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Desde que el arte se vinculó al dinero, cosa que ocurrió muy pronto en la historia de la humanidad, las falsificaciones e imitaciones de las obras originales han sido una constante en todas las culturas y civilizaciones. La dificultad por poseer un original, el gran valor que éstas alcanzaban, o simplemente la incapacidad de los genios para realizar todas las obras que se les reclamaban, favorecían no sólo la aparición de imitaciones de mayor o menor fortuna, cuando no simplemente falsificaciones

La creación, por parte de los maestros, de talleres que pudieran satisfacerlas grandes demandas y encargos que les hacían vino a establecer unos nuevos criterios, aún hoy no asimilados por los expertos, sobre lo que era una obra original del maestro y aquella que hacían sus discípulos. Entre una y otra había un amplio abanico de posibilidades: «basada en un dibujo del maestro», «en una idea original del maestro», «comenzada por el maestro y terminada por un discípulo», «obra de un discípulo retocada por su maestro», «de taller pero firmada por el maestro».

Hoy produce cierta sorpresa la proliferación de equipos de «expertos» que tratan de establecer nuevos y completos catálogos «de los autores».Quizá en algunos casos la «originalidad» pueda determinarse con cierto grado de seguridad, pero en la mayoría de las veces resulta poco menos que aventurado establecer el «corpus definitivo» de un artista basándonos en los conocimientos que hoy tenemos, pues, dicho sea de paso, no pasa un día sin que se publiquen nuevos estudios, documentos e investigaciones sobrelos artistas o sobre sus obras.

Algunos ejemplos pueden servir para aclarar lo que digo. Hace unos años un complejo ordenador determinó que la versión de los Museos Capitolinos del San Juan Bautista de Caravaggio era la «original» de las dos versiones existentes. La otra, guardada en la galería Doria-Pamphili también en Roma, pasó a ser considerada una versión del taller. La decisión del ordenador parecía poner punto final a una discusión de siglos. Pero las cosas no están tan claras y al ordenador le han salido contestones algunos expertos, incluso entre los investigadores más jóvenes. Y otro ejemplo. La aparición de una nueva versión de las Majas al balcón de Goya en la colección Kreuzlinguen de Suiza forzó la descatalogación del lienzo hasta entonces tenido por original por todos los expertos, la versión del Museo Metropolitano de Nueva York. Todos admitieron que la versión suiza era la buena y la americana pasó a ser considerada del taller. Pero, ¡ojo!, hace apenas unos días en Madrid Phillipe de Montebello, el que fuera director durante treinta años del museo estadounidense, volvía a la carga replanteando la autoría de Goya de las Majas de Nueva York. ¡Y ya que hablamos de Goya, para qué referirme a la reciente polémica que se ha montado sobre la autoría de El coloso!

Con estos ejemplos sólo quiero señalar, que la distancia que separa tantas veces el «original» de un maestro de un «taller» o «discípulo» es tan sutil que no es de extrañar que los «expertos» prefieran evitar los pronunciamientos y certificaciones escritas y digan un día una cosa que les permitirá sin duda decir la contraria si las circunstancias cambian. A estas guerras de atribuciones no son ajenos, como es obvio, ni el dinero ni el orgullo personal. Siempre he considerado que es mucho peor el orgullo, pues nubla la mente más que el dinero, que ya es decir. Ejemplos no nos faltan.

UNA LARGA TRADICIÓN
Pero no quería centrarme hoy en este aspecto sino en otro mucho más prosaico y apasionante: el de las simples falsificaciones. Ya en la época de Fidias, el gran escultor griego, surgieron algunos imitadores que vendían obras como del maestro y los anales de la época cuentan que lograron tanta destreza que, según Pausanias, ni el mismo Fidias acertaba a distinguir su obra de la copia. Y les recuerdo que entonces no utilizaban procedimientos digitales de reproducción. No debían ser tan malas aquellas copias: ¡imagínense lo que hoy podríamos pagar por una de aquellas falsificaciones!

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El caso es que las falsificaciones puras y duras siempre han acompañado la vida de los maestros y no ha sido, hasta fecha muy reciente, cuando el mercado de obras de arte se ha tenido que poner serio con los Emyl de Hory que habían inundado literalmente las subastas y las ventas con sus falsificaciones.

Según un conocido comerciante, con galería abierta en Madrid desde hace años, un treinta por ciento de las obras que están en el mercado español -particulares, subastas y galerías- son falsas. Incluye entre esas «falsas» las obras que se atribuyen a un autor y que no son de él. Y adorna la afirmación con una serie de historias que servirían de guión al mejor thriller. En esa línea se sitúan otros profesionales del sector que recuerdan que para que una obra se adjudique a un autor en una subasta en España no necesita ningún certificado ni papel que lo justifique. «Y a veces incluso es mejor así, porque se leen algunos certificados que sacan los colores hasta al que los lee».

Como la relación de falsificaciones, algunas verdaderamente fantásticas como la de la tiara de Saitafernes, es inmensa, querría en estas líneas referirme a dos que tenemos muy cerca y que una mentalidad excesivamente puritana ha impedido que conociéramos su fascinante historia. Me refiero nada menos que al Autorretrato de Rembrandt y al Ángel músico de Melozzo da Forlí, obras ambas propiedad del Museo del Prado.

