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Pese a lo que podría sugerir el título, Lincoln no es un biopic sobre el célebre presidente americano, sino que centra su atención en la lucha política mantenida en enero de 1865, cuarto año de la Guerra de Secesión, por recabar apoyos que permitan que el Congreso apruebe la decimotercera enmienda de la Constitución, que supondría la abolición de la esclavitud. Abraham Lincoln acaba de ser reelegido, y fue usando de sus poderes excepcionales como presidente en tiempos de guerra que aprobó la emancipación de los esclavos; pero la búsqueda de una paz honorable para el Sur en un país desangrado podía suponer una regresión en tan espinoso asunto. Steven Spielberg tuvo la clarividencia, cuando su guionista le entregó un primer libreto de 500 páginas, elaborado a partir del libro de Doris Kearns Goodwin Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln, de ver que en las 70 páginas que ponían el foco en la «batalla» de la reforma constitucional tenía una película. Para el director, «Lincoln guió a nuestro país en sus peores momentos y permitió que los ideales de democracia americana sobrevivieran y garantizaran el fin de la esclavitud».

El gran mérito de Steven Spielberg es haber logrado filmar una magnífica lección de historia, más audaz y atrevida todavía que La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) y Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). Porque estos dos filmes que le dieron el Oscar tienen la ventaja de abordar lo universal —el holocausto de los judíos, los sacrificios que supuso la causa aliada en la Segunda Guerra Mundial— a través de lo particular —el industrial que trata de salvar a sus trabajadores hebreos, el esfuerzo por devolver a su madre al hijo superviviente de cuatro hermanos combatientes—, y ello con pasajes muy espectaculares del horror de los campos de exterminio y el fragor de la batalla.

Munich (2005) ya anticipaba Lincoln, no en balde los dos títulos comparten guionista, Tony Kushner, y es que ahí el rigor narrativo era casi documental hasta el punto de sacrificar en parte la emoción. Una forma de hacer a la que se ha recurrido nuevamente con una brillante narración, compleja, donde abundan los pasajes discursivos y pasean múltiples personajes, y ello con la virtud de apasionar y no aburrir. Sin caer en desahogos épicos forzados, hay espacio no obstante para lo emotivo, con escenas maravillosamente escritas, a lo que se suma la inteligencia de trenzar la narración histórica de la cuestión esclavista con el drama familiar de Lincoln, la salud mental de su esposa, la frustración del hijo que quiere luchar en el campo de batalla. De modo que el retrato de un gran personaje, un extraordinario hombre bueno, queda perfectamente perfilado, a lo que ayuda desde luego la sensacional interpretación de Daniel Day-Lewis, verdaderamente transfigurado en un Lincoln humano, cercano, creíble.

Hay además en el filme un buen sentido de la oportunidad, como explica Kushner: «Los dos [Spielberg y él] pensábamos que llegaba en un momento muy oportuno, ya que en estos tiempos en los que mucha gente ha perdido la fe en la idea de gobierno, nuestra historia muestra cómo se pueden conseguir cosas milagrosas y maravillosas a través del sistema democrático. Ese mes sobre el que escribimos era una lente a través de la cual podías ver a Lincoln con total claridad. Tenía todos los ingredientes necesarios para describirle: su vida familiar, su vida emocional y su talento político; y tenía el suspense de una crisis real. Lincoln tuvo que hacer frente a un gran dilema: ¿podía poner fin a la esclavitud humana a la vez que mantenía al país unido? Y ¿podía lograrlo antes de que se rindiera la Confederación?».

La cuestión racial interesa a Spielberg, por supuesto está presente en la descripción del antisemitismo nazi de La lista de Schindler. Además, posó su mirada ya en los afroamericanos de principios del siglo XX en El color púrpura (The Color Purple, 1985) que adapta la novela premiada con el Pulitzer de Alice Walker, e incluso tiene en su haber otra historia esclavista con enjundia, Amistad (1997), el caso real del motín de esclavos a bordo de un barco español en 1839 y el subsiguiente juicio sobre la «propiedad» del cargamento humano que acabó viéndose en el Tribunal Supremo.

Es evidente que Spielberg quiere hacer y hace con Lincoln cine «importante», con un deseo expreso de dejar huella. Quizá por ello compararla con Django desencadenado, una nueva declaración de amor de Quentin Tarantino a su amada serie B, en este caso el spaguetti-western, puede parecer no solo un desatino sino incluso injusto. Sin embargo, a su particular manera de cineasta «travieso», que prima la hiperviolencia, el enfatismo operístico y la parodia, el filme del director de Malditos bastardos (Inglourios Basterds, 2009) también supone un canto a la libertad y un ataque brutal hacia aquellos que ven a las personas como cosas y a las actitudes racistas.

Django, el esclavo desencadenado por un cazarrecompensas que le convierte en socio, empeñado en la romántica búsqueda de su esposa Brunhilda, que no es libre, impone de modo sanguinolento su particular justicia ante el estado de cosas, es la hora de la venganza una vez más, tema recurrente en la filmografía tarantiniana. Y el director y guionista ridiculiza hasta el paroxismo a unos ridículos blancos, ya sea cuando visten sus capuchas del Ku Klux Klan, o con los sádicos combates de negros con los que se entretienen; pero también arriesga con el odioso personaje de Samuel L. Jackson, un negro que se comporta como un auténtico negrero.

