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«Yo no lo digo todo, pero lo pienso todo».
Pablo Picasso, en Héléne Parmelin, Picasso dit; Gonthier, París, 1966

Autodidactas, casi habría que decir: pintores primitivos, eso tendrían que ser por necesidad, según Picasso, quienes se dedicaran a pintar después de haberlo hecho el loco de Van Gogh. Él, que era hijo de un profesor de dibujo de academia, don José Ruiz; él, un muchacho precoz que había superado todas las etapas de formación académica a velocidad de vértigo, tenía ante sí esta disyuntiva: o acomodarse a la pintura anterior a la de aquellos innovadores absolutos que eran Van Gogh y Cézanne, y hundirse junto con la tradición en un academicismo orgulloso pero huero; u olvidarse de todo lo aprendido, de las reglas, de los cánones, de las academias y crear, también él, su propio lenguaje.

Con apenas diecinueve años, y ya consagrado en su país, Picasso había llegado a la Exposition Universelle de París aquel año, 1900, porque uno de sus lienzos se exhibiría en el pabellón de España. De allí en adelante, podría él consagrarse a los partenones, a las venus,- a las ninfas, a los narcisos y a toda la caterva de «bellezas» acrisoladas por la tradición y que descubría colgadas de las paredes del Louvre, por primera vez; podía hacer eso, y seguir viviendo del éxito, o bien escoger como punto de partida la galería del viejo Tanguy, donde los parisinos, hacía todavía pocos años, iban a burlarse de las bañistas de Cézanne y de los girasoles de Van Gogh. Para reírse, sí, de aquel hombre solitario y atormentado, que había dado un carpetazo a todas las herencias de la pintura y creado él solo un lenguaje enterito, desde la A hasta la Z; para burlarse, sí, de ese, como le llamaría Matisse, Dios bondadoso de la pintura, que era Cézanne, y a quien la pintura debía tantos caminos, tantas posibilidades nuevas, que hacía falta ser un Hércules para ponerse a transitar cualquiera de esas sendas.

Era sin duda una encrucijada la de París, 1900: el orden del canon, de la academia, del gusto que se vende al público en estuches; o la libertad de los colosos. O la plétora «du charme», de las obras «bonitas», «encantadoras», que llenaban el Louvre; o trabajar dando libre curso a las propias emociones, y disponerse a sufrir el escarnio. O trabajar con aquel: «Le suplico, distinguido amigo, acepte la expresión de mi consideración más distinguida», inciso en cada cuadro, mostrando sumisión a todos los gustos; o disponerse a abrazar el exilio a cuenta de su obra, como Voltaire lo hizo a cuenta de la suya.

Como pintores primitivos y autodidactas… pues si los hombres habían llegado a fijar imágenes en las paredes de las cuevas, en las astas, en un pedazo de madera, fue porque sus ojos las descubrían allí casi por azar, prefiguradas en las realidades de su entorno, casi al alcance de la mano: una forma le sugería a uno una mujer, otra un bisonte, otra, aún, la cabeza de un monstruo… que pintaban o tallaban, sin pedir permiso a nadie, sin echar mano a recetas.

Ni los espíritus cobardes que se apegan a los mitos enterrados de los museos, ni las imposturas de los charlatanes que han hecho de la pintura un modo lucrativo de vida, nos pueden hacer olvidar lo único importante, según Picasso: sentir la vida interior de los hombres grandes. Porque lo significativo no es tanto lo que el artista hace, como lo que el artista es. Cézanne nos interesaría un comino si hubiera vivido y pensado como un Jacques Émile Blanche, incluso si sus manzanas hubiesen llegado a ser diez veces más bonitas que las que realmente pintó. Lo que nos fuerza a interesarnos por Cézanne es su ansiedad: esa es su lección, eso lo que podemos aprender de él, según Picasso. Y lo que nos empuja a interesarnos por Van Gogh, es el drama actual de ese hombre, su soledad —una vida miserable, que ha llegado a ser el arquetipo de la aventura moderna de la creación—. Todo lo demás, es prescindible; de todo lo demás, podemos avergonzarnos.

El artista adolescente quiere ser original, y tiene una manera segura de conseguirlo: olvidarse de la pintura cuando pinta. Para medrar, la pintura tiene que ignorar, o mejor dicho, olvidar todas las reglas aprendidas. Formas bonitas, armonías de colores… se pueden encontrar en cada esquina, pero un artista con personalidad, ay amigo, eso es otra cosa. Ni siquiera la personalidad debe buscarla el artista, porque o se lleva dentro o es que simplemente no se tiene. Ni siquiera va a emanar del deseo de ser original. El individuo que insiste en serlo pierde el tiempo y se engaña a sí mismo.

Basta ya de hacer arte, se dice Picasso; basta ya de ofrecer belleza. Nadie quiere pintar, sólo se busca hacer arte. La gente demanda arte, y nosotros le proporcionamos «bellas armonías» y «colores mágicos». Basta ya; dejemos de hacer arte, y conformémonos con hacer pintura.

Mere et enfant
Pablo Picasso, Mere et enfant, 1907, óleo sobre lienzo, París, Museo Picasso
figurín de las islas cícladas
Figurín de las islas Ociadas (detalle), alrededor de 2700-2500 a. C Fundación Nicholas P. Goulandns – Museo de Arte Cidádico (Atenas)

Y Picasso partió de cero, y se puso a hacer pintura y sólo pintura. El joven artista rechazó todo lo que no estuviera directamente relacionado con las cualidades sensibles de su oficio. Inició su propia comprensión del dibujo, de la composición, de la forma y del color, olvidándose de fórmulas caducas sobre su corrección o incorrección, sobre su belleza o fealdad. En adelante, se atendría a su significación plástica, tal y como se revelara en cada caso ante sus ojos. Ser un pintor de la realidad, para renovar la comprensión y la práctica de su oficio: eso se proponía. Mantener los ojos y el cerebro abiertos a la realidad, como los primitivos pintores tenían los suyos, junto al fuego y en las cavernas, para gozar del placer de hacer descubrimientos. Pocos o muchos, se dijo Picasso; pero los nuestros.

