Jorge Luis Borges

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1985

No en el clamor de una famosa fecha, roja en el calendario, ni en la breve furia o fervor de la azarosa plebe, la pudorosa patria nos acecha. La siento en el olor de los jazmines, en ese vago rostro que se apaga sombra o luz de los últimos jardines. Un sable que ha servido en el desierto, una historia anotada por un muerto, pueden ser un secreto monumento. Algo que está en mi pecho y en tu pecho, algo que fue soñado y no fue hecho, algo que lleva y que no pierde el viento.

La maravillosa Argentina

La República Argentina no es menos misteriosa para mí que mi propia vida o que el universo. Hacer comprender a los otros lo que uno mismo no comprende es muy arduo o, mejor dicho, es imposible. Ensayaré una breve reseña de carácter histórico.La conquista no ofrece mayores dificultades. Como ha señalado Macaulay, fue un triunfo de la técnica. Si de un lado hay lanzas y del otro hay armas de fuego y caballos, el resultado es previsible y fatal. La llanura, que los hombres de letras llaman la Pampa, estaba casi despoblada. La recorrían pobres tribus de nómadas. A los territorios del Norte ya había llegado el vasto imperio incásico, que dejó algún pucará a los arqueólogos. Lo más interesante de aquel período fue la teocracia comunista que la Compañía de Jesús fundó en las misiones y que estudiarían mucho después Lugones y Groussac.A la dura Guerra de la Independencia siguieron duros decenios de anarquía. Las dictaduras militares han constituido una de las malas costumbres de nuestro continente. Básteme recordar los apodos terroríficos y locales del Protector de los Pueblos Libres, del Supremo, del Supremo Entrerriano, del Patriarca de la Federación, del Tigre de los Llanos, del Restaurador de las Leyes, del Gran Ciudadano y, más cercanos en el tiempo, del Primer Trabajador y del Hada Rubia.Dada la ausencia de metales preciosos y codiciables, el Virreinato del Río de la Plata fue acaso el más modesto de todos; a fines del siglo diecinueve y a principios del veinte, la República Argentina fue fácilmente la primera de la América del Sur. Hay personas en Lima o en Bogotá que piensan en la calle Corrientes o en el Abasto como nosotros, antes, pensábamos en el Barrio Latino o en la Isla de San Luis. Tratemos de ser dignos de esa dilatada nostalgia.El azar o el destino (ambas palabras son acaso sinónimas) nos depararon grandes beneficios. Un territorio generoso y diverso, extensos ríos navegables, un clima casi nunca impiadoso, una incesante inmigración extranjera, una buena tradición cultural, el hábito de las letras y de las artes, la vasta sombra de Sarmiento, son mercedes que debemos agradecer. He hablado de las letras. Quizá no huelgue recordar que la más renovadora de las escuelas de la literatura castellana, el modernismo, surge en esta ribera del Atlántico y que una de sus capitales fue Buenos Aires. Surge a la gran sombra de Hugo, de Verlaine y de Edgar Alian Poe; contra toda geografía, estábamos más cerca de Francia que los españoles.A diferencia de otras repúblicas, donde solo hay ricos y pobres hay, o hubo, en la nuestra, una abundante clase media, que es la que define un país. N o hay problemas o pseudoproblemas raciales. La Conquista del Desierto, lo que se llama en los Estados Unidos the winning of the West, tuvo fin hacia 1880. Durante la primera década de este siglo, los negros eran cosa frecuente en Buenos Aires. Curiosamente se creían indígenas; nadie los consideraba extranjeros y no sabían que eran de...

Nota de un mal lector

Ortega continuó la labor por Unamuno, que fue de enriquecer, ahondar y ensanchar el diálogo español. Este, durante el siglo pasado, casi no se aplicaba a otra cosa que a la reivindicación colérica o lastimera; su tarea habitual era probar que algún español ya había hecho lo que después hizo un francés con aplauso. A la mediocridad de la materia correspondía la mediocridad de la forma; se afirmaba la primacía del castellano y al mismo tiempo se quería reducirlo a los idiotismos recopilados en el Cuento de cuentos y al fatigoso refranero de Sancho. Así, de paradójico modo, los literatos españoles buscarón la grandeza del español en las aldeanerías y fruslerías rechazadas por Cervantes y por Quevedo... Unamuno y Ortega trajeron otros temas y otro lenguaje. Miraron con sincera curiosidad el ayer y el hoy y los problemas y perplejidades eternos de la filosofía. ¿Cómo no agradecer esta obra benéfica, útil a España y a cuantos compartimos su idioma?A lo largo de los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por establecer, pese a las "imperfectas simpatías" de que Charles Lamb habló, una relación parecida a la amistad. N o he merecido esa relación con los libros de Ortega. Algo me apartó siempre de su lectura, algo me impidió superar los índices y los párrafos iniciales. Sospecho que el obstáculo era su estilo. Ortega, hombre de lecturas abstractas y de disciplina dialéctica, se dejaba embelesar por los artificios más triviales de la literatura que evidentemente conocía poco, y los prodigaba en su obra. Hay mentes que proceden por imágenes (Chesterton, Hugo) y otras por la vía silogística y lógica (Spinoza, Bradley). Ortega no se resignó a no salir de esta segunda categoría, y algo —modestia o vanidad o afán de aventura— lo movió a exornar sus razones con inconvincentes y superficiales metáforas. En Unamuno no incomoda el mal gusto, porque está justificado y como arrebatado por la pasión; el de Ortega, como el de Baltasar Gracián, es menos tolerable, porque ha sido fabricado en frío.Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado.Cuarenta años de experiencia me han enseñado que, en general, los otros tienen razón. Alguna vez juzgué inexplicable que las generaciones de los hombres veneraran a Cervantes y no a Quevedo; hoy no veo nada misterioso en tal preferencia. Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra a Ortega y Gasset.