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Es difícil pensar en don Diego de Silva Rodríguez Velázquez, pintor del rey, sin referir mentalmente y de modo inmediato sus obras más conocidas: Las meninas, Las lanzas, los bufones, los bodegones, la Venus frente al espejo, los retratos reales y cortesanos. Las obras tenidas por más importantes de Velázquez han sido, recurrentísimamente, objeto de atención, admiración y crítica. Los análisis y consideraciones vertidas sobre estos lienzos son innumerables y muchos de ellos constituyen dignos y proporcionados reconocimientos a la maestría del artista. Se propone aquí, en cambio, una consideración de aquellas piezas que a pesar de ser masivamente identificadas como velazqueñas, no han sido tan premiadas por el estudios de los especialistas o la veneración del público.

LA FORJA DE VULCANO (EL TRABAJO)

La representada es esencialmente una escena de trabajo manual. Se trata de una herrería, un taller de forja especializado en armas e instrumentos de combate. Los hombres que se encuentran en torno a la mesa acaban de sacar una pieza del horno y se disponen a darle forma. Fuera de ese círculo, hay un obrero que se empeña en cortar una hoja de metal que bien pudiera ser la materia prima de una coraza u otra pieza de armadura. En tercer plano, tras el horno, hay otro personaje, con rotundidad confinado al entorno físico por tamaño y distancia, seguramente encargado de mantener el horno encendido y atemperado.

Casi toda vestimenta resulta aquí molesta: el calor del horno y el esfuerzo físico impiden el atuendo. Patrón y empleados se hallan uniformados en vestimenta —es decir, casi desnudos— y en afán. Puestos los hombres a transformar el medio físico, todas las diferencias que denotan jerarquía social se eliminan. Los versos de Miguel Hernández admiten así una lectura más vital, menos ideológica:

Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:
que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,
con sus lentos diluvios, os hará transparentes,
venturosos, iguales.

Por exigencias de composición, los hombres se encuentran trabajando en un espacio muy reducido, algo que se haría particularmente dificultoso, por los movimientos que requiere la tarea realizada. El lugar que ocupa el obrero que corta la pieza es incluso peligroso. El virtuosismo de Velázquez —su modo naturalista de representar la ocupación del espacio por parte de las figuras humanas, señalado pertinentemente por Ortega— evita la sensación de amontonamiento que una mano menos diestra podría causar al observador. Sin embargo, el recurso tiene la virtud de resaltar la dimensión social del trabajo, el esfuerzo común en la consecución del objetivo. Vulcano, más experto, sostiene la pieza trabajada y se encarga de dar la forma de la pieza deseada a golpes de martillo. Pueden oírse todavía los ecos de los golpes y el diálogo entrecortado, interrumpido definitivamente por la divina presencia de Apolo.

Porque el cuadro no representa un taller de herrería sin más, como ha escrito Ortega. La aparición de Apolo opera por sí sola como reclamo de atención. Se suspende la charla y el trabajo: los integrantes de la escena quedan pendientes del parlamento: se revela aquí el carácter de instantánea de la pintura velazqueña, que tanto ha deslumbrado al ilustre filósofo. Apenas puede distinguirse a Vulcano de sus ayudantes por la mirada extrañada y atenta al recién llegado. La presencia de Apolo parece claramente concebida en su condición de ruptura o discontinuidad entre los elementos de la obra. Se trata de una presencia extraordinaria, divina. El tratamiento de la figura solar es intencionadamente más luminosa y solemne que los esforzados herreros, incluido su contrahecho pero divino patrón.

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Se manifiesta aquí el tratamiento cualitativamente diferente que, según Lopez-Rey, el artista concede a lo divino y a lo humano. El Vulcano de Velázquez es digno de una descripción hesiódica. Es un Vulcano trabajador, un poco escéptico y descreído, ajeno por completo a las promiscuidades habituales del panteón olímpico, que mira entre desconfiado y sorprendido al divino indiscreto.

