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Cierta confusión rodea el estreno, el 10 de diciembre de 1896, de la obra de Alfred Jarry Ubú Rey. Las crónicas de prensa y los recuerdos de los propios participantes (algunos muy dados a la mistificación) no concuerdan del todo.

Digamos que tenemos al autor sentado en el borde del escenario. Balancea sus piernecillas sobre el foso y lee con voz casi inaudible una presentación del espectáculo. Como son pocos los que han podido captar sus palabras, la sorpresa es considerable al levantarse el telón. Aparece, según Jarry, «un decorado perfectamente exacto» (la acción transcurre en Polonia, es decir, en Ninguna Parte) en el que «verán ustedes abrirse puertas sobre llanuras nevadas bajo un cielo azul, partirse chimeneas con relojes para servir de puertas, y verdecer palmeras al pie de las camas para que pasten pequeños elefantes posados sobre estanterías». ¿Tomadura de pelo? El público que acude a una compañía que encarna la nueva dramaturgia simbolista, el Théátre de l’OEuvre de Lugné-Poe, se enfrenta, después de Maeterlinck e Ibsen, a una extravagante farsa. Azuzado según algunos por una claque que alterna aplausos y silbidos, no tarda en manifestar su indignación y las protestas interrumpen en varias ocasiones las guiñolescas aventuras del Pére Ubú, rey de Polonia y doctor en Patafísica.

Con un uso de la provocación y del absurdo que anticipa las actuaciones futuristas, dadaístas y surrealistas, Jarry inaugura un teatro basado en su propia negación. Pero de esta negación, glosada en un artículo titulado De la inutilidad del teatro en el teatro, extrae su esencia, redescubre la teatralidad y la exhibe sin tapujos.

Pese a su fuerte idiosincrasia, Jarry no es una figura aislada. La decadencia de la práctica teatral en la segunda mitad del siglo XIX, su progresiva esclerosis, no podía dejar indiferentes a los medios literarios en los que empezó a gestarse la reacción a partir de la década de los ochenta. En su forma más radical, daba por imposible cualquier representación teatral, con el argumento de que fuera cual fuera su forma, devaluaba los grandes textos. «Lear, Hamlet, Othello, Macbeth, Antonio y Cleopatra -afirmaba Maeterlinck- no pueden ser representados, es peligroso verlos en el escenario».

Una premisa básica para la regeneración del teatro se cumplió con la aparición de una nueva figura, la del director de escena. Una de las causas de la mediocridad de las realizaciones teatrales de aquellos años era la falta de coordinación entre sus diversos componentes: actores, regidor, decorador, figurinista… El director impuso un criterio unificador, luchó por someter a los actores (el teatro del siglo XIX, desde Taima hasta Sarah Bernhardt, estaba dominado por las grandes vedettes)-, incluso llegó a medirse con el autor en la interpretación del texto.

La renovación del teatro a finales del siglo XIX y comienzos de este siglo partió de grandes directores de escena (Antoine y Lugné- Poe en Francia, Stanislavski y Meyerhold en Rusia, Craig en Inglaterra…) que reflexionaron sobre la naturaleza de la representación teatral, ofrecieron nuevas soluciones y, en la medida de sus posibilidades, las llevaron a la práctica.

El primero de estos grandes directores de escena fue Antoine, creador del Théátre-Libre en 1887, figura muy relacionada con el naturalismo, al que dio su expresión teatral. Conviene detenerse un instante en su obra porque es la charnela sobre la que gira, en la última década del siglo pasado, la evolución del teatro. Al llevar hasta sus últimas consecuencias la tradición ilusionista que dominaba la escena desde el siglo XVIII, Antoine rompió sus límites y abrió las vías de una transformación radical.

Ya en 1881, Zola publicaba una suerte de manifiesto bajo el título de El naturalismo en el teatro en el que sentaba las bases del experimento. «Hasta ahora, las diferentes escuelas literarias no han peleado más que para saber con qué disfraz se debía vestir la verdad para que no pareciera desvergonzada. Los clásicos habían adoptado el peplum, los románticos han hecho una revolución para imponer la cota de malla y el jubón. En el fondo, estos cambios de vestimenta importan poco, el carnaval de la naturaleza continua .

El teatro naturalista buscaba»el drama verdadero de la vida moderna» a través de la verdad de la realidad figurada, la verdad de los personajes, de los actores y de los espectadores. La importancia que en su perspectiva determinista concedía al medio exigía grandes esfuerzos por conseguir la mayor mayor exactitud y autenticidad en los decorados (para Zola, desempeñaban un papel parecido a la descripción en la novela). Se rechazó el trampantojo, base del ilusionismo tradicional, y se introdujeron objetos reales en los escenarios.

La verdad del decorado, la recreación más auténtica posible de un medio, ayudaba al actor a identificarse con su personaje, a vivirlo ante el público. Un público al que el actor pretendía ignorar como si lo separase de él, entre el escenario y la sala, una cuarta pared. Sumido en la oscuridad de la sala, el espectador era un voyeur que espiaba a los personajes que se movían sobre el escenario, a veces de espalda, ajenos a él.

¿No era sustituir, en aras de la autenticidad, una convención por otra? Desde un primer momento, las contradicciones del teatro naturalista fueron señaladas por sus detractores (en esos años nacía un género mejor equipado para superarlas, el cine) y la reacción tomó cuerpo desde las filas simbolistas con la creación en 1891 del Théâtre d’Art de Paul Fort y, dos años más tarde, del Théâtre de l’OEuvre de Lugné-Poe. No se enfrentaba, conviene recordarlo, a una escuela envuelta en telarañas, sino a una opción aún novedosa y llena de savia, cuyo legado sería más considerable de lo que se suele reconocer.

