta invita a una dinámica de amor y de servicio, a palabras que no molestan, que no imponen, que mueven a los otros a preguntarse cómo surge ese sentido que inspira y llena la vida.
La escuela y la familia de inspiración cristiana no debe plantearse como una fortaleza rodeada de muros, que alza sus bastiones frente al mundo, sino como una apertura valiente que se fundamenta en el conocimiento y la cultura. Debemos buscar que, a través de su vida diaria, generen estilos de vida convincentes, que sean un fermento en la masa del mundo. Una escuela y una familia que piensan en el éxito académico, pero también en el cuidado, la convivencia, el bienestar físico y espiritual de todos. Que piensan en la excelencia, pero con la mirada en la excelencia de todos, también de los últimos. Que educan de modo personal, uno a uno, que buscan que todos sean maestros en humanidad, maestros en compasión, maestros en la cultura del encuentro, maestros en compartir todo eso con quienes han recibido menos. Es conmovedor observar la educación desde esta perspectiva, con la intención de restituir a su misión la dignidad que le corresponde, sin dejar que se abandone a las dinámicas de la moda o el mercado.
La imagen que ilustra este texto es del repositorio de Pexels. Su autor es Yan Krukau y se puede consultar aquí.