Los elementos dramáticos de la escena son, como es común en Velázquez, escasísimos: tan sólo la mirada extrañada —una ceja levemente levantada— del marido traicionado ante la presencia y el parlamento de Apolo. Puede especularse con el instante mismo de la comunicación de la infidelidad de su esposa; todavía no ha habido tiempo para la reacción intempestiva, una imprecación colérica, un desmayo o un gesto destemplado. Apolo, atento a la gravedad de su parlamento, parece un alumno de la Academia o el Liceo (¿una influencia de Rafael?) dirigiendo una reposada y enjundiosa pregunta a su maestro. Es asimismo llamativa la similitud que posee su imagen con las representaciones del arcángel Gabriel en las escenas de la Anunciación.

El mensajero parece cauteloso ante la ruda condición de su auditorio. Los compañeros de labor de Vulcano apenas sí han interrumpido su afán para escuchar al recién llegado. No hay miradas cruzadas de sorpresa ni gestos de estupor. Tan sólo el obrero joven —el cíclope aprendiz— ubicado frente a la boca del horno, compone un gesto de solicitud cansina o desganada, como el de quien se molesta al ser interrumpido en su labor, que no sería diferente al que le merecería la presencia de un cliente habitual de la fundición. Y sin embargo, el desgarro y la tensión de la escena es manifiesta. La concentración y entusiasmo de la tarea se interrumpe con un pregón que se antoja absurdo y radicalmente ajeno.

Puede identificarse en La forja de Vulcano una primera explicación del recurso a la mitología del artista: se trata de la inclusión de elementos de ruptura en escenas de la vida cotidiana, que imprimen a la obra una intensidad dramática no expresable a través de medios directos de expresividad corporal.

LOS BORRACHOS (LA FIESTA)

El cuadro es vulgarmente conocido como Los borrachos, o con el título irónico, más sofisticado (y un tanto snob) de El triunfo de Baco. Mientras que con respecto a esta denominación debe decirse que una escena triunfal sólo podría ser representada como apoteósica o gloriosa, del nombre más difundido debe decirse que no constituye una escena de borrachos. Steven Orso, en la conclusión a su tesis interpretativa, ha propuesto una nueva denominación: Baco en Iberia (Bacchus in Iberia).

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Ortega trata desconsideradamente este lienzo. Contraponiéndolo a Poussin, que afirma que la belleza es atributo divino y no humano, el pensador califica al pintor de Los borrachos de «impío» y «ateo»: Baco es suplantado por un «mozancón rollizo y linfático», rodeado de unos «pícaros ganapanes». Se trata de un cuadro que expresa un «realismo materialista», ya que los dioses, en opinión del autor citado, son personificaciones o alegorías de la abstracción de todo lo bueno que hay en el hombre. En lugar de bacanal hay borrachera, «alcoholismo». En vez de Baco —añade el pensador— «hay un sinvergüenza representando a Baco».

Ortega repite así la antigua opinión de Mengs, Ponz y el mismísimo Goya, quienes en el siglo XVIII habían descrito el cuadro como la representación de un Baco fingido. Es de suponer que el ilustre filósofo se arrepentiría de tales afirmaciones, al moderar tales comentarios en sus escritos posteriores sobre el artista.

Por otra parte, más allá del concepto de Ortega sobre lo trascendente, debe señalarse que tal afirmación sería atendible si las interpretaciones que él juzga como impías o materialistas pudieran manifestarse en cuadros de temática específicamente religiosa o, más bien, cristiana. Ya se ha mencionado el certero comentario de López-Rey sobre las atenciones privilegiadas que prodiga el artista a las representaciones de Jesucristo o los santos.

No debe olvidarse que las mitológicas ocupan el lugar, en el universo conceptual del artista, de divinidades paganas, y por tanto, invariablemente falsas. Se trata, como señalara el mismo Ortega unos años después, de una muy en boga apelación de los artistas a una «religión poética», que servía de justificación para representar escenas no directamente relacionadas con la religión cristiana, cuya temática era la única legitimada para la representación. Es natural, en consecuencia, que tales personajes no recibieran un trato reverencial de parte del artista y sirvieran como excusa para representar escenas o personajes conformes al interés del pintor.

