Celebración de Luis Alberto de Cuenca

El escritor recibe como culminación de su obra el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana

Luis Alberto de Cuenca recibe el Premio Reina Sofía. Foto: ©
Luis Alberto de Cuenca recibe el Premio Reina Sofía. Foto: © Universidad de Salamanca
Ángel Vivas

Luis Alberto de Cuenca es filólogo y poeta. Ha sido investigador del CSIC. Es miembro de la Real Academia de la Historia.

Avance

La edición más reciente del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana ha reconocido la trayectoria de Luis Alberto de Cuenca, uno de los poetas más destacados, leídos e influyentes de la poesía en español de las últimas décadas. El volumen Verano eterno, a cargo del profesor Javier Burguillo, publicado como es tradicional con motivo del premio, es una útil y oportuna introducción a su obra. Una obra en la que conviven armoniosamente la alta cultura y la cultura popular (el cine, los tebeos…), la tradición y la modernidad, la alegría de vivir y los desastres de la vida, esa vida de la que dijo Shakespeare que es «un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído; es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa».

Tras unos comienzos marcadamente culturalistas, fieles al aire del momento, Luis Alberto de Cuenca dio un giro a su estilo con un libro, La caja de plata, que una estudiosa considera «una de las cosas más importantes y felices que le ocurrieron a la poesía española de finales del siglo XX». La continuidad en esa línea le ha valido al poeta lo que Javier Burguillo llama un idilio entre él y sus lectores. Leído como raramente son leídos los poetas, Luis Alberto de Cuenca ha despertado también un interés crítico inusitado.

Si el paso del tiempo y sus desastres no ha dejado de hacer mella en su vida y de transparentarse en su poesía, esta no ha dejado de mantener, en palabras del responsable de Verano eterno, «un timbre de alegre simpatía». En su apabullante currículum de poeta, filólogo, traductor, crítico, ensayista… no falta una larga y estrecha relación con Nueva Revista

ArtÍculo

Parece que fue ayer, cuando el mundo era joven como una reluciente madrugada, y un benemérito profesor de la Complutense, el recordado Antonio Prieto, apadrinó una «Antología de poesía española última», Espejo del amor y de la muerte era su título, que reunía la obra primeriza de –por orden cronológico– Javier Lostalé, Eduardo Calvo, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena y Ramón Mayrata. Sería o no la intención del antólogo y de los antologados, el caso es que el volumen se vio enseguida, y pese a una difusión que no debió de ser mayoritaria, como un complemento o una réplica a los muy famosos y entonces recientes Nueve novísimos poetas españoles. Los del Espejo… eran también novísimos, y al igual que sus nueve colegas, no todos persistieron en la poesía; aunque Vicente Aleixandre, cerrara su preceptivo y generoso prólogo, gestionado sin duda por Antonio Prieto, con la palabra «mañana», aludiendo a su futuro. De los que lo hicieron, el que tuvo una trayectoria más constante, prolífica, reconocida e influyente fue Luis Alberto de Cuenca. A los numerosos reconocimientos obtenidos por él en estos más de cincuenta años (los premios de la Crítica, Nacional de Poesía, de Cultura de la Comunidad de Madrid, Jaime Gil de Biedma…) se suma ahora el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Un galardón que le incluye en una nómina en la que están Gonzalo Rojas, Claudio Rodríguez, José Hierro, Ángel González, José Ángel Valente, Pere Gimferrer, Nicanor Parra, Antonio Gamoneda e Ida Vitale, entre otros muchos, y que él mismo considera, según manifestó al conocer el fallo, la culminación de su obra como poeta.

Verano eterno. Luis Alberto de Cuenca. Universidad de Salamanca/Patrimonio Nacional. 2025

Parece que fue ayer, y hoy Luis Alberto (es usual referirse así a él, como hablamos de Federico o Juan Ramón) tiene aires de clásico. Todo lo clásico que puede ser un entusiasta de la cultura popular, esa que tan presente está en su obra, amante de la brisa de la calle, el letrista de la Orquesta Mondragón que ha hecho del desenfado, la falta de solemnidad y la fe en el disparate una seña de identidad.

