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Podría ser una novela perfectamente, pero Clandestina es un libro de memorias. Un libro de memorias inusual, pues lo es de alguien sin muchas ganas de recordar y menos aún de contarlo sistemáticamente. Marie Jalowicz Simon, judía berlinesa que eligió la clandestinidad en su intento por esquivar los campos de concentración, demoró ese momento y lo postergó hasta, que jubilada de su cátedra en la Universidad Humboldt de Berlín, septuagenaria, se encontró con el imperativo de la grabadora que le colocó delante su hijo, el historiador Hermann Simon.

Clandestina, de Marie Jalowicz Simon. Periférica y Errata naturae, 2022. Traducción: Ibon Zubiaur
Clandestina, de Marie Jalowicz Simon. Periférica y Errata naturae, 2022. Traducción: Ibon Zubiaur

Fue porque, de forma accidental, este se encontraba en casa y escuchó la conversación que su madre mantenía con un periodista que buscaba entrevistas con supervivientes del Holocausto: «¿¡Cree usted en serio que no tendría la capacidad intelectual para escribir la historia de mi vida si quisiera!?», dijo Marie Jalowicz Simon. Hermann Simon lo había intentado antes sin éxito y lamentaba que la historia de su madre quedara sin saber. En alguna ocasión se lo había preguntado o pedido y ella siempre esquivaba la cuestión o la postergaba o contaba algo, pero sin decir su nombre o la de quienes estaban con ella… «En cuanto historiador no me entraba en la cabeza ser incapaz de conseguir que mi propia madre hablara, así que el día 26 de diciembre de 1997, sin previo aviso, coloqué una grabadora en la mesa del comedor de mis padres». El resultado fueron setenta y siete casetes de recuerdos postergados y acabados tan solo dos días antes de la muerte de Jalowicz Simon en 1998. Debidamente organizados, aparecieron posteriormente como libro, que ahora ve la luz en España gracias al trabajo conjunto de las editoriales Periférica y Errata naturae.

Lo normal en lo anormal

El relato comienza como tantos otros con el señalamiento público y ahogo económico de los judíos. Al padre de Marie Jalowicz Simon, notario, no se le permitía ejercer, y la madre estaba enferma de un cáncer del que moriría en 1938. Para la protagonista, comenzaba así una vida nómada cuyo ritmo de mudanzas, lejos de acabar, se acelerará con la clandestinidad.

A no tener nada, a no guardar nada, a no necesitar nada más que sobrevivir aprenderá a base de experiencias y lecciones. Una de las más importantes la recibió pronto, en la cola donde se habían reunido una multitud de personas, sin saber muy bien para qué, convocadas por la Delegación Central para judíos de la oficina de empleo. Estamos en Berlín, año 1940, en el bulevar Fontane, conocido como el «bulevar de las vejaciones», y un fumador empedernido enloquece después de horas sin su cigarro. No sabe si puede o no puede fumar y, a su lado, una resuelta Marie Jalowicz Simon, a sus dieciocho años, no ve cuál es el problema y pregunta a alguien que parece mandar. Se topa con Alfred Eschhaus, director de la Delegación Central, célebre antisemita y se forma un gran tumulto tras el cual una señora avanza hacia la decidida muchacha y le da una lección que jamás olvidará: «»Mire, señorita Jalowicz, ha cometido un error. Ha hecho usted lo normal», me explicó. Y así aprendí algo para el resto de mi vida: en una situación anormal no hay que hacer lo normal. Hay que adaptarse», se lee en Clandestina.

«En una situación anormal no hay que hacer lo normal, hay que adaptarse», una de las lecciones que a Marie Jalowicz Simon le ayudarán a sobrevivir en la clandestinidad

Lo normal hubiera sido integrarse en los transportes junto con los judíos que recibían las órdenes de deportación, más cuando es tu familia a la que trasladan y más cuando los de alrededor azuzan y reprochan. ¿Qué hace Marie Jalowicz? Lo contrario: «Una conocida trató de convencerme para que la acompañara; según ella, los jóvenes debíamos apoyar a los mayores en los campos de concentración. Con todo, ya entonces mi instinto me decía: quién viaja allí se dirige a la muerte (…). Me resultó muy duro negarme. Me sentí inclemente. Aunque lo pensaba, no podía decirle: “Tú ya no vas a salvarte, pero yo quiero intentar todo lo imaginable para sobrevivir”».

A partir de entonces huyó de todos los sitios donde podían ir a buscarla. Hizo que la despidieran de la fábrica de Siemens porque las trabajadoras forzosas no podían renunciar y empezó un peregrinaje por distintas casas, direcciones, cuartuchos, catres. Todavía en alguna ocasión le alcanzaba alguna notificación de la oficina de empleo, hasta que una impertérrita Marie Jalowicz Simon le dijo al cartero: «Mudada al este, paradero desconocido» sobre la mujer que buscaba, una tal… Marie Jalowicz Simon. Mentir estaba más que permitido, cuando se trataba de sobrevivir.