El lienzo posee la rara virtualidad de combinar tres «subgéneros» clásicos de Velázquez. Aunque está situada al aire libre, es una escena propia de un bodegón. La mayoría de los personajes son pícaros (los que en una corte ocuparían el lugar de bufones). Y el motivo que justifica la representación es mitológico. Incluso, dada la precisa caracterización fisonómica y gestual de algunos de los personajes, podría especularse con una apelación a un retratismo anónimo.

Se decía al principio que no se trata de una escena de borrachos. Efectivamente, no hay tales: se mantiene la condición social del symposion. No hay gentes por el piso o empinando el codo. No hay representación directa de ingesta de alcohol. Steven Orso, en su exhaustivo estudio, ha señalado las distancias que se observan entre las representaciones de escenas báquicas o bacanales más conocidas de los siglos XVI y XVII —recuérdese la Bacanal de los Andrianos, de Tiziano, los grotescos lienzos con motivos de taberna de los pintores flamencos y holandeses— o las que sobreviven de la Antigüedad clásica, y el Baco velazqueño. Aquí no hay cuerpos desnudos en el suelo, ni danzas frenéticas, y mucho menos ninfas o efebos en posiciones voluptuosas o gentes dormidas.

La sobriedad de la escena está remarcada en la verticalidad de los cuerpos. Orso ha reparado en la serena superficie del líquido contenido en el recipiente que sostiene el personaje tocado con sombrero que mira al observador y el anciano canoso que contempla solícito a Baco. Existe en sus actitudes una intencionalidad diferenciada y expresa, la disposición de diálogo con que han sido dotadas las figuras de la derecha, la capacidad de interacción con el observador que poseen las que se ubican en el centro del lienzo.

Parece más bien una reunión de viejos pícaros: el ambiente es bueno, festivo, quizá un poco eufórico. Pero no están ebrios. La escena es acontecimento social, brindis, reunión festiva de camaradas. La impresión, a primera vista, de tumultuosidad promiscua del grupo humano representado remite definitivamente cuando se repara en las actitudes individuales de cada personaje. Igualmente que en el taller vulcánico, es necesario representar figuras humanas dispuestas en una proximidad poco común, para mantener el cuadro dentro de un formato razonable. Velázquez resuelve este problema con una elegancia inigualable.

La especulación que asimila la escena de la adoración a Baco a una representación de la ceremonia eucarística, sugerida por López-Rey, tiene tanto sentido como la que podría tentarse entre La forja de Vulcano y la Anunciación. Más bien parece tratarse de ciertos universales de la representación artística. Igualmente descaminadas parecen las interpretaciones moralizantes del cuadro. Ya sea en el sentido negativo, es decir, de condena a la ebriedad —como ha sugerido el autor antes citado—, o positivo, de representación de la prudencia y liberalidad regia —el caso de López—, no hay suficientes elementos para indicar tal intencionalidad en el artista.

La interesante y muy documentada tesis de Orso que intenta explicar la concepción del cuadro en razón de la censura que merecía la pintura de Velázquez por parte de los otros pintores al servicio del rey, que le reprochaban dedicarse a géneros considerados menores —bodegones y retratos— y no pintar géneros mayores, tales como la pintura religiosa e histórica, tiene el inconveniente —explicado insuficientemente por el autor a partir de una obra de compromiso que se sitúa entre el naturalismo de las primeras obras y la exigencia social o profesional de contrarrestar las críticas envidiosas de sus colegas— de ser extremadamente problemática a los efectos de interpretación.

Si Velázquez se proponía exclusivamente —como Orso sostiene— mostrar sus dotes en un género que gozaba de mayor aceptación entre críticos y entendidos, debería haber desplegado la simbología y los atributos clásicos que exigía la pintura histórica o mitológica, haciendo uso de las representaciones clásicas y más difundidas de las figuras. En su lugar, el espectro posible de interpretaciones se ha movido desde el falso Baco al episodio mítico de la conquista de Iberia por parte del dios y sus compañeros faunos.