I. NOVUM ORGANUM

El arte abstracto no existe para Picasso; él siempre parte de alguna figura de la realidad: el cielo, la tierra, un trozo de papel, una figura que pasa, una tela de araña… No importa qué cosa vea y a partir de qué empiece a trabajar, todo se le aparece invariablemente como una «figura». Incluso las ideas metafísicas hay que expresarlas por medio de «figuras» simbólicas (recordemos Ciencia y caridad, 1890). Por eso no habla de arte figurativo frente a arte abstracto. Una persona, un objeto, un círculo, todos ellos son figuras, que le afectan más o menos intensamente; algunas están más próximas a sus sentimientos y remueven sus facultades afectivas; otras se dirigen más particularmente a su inteligencia; pero cualquier forma encuentra su lugar en el espíritu del artista. Para él, pues, no tiene sentido hablar de su pintura como de algo abstracto, ajeno a la «figuración».

NADA DE COSAS BONITAS

El pintor no hace distinción de clases entre las realidades capaces de ponerle en marcha. Un vaso junto a un paquete de pitillos es un tema tan bueno, y tan difícil de realizar para él, como un Juicio Final. Picasso es un animal omnívoro de emociones e ideas que le llegan Dios sabe de dónde. El sólo se ha señalado una excepción: no copiarse a sí mismo, se tiene prohibido copiarse a sí mismo. Le tiene horror a repetirse, aunque no duda en coger una carpeta de dibujos antiguos, extraer los que más le gusten y empezar a trabajar a partir de ellos.

Picasso reconoce que, para bien o para mal, las cosas que, en particular, aparecen en sus cuadros son las realidades que él ama:

—En mis cuadros, pongo todas las cosas que me son queridas. Para mí, es muy triste que un pintor al que le gustan las mujeres rubias no se decida a meterlas en su cuadro ¡porque no le hacen juego con el frutero! ¡Y qué miseria la de un pintor que odiase las manzanas, pero que se sirviera de ellas con profusión, porque le hacen juego con la alfombra que está pintando! ¿Puede una mujer que no fuma pintar una pipa? ¡Sería monstruoso! En mis cuadros, aparecen las cosas que yo amo. Y cómo luego ellas casan entre sí, es su problema; allá ellas, que se las arreglen como puedan.

No hay extravagancias entre los objetos que aparecen en los lienzos de Picasso, al revés: él está por los cotidianos, los sencillos, los miserables. Nunca nadie ha hecho el retrato del Partenón, sostiene, ni jamás nadie ha pintado un sillón Luis XV, sino que se hace un cuadro con una aldea del Midi —así Cézanne—, con una silla vieja —así Van Gogh— o con un paquete de tabaco —así él mismo—.

Picasso ama los desechos: los cabos de cuerda, los alambres, la chamarilería en general, de la que es infatigable coleccionista. Esos objetos empezaron a aparecer en las composiciones de antes de la primera gran guerra, en los papier collé con retales de saco, trozos de cuerda de atar carne, chinchetas, hojas de periódico con azarosos derramamientos de café, etc. De entre todos los trabajos de la época del cubismo, esas composiciones son las que más le satisfacen por su escamoteo de lo encantador, de lo bello: por su honradez plástica, vaya.

Ya antes había introducido guitarras, cántaros, jarras de cerveza, pipas, rábanos, evitando todo rastro de «charme». Luego fueron las casetas de bañistas, con sus llaves puestas en los ojos de las cerraduras, en sus puertas, o calaveras junto a puerros y espejos, pero habitualmente objetos corrientes y molientes. Picasso se preciaba de distinguirse en ello de Matisse, que con frecuencia admitía en sus cuadros objetos elegantes, inhabituales o preciosos, de los que la gente corriente no había oído hablar: sillas venecianas con forma de ostras, camisas tradicionales multicolores procedentes de Rumania, plantas exóticas, etc.

Para ponerse en marcha y pintar, Picasso no precisaba nada de eso, él era más tipo Van Gogh, que había hecho cuadros a partir de unas botas o, mejor aún, de un par de patatones, inmensos y deformes. También a Cézanne le habían bastado unas manzanicas para ser el más grande. Picasso observa que los cuadros se pueden hacer como las princesas hacían sus hijos, con los pastores.

LA VIDA VIVA

Luego, los seres vivos, la vida… Picasso ama los animales; en realidad, los adora. En Bateau-Lavoir tuvo tres gatos siameses, un perro, un macaco y una tortuga; en el cajón de la mesa habitaba un ratón blanco domesticado. Le gustaba el burro de Frédé, que un día coceó su paquete de tabaco; le encantaba el cuerpo amaestrado de un conejo llamado Agile y lo pintó (en La mujer con cuervo) con la hija de Frédé, que se había casado con Mac Orlan. En el estudio de Vallauris tenía una cabra; en el de Cannes, un mono. En cuanto a perros, ni un día vivió privado de su compañía. Ya de joven se presentaba habitualmente paseándose con un can. En Montrouge, tenía dos molosos; luego se hizo con un fox terrier. Sus perros se llamaron Frika, Elft, Kazbek. Siempre deseó tener un gallo en casa y una cabra; soñó con disponer de un tigre. Si dependiera sólo de él, estaría rodeado siempre de una verdadera arca de Noé.

Picasso pintó no pocos gatos, pero no animales de lujo, de esos que ronronean sobre el sofá de un salón, sino felinos callejeros, felinos pendencieros con los pelos erizados mientras cazan pájaros, mientras vagabundean y corren por las calles como demonios…

—Te miran con ojos indómitos —comentaba—, dispuestos a saltar sobre uno. ¿Y no es verdad que las gatas en libertad están siempre preñadas? Se ve que no piensan más que en el amor.

Por encima de cualquier otra realidad viva, sin embargo, a Picasso le interesó siempre la figura humana. Gertrude Stein, testigo excepcional de los primeros años de Picasso en París, recuerda que el cubismo empezó con paisajes —el verano de 1908, Picasso viajó a España, permaneció varios meses entre Barcelona y Horta del Ebro, y volvió a París con tres paisajes, que supusieron el verdadero comienzo del cubismo— pero fue un movimiento efímero. Paisajes y bodegones dejaron paso casi inmediatamente a la figura humana. La seducción de las flores y los paisajes inevitablemente atraían más a los franceses, según Stein, y Picasso se aplicó de inmediato a dar expresión cubista a las personas.

¿PICASSO RETRATISTA?

Hay críticos de arte que no se han decidido a incluir a Picasso entre los retratistas. Galienne y Pierre Francastel, por ejemplo, aducen que «la figura humana no es para Picasso más que el soporte para una especulación plástica», y le niegan el título de retratista (a Matisse también). En el extremo opuesto, nos encontramos con Jean Clair, uno de los grandes especialistas sobre el pintor malagueño, que afirma taxativamente: «Picasso será siempre el mayor retratista del siglo. Incluso llega a imponerse por sí solo la siguiente evidencia: el siglo XX es el siglo del retrato o autorretrato y no el de la abstracción. Y en este arte del retrato, Picasso es el maestro».

Una orquilla de afirmaciones no sólo alejadas, sino contradictorias entre sí, que pone de manifiesto cómo, al igual que con cualesquiera otros aspectos de la pintura, cuando se trata de Picasso hay que reconocer que le hicieron a él y luego rompieron el molde. Tienen razón Galienne y Pierre cuando afirman que Picasso no fue un retratista, al modo como lo habían sido antes de él los retratistas —al modo, en todo caso, como la historia del arte entiende que eran los retratistas anteriores a Picasso—. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que reconocer que la historia del arte la hacen los pintores con más razón que los historiadores, pues los primeros suplen la materia primera o sustancia a los segundos. Así que le reconocemos a Picasso el derecho a renovar el género de la pintura del retrato, como le pareciera más oportuno.

De nuevo las observaciones de la señora Stein nos ponen en buena pista, cuando observa que al malagueño no le interesa «el alma» de las personas, como se decía entonces para referirse al logro de un retrato. Un día, paseando ambos por París, vieron a un hombre «de aspecto distinguido sentando en un banco»; y vuelto hacia ella, Picasso comentó:

—Mira esa cara; es tan vieja como el mundo; todas las caras son tan viejas como el mundo.

Para el pintor, recuerda la escritora, toda la realidad de la vida se hallaba en la cabeza, en el rostro y en el cuerpo de un individuo. Eran para él elementos tan importantes, persistentes y completos que no necesitaba pensar en ninguna otra cosa —en el alma, en la psique o en la personalidad— cuando realizaba un retrato.

Para Picasso, cualquier rostro humano era como el de una madre para su hijo —la observación es de nuevo de Stein—. Antes de memorizar los rasgos faciales de su progenitora, antes de habituarse a ellos, el niño los ve como elementos de una forma gigantesca, sin proporción y sin analogías con el resto; cada uno, una realidad singular y desconectada de las otras. El niño ve la parte frontal del rostro y luego la lateral, y no las conecta imaginativamente; cada ojo es para él una entidad singular, no la repetición de una unidad que se reparte a pares por los rostros; la carnosidad de los labios, vistos de cerca, tienen una realidad individual, lo mismo que el caballete de esa nariz, la pupila de ese ojo y ese lagrimal…

Pablo Picasso. Gerlrucfe Stein, 1905-1906, Nueva York. The Metropolitan Museum of Art
Pablo Picasso. Gerlrucfe Stein, 1905-1906, Nueva York. The Metropolitan Museum of Art

A su modo, Picasso conocía el rostro, la cabeza y el cuerpo humanos igual que un niño. Él veía cada una de las cosas reales, las observaba y como que las tocaba como si aún no las pudiera reconocer, como si aposta no las quisiera recordar, sino simplemente verlas. Y desde el punto de vista de la visión, Picasso estaba más que acertado que nosotros, adultos, pues la mayoría de las veces nosotros propiamente sólo vemos un rasgo parcial de la persona que observamos; el resto queda cubierto por un sombrero, la luz, la ropa, o cualquier otro accidente. Es sólo por costumbre (Stein no cita la psicología de la gestalt, pero podría haberlo hecho), que completamos habitualmente la totalidad de esa imagen con nuestros conocimientos adquiridos, con la información que retiene nuestra memoria sobre ese personaje individual o los de su género. Pero cuando el pintor Picasso veía un ojo, el otro no existía todavía para él. El, más que nosotros, sabía ver, y su quehacer iba a consistir en gran parte en reeducarnos a los adultos para que llegáramos a saber ver.

Pero primero tuvo que aprenderlo él mismo. Picasso, que aseguraba haber superado precozmente el periodo infantil del dibujo, tuvo que luchar para descubrir esa conciencia infantil, o mejor dicho, esa inconsciencia infantil; y para ser capaz de expresarse sin afectación, una vez instalado en el origen.

DIBUJO Y REPRESENTACIÓN

Una conciencia original la conquistaría en primer lugar mediante la representación de la singularidad o unicidad de cada individuo real. Según Picasso, es preciso encontrar un signo singular para cada realidad individual. El quería ser realista, y si una pierna no es un brazo, el dibujo de una pierna no podía ser el dibujo de un brazo. O ponte un árbol, por ejemplo. Y al lado de ese árbol, pon que hay una cabra. Y junto a la cabra, pon que hay una niñita que está cuidando la cabra. Pues bien, el pintor debe emplear un dibujo diferente para cada uno de esos elementos, porque la cabra es redonda, la niña cuadrada y el árbol, pues es como un árbol; pero si los dibujara de la misma manera, sería una falsedad. A cada realidad le corresponde un tipo de dibujo.

Ello es una cosa endiabladamente difícil, no menos que endiabladamente importante. Joan Miró, que conoció los dibujos infantiles de Picasso a los que me he referido, dijo de ellos: «Son diabólicos. Diabólicamente precoces». Pero según Picasso, la verdad es lo contrario: que lo diabólicamente difícil es dibujar con la simplicidad de un niño. «Toda una vida me ha costado —aseguraba Picasso—• aprender a dibujar como los niños, porque yo a su edad dibujaba con un virtuosismo académico, completamente impropio de mi edad». Quizá lo aprendiera de su padre, que era profesor de dibujo; pero de mayor, ya digo, Picasso quería dibujar como los niños, y lo consiguió.

