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La incidencia positiva que se suele atribuir a la política reformista del reinado de Carlos III en el crecimiento económico y las transformaciones sociales que se produjeron en la España de la segunda mitad del siglo XVIII, ha sido contestada recientemente por interpretaciones más críticas que cuestionan tanto sus objetivos como su efectividad real en dichos procesos. Así, se ha subrayado que su prioridad fundamental era el incremento de los recursos del estado con el fin de sostener una agresiva política internacional en defensa de los intereses imperiales, lo que provocó el aumento de la presión fiscal y de la deuda pública. Se ha destacado, también, que las medidas adoptadas no lograron alterar las estructuras productivas y el orden social tradicional, ya fuese por la resistencia planteada por los sectores afectados o por la propia timidez de las disposiciones emitidas.

Desde luego, no cabe duda que el objetivo básico que se perseguía con ellas era el fortalecimiento del poder de la monarquía, tratando de incrementar su influencia en el escenario internacional y su capacidad para garantizar la defensa del imperio colonial. Pero para ello se necesitaba mejorar el funcionamiento del estado, estimulando el desarrollo de las actividades productivas, eliminando los obstáculos que limitaban su crecimiento y combatiendo los viejos prejuicios sociales que menospreciaban el trabajo y dificultaban la generación de riqueza. De ahí que existiese una estrecha vinculación entre el objetivo político fundamental y las reformas económicas y sociales que se consideraban imprescindibles para su consecución. Estas perseguían sobre todo la defensa de los intereses de los pequeños productores, mejorando las condiciones con las que ejercían su actividad y removiendo las trabas que lo impedían mediante la liberalización del marco normativo que la regulaba. Pero esta última tendencia se consideraba compatible con la intervención del estado en la actividad económica y la protección del mercado interior frente a la competencia de las restantes potencias europeas.

Con respecto a la trascendencia de las reformas emprendidas, su cuestionamiento de las estructuras tradicionales adquirió una mayor intensidad en los primeros años del reinado, cuando aquellas se centraron especialmente en el ámbito agrícola. Sin embargo, la resistencia que provocaron cristalizó en el estallido de los motines de 1766. A partir de entonces, la política reformista tendió hacia un mayor pragmatismo, sin afectar a los intereses de los sectores más poderosos de la sociedad. Se centró, además, en el ámbito industrial y comercial, en los que dichos sectores tenían una implicación mucho menor. Aunque las reformas adoptadas tuvieron un carácter moderado, los principios en los que se sustentaban ponían en cuestión el sistema de valores de la sociedad tradicional y constituyeron el fermento intelectual en el que se inspiraron los gobiernos liberales para proceder definitivamente a su transformación.

LA AGRICULTURA Y LA SOCIEDAD RURAL

A comienzos del reinado de Carlos III, el crecimiento productivo que había experimentado la agricultura española en la primera mitad de la centuria estaba comenzando a debilitarse. Así ocurrió, sobre todo, en las regiones del interior del país, donde la crisis que se experimentó a mediados de la década de 1760 fue muy profunda. Las razones de este retroceso son muy complejas, ya que el territorio tenía una densidad de población muy baja y existían amplios espacios por colonizar. De ahí que se haya apuntado la existencia de resistencias institucionales que dificultaron el proceso de roturación. El problema fue mayor en la meseta sur castellana, donde invernaba la ganadería trashumante, cuyo contingente superó a mediados de la centuria los niveles máximos alcanzados con anterioridad, lo que agudizó el conflicto con la agricultura. Las dificultades productivas fueron menores en las regiones periféricas, en las que se produjeron procesos de intensificación agraria. No obstante, en las del norte del país se estaba agotando el ciclo de crecimiento favorecido por la expansión del maíz. La elevada densidad de población del territorio y su bajo índice de urbanización contribuyeron a la configuración de una estructura agraria basada en pequeñas explotaciones familiares que generaban escasos excedentes y debían recurrir a la realización de actividades complementarias para sobrevivir. Realmente, fue en las regiones mediterráneas donde la expansión productiva fue mayor y se produjeron importantes transformaciones agrarias. Las fórmulas de cesión de la explotación de la tierra utilizadas facilitaron la roturación y la plantación de cultivos arbóreos o arbustivos orientados a satisfacer la demanda del mercado. Así mismo, la extensión del regadío permitió la realización de complejas rotaciones de cultivos que incrementaron sustancialmente la productividad.

Esta diversa evolución es lo que explica que la política agraria ilustrada se centrase en mayor medida en la resolución de los problemas de las regiones del interior, tratando de estimular en ellas la aparición de una especie de mesocracia rural de pequeños agricultores inspirada, en gran parte, en el modelo existente en las regiones periféricas. Durante los primeros años del reinado se plantearon iniciativas que amenazaban claramente los intereses de las clases privilegiadas, como la política de reincorporación a la Corona del patrimonio enajenado con anterioridad o el cuestionamiento del privilegio de la amortización eclesiástica. Sin embargo, la medida que generó una mayor contestación fue la pragmática de liberalización del comercio de cereales de 1765. Al coincidir con una mediocre cosecha, la carestía que generó cristalizó el malestar provocado por la política reformista y desembocó en el estallido de los motines de 1766. Ello puso de manifiesto la necesidad de paliar la pobreza del campesinado, lo que impulsó al intendente de Badajoz a iniciar poco después en su circunscripción el reparto de las tierras municipales entre los agricultores más necesitados de la localidad. Esta medida se extendió inmediatamente a toda Extremadura, la Mancha y Andalucía. Sin embargo, su alcance social se limitó en 1770 al priorizar en los repartos a los agricultores que dispusiesen de animales de tiro para cultivar las tierras, tratando de potenciar al pequeño campesinado capaz de lograr el incremento de la producción. Así mismo, los repartos implicaron la privatización de buena parte de los bienes utilizados libremente con anterioridad por los vecinos, favoreciendo el «individualismo agrario». Una orientación similar tuvieron las iniciativas de colonización agraria, entre las que destacó la creación de las «Nuevas Poblaciones de Sierra Morena». Con tal finalidad, el intendente Olavide elaboró en 1767 el «fuero de población», en el que se plasmaba el modelo de sociedad agraria ilustrada, basada en familias campesinas dotadas de los medios adecuados de producción, sin la existencia de señoríos, tierras comunales, vinculadas o amortizadas, ni derechos de pasto de la ganadería trashumante. Junto a él, las iniciativas de colonización agraria se rigieron también, sobre todo en los territorios de la Corona de Aragón, por el «privilegio alfonsino», que permitía la creación de un señorío a los propietarios que fundasen en sus tierras una nueva población, y que fue restablecido en 1772. Los privilegios de la Mesta también fueron intensamente cuestionados, aunque las medidas adoptadas fueron escasas, destacando entre ellas la reducción a la mitad de los alcaldes entregadores en 1782. Pero, quizás, el fenómeno más revelador de la política agraria ilustrada fue la larga tramitación del expediente sobre la Ley Agraria, que se inició a partir de la recopilación de la información realizada por los intendentes de provincias tras los motines de 1766 y se remitió a la Sociedad Económica Matritense, la cual encargó a Jovellanos la redacción del correspondiente «Informe», que solo entregó en 1794. En él se defendía el liberalismo agrario y se cuestionaba claramente el orden social y económico del Antiguo Régimen, considerando como los «estorbos políticos» que se debían eliminar los bienes comunales, el sistema de campos abiertos, la amortización, la vinculación o los privilegios de la Mesta.

LAS MANUFACTURAS

En el ámbito manufacturero, se produjo también a principios del reinado de Carlos III un deterioro de la expansión que había experimentado hasta entonces el sector textil, que era la industria más común e importante en la España de la época. El incremento de los precios de los productos alimenticios y de las rentas de la tierra redujo la capacidad adquisitiva del pequeño campesinado y las clases populares, lo que repercutió en detrimento de la demanda de los paños de media y baja calidad, que eran los que se producían más habitualmente en Castilla. Solo en los centros en los que se tendió a producir géneros de mayor calidad, como Béjar o Segovia, se logró mantener en mayor medida la actividad. No obstante, la competencia de los paños superfinos extranjeros, el tradicionalismo de la estructura productiva y la debilidad de los sectores empresariales, de los que formaban parte comerciantes interesados en la exportación de lana, dificultaron la modernización del sector. En cambio, en Alcoy y, sobre todo, las localidades catalanas del Vallés y l’Anoia se logró realizar dicha transformación al especializarse en paños de calidad media-alta, en la que era más fácil sortear la competencia de los paños extranjeros, y surgir un sector empresarial nutrido por los propios artesanos más enriquecidos. Con respecto a las restantes fibras textiles, también la industria del lino, que se había difundido notablemente en Galicia, tenía unas estructuras debilitadas por su carácter rural, la inexistencia de una adecuada red empresarial y de comercialización y la mediocre calidad de la producción realizada. Por su parte, la industria de la seda, concentrada sobre todo en Valencia, estaba regulada por una reglamentación gremial que dificultó la adaptación de su producción a los gustos cambiantes de la demanda. Fue solo el nuevo sector del algodón, cuya expansión inicial en Cataluña había sido facilitada por el proteccionismo aduanero y la concesión de franquicias y privilegios por parte del estado, el que experimentó un considerable desarrollo.