Los simbolistas rechazaban la reproducción arqueológica de una verdad ajena a la representación teatral. «El teatro —bromeaba Chejov en una carta a Meyerhold, que encabezó en Rusia la reacción simbolista-, el teatro es arte. Coja un buen retrato, recórtele la nariz e introduzca en el agujero una nariz verdadera. Queda real, pero el
cuadro se ha echado a perder».

El simbolismo liberaba la escena y al espectador, sustituía la representación realista por la sugestión. En un escenario despojado, en su manifestación más pura, de todo accesorio, un ambiente evocador del drama era creado con formas, luces y colores, sonidos, músicas y hasta perfumes combinados en un todo armónico.

Frente a unos decoradores anclados en una práctica rutinaria de su oficio y en la tradición pictórica académica, los directores de teatro simbolistas recurrieron a pintores de caballete, nuevos artistas mucho más próximos al espíritu de la nueva dramaturgia, más aptos a traducirla en términos visuales. La idea wagneriana de Gesamtkunstwerk, de la unión de las artes, estaba en el ambiente.

Estos mismos pintores (Ranson, Bonnard, Toulouse-Lautrec…) fueron los que realizaron el disparatado telón de fondo de Ubú Rey del que hablábamos al principio. De hecho, Jarry partía de postulados muy próximos al simbolismo. Por supuesto, rechazaba de plano los trampantojos y bambalinas de la escenografía tradicional, su estúpida imitación de la realidad. Para su obra César-Anticristo (1894-95) probó decorados»heráldicos», telas de fondo de un color uniforme con «los personajes pasantes armónicos sobre este campo de blasón». El experimento heráldico no lo satisfizo, pronto lo calificaría de pueril. Era una afrenta a la inteligencia del espectador: el color lo debía poner él, acorde con su idiosincrasia. En el escenario se colocaría «una tela sin pintar o el revés de un decorado». Llegado a este punto, Jarry situaba entre»los objetos notoriamente horribles que atestan inútilmente la escena, en primer lugar, el decorado y los actores«.

La idea de un decorado expuesto al revés anunciaba el siguiente paso. No bastaba con crear un decorado abstracto y simplificado en extremo. Ni siquiera la supresión del decorado era suficiente, la imaginación del espectador lo recrearía. Había que negarlo. Y qué mejor negación que crear un decorado absurdo, totalmente inasimilable?

De este modo tan radical como espectacular, Jarry reafirmaba la teatralidad, exhibía el artificio inherente a la representación teatral frente a la fiítil reconstitución ilusionista de una realidad ajena a la escena. Asimismo, el lugar de la acción se anunciaba en una pancarta, una práctica supuestamente rescatada del teatro elisabetano. Los elementos necesarios para la acción, «una ventana que se abre, una puerta que se derriba, son accesorios y pueden ser traídos como una mesa o una antorcha».

O bien el propio actor se convertía en accesorio, como recordaba Gémier, que interpretó el papel de Ubú en su estreno: «En lugar de la puerta de la cárcel, había un actor con el brazo extendido. Yo metía la llave en su mano como en una cerradura. Hacía el ruido del pestillo, cric, crac, y empujaba el brazo como si abriera una puerta».

Jarry exigía al actor un dominio absoluto de su cuerpo y de su voz, una disciplina rigurosa, una despersonalización total. El actor debía convertirse en marioneta, buscar la máxima estilización en sus gestos y expresiones. Una máscara recubría su rostro: representaba»el carácter eterno del personaje», el rasgo que lo definía. Las expresiones accidentales eran esculpidas sobre la máscara por la luz: media docena de expresiones sencillas, luego universales. «A través de estos accidentes, escribía Jarry, subsiste la expresión sustancial, y en muchas escenas lo más hermoso es la impasibilidad de la máscara una vertiendo palabras hilarantes o graves».

Era difícil imaginar algo más distinto de la interpretación típica de la escena parisina de aquellos tiempos, basada en el estudio psicológico del personaje o en la emoción del actor. Como todos los directores de escena que lucharían por crear un nueva forma de actuar (Meyerhold, Craig, Artaud…), Jarry se inspiró en modelos lejanos en el tiempo (teatro griego arcaico, medieval, elisabetano…) y en el espacio (teatro indio, chino) o en los márgenes del teatro (formas populares de teatro, títeres, circo, mimo, danza…).

A pesar de su empeño en someter al actor a una rígida disciplina, puede sorprender que en el contexto de una reforma tan profunda del teatro Jarry no explorara, más allá de la sacralización del texto propia de la escena simbolista, las posibilidades dramáticas de la improvisación. Pero el punto débil de su construcción seguía siendo el actor. Revolucionar de golpe el decorado era posible, pero la formación de un nuevo actor exigía mucho tiempo. Jarry no podía confiar esta responsabilidad a unos comediantes demasiado marcados por una práctica de su oficio totalmente ajena a sus principios.

En cambio, resulta más difícil explicar su apego a la escena a la italiana, con su rígida separación entre el público y el espacio escénico. ¿Qué sentido tenía contemplar la representación a través de un marco, una vez que se había renunciado a la puesta en escena ilusionista? Los experimentos con otros tipos de escenario ya se realizaban en aquellos años, sobre todo en Inglaterra (a partir de la recuperación de la escena elisabetana) y en Alemania, con la idea de integrar al público en el espectáculo. Pero Jarry mantenía sus distancias con el público, salvo para golpearlo e insultarlo.

Si los problemas materiales impidieron que el estreno de Ubú Rey, hace hoy un siglo, fuese el reflejo fiel de las ideas teatrales de Jarry, éste no deja de ser un hito en la historia del teatro occidental. Sirva la efemérides para recordar, en el mundo amnésico de los escenarios, que muchas de sus supuestas novedades son ya centenarias.