A Borges le gustaban las duplicaciones: un lugar que repite otro lugar, un espejo que devuelve la imagen del espacio que en él se refleja. De todas ellas, quizás sea la de la biblioteca una de las más sugerentes. Porque su Biblioteca de Babel, espacio total en un relato en Ficciones, habita en otra real, la municipal Miguel Cané del barrio bonaerense de Almagro, aquella en la que Borges trabajaba desde 1938. Y, sin embargo, la ficticia es infinita, paradójicamente más grande que el edificio que contiene a su creador.
Desde 1955 y durante dieciocho años, Borges habita otra biblioteca, la Nacional, de la que fue nombrado director. Es una etapa que coincide con una progresiva y, después, definitiva ceguera. Parece como si esta ironía estuviera prefijada, tal como él mismo llegó a expresar en el poema «Los dones»: «Algo, que ciertamente no se nombra / con la palabra azar rige estas cosas».
Las duplicaciones y simetrías son apenas dos de los recursos de los que Borges se vale para construir un mundo en el que situarse. También lo son las sombras y las largas galerías, análogas a aquellas modernistas con las que Antonio Machado objetivara su intimidad a principios del siglo XX. Las recorre el bibliotecario ciego del poema «Los dones»:
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
Otra ironía más: Groussac, jefe de la Biblioteca Nacional durante más de cuarenta años, había sufrido la ceguera entre esas mismas paredes al final de su vida. La anécdota es curiosa, pero le sirve a Borges para preguntarse por su propio yo.
Los espacios al servicio de la autobiografía
La literatura no es ajena a la existencia: su materia contribuye a una forma más plena de percibir y comprender la vida. De ahí que Borges se demorara un día en el comentario del soneto 52 de Quevedo, aquel incluido en El Parnaso español, y en especial en el verso «al sueño de la vida hablan despiertos»: esos autores de «libros doctos» que nos han precedido viven en la vigilia de sus textos, y desde ellos nos interpelan a nosotros, lectores en un mundo de sombras.
La pregunta por la propia vida equivale, en gran medida, a la pregunta por la identidad. El yo, descubrimiento en gran medida romántico, no responde tanto a la pregunta acerca de lo que un hombre ha hecho, como a la de qué ha llegado a ser, en qué se ha convertido. Lo decía Carlyle: «Not what the man did, but what he became». De ahí la legitimidad de incluir en la construcción de la propia biografía las diversas lecturas, su descomposición y su articulación en un nuevo discurso.
Este discurso, sin embargo, necesita configurar en su seno un espacio en el que habite y en el que se refleje el yo ficcionalizado. El mismo Borges describe el proceso en su «Epílogo» a El Hacedor:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
Fabulador de mundos o de su propio yo: así parece resumir Borges su tarea como creador. La intimidad, por más que pueda parecer extraño en un escritor tan dado a las disquisiciones, emerge para habitar un mundo construido de forma paciente y laboriosa, constituido por su vasta erudición y por motivos espaciales: no solo la biblioteca, sino las calles, los arrabales, el Sur, los jardines que se bifurcan o los laberintos.
La misma ciudad de Buenos Aires se presenta, en un poema de madurez, despojada de todo rasgo concreto, convertida en imagen mental, plano de la propia trayectoria vital y del sí mismo: «Y la ciudad ahora es como un plano / de mis humillaciones y fracasos». En él, el yo reconoce memorias de lo que muere o sueña y de la espera incurable:
… desde esa puerta he visto los ocasos
y ante ese mármol he aguardado en vano.
Buenos Aires, ciudad de los caminos vitales del poeta, se convierte en espacio-marco que contiene uno de los símbolos predilectos de Borges:
… aquí mis pasos
urden su incalculable laberinto.
Es el mismo laberinto del que hablará en sus relatos breves, como «La casa de Asterión» o «La muerte y la brújula». El mismo que, como decía en el «Epílogo» a El Hacedor, traza la imagen de su rostro.
El yo en el centro del laberinto
En el laberinto, como en la biblioteca, encuentra Borges la configuración de un espacio que le permite articular un discurso en apariencia frío, con el que preguntarse por la existencia de un yo en un universo en el que se encuentra perdido. Ya hemos visto cómo la autobiografía requiere de cierta objetivación de la intimidad, y las construcciones capaces de convertirse en símbolo del mundo son un buen recurso para ello.
El laberinto retrata al autor de «La casa de Asterión» como lector y como elaborador de un discurso. Porque en Borges las fronteras entre el proceso de lectura y el proceso de escritura se difuminan. Como narrador, articula sus distintas lecturas en una trama que bien podría ocupar uno de los anaqueles de uno de los hexágonos de su biblioteca infinita.