La política de liberalización económica impulsada en los primeros años del reinado de Carlos III debilitó el proteccionismo aduanero, al autorizarse en 1760 la importación de tejidos de algodón y lienzos pintados extranjeros. Sin embargo, la presión ejercida por los fabricantes catalanes logró la rectificación de la medida en 1768-70. Así mismo, la imposición de elevados derechos aduaneros a la importación de la fibra de algodón maltesa en 1771 contribuyó a la creación de la Compañía de hilados de algodón de América, que se convirtió en una plataforma empresarial para la defensa de los intereses del sector. Los fabricantes de tejidos de seda valencianos lograron también la suspensión en 1767 de la orden de 1760 que permitía parcialmente la exportación de la fibra de origen autóctono, llegando incluso a conseguir la autorización de la importación de fibra de seda extranjera a partir de 1784. En cambio, la protección dispensada a los fabricantes de paños fue insuficiente, ya que, a pesar de la reforma arancelaria de 1782 y de la regulación del derecho de tanteo de la lana fina y superfina adquirida para su exportación en 1783, los géneros extranjeros de mayor calidad elaborados con lana española continuaban siendo más competitivos. Realmente, la política manufacturera se centró en mayor medida en la promoción de la industria popular, con el fin de combatir la ociosidad e incrementar los ingresos familiares, y en la eliminación de las trabas derivadas de la reglamentación gremial. Su principal impulsor fue Campomanes, quien promovió la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País, a las que encomendó la creación de escuelas para la enseñanza de las técnicas textiles básicas y la revisión de las ordenanzas gremiales con el fin de realizar propuestas de reforma. De ahí que a partir de mediados de la década de 1770 se emitiesen numerosas medidas que facilitaban el ejercicio de la actividad artesanal a sectores anteriormente excluidos, como las mujeres en 1779 y 1784; eliminaban las restricciones de la capacidad productiva de los artesanos, como el número de telares en 1787; o permitían la elaboración de las manufacturas sin ajustarse a las características fijadas en las ordenanzas. El «Informe sobre el libre ejercicio de las artes» que elaboró Jovellanos en 1785 sistematizó el cuestionamiento del sistema gremial e inspiró las medidas posteriores que condujeron a su desmantelamiento.

EL COMERCIO

El crecimiento demográfico y productivo estimuló la actividad comercial. La polarización social que se experimentó en el mundo rural favoreció la aparición de explotaciones excedentarias que producían para el mercado, pero dio lugar también al incremento de campesinos empobrecidos que necesitaban realizar actividades complementarias para sobrevivir. Entre ellas se encontraban los servicios de transporte que realizaban estacionalmente a bajo precio en las épocas de menor actividad agrícola. No obstante, el tráfico comercial solía ser articulado por las ciudades, que constituían los principales centros de consumo y el lugar de residencia de las élites políticas, económicas y sociales. El crecimiento demográfico que experimentaron y la multiplicación de las funciones que ejercían sobre un entorno rural cada vez más amplio, dieron lugar a la configuración de cuatro sistemas urbanos. Tres de ellos se situaban en las regiones periféricas, mientras que el existente en el interior peninsular se derivó de la macrocefalia que ostentaba Madrid en la zona. De ahí que las redes mercantiles articuladas desde aquellos fuesen más dinámicas, siendo las más relevantes las organizadas por los catalanes y los vasconavarros. Su actividad se fue extendiendo por todo el territorio, sentando las bases de un mercado interior cada vez más integrado. Las deficiencias de la red viaria no obstaculizaron seriamente el proceso. En todo caso, la Instrucción de Caminos de 1761 impulsó su mejora. Pero la prioridad otorgada a la red radial y la multiplicación de las iniciativas dieron lugar a que las obras avanzaran con mucha lentitud y no se lograse la finalización de ninguno de los caminos reales. De ahí que la mejora de la red viaria se realizase más bien a remolque del crecimiento del tráfico.

Las ciudades marítimas constituían también los centros articuladores del comercio internacional, que se basaba en la exportación de materias primas y productos agrarios y coloniales, y la importación de alimentos y manufacturas. La lana era la principal mercancía que se remitía al mercado europeo, pero seguida muy de cerca por los productos derivados de la viticultura, que se remitían también al mercado colonial, lo que les otorgaba una clara primacía en el conjunto del comercio exterior. El más importante de ellos era el aguardiente, que se producía, sobre todo, en Cataluña y Valencia, mientras que el vino procedía, en mayor medida, de Andalucía. Si se les sumaban las pasas, almendras, aceite, barrilla, etc., se desprendía claramente de ello el nivel de especialización y comercialización alcanzado por la agricultura del Mediterráneo y el Atlántico andaluz. De ahí que, más que reflejar el atraso de la economía española, como se ha interpretado tradicionalmente, constituya realmente un reflejo de la división internacional del trabajo que se estaba produciendo en la economía europea. Todo ello explica también que, además de Bilbao y, en menor medida, Santander, los centros comerciales más activos se hallasen en el Mediterráneo, destacando Barcelona, Valencia, Alicante y Málaga. No obstante, era Cádiz el principal centro mercantil español, ya que al ubicarse allí la cabecera del comercio colonial, se convirtió también en el principal centro redistribuidor de los productos europeos remitidos hacia España. Las reformas realizadas por Carlos III mediante el decreto de 1765 y el reglamento de 1778 trataron de flexibilizar el monopolio con el fin de impulsar el comercio con América de los diversos puertos habilitados para ello. Sin embargo, Cádiz siguió acaparando alrededor del 76% del valor de las exportaciones y el 84% del de las importaciones. Solo Barcelona logró realizar un comercio de exportación de cierta entidad, siendo las mercancías que remitía mayoritariamente manufacturas elaboradas o acabadas en España, frente al predominio de las extranjeras que solía existir con anterioridad en el puerto gaditano. Realmente, las reformas lograron incrementar tanto el tráfico como la participación de los productos españoles en el comercio colonial, pero no de forma tan intensa como se consideró inicialmente.