La primera en ingresar en el Prado fue el Ángel músico del pintor italiano. En 1940 Francesc Cambó, político catalán que ocuparía varias carteras ministeriales en el Gobierno español, regaló al Prado una serie de obras de primitivos italianos que, según sus memorias, había comprado para que pudieran completar las lagunas históricas de nuestra primera pinacoteca. Entre las múltiples piezas que donó figuraba una extraña pintura mural, de gran belleza que representaba a un ángel músico. El gran interés de esta obra era que resultaba ser el único original de Michelozzo degli Ambrogi (1438-1494), pintor italiano renacentista, más conocido como Melozzo da Forlí, que entonces existía fuera del Vaticano. Efectivamente, en aquella pinacoteca se conservan, procedentes de un desaparecido techo pintado por este maestro para la capilla de los Santos Apóstoles del Vaticano, una serie de ángeles con los que el de Cambó tenía ciertas analogías: la corona estaba realizada con puntos de luz, la simplicidad del dibujo, los mismos colores… Sólo difería de ellos en el fondo: nubes en los de Roma y un limonero en el de Cambó.

La obra ingresó en el Prado como de Da Forlí y con ese nombre se exhibió durante años, muchos años. Incluso tuvo un cierto éxito «popular» al convertirse en uno de los christmas más demandados por el público cuando llegaba la Navidad.

Pero las dudas sobre el cuadro también venían de lejos. Ya Fischel, en 1929, redactor de la ficha del catálogo de la célebre venta Spiridon, donde Cambó compró el cuadro por 75.000 marcos, propuso una autoría diferente, «un pintor veronés o vicentino», sin especificar fecha. A partir de entonces, la pintura mural, que inicialmente había sido tasada en 100.000 marcos fue perdiendo credibilidad entre los especialistas. No en el Prado, donde, a pesar de las dudas de Sánchez Cantón, figuró en sus salas como original de Melozzo da Forlí hasta 1990.

Con motivo de la exposición que, sobre la colección Cambó, se hizo en el museo en aquel año, el cuadro fue trasladado a los laboratorios de la Pinacoteca Vaticana que confirmaron las dudas existentes y dataron el fresco (nunca mejor dicho) no más allá del siglo XVIII. Alguno de los herederos del político ha manifestado alguna vez a quien escribe estas líneas su intención de reclamar el cuadro si éste no lo querían ya en el Prado, pero es cuestión esa con algunos flecos legales que podrían tener otra trascendencia.

El otro caso al que quería referirme también tiene su historia. En 1941 quedó depositado en el Museo del Prado un Autorretrato de Rembrandt que, dada la escasez de obras de este pintor en las colecciones españolas, fue comprado por su patronato tres años después. Su adquisición fue recibida con regocijo por los expertos e inmediatamente pasó a ocupar un lugar destacado junto a la Artemisia del maestro holandés, única obra del artista en nuestro país entonces. Pero las dudas surgieron muy pronto. Los expertos holandeses que visitaban el Prado torcían el morro cada vez que veían el cuadro y, mucho antes que la Comisión Rembrandt descatalogara decenas de cuadros del maestro, el Autorretrato del Prado ya había perdido su atribución. De ahí a desaparecer de las salas fue un suspiro. Pero ¿cómo puede pasar un Rembrandt de ser auténtico a considerarse una simple falsificación? Pues de una forma muy sencilla: nunca nadie ha dicho que lo fuera. Un grupo de expertos del Prado de aquellos años cuarenta quedaría en entredicho, sobre todo porque tuvieron tres años el cuadro depositado antes de proceder a su compra, y nadie, entre los actuales investigadores quiere contar una verdad que, aunque evidente, pudiera salpicarles. Todos tienen meteduras de pata que callar. La reciente muestra sobre el pintor holandés hubiera sido una buena ocasión para recordar las peripecias de aquel Rembrandt pero, muy discretamente, los organizadores han preferido pasar de puntillas por la existencia de aquel lienzo, sin duda inspirado en el célebre autorretrato del pintor de la colección de lord Iveagh, hoy en Kenwood House, en el londinense barrio de Hampstead.

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Hay muchas historias más. En casi todos los museos, en casi toda España, en todo el mundo. En ocasiones, los responsables de estas instituciones prefieren cubrir con el manto de «ahora se tiene como obra de taller» o «no es original del maestro, sino de un discípulo» la pifia que, no por mala fe, cometieron algunas personas de la institución. Por eso hay tantas falsificaciones que nunca se anuncian. Simplemente desaparecen en los almacenes de los museos. Pero habría que hacerles un hueco. Si tienen calidad artística y encima una historia que puede resultar apasionante, ha llegado el momento de contar las historias de nuestros falsos. El Museo Lázaro Galdiano lo ha hecho con algunas de sus obras, no con todas. A nadie sorprende que aquel mecenas se equivocara algunas veces, incluso de manera grave, si acertó también otras. El tiempo explica muchas cosas y además, si el Prado fuera listo, vendería más christmas del Melozzo da Forlí que de la Adoración de los Reyes de Velázquez.

DIRECTOR DE ARS MAGAZINE