El dibujo no es ninguna broma, según Picasso. El que un simple trazo pueda representar a un ser vivo resulta magnífico, más aún: esconde algo muy, muy misterioso. Picasso lo decía no sólo porque un trazo puede representar la imagen de algo real, sino que se refería a su sustancia, a lo que las cosas son verdaderamente, más allá de sus apariencias. Rendir las cosas, cada cosa, mediante el dibujo; rendir su idea, su núcleo, mediante el dibujo, sobre el lienzo: eso es un prodigio mucho mayor que todas las prestidigitaciones, que todos los azares que ocurren en el mundo y que tanto asombran a muchos, según Picasso.

De ahí que no haya nada más difícil que trazar correctamente una línea. Todo está en juego, cuando vamos a trazar una sola línea. Nadie sabe cuánto hay que calcular para poder trazar una línea que esté viva, nadie sabe cuánto cuesta definir con un trazo, de un solo trazo, la sustancia de una cosa, dice Picasso. En un documental sobre pintores contemporáneos que la televisión francesa realizó en 1946 sobre, entre otros, Matisse, hay una escena que ilustra a cámara lenta la angustia del pintor ante la inevitable y fatal primera línea. Picasso conoce ese documental y comenta cómo la escena en que el pincel de Matisse «planea» sobre el lienzo, sin decidirse a empezar por ningún lado, muestra hasta qué punto la mano y la mente calculan veloz, vertiginosamente, cuando se pinta.

Picasso encontraba el mismo problema pero ya resuelto mucho antes, en el arte primitivo, con total sencillez. Le parecía a él que las líneas grabadas en las cavernas, que él conocía por reproducciones, tenían una pureza, es decir, una precisión incomparables, lo mismo que los bajorrelieves asirios, que también pudo estudiar en el Louvre. En el arte griego, por ejemplo, ya no había la misma pureza, según él. En el arte griego, según Picasso, había ya un elemento estetizante, hubo canon y reglas que había que imitar, a las que tenían que sujetarse. Entre los egipcios y los romanos también los hubo, pero estos últimos, gracias a su utilitarismo, embellecieron menos sus edificios y sus obras; en su simplicidad genuina fueron más sinceros que los griegos, más realistas que los esteticistas griegos.

NOMBRAR LAS COSAS

Pero a la sencillez de las cavernas están obligados los pintores que, como él, han sido hechos primitivos por los impresionistas. Picasso y su generación venían obligados a una operación, tan simple como difícil a la hora de dibujar: nombrar las cosas. Saber nombrar cada cosa por su nombre, dibujándola: eso era todo. Pintar para dar nombre preciso, exacto a cada cosa: con eso bastaba. Como Adán en el paraíso, cuando Dios le iba presentando las cosas por primera vez, antes de que existiera la mujer, el tenía que nombrar todas las cosas.

Pablo Picaso, Mujer desnuda coronada
de flores (Suite Vollard, 1930)

Si el pintor hace un desnudo, debe poder decir: desnudo. No el desnudo de la señora Miriam Fernanda, sino simplemente: desnudo. No imitar un pecho, sino decir: pecho. No imitar un pie, sino decir: pie. Decir mano, decir cintura, sin imitar una mano, sin imitar una cintura. Un solo trazo habrá de bastar para decirlo, como basta una palabra para nombrar cualquier cosa, sin circunloquios. Desnudo: encontrar el signo que diga «desnudo» al primer golpe de vista, como un contundente fonema plástico.

Sólo así el observador podrá ser un creador. Bastará que sus ojos recorran la línea que dice: desnudo, para crear él mismo un desnudo, junto al pintor. Nombrará el pintor el ojo, y lo crearán él y su observador. Nombrará el pintor el pie, y lo crearán él y su observador. Al ver sus dibujos, no podrá evitar quien los observe la palabra «ojo», ni ahuyentar de su cabeza la palabra «pie». Nombrará la cabeza de un perro, cuando una línea le imponga ese nombre; nombrará la rodilla de alguien, cuando una línea se la nombre. En dibujo, eso es todo. Con eso basta, según Picasso.

SIGNOS

Pero el observador tiene todavía mucho que aprender. La gente considera que si el pintor quiere dibujar un perro, pensará por ejemplo en Kazbek —así se llamaba uno de los perros de Picasso— para imitar su apariencia. Pero no ocurre así. El dibujo de un perro tiene que parecerse tanto a un perro concreto como el fonema «perro» tiene que parecerse a un can concreto. ¿Que analogía guarda la palabra «perro» con el cuadrúpedo que ladra? ¿Por qué el signo de un perro sobre el lienzo habría de parecerse entonces a un perro empírico? A un trazo dibujado sobre un lienzo, sostiene Picasso, no hay que pedirle que copie la forma externa de un perro, sino solamente que diga: perro.

Un pintor debe observar la naturaleza, pero nunca puede confundirla con sus obras. Dibujar es encontrar el modo de traducir la naturaleza mediante un signo, que trasladamos al lienzo o al papel.

LA FICCIÓN Y LO NATURAL

Los signos guardan semejanza con el referente del que son dibujo, pero no son ni calcos, ni emulsiones de luz impresas en una banda de filme, ni reflejos sobre un espejo. Dibujar es crear vínculos visibles entre lo natural y su representación, pero vínculos que no son de identidad, sino de semejanza. Los filósofos hubieran dicho: de analogía. El dibujo no es idéntico a la cosa que representa, pero tampoco le es completamente extraño, por eso se dice: es análogo.

El sonido de una flauta es análogo al del viento: se parecen en que se transmiten por el aire, pero se diferencian en que uno es producido por un individuo, que lo hace aposta, mientras que el otro lo viene produciendo la naturaleza. Un dibujo de un buho que hace Picasso es análogo a un buho real, cuando la línea que traza Picasso es capaz de evocar, en quien conoce ese tipo de animales, uno de esa especie, aunque estrictamente el dibujo de Picasso no copie a ninguno en particular.

Pablo Picasso, El Toro (1946)
Pablo Picasso, El Toro (1946)

Ni el dibujo ni la pintura crean las cosas ni las hacen presentes, en el mismo sentido en que la naturaleza las crea o las hace presentes. Para Picasso, la naturaleza y el dibujo pertenecen a dos órdenes discintos, entre los que no hay posible acoplamiento. Cabe hablar de realidades naturales, por una lado, y de dibujos o de pinturas como referencias o signos a esas realidades; pero no cabe hablar, según Picasso, de pinturas naturales. Picasso no le daba la razón a sus críticos, cuando querían contraponer la pintura cubista a la pintura natural: tampoco antes que él hiciera cubismo, respondía Picasso, los pintores pintaban para representar o imitar la naturaleza. Más bien sucedía lo contrario.

Si los seres humanos han dibujado y pintado en todos los tiempos ha sido precisamente para expresar su concepción de lo que la naturaleza no es, sostiene Picasso. Tratándose de los pintores primitivos a los que hemos hecho referencia, sus pinturas no eran la naturaleza ni pretendían imitarla, según toda evidencia, sostiene Picasso. Pero ni siquiera en pintores como David, Ingres o el mismo Bourguereau, que creían pintar la naturaleza tal como ella es, nada de lo que lograban podía confirmar esa suposición: Ingres dibuja como Ingres, y no como ningún otro; y al resto le ocurría igual. Nadie ha visto nunca una obra de arte «natural» —esa que todos o la mayoría de los hombres hayan dibujado o pintado de la misma manera-—. El ejemplo a este respecto de los retratos es incontestable.

LOS RETRATOS

Velázquez: —sostuvo Picasso— nos legó su visión de las gentes de su tiempo. Es innegable que esas gentes eran diferentes a como aparecen en sus cuadros, pero hoy no podemos imaginarnos a un Felipe IV que no sea el que pintó Veíázquez. Rubens, por ejemplo, también hizo el retrato del rey, pero el suyo parece casi otra persona. Y nosotros creemos en el que pintó Velázquez, por la exactitud de la que él hace gala.

Si podemos pintar cien cuadros sobre un mismo personaje o un mismo tema, ¿cuál de ellos será el verdadero? Cabe plantear incluso qué es más verdadero: si el modelo, o la imagen que el pintor ha creado de él. Porque, a propósito del retrato de Felipe IV, por ejemplo, la imagen de Velázquez hoy nos sigue impresionando más que ninguna otra: por tanto, la «verdad» del retrato de Felipe IV en el siglo XXI es más la del pintor que la del modelo. Arte y verdad son, pues, parámetros heterogéneos. Tratándose de Ja pintura, la verdad no existe.

El arte es una mentira que nos ayuda a ser conscientes de la verdad o, al menos, de esa verdad que nos está permitido comprender, sostiene Picasso. Lo que el pintor ha de saber es de qué medios dispone para convencer a los demás de la veracidad de sus mentiras —para ser capaz de producir en ellos, si no admiración, al menos curiosidad frente a lo que hace—.

LO VERDADERO, LO VEROSÍMIL

Picasso reivindica para su pintura el mismo estatuto gnoseológico que, veinticinco siglos atrás, se le había concedido a la literatura. A propósito de las creaciones poéticas, la oposición entre lo verdadero y lo poético, entre la realidad natural y la ficción artística, ya había sido disuelta por la Poética de Aristóteles, en el siglo IV a. C. En los libros de la ciencia de la poesía, como luego en todas las poéticas renacentistas y barrocas que la siguieron, se decía que tanto las epopeyas como las comedias, los dramas como las novelas históricas son discursos a propósito de los cuales no cabe hablar de «verdad» o «falsedad» o, al menos, no en el mismo sentido en que se trata de ellas a propósito de la ciencia.

Decir de una demostración científica que es falsa, es asumir que no se trata propiamente de una demostración y que, por tanto, con ella no hay modo de hacer ciencia —a generar, digamos, conocimiento indubitable—. Tratándose de las ciencias, no hay demostraciones verdaderas y demostraciones falsas, sino sólo demostraciones (porque verdaderamente demuestran), y no demostraciones (porque verdaderamente no demuestran).

Pero al hablar de la «ficción» trágica, o épica, o cómica, resulta que determinados caracteres o acontecimientos, que son falsos o inexistentes cuando se refieren a determinados sujetos empíricos —cuando en la comedia Las nubes, por ejemplo, Aristófanes dice que a Sócrates le pegaba su mujer— esa atribución «falsa», no demostrada ni demostrable, no sólo no es algo que anule, cancele o invalide la ficción poética, sino que, por el contrario, la constituye. Toda ficción literaria, según se afirma, ya digo, en la Poética, está construida a partir no de acontecimientos o caracteres que ocurrieron u ocurren empíricamente de la manera descrita, sino de aquellos tan sólo que «pudieron» ocurrir de esa manera.

Es interesante señalar que la palabra griega que se emplea en esa Poética para referirse a la relación entre la ficción literaria y la realidad histórica o natural —«eikon»—, tiene la misma raíz que la palabra que empleamos en nuestro lenguaje para referirnos a los «iconos». La ficción literaria no es una copia o imagen de la realidad, sino una representación de cómo los hechos podían haber ocurrido «icónicamente», es decir, verosímilmente, con toda la apariencia de la verdad. De manera análoga, una pintura no será una copia o calco de la realidad, sino su «icono»: una imagen que la significa, que la hace aparecer «como verdadera» ante nuestros ojos.

LA SUSTANCIA, LO SURREAL

Picasso habla de la «semejanza» entre lo dibujado y lo natural, cuando se refiere a una relación que no es ni de identidad total ni de completa alteridad, sino la de una analogía o semejanza por la que se descubre, a través de la diferencias entre el modelo natural y su imagen, su identidad más profunda. Al principio, antes de que los demás lo hicieran, Picasso empleaba la palabra surreal y se refería con ella a esa semejanza más profunda, más allá de las formas y los colores aparentes de las realidades, de los que el pintor partía y los cuales se proponía hacer presentes en el lienzo.

Pablo Picasso, Mujer acróbata
Pablo Picaso, Mujer acróbata (19301, oleo sobre tabla. París, Centre George Pompidou

Lo surreal comparece sobre el lienzo, sostiene Picasso, como una resemblanza o evocación de la realidad natural. Si el dibujo es capaz de evocar las cosas, no es porque represente su apariencia o manifestación natural, sino porque da forma, haciéndola visible, a su realidad más auténtica. Es notable que también en esto el término picassiano de surrealidad recuerda no poco a otro aristotélico, igualmente capital, que es el de la sustancia. Para el pintor y para el filósofo, es posible dejar aparte la apariencia de las cosas, y »leer dentro» de su núcleo, hasta comprender el meollo de su realidad. Aristóteles dirá que eso se puede conseguir por medio de la definición de la sustancia de las cosas, definición que se expresa a través de conceptos generales y diferencias específicas. Por su parte, Picasso sostiene que eso lo consigue él con la definición de la forma de las cosas, definición en la que él no emplea conceptos, sino líneas y colores. Para el filósofo, la sustancia —la surrealidad— de un ser no es lo que éste es según sus apariencias, ante nuestros sentidos, sino lo que la inteligencia ha comprendido de él como aquello a lo que no puede renunciar sin dejar de ser «lo mismo». Para Picasso, la forma dibujada de un objeto o de un cuerpo no es necesariamente una copia de su forma aparente, tal y como aparece ante nuestros sentidos, sino una forma tal que, no obstante su aparente alejamiento del fenómeno de las cosas, las representa mejor o más duraderamente, es decir, más esencialmente.

LA FORMA

Lo que el pintor hace no es copiar apariencias, sino ver y crear formas. La forma es también una apariencia, desde luego, pues los dibujos son realidades visibles. Pero las formas de las cosas que el pintor ve, donde los demás no ven nada, y que reproduce sobre el lienzo, significan con mayor profundidad su realidad. Eso piensa Picasso, al menos. Las formas de las cosas que él dibuja estarán tal vez alejadas de la imagen que la retina, o de la imagen que una cámara fotográfica guardarían de ese objeto; pero es lógico que sea así, porque los ojos del artista, a diferencia del objetivo de la cámara o la superficie del espejo, están abiertos a una realidad superior, sostiene él.

Dibujar la realidad es producir un signo que la evoque en el observador, a través de una semejanza o analogía que éste percibe por medio del dibujo o del color en una superficie. Unas veces, las líneas o formas dibujadas estarán muy próximas a la apariencia natural de la realidad, y cualquiera podrá reconocerla en ellas; otras veces estarán muy alejadas. En unos dibujos, resultará como si el pintor hubiera utilizado la palabra «cosa»; en otros, como si hubiera sustituido el fonema convencional por la expresión correspondiente en el slang: que hubiera dicho «cositinga» en vez de «cosa», pongo por caso, para romper el significado petrificado del signo y alcanzar así sentidos poéticos inusuales. Todo vale, cuando se trata de signos: también la marea sube o baja, sostiene Picasso, pero el mar siempre está ahí.

Basta un trazo o un par de líneas para significar o evocar una realidad. Dos puntos sobre una superficie pueden transformarse en el signo de unos ojos, porque ellos bastan para evocar un rostro —a pesar de que no lo representen o, mejor dicho: lo evocan precisamente porque no lo representan—. Si no lo evocaran, no serían dibujo —no constituirían un signo—. Eso es lo extraño del dibujo en general, según Picasso: que la evocación de la realidad, desde el lienzo o el papel, pueda hacerse con medios tan sencillos. Dos agujeros o dos puntos son muy abstractos si se piensa en la complejidad del rostro humano; pero lo más abstracto en este sentido es el súmmum de la realidad.

Rostro primitivo, Pablo Picasso
Pablo Picasso, Rotro primitivo (1936), a partir de la lapa de una caja de cartón

Sin embargo, el límite de la esencialización del dibujo es que no puede llegar a ser tan simple, tan simple, que deje de referirse a algo concreto; o que, en su indefinición, se refiere a tantas cosas posibles, que deje de referirse a ninguna concreta en particular. Picasso insistía en que, no obstante que algún trazo o algunas pinceladas de sus cuadros le parecieran abstractas al espectador, todas, en cualquiera de sus obras, querrían significar algo: un toro, una plaza de toros, el mar, la montaña, la gente…

INDISOLUBILIDAD DE SIGNO Y REFERENTE

La dificultad radica en encontrar el medio de hacer comparecer sobre el lienzo cada trozo de la realidad con la misma sencillez con que lo hace la cosa en la naturaleza: la hierba sobre el lienzo como la hierba en la naturaleza, el árbol como el árbol, el desnudo como el desnudo. Sólo si el pintor es capaz de crear una definición gráfica directa, efectiva, sus dibujos operarán como la misma realidad y no como en el arte. Sólo si los signos que construye son capaces de desarrollarse por sí mismos, sin artificios, logrará el pintor una pintura tan inteligente que resulte como la vida. Sólo así sus artificios serán persuasivos, tendrán los mismos efectos intuitivos y emocionales que los reales, aunque estén hechos de pintura. Sólo así se consigue que un cuadro no sea una imitación de la naturaleza, sino una realidad equiparable a la naturaleza. Algo «otro» que la naturaleza, pero de eficacia similar para los espíritus.

Unir la realidad y su representación pictórica por medio de un signo: dominar la realidad mediante signos, tener capacidad de convocarla, de hacerla presente, mediante signos: o el pintor sabe hacer eso, o no sabe nada.

DE PODER A PODER

Por ello a Picasso no le da miedo hacer actos de poder cuando pinta. Un poder que usurpa a la naturaleza. Su decisión es inapelable: ocupa el trono de la naturaleza y ejerce su dominio, desvinculándose de la información que ella trata de imponerle, si a él no le conviene.

El primero de los pintores libres fue Van Gogh, sostiene Picasso. El primero que no quiso trabajar imitando a la naturaleza, sino sirviéndose de ella, fue él. Van Gogh no partía de la pintura para llegar a la naturaleza, sino al revés: partía de la naturaleza para llegar a la pintura. Los artistas como él no copian la naturaleza, no la imitan, sino que permiten que los objetos pictóricos se revistan de apariencias reales. No se proponen transformar el sol en un punto amarillo sobre el lienzo, sino transformar, mediante su arte y su inteligencia, un punto amarillo sobre el lienzo en un sol.

Y como Van Gogh, Matisse y otros más, que pintaron frente a la naturaleza, trabajando como dicen los chinos y los indios mexicanos: no imitando la vida, sino trabajando como ella; no creando lo que ella, sino creando como ella. Precisaban saber cómo forma la naturaleza las ramas y sentir cómo lo hace, no para imitar la forma de las ramas, sino para crearlas ellos mismos.

DEFORMACIONES

El pintor recuerda que, de niño, tenía muchas veces el mismo sueño —una pesadilla—. Se veía a sí mismo con unos brazos y unas piernas enormes, que se le encogían y encogían, hasta hacérsele minúsculas. Con los otros personajes del sueño ocurría lo mismo, también sus brazos y sus cabezas se hacían gigantescas y luego enanas, diminutas. El sueño de las transformaciones le producía siempre mucho miedo. Pero luego, de mayor, cuando pintaba, no le daba miedo formar y deformar él mismo a voluntad las figuras, haciendo de ellas más o menos poderosos signos. Las proporciones naturales de las cosas no le ataban más las manos, y en los dominios de su arte se hacían flexibles y libres, se estiraban o se contraían, como en el sueño infantil, pero felizmente.

—Uno no sabe habttualmente qué es lo que va a dibujar… —observaba—; pero cuando comienzas, enseguida nace una historia, una idea… y ya lo tienes. La historia crece, como en una obra de teatro, como en la vida… y el dibujo se transforma en otros dibujos, en una auténtica novela. Es muy entretenido, se lo aseguro. Al menos, yo me divierto enormemente inventando esas cosas y me paso horas enteras, dibujándolas, viendo y pensando qué hacen mis personajes. En el fondo, es una manera de escribir historias.

Veamos cómo empieza su trabajo el pintor. Parte de una imagen más o menos vaga que le proporciona la realidad —no importa que él no sepa exactamente qué es lo que quiere, mientras sepa muy bien qué es lo que no quiere—. Hablando de la propiedad del trazo que le interesa, la palabra que mejor la resume es: «tensión». El trazo que busca Picasso debe vibrar, debe anticiparse el objeto. El pintor no cuenta más que con una línea, así que no importa si tiene que desviarse mucho de la apariencias.

La cabeza que empieza a dibujar deviene, por ejemplo, un huevo, porque así es como el signo alcanza su mayor resonancia. No es una estilización que él se proponga; lo mismo que él, lo comprendieron los escultores de las Cicladas y no cuando jugaban o se entretenían, sino a la hora de fabricar ídolos . Las figuras de sus dioses eran como huevos, fijados por un grueso cuello al cuerpo de los mismos. El cuerpo y la planta. Lo mismo que Picasso hace en su Femme au feuiüage (1939). ¿Qué importa una cara sea cuadrada, cuando debería ser redonda? Y si provoca desconcierto, pues mejor.

Pero este proceso de esencialización de las formas no puede ser ilimitado, si no quiere verse abocado a la abstracción —a la pérdida del referente del signo—. Tratándose, por ejemplo, de hacer un retrato uno busca, por medio de esas eliminaciones sucesivas, llegar a la forma pura, al volumen esencial y sin accidentes, pero uno se verá conducido fatalmente de nuevo a la forma oval. Y lo mismo al revés: si partimos del huevo, y siguiendo el camino y el propósito contrarios, llegaremos al retrato. Pero el artista tiene que evitar un camino tan simplista como ése, yendo de un extremo a otro; el artista ha de saber detenerse a tiempo.

O más bien, alguien ajeno al arte, un no profesional que está detrás del artista, le dice al oído cuáles son en cada caso las decisiones correctas: que eso que hace está bien, y que eso otro va mal… Una especie de ángel de la guarda, asegura el pintor, que le impide continuar simplificando o, al revés, elaborando una pintura justo en el momento preciso.

COMPOSICIÓN

Todo es difícil: dibujar un brazo, una mano, etc. Pero no basta con lograrlo, con haber dibujado una buena cabeza o un buen árbol. Luego hay que adjuntar unos a otros: una cabeza más unos brazos, más un torso, más unas piernas, etc., hasta constituir la figura completa. No es de extrañar que, en el ensamblaje, al pintor le salgan formas en apariencia extrañas: cabezas muy grandes o muy pequeñas, pies colosales, manos-manopla más que manos con dedos… Cuando los elementos singulares se consideran elementos de un todo, cada uno puede sufrir recortes, ajustes, modificaciones. El ensamblaje implica habitualmente la supresión o la modificación de las apariencias naturales, al objeto de satisfacer imperativos plásticos.

Estos imperativos se refieren, por ejemplo, a la atracción de los elementos de la composición. Ni las líneas ni las formas de una composición coexisten entre sí de modo neutro, plásticamente hablando. En razón de su proximidad o alejamiento, de su dirección y grosor, de su largueza y color, las líneas crean entre sí campos de fuerzas, energías de atracción o de repulsión que es preciso dominar. En cada composición, existe un punto de máxima tensión, hacia el que todas líneas se orientan. El pintor ha de comprender esa dynamis, y no importarle si para hacerla evidente y expresa, tiene que curvar alguna de las líneas o modificar la apariencia de alguna de las formas.

Estas exigencias compositivas, tal vez difíciles de comprender para quien no las siente, son las que el pintor de ninguna manera puede eludir. El puede hacer un cuadro entero, pensando en el efecto que logrará en una esquinita, a la que ni el coleccionista ni el connaisseur prestarán seguramente atención.

Las líneas de un cuadro se cargan como los cables de la luz que, por efecto de una tormenta que se avecina, se polarizan y vibran merced a una brusca, pero invisible ionización; quien no es capaz de distinguir el efecto y el contraefecto, el zumbido y la vibración que las líneas de un cuadro ejercen entre sí, no entenderá muchas de las deformaciones a las que Picasso somete sus figuras, cuando al dibujarlos se anticipa a la tormenta.