Las historias de la historia

Los avatares de la protagonista permiten descubrir las historias de la gran historia de la Segunda Guerra Mundial, un día a día que convierte en lucha desde lo más insignificante hasta lo épico. Así, la arbitrariedad unida a la estupidez de normas como la prohibición de usar el transporte público; quedaban autorizados los viajes al trabajo cuando la distancia fuera mayor de siete kilómetros. O la de no poder entrar a las tiendas hasta la última hora, cuando ya estaba todo arrasado. Como Marie Jalowicz Simon pudo comprobar ‒y lo usó, lógicamente en beneficio propio‒ ni los ciudadanos ni los policías conocían la normativa; no podían seguir el ritmo a tanta prohibición.

El libro da cuenta tanto de las prohibiciones cotidianas como de excepcionales relatos de coraje de quienes intentaban salvar a otros

Pero en ese día a día también estaban insertas grandes historia de coraje y resistencia, como la de los Heller, un matrimonio compuesto por un judío e Irmgard Heller, una mujer de la alta burguesía de Leipzig, que en un hospital de campaña en la Primera Guerra Mundial se enamoró perdidamente del estudiante de medicina Benno Heller. Convertido ya en ginecólogo y amparado por su matrimonio mixto, Heller practicaba abortos a las mujeres a las que luego presionaba para que acogieran o escondieran a quienes vivían en la clandestinidad. Marie Jalowicz Simon llegó a su consulta como paciente y posteriormente se hizo asidua. Heller le buscó diversas casas, escondrijos donde podía permanecer por un tiempo limitado hasta volver a cambiar de residencia. La sala de espera de su consulta era algo así como un centro de operaciones de la resistencia: «Me parecía que estaba obcecado con la idea de salvar al máximo número posible de judíos. Durante el día llegaba a haber media docena de ilegales en su piso aparentando hacer actividades productivas, como fregar los marcos de las ventanas o limpiar las verduras. Y Heller apremiaba sin descanso a sus antiguos pacientes no judías para que acogieran a alguien. Yo temía que tarde o temprano aquello acabara en catástrofe». Así es como acabó cuando una de las mujeres, resentida porque su «anfitriona» se negaba a extender el tiempo de acogida más allá de dos semanas, lo denunció tras vagar algunos días y vivir en la calle: «Lo que he vivido en los últimos días ha sido tan horrible que el campo de concentración solo puede ser mejor. No habrá confort alguno y la comida no será como en un restaurante, pero una sopa aguada ya darán, y un montón de paja bajo un techo protector, también. Este médico es un criminal y arrastra a la gente al infortunio». Con ese mensaje aquella mujer se presentó a la Gestapo, dio el nombre de Heller y relató sus actividades. Detenido en febrero del 43, fue deportado a Auschwitz y posteriormente pasó por otros campos. En enero de 1945 se le pierde la pista.

El peso del azar

Uno de los puntos fuertes de libro es mostrar el desconcierto, la desinformación de muchas de aquellas personas ante la encrucijada vital en la que les ponía la llegada de las órdenes de deportación: un auténtico jugarse la vida a cara o cruz cuyas opciones eran entre lo terrible y lo pavoroso: «Habrá que esperar a ver quién de nosotros ha tomado el mejor camino, quién se dirige hacia la vida y quién no», afirma un conocido de la protagonista cuando se encamina hacia su «viaje», como lo llamaba, para escándalo de Jalowicz Simon.

El gran dilema era atender las órdenes de deportación o lanzarse a la clandestinidad, un jugarse la vida a cara o cruz

Tanto para los que se decidieron por lo primero como para quienes optaron por lo segundo, la norma era la muerte. Lo difícil, lo prácticamente imposible, era sobrevivir como subraya la reflexión final de Marie Jalowicz Simon sobre el azar que recoge su hijo en las páginas del epílogo. El azar, ese asilo de ignorancia, lo llamó Spinoza, un «término socorrido», en palabras de la narradora y «como todos los términos socorridos, en el fondo una declaración de impotencia mediante la que torpemente apuntamos a lo inescrutable […]. Rechazo por anticientífico y blasfemo leer los azares como destino, pues esa interpretación implicaría conocer lo incognoscible, haber descifrado el enigma supremo per definitionem y es, por lo tanto, tan presuntuosa como necia. Si se basara en la predestinación y la providencia, ¿la supervivencia de ciertos individuos sería una bendición o una maldición en vista del asesinato de un millón de niños? Debemos asumir que no podemos resolver el enigma, nos conformamos, reconocemos nuestra ignorancia y le concedemos un asylum utilizando el socorrido o impotente término “azar” y consignando que es el factor decisivo en todas las historias de supervivencia».

Periodista cultural