Quentin Tarantino entrega un formidable ejercicio de estilo, una película tremendamente entretenida, salvaje y conscientemente grandilocuente, la exageración forma parte del show, incluso visualmente, con sus zooms sesenteros que en su caso no parecen desfasados, o los múltiples guiños al cine de Sergio Leone y Sergio Corbucci. Su tratamiento de la cuestión esclavista puede parecer ligero y sin grandes pretensiones, pero quizá precisamente por eso es harto elocuente, y lo cierto es que resulta novedoso, no es frecuente para nada ver en un western a esclavos, una realidad social aparcada en tantos filmes que transcurren en el lejano Oeste antes de la abolición de la esclavitud. El propio Tarantino, que admira y alaba la miniserie de Kevin Costner Hatfield & McCoys (Kevin Reynolds, 2012) la afea, sin embargo, por haber ignorado la cuestión esclavista, como él dice, «existe el principio rector: si puedes evitarla, evítala».

Lo cierto es que a veces se puede acabar incluso cayendo en las polémicas más estúpidas, y se ve que la óptica de serie B de Django desencadenado ha facilitado las cosas a este respecto. Directores como Spike Lee han acusado a Tarantino de usar en su film hasta la extenuación la despectiva palabra innombrable «nigger», lo que puede resulta desagradable, y hasta reiterativo, pero que tiene la excusa innegable del contexto histórico; y en cualquier caso, también el Lincoln spielbergiano utiliza un buen número de veces la palabra de marras, sin que hayan en este caso saltado las chispas, la «coartada» de «gran cine» evita el problema.

El cine americano ha abordado recientemente la era post 11-S, el terrorismo internacional y la guerra de Irak. También forma parte de su legado fílmico la traumática guerra de Vietnam, revisada por sus cuatro costados. Y por supuesto son numerosísimas las cintas sobre la Segunda Guerra Mundial, o las que abordan la cuestión de la frontera, existe un género nacional al respecto, el western.

Son sin embargo más escasas las películas que tratan la esclavitud, una cuestión traumática que dividió al país y lo puso en pie de guerra, y que contradecía esa expresiva Declaración de Independencia, «sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados…», etcétera, etcétera. La esclavitud a veces parece cuestión ajena, de la época de los romanos, BenHur (William Wyler, 1959), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), Gladiator (Ridley Scott, 2000) y compañía.

Hasta existe el paradójico caso de El nacimiento de una nación (Birth of a Nation), de David W. Griffith, un hito indiscutible de la historia del cine, que inventa en muchos aspectos el lenguaje de las películas, pero que glorificaba al KKK entre otras lindezas. Corría el año 1915, eso sí, y como bien señala Don Steingerg en The Wall Street Journal («Tarantino Tackles Slavery», 14-XII-2012), aún vivían veteranos de la Guerra de Secesión, las heridas no estaban del todo cicatrizadas. Y ello por no hablar del largo camino todavía por recorrer en lo relativo a la efectiva consecución de los derechos civiles, que podría explicar la visión romántica del viejo Sur a punto de desaparecer en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) o Jezabel (Jezebel, William Wyler, 1939). O que se hicieran en Hollywood películas sobre esclavos ¡blancos! como Errol Flynn en El capitán Blood (Captain Blood, Michael Curtiz, 1935); o tocando el problema en China, siguiendo las novelas de Pearl S. Buck, como en La buena tierra (The Good Earth, Sidney Franklin, 1938).

Quizá la tendencia a ignorar o dulcificar el tema esclavista esté cambiando, pues entre otros Steve McQueen, el director británico negro de Shame (2011) y Hunger (2008), estrenará este año Twelve Years a Slave, cuyo título no deja lugar a dudas; lo peculiar del asunto es que sigue a un hombre negro libre en Nueva York, que por un cúmulo de circunstancias acaba esclavizado en el Sur. Una cinta singular e importante, a pesar de que no sea perfecta, es Mandingo (Richard Fleischer, 1975), donde se trata el tema de las luchas de esclavos a muerte que Tarantino retoma muy gráficamente para su Django. Cuando rodó su filme, Fleischer declaró que «se ha mentido tanto sobre la historia de la esclavitud, y disimulado y cubierto de romanticismo, que realmente pensé que tenía que detener aquello. Y la única forma era ser tan brutal como pudiera, mostrar cómo esas personas sufrían. No voy a mostrártelos sufriendo por la puerta de atrás, quiero que los mires».

Un momento clave a la hora de tratar el tema de la esclavitud con hondura lo proporcionó la pequeña pantalla gracias a la serie Raíces (Roots, 1977), que adaptaba el bestseller de Alex Haley sobre la historia de su familia, el famoso Kunta Kinte capturado en su aldea de África y vendido como esclavo en Estados Unidos, que marcó a toda una generación de telespectadores, especialmente por la dura escena en que le cortan un pie, y por las célebres frases «¿Cómo te llamas? Me llamo Kunta Kinte». Otra serie televisiva sobre la guerra de secesión, Norte y Sur (North and South, 1985), abundaría en la cuestión dentro del marco de la lucha fratricida.

Edward Zwick presentó el hecho histórico de los batallones de afroamericanos que luchaban por el Norte en Tiempos de gloria (Glory, 1989), sabían que estaba en juego nada menos que su libertad. Precisamente Spielberg aprovecha esta realidad para, al principiar Lincoln, ofrecer un intercambio dialéctico entre el presidente y dos soldados negros, donde salen a relucir las razones para la lucha y el razonable escepticismo sobre lo que puede suponer para los emancipados la victoria final. También podría considerarse como un precedente del filme de Spielberg Amazing Grace (Michael Apted, 2006), pues a la postre esta coproducción de Estados Unidos y Reino Unido describe la lucha de William Wilberforce en el parlamento británico a lo largo de quince años para lograr al fin la abolición de la esclavitud en 1807. _

Crítico de Cine. Director de www.decine21.com