Las posibilidades de la escritura no tienen límite: la combinación de signos en la frase y de las frases en un discurso es siempre nueva, como absolutamente novedoso es cada volumen de cada anaquel. El mundo dado y el mundo interpretado a lo largo de la historia vuelven a re-formularse en un yo que se expresa de manera lingüística. El laberinto y los demás temas espaciales de las obras de Borges son símbolos que mediatizan la comprensión de sí, un caso más de la condición originariamente lingüística de la experiencia, al decir de Paul Ricoeur.
La casa quinta de Triste-le-Roy de «La muerte y la brújula», a la que llega Lönnrot tras descubrir en el plano de Buenos Aires las señales de un asesino y la anticipación de un nuevo crimen, se caracteriza por «inútiles simetrías» y «repeticiones maniáticas», como si la Diana en su nicho lóbrego, las dos fuentes, el balcón, las escalinatas y la balaustrada tuvieran su doble. Los patios son iguales y uno llega repetidas veces al mismo patio. La propia imagen se multiplica hasta el infinito en los espejos. El mismo desolado jardín es contemplado repetidas veces desde varias alturas y varios ángulos. La casa, al fin, parece infinita y creciente, gracias a «la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad».
Son los mismos elementos con los que Borges describe la infinitud de la biblioteca. Los mismos que parecen repetirse en «La casa de Asterión», cuando el protagonista describe el laberinto:
Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.
En el centro de ese mundo, Asterión o Lonnröt-Borges, no solamente en la penumbra o perdido entre reflejos infinitos de espejos, sino consciente de su soledad. Quizás sea esta la causa de la sorprendente humanización de Asterión, el Minotauro, quien en su incomunicación juega a inventarse un doble con quien jugar:
Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa.
El final del relato sugiere mucho más de lo que dicen las palabras. Teseo ha penetrado en el laberinto y ha dado muerte al Minotauro. Sus palabras a Ariadna son significativas:
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El Minotauro apenas se defendió.
La extrañeza del héroe está justificada: pensaba enfrentarse con un monstruo y solo ha encontrado un alma dolorida en busca de su redención. De hecho, unas líneas antes Asterión ha recordado la profecía proclamada por una de sus víctimas: que alguna vez llegaría su redentor. Sus palabras son liberadoras:
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas.
El héroe acompañado, aquel a quien Ariadna entrega el hilo gracias al cual salir del laberinto, es el único que puede redimir a Asterión de tanta soledad. La muerte, así, es vista más como liberación que como cumplimiento de un destino ciego.
La intuición como condición del laberinto
Nada más ajeno a Borges que una única interpretación del texto. Porque en la búsqueda de cómo han sedimentado en su interior sus diversas lecturas, hay que poner de manifiesto el protagonismo de la intuición.
La intuición enfrenta al ser humano a lo incontable. Así, el personaje de «Funes el Memorioso»
era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.
Funes posee una memoria asombrosa. Y sin embargo, esa misma memoria le impide elaborar el símbolo genérico o concepto que exige olvidar lo estrictamente individual. Así, la posibilidad de lo permanente queda anulada: todo es cambiante, como la sensación, como el río de Heráclito cuya contemplación es objeto del poema «Son los ríos»:
Somos el agua, no el diamante duro
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
No es de extrañar que Funes sea incapaz de aprehender frente al espejo su propio yo. Si todo conocimiento se reduce a la intuición cambiante y siempre nueva, la identidad es inasequible y, por lo tanto, incomunicable. El resultado no puede ser otro que la soledad. Así califica Borges al protagonista del relato, como «solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso».
Solitario pero lúcido, como el Borges que aparece en alguno de sus poemas. Tras reconocer en «El remordimiento» que no ha sido feliz, se culpa a sí mismo de haber aplicado su mente
… a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Trágico destino el de un hombre en un universo sin sentido. Si el universo es una biblioteca, y los volúmenes que alberga difieren entre sí por una casi imperceptible diferencia en la combinación de signos, la biblioteca es un laberinto en el que parece repetirse todo.
Hasta la misma muerte. El laberinto no es solo espacial, sino temporal, y la construcción de Dédalo encuentra otra análoga en la aporía de Zenón. A una muerte pueda suceder otra, como afirma Lönnrot en «La muerte y la brújula»:
—Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
—Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
La posibilidad de sufrir incalculables muertes es insufrible. No es, desde luego, la respuesta al deseo expresado por el Minotauro. En lo cambiante y lo múltiple no parece habitar la posibilidad de redención. Es el mismo Borges quien, desde su yo poético más profundo, se rebela. El final del poema «Son los ríos»:
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja
así parece declararlo. Más allá de las sombras y los espejos, de los laberintos y de los ríos en su constante fluir, más allá de construcciones simétricas y del espanto ante lo incalculable de las posibles percepciones y de los hechos del lenguaje, hay siempre un yo que se queda, hay siempre un yo que se queja.