LA POLÍTICA SOCIAL

Aunque la política reformista respetó escrupulosamente el orden social tradicional, las medidas adoptadas para estimular el crecimiento de las actividades productivas incrementaron la consideración social del trabajo, la generación de riqueza y el mérito personal adquirido en el ejercicio de actividades útiles al servicio del estado y la sociedad, sentando las bases del nuevo sistema de valores. Así, no se cuestionó la institución del mayorazgo, criticándose solo la desidia en la administración de sus bienes y la fundación de vínculos de dimensiones insuficientes para sostener adecuadamente a los linajes nobiliarios. Se trató también de mejorar la calidad y la función social que ejercía la nobleza, reduciendo el contingente de hidalgos empobrecidos e incrementando, en cambio, los efectivos de la nobleza titulada. Las nuevas concesiones se orientaron a recompensar los méritos personales, más que los familiares, y los servicios prestados al estado, como puso de manifiesto la creación de la Real Orden de Carlos III en 1771. Con respecto al clero, tampoco se cuestionó seriamente la amortización, sino que se trató de limitarla y de evitar la mala administración de los bienes que recayesen en su poder. Así mismo, la política regalista permitió incrementar el control de la jerarquía eclesiástica, mientras que la expulsión de los jesuitas redujo su influencia en el ámbito educativo. Al mismo tiempo, se mejoró la formación del clero, tratando de convertirlo en un agente más de la política de reforma de las costumbres y de crítica a la superstición y la ociosidad.

Se combatieron también los prejuicios aristocráticos existentes en contra de los negocios y el trabajo manual. Con tal finalidad, se proclamó la compatibilidad de la nobleza con el comercio, estimulando la integración de aquella en los Cuerpos de Comercio creados a partir de la década de 1760. Además de canalizar la representación de los grupos mercantiles de las ciudades en las que se crearon, estas instituciones se convirtieron en valiosos agentes territoriales de la política reformista. Una función similar se otorgó a las Sociedades Económicas de Amigos del País creadas desde mediados de la década de 1770, en las que se integraron las élites más dinámicas de cada localidad. Realmente, mediante la intervención en estas entidades, la venalidad de cargos, la concesión de distinciones sociales o las reformas del gobierno municipal, la monarquía fue integrando en el sistema político a todos aquellos que tuviesen riqueza e influencia social. Aunque la mayoría de ellos imitaron inmediatamente el estilo de vida nobiliario, su comportamiento económico y sus valores sociales no eran ya idénticos a los de la aristocracia tradicional. Las nuevas élites eran mucho más celosas en la administración de su patrimonio y consideraban que la riqueza era fundamental para conservar o elevar el rango social adquirido. Por su parte, las clases populares, tanto urbanas como rurales, se vieron forzadas por el deterioro de la coyuntura económica a incrementar la intensidad del trabajo, implicándose en ello todos los miembros de la unidad familiar. La política reformista incidió en la misma línea mediante la promoción de la industria popular y el estímulo de la enseñanza de primeras letras o de técnicas productivas básicas con el fin de formar personas activas e industriosas que contribuyesen al progreso de la sociedad. Se trató de dignificar el trabajo, combatiendo los prejuicios existentes en contra de los oficios viles en la Real Cédula de 1783. Por el contrario, se intensificó la lucha contra la ociosidad, el vagabundeo y la marginalidad social mediante la creación de hospicios e instituciones benéficas que cumplían el doble objetivo de reprimir la delincuencia y formar una mano de obra productiva y disciplinada. A pesar de las dudas y contradicciones con las que se ejecutó, todo parece indicar que la política reformista contribuyó a erosionar el sistema de valores de la sociedad estamental y favoreció el lento proceso de cambio social que estaba experimentando España en la segunda mitad del siglo XVIII.