Cuando entonces, Luis Alberto era un poeta precoz, aplicado alumno de Filología Clásica (fue premio extraordinario de licenciatura), de cuyos maestros (destacadamente, el helenista Manuel Fernández Galiano y el latinista Antonio Fontán) aprendió a valorar la claridad y el orden, esas dos virtudes tan perceptibles en su poesía. Nuestro poeta, tan borgiano, suscribe eso que dijera el autor de El Aleph de que «la cronología y la geografía parecen ofrecer al espíritu una misteriosa satisfacción». Y, aunque ya apuntara maneras de clásico, la inevitable rebeldía juvenil le alcanzaba para colocar una bandera palestina en su habitación, bandera que tuvo la cortesía de quitar ante la visita de un amigo judío (Marcos Ricardo Barnatán).

Fue, naturalmente, culturalista, esteticista; venecianista, según el vocablo puesto en circulación entonces con intención peyorativa, y que, como pasa siempre (impresionistas, etc.) es recogido con gusto y como se recoge un guante por los aludidos. Pere Gimferrer había publicado Arde el mar, ese buque insignia, como diciendo «marchemos todos y yo el primero por la senda del culturalismo». Esa corriente dio frutos estupendos en manos de Luis Alberto: Elsinore. Ya aparecen ahí muchos de los aspectos más característicos y reconocibles de su mundo poético: los amigos, la amplitud de intereses (el Minnesang, Murnau) y esa delicada fusión, tan suya, tan sabida, de la cultura clásica con la popular; la visión de una película (Espartaco) le podía inspirar un poema sobre una esclava (Aglaia te nombré, como a una diosa) sumada a la revuelta.

Una poesía de línea clara

Esa etapa de su poesía está ahí, es una excelente muestra del espíritu de aquel tiempo y merece ser revisitada. Pero poco después, al filo del cambio de década, su poesía tomó un nuevo rumbo, el que, título a título, le ha llevado a mantener lo que Javier Burguillo llama un «idilio entre el poeta y sus lectores». El propio poeta ha explicado en conversación con Sonia Velázquez, que «no fue a propósito, no; en mi carrera literaria ha sido la vida la que me ha llevado de una etapa a otra, no ha sido una decisión racional, ni tampoco una elección consciente de estilos. Mi aventura por otro camino fue más bien pionera, aproveché el ambiente y creé ese tipo de poesía al que después se afiliaron también otros poetas». Aunque la primera plasmación en libro no se produjera hasta 1985 con la publicación de La caja de plata (premio de la Crítica y «una de las cosas más importantes y felices que le ocurrieron a la poesía española de finales del siglo XX», al decir de Victoria León), los poemas de ese nuevo estilo, que acabaría llamándose de línea clara, venían escribiéndose desde varios años antes. Quien leyera la antología de 1982 Florilegium. Poesía última española, encontraría allí, fechados en 1979, poemas que acabarían formando parte del citado libro de 1985. Y quienes asistieron a un acto en el Ateneo de Madrid el 9 de noviembre de 1982, pudieron oír a Luis Alberto leer, entre otros poemas, «Amor fou», el soneto «El editor Francisco Arellano, disfrazado de Humphrey Bogart…» y «El otro barrio de Salamanca». Su giro a una línea distinta y más clara de su poesía fue, pues, autónomo y anterior a corrientes que llegarían en los ochenta.

Lo que vino después, títulos como El otro sueño, El hacha y la rosa, Por fuertes y fronteras, Sin miedo ni esperanza… hasta el reciente Ala de Cisne, no puede resumirse en un artículo. Además de ese idilio con los lectores, su poesía influyó como pocas en generaciones posteriores. Y despertó un interés crítico que la ha convertido en «una de las aventuras creativas más asediadas de las últimas décadas» (Araceli Iravedra, citado por J. Burguillo). Destaquemos de ese asedio multitudinario la edición crítica de su Poesía. 1979-1996 (Cátedra) a cargo de Juan José Linz.

Como es tradicional en el Premio Reina Sofía, se acaba de publicar una antología de la obra del galardonado, en este caso, a cargo del profesor de la Universidad de Salamanca Javier Burguillo, con el título de Verano eterno (Universidad de Salamanca, Patrimonio Nacional). El volumen es, por supuesto, una magnífica introducción a la poesía de Luis Alberto de Cuenca para quien (por edad es casi el único motivo imaginable) la desconozca. Por lo que escribe el responsable de la edición –que sirve también como eficaz guía de lectura– y por los propios poemas seleccionados. Así, Burguillo señala cómo esa poesía «conserva siempre un timbre de alegre simpatía» por encima de que una inevitable sombra melancólica, por el paso del tiempo y las pérdidas que acarrea, se cierna sobre los últimos títulos. Y el propio Luis Alberto plasma su poética en diversos poemas: «La poesía no ha de ser un tedioso/ festín esencialista e incomprensible para/ los miembros de una secta, sino una fiesta alegre/ y comunicativa donde quepamos todos/ los hombres y mujeres del planeta». O: «El objeto de la literatura/ no es inventar enigmas para iniciados cursis./ Su meta es reflejar los anhelos, angustias/ y emociones reales de la especie/ en un espejo imaginario./ Y hacerlo de la forma más nítida posible».

Vida y literatura

Quizá por eso de que en la poesía debemos caber todos, y por su reconocida querencia por los nombres propios, por la proliferación de personas concretas que hay en sus versos, puede hablarse en su caso de poesía social, una poesía social –claro– muy distinta de la que primaba (¡Celaya!) cuando él era joven.

La comunión de vida y literatura patente en sus poemas, la ha explicado él mismo en alguna entrevista: «No entiendo que se oponga la vida a los libros. Yo he vivido, y pienso que los libros son la mejor reserva de experiencia que existe. Shakespeare, por ejemplo. Leerle es como vender droga en un poblado gitano, te ilustra sobre los vericuetos de la vida». En la misma ocasión se refirió a la presencia de la mujer en su obra: «Sin una mujer al lado no eres nadie. La mujer es la que ha inspirado siempre mis versos. Es difícil que yo hubiera hecho algo si no existiera esa mitad femenina que me interesa tanto. Mi musa es una mujer, y las más de las veces, una mujer que está ausente».

La referida fusión de cultura clásica y popular, quizá su seña de identidad más evidente y citada, tiene su correlato en la fusión de tradición y modernidad. El caso es que Luis Alberto, como también ha dicho él mismo, considera que «la modernidad es la tradición de ahora mismo, y la tradición es la modernidad de su momento». En cuanto a la devoción por Shakespeare, es literaria y vital a la vez. Su visión pesimista del mundo, se note más o menos en su obra, le hace suscribir la famosa frase de Macbeth. Como dice en el poema «Shakespeare y Rita» de El reino blanco (un poema en pareados asonantados, fórmula que ha utilizado alguna vez con intención satírica), «lo del ruido y la furia nunca lo olvidaré».

Además de la mayor presencia de acentos melancólicos, de tristeza obligada por la desaparición de seres queridos, su poesía última, manteniendo el rigor formal, es menos exhibicionista, más despojada, con más abundancia de encabalgamientos que dan a los versos un aire narrativo, más sereno, menos impactante. Y como una forma, nos parece, de serenidad, de intimismo, en poemas ya del siglo XXI se dirige al lector: «no sé qué harán ustedes cuando pierden un libro», «y perdonad el cambio al octosílabo».

Siendo sobre todo poeta, Luis Alberto de Cuenca ha sido muchas otras cosas. Sus ensayos y traducciones son ineludibles. Desde el temprano Floresta española de varia caballería o El héroe y sus máscaras a las traducciones y ediciones de Guillermo de Aquitania, Eurípides, Homero, Walpole, Virgilio, Chrétien de Troyes, Geoffrey de Monmouth, Marcel Schwob (de los dos Marcelos, su favorito), Shakespeare o Cavafis. Una abrumadora bibliografía, como destacó Francisco Rodríguez Adrados al recibirle en la Academia de la Historia, «sobre todo si se compara con autores que viven largos años de su tesis doctoral».

No le han faltado los reconocimientos y homenajes en los que se funden la admiración literaria y el afecto personal, entre los que destaca el volumen Alrededor de Luis Alberto de Cuenca. Y si, inevitablemente (quién que cabalga no ha escuchado ladridos), también ha sido objeto de alguna insidia, cuando se ha producido, él, espejo de tintines, ha respondido con humor, elegancia e ironía: «Defiéndenos, Tintín, que nos atacan».


La foto que ilustra el artículo muestra a Luis Alberto de Cuenca en el acto de entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en el Palacio Real de Madrid el pasado 18 de noviembre. © Universidad de Salamanca, utilizada aquí con permiso