En Los borrachos aparece una segunda variante interpretativa que cabe atribuir a los cuadros mitológicos de Velázquez: la representación de escenas realistas bajo la excusa del tema mitológico. El pintor se sirve nuevamente de la deidad pagana para describir el mundo de la vida. Las divinidades que poseen su carácter explícito aparecen como ajenas, aisladas o ausentes de la escena en medio de la cual son representadas. A Velázquez no le «interesa» Baco, así como tampoco le interesan Marte, Apolo o Vulcano (poniéndose así en particular evidencia el sutil rasgo de desinterés general que percibe Ortega en sus obras), sino el contraste dramático que la presencia de estas divinas figuras puede componer, situadas en escenarios propios de la vida cotidiana. Velázquez muestra así las virtualidades de una concepción personal del arte pictórico, adoptando formalmente un género aceptado por los criterios de la época —el mitológico— pero resignificándolo en beneficio de sus propios intereses temáticos: la vida cotidiana.

EL DIOS MARTE (LA GUERRA)

Pasado por alto generalmente entre los tratadistas y estudiosos del artista, el Marte aparece como una obra sencilla en su composición pero de gran riqueza conceptual. Ortega despacha sumariamente el análisis de la misma afirmando que se trata, como otros cuadros de similar temática, de la ridiculización o tratamiento satírico de un motivo mitológico. Sin embargo, el único y débil argumento que apoya tal afirmación es que la representación del dios ofrecida por el artista escapa a las interpretaciones canónicas de su figura. Conviene revisar estas aparentes inconsecuencias en el tratamiento de la figura del dios con respecto a las imágenes clásicas del mismo, en busca de un sentido más profundo.

Tenemos ante nosotros a un hombre maduro, de mediana edad, tocado con un tipo de yelmo conocido como borgoñota y en postura laxa, adoptando una actitud que a primera vista cabría calificar de contemplativa. Apenas cubierto por un lienzo de tono azul claro, se sienta sobre lo que bien podría ser una cama revuelta, justo encima de una sábana de color rosa: no hay aquí clámide impecable, ni brillantes mantos rojo sangre, ni terciopelos luctuosos, ni mucho menos brocados de oro.

Tampoco hay soleados campos de batalla, ni masas de soldados desplazándose como mar de fondo; la penumbra completa un ambiente interior, propio de recámara. Un pie reposa en el suelo oculto por el paño rosa; el otro, apoyado sobre el borde de la cama, eleva la rodilla a la altura del pecho; sobre esta última descansa el codo del brazo izquierdo, cuya mano sirve de soporte leve al mentón.

La mano derecha sostiene sin fuerza un bastón de madera que no puede contemplarse en su totalidad, aunque a juzgar por su longitud y grosor no parece corresponder a un arma clásica, sino más bien a una herramienta agrícola: como si el dios romano de la guerra hubiera recordado súbitamente sus oscuros orígenes de deidad telúrica. A sus pies yace un montón de armas, entre las que pueden distinguirse un escudo, una coraza —ambos, elementos de defensa— y el conjunto de empuñadura y guardamano de una espada; la hoja, significativamente, está fuera de cuadro. Orso ha especulado con la condición de pendant —cuadro que hace pareja o correspondencia con otro— del Marte con respecto a La forja de Vulcano. Según la leyenda, después de que Vulcano fuera informado de la traición de su esposa Venus con Marte, el dios encolerizado los descubrió y puso en evidencia ante todo el panteón, ridiculizándolos. El cuadro dedicado al dios de la guerra sería una escena inspirada en la desolación de Marte ante la humillación. El dios estaría sumido en estado de estupor, al borde del lecho adúltero. El Marte, en palabras del autor citado, sería un «devastador estudio de ego masculino en colapso».

Nuevamente, la economía radical de la composición permite poner en cuestión la interpretación ofrecida. Como en el estudio sobre Los borrachos, la excesiva dependencia de dichas interpretaciones respecto a elementos extrapictóricos conspiran contra las mismas. No hay figuras de la amante en fuga o avergonzada, ni espectadores divinos: las escenas intermedias ausentes del relato parecen negar la relación temática directa entre ambas obras. Las licencias que se toma el artista con respecto a la representación de las figuras mitológicas conspiran asimismo contra la interpretación ofrecida: si Marte acaba de ser sorprendido en el lecho con Venus, ¿a qué conservar el yelmo en su cabeza? El resto de sus armas y vestiduras están esparcidas por el suelo. Finalmente cabe preguntarse si un hombre puesto en ridículo o avergonzado es capaz de sostener la vista, como lo hace el dios de la guerra.

