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La diferencia entre «la parábola de la mano invisible» y «el dilema del prisionero» no se refiere tanto a las hipótesis sobre la forma en la que la gente se comporta a la hora de perseguir sus objetivos como a los resultados sociales que generan sus conductas de maximización individual de la utilidad.

De acuerdo con la parábola de la mano invisible, la búsqueda del propio interés por parte de quienes actúan en el mercado tiene como resultado un beneficio para el conjunto de la sociedad, aunque no sea este el objetivo buscado por compradores y vendedores. Un dilema del prisionero, en cambio, es un juego no cooperativo en el que la búsqueda del propio interés lleva a los agentes económicos a un equilibrio que no coincide con el óptimo de cada uno ni con el óptimo social.

«Toda persona es, en alguna forma, altruista, en cuanto incluye como argumento de su función de utilidad el bienestar de otros»

Por ello, mientras el modelo de la mano invisible permite defender la libre iniciativa de las empresas y los consumidores, el dilema del prisionero se ha utilizado como argumento para insistir en que la regulación de la economía es necesaria para conseguir una mayor prosperidad. Y se ha llegado a afirmar que este dilema supone una clara y contundente refutación de la idea de que la búsqueda del propio interés en condiciones de libre competencia es la mejor estrategia posible para el desarrollo económico. ¿Debemos concluir, entonces que la teoría de juegos –en la que se enmarca el dilema del prisionero– invalida los principales argumentos en favor de la economía de mercado que, tras su formulación inicial en el siglo XVIII han constituido el fundamento del sistema capitalista?

La doble forma de presentar la naturaleza humana por parte de Adam Smith dio origen en el siglo XIX a lo que en la literatura se denomina todavía el «problema de Adam Smith». Este surge al constatarse una posible contradicción en la caracterización de la naturaleza humana en La teoría de los sentimientos morales y en La riqueza de las naciones. En la primera de estas obras se afirma claramente que «por más egoísta que un hombre pueda ser, existen evidentemente en su naturaleza ciertos principios que lo llevan a interesarse en la fortuna de los demás y hacen que su felicidad se convierta en algo necesario para él, aunque de ella no obtenga nada que no sea el placer de observarla». Es decir, en el lenguaje del análisis económico diríamos que toda persona es, en alguna forma, altruista, en cuanto incluye como argumento de su función de utilidad el bienestar de otros.

«No es la benevolencia del carnicero, el panadero o el cervecero, sino su propio interés, lo que nos permite obtener nuestra cena» 

En La riqueza de las naciones encuentran, sin embargo, sus críticos una versión más radical de un homo oeconomicus menos dispuesto a complacerse en la felicidad de los demás. Es la frase tantas veces repetida que afirma que «no es la benevolencia del carnicero, el panadero o el cervecero, sino su propio interés, lo que nos permite obtener nuestra cena. No apelamos a su humanidad sino a su propio interés; y nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus beneficios».

EL JUEGO NO COOPERATIVO

Existe una amplia literatura sobre cómo compaginar estos dos aspectos de la naturaleza humana; y la mayoría de las interpretaciones apuntan la idea de que tal contradicción es mucho menor de lo que a primera vista pudiera parecer y que la teoría moral constituye la base sobre la que se asienta el análisis económico de Smith. Pero es de la interpretación más radical de homo oeconomicus en el contexto de un juego no cooperativo de donde deriva la idea de que la búsqueda del interés propio en un marco competitivo no puede llevar al óptimo social. El Estado debe, por tanto, intervenir y orientar las conductas individuales hacia un mayor beneficio social, que a todos favorece.

Mi opinión es, sin embargo, que tal idea es profundamente equivocada. Y lo es porque interpreta de forma errónea el modelo de mercado, que desde su formulación por Adam Smith en el último tercio del siglo XVIII hasta nuestros días ha considerado siempre que, para que el sistema funcione es preciso un marco institucional adecuado. El capitalismo no se define, por tanto, como un sistema sin reglas. Y cabe argumentar, utilizando de nuevo el lenguaje de la teoría económica, que el sistema jurídico contribuye a solucionar muchos problemas al transformar en cooperativos juegos que, inicialmente, se plantean como no cooperativos. La cuestión es qué tipo de normas legales deben regir la vida social. Y estas no son ciertamente las mismas en un modelo que se centre en garantizar el cumplimiento de los contratos –o las compensaciones adecuadas en caso de incumplimiento– y el pago de indemnizaciones si existen daños que generen responsabilidad civil extracontractual que en otro, cuyo objetivo sea orientar en una forma previamente determinada el comportamiento de los productores y los consumidores y redistribuir la renta de acuerdo con una función de bienestar social establecida por el poder público.

EL ORDEN EXTENSO

Muy diferentes son, sin embargo, los principios en los que se basan las modernas sociedades abiertas. Hayek define el «orden extenso» –es decir, el orden de mercado, que no puede ser controlado por falta de información adecuada por un planificador– como la base de la organización de las sociedades modernas, que funcionan en un sistema de libertad. En su opinión, el hombre que vive en una sociedad tradicional, con un reducido nivel de especialización e intercambios, no comprende las características del orden de mercado. Y esta actitud contraria al capitalismo se extiende a muchos aspectos de la mentalidad actual. Un buen ejemplo es la presentación de la competencia y la cooperación como principios opuestos y formular la proposición normativa de que la sustitución de la primera por la segunda elevaría el bienestar social. No se entiende que la sociedad competitiva también induce a la cooperación; aunque se trate, sin duda, de un tipo de cooperación muy diferente.

«La competencia es un gran factor de progreso para la sociedad y una garantía para los grupos más débiles en el mercado, es decir, para los consumidores» 

La competencia es un gran factor de progreso para la sociedad y una garantía para los grupos más débiles en el mercado, es decir, para los consumidores. Por ello es necesario el derecho y una administración de justicia que incentive a los agentes económicos a tomar decisiones y arriesgar sus recursos, sabiendo que, si tienen razón, serán amparados por la ley. El origen de estas normas legales es complejo, y en él se mezcla la tradición y la selección mediante prueba y error con la incorporación de principios o reglas diseñados en otras organizaciones sociales; y su objetivo es permitir el ejercicio con garantías de las decisiones libres de los agentes económicos.

Las normas del Estado intervencionista, en cambio, tratan de incentivar la cooperación a partir de decisiones colectivas. Y se da la paradoja de que, a menudo, fomentan conductas no cooperativas, al menos por dos razones. La primera, porque estas decisiones colectivas pueden suponer ganancias importantes a determinados grupos a costa de otros, por lo que los primeros tratarán de utilizar el poder político en su propio beneficio. La segunda, porque crea incentivos a mucha gente para actuar como free riders, intentando aprovecharse de los beneficios del gasto público sin soportar los costes necesarios para financiarlo. Por ejemplo, no pagar impuestos, cobrar el seguro de paro cuando se está trabajando, recibir ayudas públicas falseando la información que se presenta al Estado, etc. Son actividades que resultan beneficiosas para quien las lleva a cabo, pero muy perjudiciales para la sociedad en su conjunto. A diferencia del «orden externo» de Hayek, la regulación y el estado del bienestar no fomentan la cooperación en una sociedad abierta, sino que ofrecen muchos incentivos para la búsqueda de rentas particulares.

En el seno de un grupo social pequeño como la familia o la tribu estas conductas reciben una sanción social inmediata que hace muy difícil que se lleven a cabo. Algunos pueden desear defraudar a sus hermanos o a los miembros de su grupo de caza en una sociedad tradicional. Pero, como mostró G. Becker en su «teorema del niño perverso», los costes de tal estrategia pueden ser tan altos para quien la práctica, que –por su propio interés– acabará comportándose de forma cooperativa (G. Becker. A Treatise on the family. Cambridge: Harvard University Press, 1991).

Pero no ocurre lo mismo en una economía de mercado. El problema surge cuando se pretende trasladar a una sociedad abierta e impersonal principios que solo pueden funcionar en el marco de un mundo pequeño y tradicional. Hay que aceptar que tiene muy poco sentido tratar de crear el «hombre nuevo», generoso y altruista, en una sociedad moderna. La cooperación entre sus miembros tiene también en ella una gran importancia; pero con reglas diferentes. Solo si el derecho y las instituciones ofrecen a las personas los incentivos adecuados, podrán nuestras economías progresar y lograr un nivel de vida más alto para la mayoría de la población.

Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y profesor Eminent Senior en UNIR. Fue director del Instituto de Economía de Mercado, Senior Associated Member del St. Antony’s College de la University of Oxford y presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid.