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Decir que el capitalismo es un sistema económico implica decir que es también un sistema social, porque la economía es una ciencia práctica, existe para aplicarse a la vida, no está para quedarse en el laboratorio. La historia del capitalismo nos explica cómo se han ido conformando sus partes técnicas, pero también cuál ha sido su implicación social.

LOS CAPITALES Y SUS FORMAS

El capitalismo está formado por tres pilares fundamentales, que abarcan variados ingredientes cada uno: los medios, las instituciones y las actitudes personales, o bien, el espíritu. Se llama capitalismo porque usa del capital. Originariamente identificado con el dinero, después el concepto se fue aplicando a otros bienes, incluso a las personas (capital humano). Entender todo como capital es fundamental, porque así las cosas se pueden comprar y vender. Tiene un riesgo, considerar todo solamente por su valor dinerario. La existencia del dinero lleva a ver el hecho económico de una determinada manera, porque el dinero hay que ganarlo, también se puede hacer producir, también se puede perder. Los modos como esto se produce han cambiado en la historia.

En la historia de Occidente el dinero tendió a desaparecer con la crisis del Imperio Romano y tardaría en reaparecer. A lo largo de toda la Edad Media, Europa se organizó sobre la base de la riqueza agraria. Poco a poco el dinero fue circulando unido al desarrollo del comercio, de las ciudades —las más importantes de ellas puertos de mar—, de modo que comercio y dinero se identifican ya por lo menos desde el siglo XII (R. Sabatino López, The Commercial Revolution of the Middle Ages, 950-1350). Con ellos crece la economía urbana y la actividad de los comerciantes, o burgueses, frente a los terratenientes, los nobles. Para confirmar su importancia, el dinero pronto tomará otras formas; en particular, la letra de cambio, presente ya en el siglo XIII, que permite hacer transacciones a larga distancia y que implica no solo el pago de la mercancía, sino un préstamo —crédito—, un cambio de moneda y, por supuesto, la intermediación bancaria. En la letra de cambio está, desde sus orígenes, toda la «información genética» del capitalismo en tanto unido a un instrumento que significa dinero y posibilidad de hacer negocios lejanos.

Aunque ya no hubiera que trasladarlo físicamente, esas operaciones se apoyaban siempre en la propiedad del dinero, bien en forma de metal precioso, bien en forma de mercancía. Por eso, desde que la economía europea empezó a crecer, antes del siglo XV, la búsqueda de oro ha sido una constante del capitalismo. Cuando las ganancias han estado apoyadas en valores reales, el capitalismo ha funcionado. Cuando la especulación financiera ha superado esa base, ha sobrevenido la crisis (la de los tulipanes del siglo XVII, la de la «burbuja» de la South Sea Company, en 1718-1721, la de Law en esos mismos años…), todas son crisis producidas por una especulación mucho más allá de las posibilidades reales de beneficio. Los comerciantes que usaron mal la letra de cambio acabaron quebrando y la confianza en ellos —su crédito— se hundió. La euforia llevó a inversionistas de otros siglos a eliminar los límites de la inversión, y también quebraron.

La historia del dinero y de los diferentes medios de pago lo que nos muestra es la ampliación de las posibilidades de la acción por parte de cualquier agente particular, lo cual parece positivo. Pero también nos indica que a cada paso existe el riesgo del abuso y del descontrol. ¿Hay que cambiar el modelo, es decir, dejar de usar el dinero y el crédito? ¿O más bien lo que hay que hacer es usar bien de los instrumentos?

INSTITUCIONES Y NORMAS

El dinero ha penetrado la economía gracias a las instituciones que han favorecido su circulación. La historia del capitalismo inicial es larga, se ha abierto camino en el seno de una sociedad no capitalista (según he señalado en El nacimiento del capitalismo en Europa). Nuestro continente se organizó desde sus orígenes como una sociedad esta-mental de base agraria. Diferentes y variados grupos —estamentos, cuerpos—, que abarcaban un amplio espectro de la sociedad (nobles, instituciones eclesiásticas, ciudades, valles, universidades, gremios…), cumplían la función social a ellos encomendada a cambio de un estatuto privilegiado. El régimen señorial precisaba el modo cómo la tierra era poseída, en propiedad no plena y usufructuada. Las rentas generadas suponían el pago por la función desempeñada. Era una economía de gasto y supervivencia, estática, cuyo ideal era mantener la organización social. Así pues, privilegio y función —con una finalidad social— iban unidos.

Los privilegios condicionaban el mercado; no obstante, había hueco para el comercio y en el seno de esa sociedad es donde nace también el primer capitalismo con todas las fórmulas mercantiles que se desarrollarán desde antes del siglo XII y hasta el siglo XVIII. Para que eso fuera posible, se dieron normas que poco a poco favorecieron la vida comercial y organizaron los mercados.

Elemento fundamental del desarrollo institucional fue el poder político. Los reyes aumentaron su poder y pasaron de ser un noble más (antes del siglo XIII), a ser monarcas autoritarios en los siglos XVII-XVIII. El monarca se convirtió en el centro de la política, de modo que la razón de ser de la comunidad ya no era la búsqueda del bien común que había dominado en la Edad Media, sino la «razón de estado», que coloca al soberano y su voluntad por encima de todo. Así nace el Estado Moderno, diferente de los antiguos reinos, que imprime una suerte de centralización, buscando la unidad en torno al monarca, el control de toda la vida política. Como es lógico, la economía también se vio involucrada en el proceso de unificación. Los comerciantes, que en los siglos XII al XV habían navegado con bastante libertad por los mares europeos, se encontraron, cada vez más, con las fronteras —aduanas— creadas y fortalecidas por los monarcas.

Comercio y monarquía tuvieron que ponerse de acuerdo: el comercio para crecer y los reyes encontraron en el dinero mercantil una doble posibilidad, poder para dominar políticamente a los nobles y poder para formar ejércitos, necesarios para la seguridad exterior. Cada vez más, las guerras fueron tomando aspecto general. Las guerras por el dominio de Italia, desde 1494, son el inicio de una larga serie de conflictos que han jalonado la historia de Europa hasta nuestros días. Para hacer esa política militar, los reyes necesitaban dinero, lo que facilitó el negocio del préstamo a los monarcas a gran escala. La unión de los intereses políticos con los económicos, representados estos por los grandes financieros, será un rasgo creciente del capitalismo.

Los descubrimientos coloniales producirán una doble riqueza, patente ya a mediados del siglo XVI: mercancías variadas y metal precioso en abundancia. Aunque este último benefició especialmente a España, el país no tenía capacidad suficiente para absorberlo. El rey de España se quedaba, vía impuestos, con una quinta parte de lo producido, mientras que las otras cuatro quintas partes hicieron posible el comercio mundial y beneficiaron mayormente a los comerciantes europeos. El comercio colonial generó riqueza mercantil, dinero político para hacer la guerra y enfrentamientos en la lucha por los mercados. Desde el siglo XVIII, las guerras europeas son, cada vez más, guerras mundiales pues también tienen lugar en escenarios coloniales.

La identificación entre los intereses económicos y los políticos no ha dejado de crecer. La Revolución Francesa, tomada como hito referencial, destruyó el orden estamental; los comerciantes y financieros, es decir, los burgueses, pudieron acceder a la propiedad agrícola plena, sin restricciones privilegiadas, como era el objetivo de los liberales. La nueva aristocracia del siglo XIX estará formada por antiguos nobles, sin privilegios pero con propiedades, y por burgueses enriquecidos. Estos «notables» serán también la élite política de los países e influirán en los gobiernos a través de los órganos de representación política. Los nuevos parlamentos estarán formados por diputados elegidos por sufragio, según un censo de riqueza: votan los ciudadanos ricos, que podrán imponer sus intereses al gobierno. Aunque en el siglo XX se ha ampliado sustancialmente la democracia, da la impresión de que el dominio de los partidos políticos sigue dando predominancia a las cuestiones económicas.

En definitiva, se ha pasado de un capitalismo, perceptible en determinadas formas económicas e institucionales, no completamente dominante, a un sistema capitalista, en el que todo el orden político y jurídico se encamina a favorecer la riqueza de los ciudadanos (obviamente, la historia demostró que de ese modo no podía ser la riqueza de todos).

Desde la perspectiva institucional la historia nos muestra una realidad doble. Por una parte están las instituciones que han favorecido el cambio de la sociedad privilegiada a una sociedad de libertades económicas y sociales. Esto parece positivo. No obstante, hay otras realidades mucho más cuestionables. Una la encontramos en la identificación de los intereses económicos del Estado con los de algunos particulares. Esta unión contradice de facto la separación de poderes propia de los regímenes constitucionales. Es una vieja herencia, que sortea los obstáculos de la ley, cuando existe, y que en la práctica hace del Estado un poder económico imponente. Ciertamente, el último crecimiento del Estado en el siglo XX se presenta como un intento de conseguir mayor justicia social —el Estado de bienestar—, como respuesta tanto a los desequilibrios creados por los excesos del liberalismo doctrinario, como a las propuestas injustas e inviables del socialismo radical. Las consecuencias están a la vista.

EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO

El capitalismo está tejido de ambiciones, de organización, de riesgo, de innovación; mira al futuro con las inversiones, desafía al tiempo con el crédito, a las distancias con la técnica. Para ello necesita libertad, que es la clave del sistema. Es lo que tradicionalmente se ha llamado el «espíritu del capitalismo». El comerciante medieval realizaba con bastante libertad sus negocios, quería ganar dinero y creía en Dios y en la salvación de las almas. Le preocupaba que no hubiera contradicción en ello: «Por Dios y por las ganancias», rezaba el lema de los Datini, comerciantes de Prato en los siglos XIV-XV. El comerciante medieval, recuerda Sombart (El burgués), creía en los negocios, pero también en las personas. Luego el espíritu cambió.

Los comerciantes de la Época Moderna buscan más libertad. Entienden que su negocio solo puede crecer si disminuyen los privilegios estamentales y se rebajan determinados impuestos. Así se sitúan frente al orden establecido. No es una actitud revolucionaria. La libertad económica frente a los privilegios de nobles y gremios, por ejemplo, es un cambio que deberían hacer los monarcas. Pero sí supone una postura moral ambigua, porque cuestiona el bien común estamental.

Se produce así una mercantilización del Estado y de la economía en la medida en que los viejos ideales ya no se persiguen, solamente se dan por supuestos. Del mismo modo A. Smith presupondrá la bondad moral del agente y pedirá libertad y la búsqueda del «propio interés». Pero la moralidad presupuesta por el escocés no se vivirá en la práctica: la libertad se entenderá en clave individualista y excesivamente autónoma, carente de ninguna clave moral. Heredera de un concepto de libertad que se aplicaba al principio para superar las instituciones estamentales, luego se hizo absoluta.

El cambio revolucionario francés, unido al desarrollo de las mentalidades utilitaristas inglesas, supuso un giro en los ideales fundamentales de la organización social hacia la pérdida de los ideales de bien común, función y finalidad, o bien la degradación de los mismos a lo material. Al ser sustituidos por un sistema capitalista cerrado a otras consideraciones, los antiguos ideales estamentales desaparecieron. Al suprimir el privilegio, se perdió la noción de función social. A partir de entonces el objetivo fue solamente el de ganar más dinero, el del poder personal (o del país).

La libertad funciona mejor, cuando las reglas del juego son conocidas. F. Braudel distinguió entre economía de mercado y capitalismo. La primera se rige por normas y por tradiciones que se derivan de lo conocido: las circunstancias, la información fiable. Así, todos pueden concurrir honradamente. Por encima hay otro mercado desconocido, al que se accede rompiendo las normas tradicionales, buscando atajos (el gran comerciante que se ajusta directamente con el campesino, en vez de comprar el grano en el mercado del pueblo); o bien el lejano mercado colonial. En la distancia, la información escasea y el comerciante es más libre. El capitalismo está por encima de la economía de mercado en cuanto a capacidad económica y posibilidades de ganancia; pero también es un mundo en el que la norma no está trazada, manda la libertad, en este caso casi absoluta, manda la oferta, y ese dominio puede ser fatal para otros. El capitalismo ha producido riqueza sin comparación posible en la historia, pero también ha creado nuevas pobrezas. Ciertamente había pobrezas «precapitalistas», pero también hay mucha miseria «postcapitalista» y aún se sigue generando más a través de una globalización todavía entendida como lucha por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos.

Llegados a este punto se hace necesario recordar una cita esencial de Juan Pablo II en la Centesimus annus, aunque sea larga:

¿Se puede decir después del fracaso del comunismo, que el sistema vencedor sea el capitalismo y hacia él tengan que dirigirse los esfuerzos de los países? ¿Es quizás el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo? La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» entendemos un sistema que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana, la respuesta ciertamente es positiva, aunque sería mejor hablar de «economía libre». Pero si por capitalismo se entiende un sistema en el que la libertad económica no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral…, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

Después del paseo por la historia la cita se entiende mejor, y seguramente la crisis actual también. Capitalismo implica muchas cosas. Algunas son instrumentos, instituciones y actitudes económicas buenas y saludables; otras en cambio provienen de la corrupción de las actitudes personales, de un falso concepto de libertad, de una codicia desenfrenada o de simple materialismo vital, carente de responsabilidad; por supuesto, de los excesos de unas administraciones públicas, excesos que no tienen nada de capitalistas. ¿Cambiar el modelo? Sobre todo, cambiar las actitudes personales y poner al Estado en su sitio: no solo más o menos Estado, sino sacarlo de donde nunca debió entrar para poder dejarlo donde sí tiene que estar.

Licenciado en Filosofía y Letras, Doctor en Historia Moderna