La imagen que se nos ofrece de Marte parece a primera vista la antítesis del talante del guerrero. El artista ha evitado toda representación canónica. Lo que aparece no es un efebo erguido en actitud desafiante, vistiendo panoplia completa, con el brazo tenso y el arma lista. En cambio, ha elegido a un hombre maduro, algo entrado en carnes, de constitución no muy atlética, apoyado relajadamente al borde de un lecho. El único elemento que le da cierto carácter marcial es su yelmo: el resto de sus armas yacen amontonadas en el suelo. Su rostro, como decíamos, no es juvenil ni parece particularmente saludable, se trata, en todo caso, de un guerrero profesional. Por los enormes bigotes, Velázquez parecería inspirado en algún temible lansquenete, aunque no sería en modo alguno difícil trasladar sus rasgos y expresión a un húsar de la Grande Armée, un sargento alemán de infantería de la Primera Guerra Mundial, un oficial de los US Marines o un miliciano de la guerra de desmembración de Yugoslavia.

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Se ha especulado con la supuesta inspiración de Velázquez en la figura escultórica de Miguel Ángel conocida como Il pensieroso. Es un personaje sedente, ataviado con una armadura clásica y vestidos de guerra, que se halla sumido en profundas cavilaciones. Dicha representación muestra cierto carácter paradójico. La figura, a pesar de ser atlética, bella y de aspecto noble, no posee una actitud guerrera: no hay cosa más alejada de la guerra que la reflexión en la que se ve inmerso el personaje representado. El Marte sería una continuación en el estudio iniciado por Buonarroti.

Pero aguzando un poco la vista, lo que aparece en primera instancia como actitud contemplativa se revela como algo diferente. El personaje no se halla reconcentrado en sus reflexiones: no tiene la vista perdida ni los ojos cerrados. Sus ojos —reducidos a dos puntos esquemáticos, difusos, sin blanco— no poseen el brillo propio de la inteligencia. Las cavilaciones que parece estar abrigando no estimulan la imaginación del espectador. En realidad, Marte mira a éste con aire de requerimiento desganado, desde el fondo de la sombra que proyecta el yelmo, aparece una expresión que no es otra que la del aburrimiento.

No parece adecuado especular con el descanso que sigue a la batalla: el agotamiento posterior a tan ingente esfuerzo sólo puede ser representado con el sueño rendido, y no con la abulia. Tampoco puede verse un cuerpo transpirado, herido o cubierto por el polvo. El Marte de Velázquez es un guerrero de imaginaria, de marchas forzadas y holganza, de días interminables de asedio, de reglamentos, disposiciones, de monotonía vital: una tropa de ocupación. Porque la mayor parte del tiempo de guerra es precisamente eso. Su dios de la guerra viene a constituir el anverso más opaco o ignorado de la brillante realidad humana mostrada en Las lanzas.

En Filosofía de la vida cotidiana, Rafael Alvira ha escrito que la excitación de la guerra, al ser una pseudo-fiesta, no sirve para superar el aburrimiento. No hace mucho tiempo un fotógrafo norteamericano que había trabajado en Vietnam advertía, en un reportaje televisivo, a quienes pensaban en la guerra como algo excitante, que no había cosa más aburrida que ver un pelotón de infantes cargando colina arriba. Velázquez, cuatro siglos antes y dentro de una sociedad militar en plena vigencia, parece plantear un desafío al clásico esquema bifronte con que la guerra ha sido mostrada habitualmente —vida y muerte, exaltación y miseria, épica y dolor, éxtasis y sufrimiento—, y le agrega una tercera cara: la del tedio.

Aparece en el Marte una tercera forma de interpretar los cuadros mitológicos de Velázquez: la distorsión de la alegoría de la guerra, el mito volcado al revés del que hablaba Ortega, pero no en sentido satírico o burlón, sino con una intencionalidad crítica muy personal, inédita para la época.

EL CRISTO CRUCIFICADO (LA CONTEMPLACIÓN)

Es preciso, antes de tentar cualquier consideración sobre el Cristo de Velázquez, preguntarse si es posible decir algo que supere lo ya escrito por Unamuno en su célebre poema. Sirva como respuesta la aguda observación de Víctor García de la Concha: el lienzo velazqueño va perdiéndose en la obra monumental del pensador y poeta, quedando así como inicial referencia declamativa pero no redimida posteriormente, a lo largo del poema.

Es ésta otra obra extraña. Los críticos no parecen haberla considerado mucho. Ortega afirma que no hay en este lienzo exhibición de dolor ni emoción mística; en su opinión, Velázquez habría querido impresionar al espectador con la «seriedad extática». El cuadro constituiría una obra dotada de gran patetismo, pero sin recurrir al repertorio expresivo de tal condición. Se trataría un «patetismo de la seriedad». Sin restar méritos a tan refinada interpretación, es posible señalar algunos elementos que pueden dar pie a otras lecturas divergentes. Conviene detenerse en la composición y algunos elementos de la obra.

Aparentemente, el artista no ha querido pintar directamente la escena de la crucifixión, sino que se trata de la representación de una representación: es la pintura de lo que podría ser una escultura situada en un templo, por lo que cabe interpretar a partir de la tenue sombra del crucifijo sobre un muro y el tratamiento de la luz sobre la figura. Este recurso le permite a Velázquez hacer supresión natural de todo otro elemento que no constituya cruz o Crucificado: Gólgota, compañeros de cruz, verdugos, juanes, santas mujeres, cielos tenebrosos o tormentosos. Estas ausencias en el fondo oscuro del cuadro constituyen el primer indicio de la elevada carga intencional de la obra.

El segundo elemento de similar carácter es el cuerpo de Cristo. Ortega incluye la composición correspondiente al cuerpo de Cristo en un estilo al que denomina pintura velazqueña reducida, es decir, ejecutada a un nivel convencional dentro del estilo del pintor. Esto parece ser cierto, pero es necesario completar la observación con lo dicho en el párrafo anterior: es la reproducción pictórica de una obra escultórica destinada al culto, en todo conforme a las reproducciones de la época. Lleva razón Ortega cuando escribe que Cristo parece cómodo en su cruz, lo cual se le antoja una fuerte paradoja.

Sin embargo, la observación no parece tan acertada cuando el gran filósofo español se refiere al rostro; según éste, la expresión de dolor que podría manifestarse en el mismo ha sido cubierta con parte de la melena. Ortega olvida señalar las diferencias entre el «velazquismo reducido» del cuerpo y el estilo diferenciado del rostro. La discontinuidad es harto significativa. Es evidente que el rostro del Crucificado es el elemento compositivo más importante de la obra, y su realización escapa a la condición de éxtasis que Ortega advierte en el cuadro.

La representación del rostro se distingue violentamente de las formas escultóricas convencionales del cuerpo: la cabeza abatida y la melena sobre la cara poseen formas de clara ruptura, son esencialmente pictóricas. No es un rostro sereno, cómodo. Sin embargo, más que querer ocultar dolor, parece mostrar otra cosa. El recurso posiblemente haya evitado a Velázquez realizar una fisonomía demasiado precisa de Cristo en la cruz; se trata de la irrepresentabilidad del rostro del Mesías en el momento más importante de su paso por la tierra.

Pero la resolución del problema posee una poderosísima capacidad de sugestión, dando lugar incluso a la leyenda popular que cuenta la aparición mágica de la cabeza del Cristo, al arrojar el artista rendido los pinceles contra el lienzo. Cristo mira a la tierra o tiene los ojos cerrados. No hay miradas luminosas ni desgarradas al cielo. Parece vencido y resignado: podría decirse que es el momento inmediatamente previo al reclamo de abandono elevado a las alturas.

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Es un rostro oscuro, oculto; la representación misma de la tiniebla. Las referencias unamunianas al rostro como un ocultamiento celeste, cuestión sobre la que luego se volverá, componen una luna velada por la nube negra de la cabellera del Nazareno. El efecto se incrementa por el contraste con la aureola que asoma detrás de la coronilla: la faz del Cristo de Velázquez es el oscurecimiento mismo del cielo, constituye el eclipse humano-lunar de la luz solar-divina.

Se trata de un Cristo derrotado, ensombrecido por la derrota. Si el artista hubiera querido acompañar al rostro del Dios vencido con un cuerpo en consonancia, debería haber optado por una anatomía realista, descoyuntada, colgada a peso muerto de las muñecas traspasadas, con el pecho hundido y las rodillas salientes, al modo en que muchos artistas recientes han representado la escena de la cruz. Sin embargo, un cuerpo así ejecutado, es decir, armonizado con la tensión emotiva del rostro, hubiera desviado la atención hacia los miembros dolientes. Tampoco hubiera tenido similar efecto la representación exclusiva de la cabeza del Nazareno; en cambio, el cuerpo elegido por el artista es un apunte que sirve de marco para lograr, como un cono de perspectiva o una serie de círculos concéntricos, la mirada atenta del espectador sobre el rostro representado.

Pero si en un primer momento el cuerpo obra como haz de líneas concéntricas que conducen la atención al rostro, también es contraste sobre el que se repara luego de reposar la vista en la cabeza del Nazareno. A una cabeza sufriente o inerte corresponde un cuerpo inmaculado, glorioso, triunfante, resurrecto, que no varía sustancialmente de las representaciones artísticas del Cristo del Domingo de Gloria o de la Ascensión. El cuerpo de Cristo se le aparece a Unamuno como un pendón de victoria. Es un cuerpo vivo.

No encorvadas, erguidas tus rodillas
a modo de quien marcha, pues tu muerte
jornada es, no de descanso.

Es el cuerpo de un Cristo glorioso; no hay retorcimiento ni manierismos, no hay sufrimiento aparente. Es un cuerpo de pie, firmemente parado sobre el apoyapiés. No hay verdugones ni profusión de sangre, no hay magulladuras ni llagas producto del accidentado y penoso transporte de la cruz. Los signos de la pasión sólo están anotados y sirven de sobrio recordatorio del calvario.

Puede advertirse que Velázquez no habría conseguido el mismo efecto si la parte que refiriera la victoria y la resurrección fuese el rostro y la que hablara del sufrimiento y la muerte fuera el cuerpo. Aparte de que probablemente compondría un conjunto grotesco, se alteraría la sucesión cronológica de los acontecimientos en los que se opera la Redención de la Humanidad.

Por otra parte, se trata de un Cristo blanco. Aparece nuevamente la metáfora cósmica: Unamuno ha señalado el carácter lunar del cuerpo del Nazareno, su blancura inmaculada, que hace encabezar a buena parte de sus estrofas con vocablos de clara sugestividad: luna, alba, rosa, nube, hostia, lino, leche… La luminosidad divina es sol cegador para el hombre: hace falta la interposición y mediación de la humanidad de luz lunar de Cristo.

Cabe señalar que la sola mención de estas inconfundibles características de la obra de Velázquez señalan la contradicción en la que cae Unamuno si se recuerda la intención expresa respecto a su proyecto original, de cantar la carnalidad diferencial del sentimiento religioso español. La distancia entre el Cristo velazqueño y el unamuniano se hace abismal.

La obra del pintor sevillano posee una inusitada complejidad significativa, en la que está desarrollada a modo de compendio la doctrina y la praxis de la salvación cristiana: muerte-sacrificio y resurrección-victoria, articuladas en una dimensión espacio-temporal única, en la cual la atención del espectador hacia el primer término de las parejas conceptuales señaladas precede y es motivo de atención del segundo. El lienzo es una admirable aproximación visual a lo que constituye la mismísima contemplación, inmediata y sintética, por encima de la razón, discursiva y analítica. La paradoja que observa Ortega en el Cristo de Velázquez no es sino el escándalo propio y constitutivo del cristianismo.

Profesor en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina)