Un siglo de física cuántica: 1925-2025

Heisenberg prescindió de magnitudes no observables, solo podían entrar en las ecuaciones las directamente medibles

La mecánica cuántica: incertidumbre y precisión
Foto: Pexels / lalesh aldarwish
Enric Pérez Canals

Enric Pérez Canals. Profesor agregado del Departamento de Física de la Materia Condensada de la Universidad de Barcelona. Su investigación se centra en la historia de la física moderna, concretamente en las interrelaciones entre la teoría cuántica y la física estadística. Es autor, junto a Pere Seglar i Comas, del libro Física estadística. De estados y partículas: una mirada nueva a viejas controversias (2018). También ha escrito y dirigido piezas de teatro breves inspiradas en episodios y conceptos de la física moderna. 

Avance

El presente año 2025 marca el centenario del artículo con el que Werner Heisenberg alumbró una nueva mecánica para el mundo atómico. Fue el primero de una serie de trabajos, escritos por él y otros autores —entre los que se encuentran, por ejemplo, Erwin Schrödinger, Max Born, Pascual Jordan, Paul A. Dirac y Wolfgang Pauli— con los que erigieron de forma coral la mecánica cuántica. No es poco frecuente encontrar la palabra revolución asociada a este episodio. Gatos a la vez vivos y muertos, electrones que están en dos o más sitios, fotones que surcan el espacio a la velocidad de la luz, acciones fantasmagóricas a distancia… La imaginería cuántica es profusa y fascinante. Pero no siempre justificada.

En la historia de la ciencia, la palabra revolución se ha usado muchísimo, seguramente tanto como crisis o paradigma. De hecho, hoy en día, la revolución cuántica puede referirse tanto al nacimiento que ahora conmemoramos como a las transformaciones tecnológicas que de un tiempo a esta parte van asociadas a la computación cuántica. Este artículo se centra en la primera, porque es justo enfatizar el cambio profundo que representó en la física y en el propio concepto de teoría. Recordemos que el origen etimológico de esta palabra está en un verbo griego que significa observar, contemplar.

ArtÍculo

En el siglo XIX la sociedad (occidental) cambió mucho. Y también la realidad física. Tras el descubrimiento, a principios de siglo, de la pila y del vínculo entre electricidad y magnetismo, el desarrollo de la industria y de la investigación en dispositivos electromagnéticos no solo dio pie a electroimanes, motores, o la telegrafía sin hilos, sino que también transformó de raíz la naturaleza que los científicos querían entender. En la segunda mitad del siglo se inventaron las lámparas espectrales, se descubrieron los rayos catódicos, los rayos X, los detectores de radiación infrarroja… Fenómenos y herramientas que los adentraron en las intimidades de la materia, origen de radiaciones hasta entonces insospechadas.

Fue en este contexto donde se gestó la mecánica cuántica. No sin antes haberse certificado el fracaso de la física vigente. El atomismo no pasó de ser una postura filosófica a una hipótesis contrastada en los laboratorios hasta los alrededores de 1910. El siguiente paso fue desentrañar la estructura interna de los átomos, manifestada de diversas formas: espectros ópticos, calores específicos, emisiones radioactivas, propiedades químicas, etc. Era evidente que el modelo simple de esferas duras (recordemos que átomo significa indivisible) nunca podría dar cuenta de esas y otras propiedades. Además, la entrada en escena, a finales del siglo xix, de una partícula aún más pequeña, el electrón (todavía indivisible a día de hoy), suministró la primera pieza del rompecabezas. Pero ningún modelo dinámico hecho con partículas cargadas como el electrón podía ser compatible con la estabilidad que, en general, muestra la materia. Niels Bohr fue quien postuló, en 1913, la no validez de las leyes de la electrodinámica de Maxwell (joya de la corona de la física decimonónica) en el reino atómico, inaugurando así la tarea de dar con una nueva física.

La creación de la mecánica clásica

En el ámbito de la divulgación se tiende a poner el foco en las innovaciones cuánticas. Como es sabido, la mecánica cuántica es una teoría de un marcado carácter matemático, lo que —como de hecho le ocurre a toda la física moderna— dificulta enormemente su traducción a lenguaje corriente y moliente. Ello obliga a tirar de simplificaciones y metáforas poco precisas, de modo que no pocas veces las maravillas y el desconcierto que suscitan tienen su origen en errores de traducción. Otra puerta de entrada al universo cuántico es preguntarse qué rasgos de las teorías precedentes fueron viéndose paulatinamente inadecuados. Ello obliga igualmente a explicar en alguna medida la nueva teoría, pues como sostenía el filósofo Imre Lakatos, es la nueva teoría, el recambio de la que ha quedado obsoleta, la única que permite explicar cabalmente donde falla la teoría descartada. Y es que la mecánica clásica solo fue clásica una vez nació la mecánica cuántica.

El modelo de Bohr, a pesar de abolir las leyes en el reino de los átomos, mantenía la imagen de partículas trazando órbitas, y aceptaba un uso parcial (ad hoc) de las leyes ordinarias en ciertos casos. Explicó así, con sucesivos refinamientos, muchos fenómenos atómicos conocidos, e incluso hizo alguna predicción memorable. Pero a principios de los años veinte los físicos se convencieron de que la teoría de Bohr, que recogía lo mejor de las contribuciones a la teoría cuántica de las dos últimas décadas, no tenía recorrido. Fracasaba estrepitosamente para el helio, el segundo elemento de la tabla periódica.

Una teoría de lo invisible

El interior del átomo, de acuerdo con los principios de la óptica que da cuenta de nuestra visión, no es visible. El color −como el olor o el tacto− no son propiedades que puedan tener los átomos, mucho menos los electrones o los protones (que se incorporaron a la panoplia atómica poco antes de 1920). Había, pues, que inferir la estructura y dinámica internas atómicas a partir de consecuencias solo indirectamente visibles. Como hemos dicho, ello no impidió, inicialmente, imaginar el átomo por dentro, presentar esquemas y dibujos de su organización y funcionamiento. Pero el descalabro del modelo de Bohr, tras casi diez años de vigencia, propició que Heisenberg quisiera ir más allá y eliminara de la teoría cualquier intento de visualizar los procesos elementales atómicos y moleculares. Eso ocurrió ahora hace exactamente cien años.

En 1905, Albert Einstein había sido pionero en proponer que la luz, en ciertas circunstancias, mostraba un comportamiento parecido al de un flujo de partículas, posteriormente llamadas fotones. Inicialmente, sus colegas apenas le hicieron caso porque la condición continua de la luz estaba sobradamente probada. Él, sin embargo, siguió dándole vueltas a esa idea hasta que, en 1923, con los resultados experimentales obtenidos por Arthur H. Compton, las evidencias en favor de su propuesta obligaron a sus detractores a tomársela en serio. La luz tenía una naturaleza dual: a veces se comportaba como una onda electromagnética, a veces como una partícula. Pero entonces, ¿qué era la luz? Por si fuera poco, los subsiguientes desarrollos evidenciaron que las mismas conclusiones eran aplicables a la materia. También los electrones, en ciertos contextos, podían comportarse como si fueran una especie de ondas de materia.

Todo ello sumió a los físicos en la confusión, pues impedía hacerse una imagen que no dependiera de los experimentos que se realizaran. Materia y radiación podían (y pueden) tener manifestaciones de tipo ondulatorio o de tipo corpuscular, pero con una sola de esas representaciones (onda o partícula) no era posible explicar todos los fenómenos. De manera que, sin precisar el montaje experimental utilizado, hablar de la esencia de los objetos fundamentales perdía sentido. En resumen, había que figurarse el interior del átomo y la esencia de la luz a partir de las observaciones, pero dependiendo del dispositivo, las conclusiones iban en direcciones divergentes.

Heisenberg −decíamos más arriba− puso los fundamentos para una nueva mecánica que prescindiera de magnitudes no observables: sólo podían entrar en las ecuaciones magnitudes directamente medibles, como por ejemplo el color de una línea espectral o las coordenadas de una detección. De ese modo esquivaba las descripciones de lo invisible: órbitas y trayectorias. Esta propuesta se aquilató y fundamentó inmediatamente con la intervención de Born y Jordan, quienes junto a Heisenberg dieron forma a la mecánica matricial. Al año siguiente, 1926, Schrödinger hizo una propuesta alternativa, la mecánica ondulatoria, que a la postre se demostró equivalente. Giraba en torno a un nuevo objeto matemático que en la nueva mecánica representaba los objetos físicos: la función de onda. La mayoría de perplejidades y complicaciones interpretativas de la mecánica cuántica provienen de las propiedades de este objeto, definido en un espacio matemático abstracto (no el espacio euclídeo) cuya entidad aún hoy es motivo de debate. A pesar de su nombre, no es una onda, menos aún una partícula.

La incertidumbre por principio

Después de otras aportaciones no menores de Dirac y Pauli, la nueva física se fue asentando, de manera que en 1927 quedó establecida una interpretación más o menos ortodoxa que posteriormente se conocería como interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica. Y es que en aquellos años Bohr había convertido la capital de Dinamarca en el centro neurálgico de investigación y discusión en torno a la nueva teoría.

La función de onda nos puede dar, por ejemplo, la probabilidad de encontrar una partícula en un cierto lugar. Esto, dicho así, no contradice la física newtoniana, basada en trayectorias. Sin más, podríamos pensar que el desconocimiento de todas las condiciones que rodean esa partícula concreta nos fuerza a hablar solo de probabilidades. Pero eso es lo que Heisenberg y sus colegas erradicaron de la nueva teoría: no se trata de una falta de conocimiento, sino de un comportamiento propio del submundo atómico. No es que la partícula esté en un lugar y nosotros lo desconozcamos, es que no está localizada en ningún lugar hasta que medimos, y entonces puede aparecer en cualquiera de las coordenadas que nos indique su función de onda. Hasta que no midamos no estará localizada. Y lo mismo ocurre con las demás magnitudes: si en la función de onda aparecen diversas posibilidades cada una con su probabilidad, solo cuando midamos se realizará una de esas posibilidades. Antes, no está definida.

Por qué se realiza una posibilidad y no otra es una cuestión que aún a día de hoy lleva de cabeza a algunos físicos (los que se resisten a no poder entender causalmente todos los procesos). Según la interpretación ortodoxa, no hay una causa. Y es aquí donde hace su entrada la aleatoriedad y se abandona la rigidez de las predicciones clásicas. Ahora bien, si se procede a hacer la misma medida muchas veces, millones de veces, la mecánica cuántica dictamina con precisión la proporción de los resultados que obtendremos. De modo que a nivel individual no hay determinismo, pero sí a nivel colectivo. Nada pues más lejos de una aleatoriedad desbocada. A cierto nivel, el azar de la mecánica cuántica fundamenta el determinismo clásico en el que intervienen miríadas de átomos. Eso sí, abre un resquicio, por ínfimo que sea, que mina el determinismo férreo.

El principio de incertidumbre es otra secuela de situar en el centro la función de onda. Un sistema cuántico no tiene definidas las propiedades de un sistema clásico (velocidad, posición, momento angular, energía cinética, energía potencial…). Puede tener algunas de ellas bien definidas, pero nunca todas. Esa reducción de variables no es fruto de nuestra torpeza o de las limitaciones técnicas del detector usado. Es, sencillamente, la forma que tiene la nueva mecánica de caracterizar los objetos más fundamentales. El propio Heisenberg estuvo tentado de reintroducir las imágenes cuando formuló este principio, en 1927, esbozando procesos de medida bastos y agresivos que emborronaran los parámetros de los minúsculos electrones. Pero no, el principio de incertidumbre tiene su origen en los atributos de la función de onda, un objeto matemático tan importante para los cálculos como espinoso y escurridizo a la interpretación. A diferencia de lo que sí ocurre en física clásica, impide que nos representemos trayectorias o interacciones previas a la observación directa.

Un mundo deslumbrante

Ni gatos vivos y muertos, ni electrones que están en dos sitios a la vez, ni fotones que surcan el espacio a la velocidad de la luz, ni… Ninguna imagen es compatible con una descripción propiamente cuántica: una de las viejas aspiraciones de la física, visualizar lo que no es directamente visible, ha sido desterrada del reino atómico. Mandan las ecuaciones, extremadamente sofisticadas, engorrosas para dejarse explicar en lenguaje llano. La primicia, sin embargo, no es que la teoría contenga conceptos difíciles de entender sin la ayuda de las matemáticas, pues eso ya ocurría con la gravitación, la entropía o el campo electromagnético, entre muchos otros. La novedad reside en que, según la interpretación aceptada mayoritariamente, la mecánica cuántica es una teoría de la medida. Proporciona herramientas para calcular aquello que se puede medir. Sobre los procesos intermedios, no se pronuncia. Por descontado, es útil tratar de imaginar esos procesos que ocurren cuando no vemos lo que pasa, pero nunca hay que olvidar que esas imaginerías tienen una función auxiliar, calculística o hasta metafórica. Si persistimos en otorgarles más entidad, proliferarán las paradojas, contrasentidos y disparates. Cuando abramos la puerta, el gato estará vivo o muerto (en la medida que lo pueda determinar un veterinario); cuando detectemos el electrón, estará en un lugar muy concreto (dentro de la imprecisión experimental), igual que ocurrirá con un fotón. Lo que pasaba justo antes… ya es otra cuestión.


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