DRAMA

El pintor puede y, según Picasso, debe procurar dar expresión no sólo las fuerzas de atracción, sino también a las de repulsión. Porque sin drama no hay pintura, según Picasso. No hay pintura de Picasso sin drama, al menos. Por su puesto que se pueden realizar cuadros con partes en armonía, todas muy concordadas, muy bellas y tranquilas; pero entonces falta el conflicto. Y los conflictos le parecen esenciales a Picasso.

Un dibujo, un cuadro, no debe existir sin contrastes: contrastes de dibujo —un ángulo agudo junto a una curva—, contrastes de forma — un círculo junto a un cuadrado—, contrastes de color —el blanco junto al negro—. Superficies completamente orquestadas, que se desarrollan plácidamente, a él no le gustan. O al menos, a él no le interesan: prefiere que en ese océano de beatitud suene un golpe inesperado de címbalos, un gesto de violencia concentrada que despierte al observador de su plácida somnolencia.

Al margen de los valores plásticos, el dramatismo puede quedar determinado por el tema, aunque esto es excepcional, tratándose de Picasso. No cualquier tema es dramático por sí mismo, según el pintor de Málaga, aunque en cada tema hay un momento que sí puede ser visto dramáticamente. Un pollo muerto no sería en sí mismo un tema para un cuadro de Picasso, por ejemplo, como lo es para un Soutine; pero Picasso sí lo admitiría justo en un momento particular: cuando al ave le acaban de cortar el cuello y el cuenco lleno de sangre y el cuchillo del matarife junto a él atestiguan todavía la intensidad de ese momento.

Pablo Picasso. La mujer que llora (1937)
Pablo Picasso, La mujer que llora (1937)

MOMENTO DE SORPRESA

Hablando del momento y del movimiento, Picasso no opina como Leonardo, ya que al español no le parece que la tarea de la pintura sea representar el movimiento, como sostiene el italiano, sino más bien lo contrario: la pintura ha de detener el movimiento, ha de detener la imagen del movimiento. Se trata según Picasso de ir más allá del movimiento, porque si no, el pintor va corriendo detrás de la realidad, sin alcanzarla nunca. Lo suyo es elegir un momento, para concentrar toda la realidad que le interesa; un punto de equilibrio que, más que como estado de reposo inerte, sea algo que se coge al vuelo, con derroche de reflejos, como un malabarista atrapa los bolos que le caen del cielo.

Ese punto viene señalado habitualmente por la sorpresa. El sentido de la vista gusta de ser sorprendido, asegura Picasso, y por eso en su pintura él le proporciona sorpresas. El quid está en dar con un momento que contradiga las expectativas del espectador, que arremeta contra su lógica o sus hábitos pero que, al mismo tiempo, logre su acatamiento, su aquiescencia.

El pintor va transformando los elementos naturales de que parte. Para la manera corriente de ver las cosas, y para los ojos adiestrados en la pintura tradicional, algunos de esos elementos son todavía perfectamente reconocibles: por ejemplo, el sillín de una bicicleta, su manillar… De repente, al artista se le revela una forma de combinarlos o componerlos de un modo tan inusual e inesperado, tan desconcertante y sin embargo, reconocible, que el espectador se verá obligado a inquietarse, a interrogarse emocionado sobre esa asociación inesperada de sillín y manillar de bici que, así compuestos, figuran una… Cabeza de toro.

—Un día encontré en un montón de objetos revueltos —explicaba Picasso a Brassai— un sillín viejo de bicicleta justo al lado de un manillar oxidado. Como un rayo asocié los dos. La idea de esta Cabeza de toro me vino sola. No he hecho más que soldarlos. Lo maravilloso del bronce es que puede dar a los objetos más heterogéneos tal unidad que a veces es difícil identificar los elementos de que está compuesto.

Agnición o reconocimiento llamaba Aristóteles a este momento esencial de toda obra artística. Para que haya drama, el personaje ha de verse sorprendido por el reconocimiento de que su esposa amada es, al mismo tiempo… su progenitora. Estas emociones en conflicto, más bien, esas emociones contradictorias, reconocidas ambas como existiendo simultáneamente en el mismo sujeto, son las que producen el drama, sea literario o pictórico. Aunque, como perspicazmente admitía Picasso a propósito de su Cabeza de toro, ha de cumplirse una condición:

—Lo maravilloso del bronce es que puede dar a los objetos más heterogéneos tal unidad que a veces es difícil identificar los elementos de que está compuesto… Pero también esto es peligroso: si no se viera más que la cabeza del toro, y no el sillín de bicicleta y el manillar, esta escultura perdería todo su interés.

Ese momento dramático —de aceptación de lo que se tenía por imposible— es el que interesa a Picasso en cada una de sus obras. Cuando crea, trata siempre de dar una imagen que la gente no se espera y que le parezca inicialmente lo bastante abrumadora como para resultar inaceptable. Porque se trata de convencer al espectador de que, aunque parezca inaceptable o imposible, en realidad no lo es.

Un espectador cree saber lo que tiene delante, lo que se ofrece ante sus ojos, cuando es capaz de asociarlo, más o menos rápidamente, a una idea, a una experiencia, a un concepto. Si uno tiene un fondo referencial donde pueda echar el ancla a sus percepciones, entonces deja de interesarse por lo que tiene delante; psicológicamente, diríamos, deja de verlo cuando puede clasificarlo.

Por eso, un pintor como Picasso tratará de destruir los malos hábitos intuitivos de los contempladores de sus cuadros; sus hábitos asociativos domésticos, por así decir, que, válidos tal vez en otros terrenos de la vida, y sobre todo en los prácticos, en la experiencia estética son completamente nocivos. Se trata de que el contemplador de sus cuadros vea por primera vez el fenómeno que se le presenta. De ahí que el pintor endilgue en un hermoso rostro una nariz de caballo: sabe que así, y sólo así, el espectador reparará en la nariz como en algo de apariencia monstruoso, caballuno. De esa manera obliga el pintor al espectador a ver una nariz, al objeto de que al final comprenda que la nariz que ve ni siquiera es… monstruosa.

La lógica de la sorpresa es la misma que gobierna el sentido del humor, pues una estupidez inesperada nos hace reír, observa Picasso. Si el segundo libro de la Poética no permaneciese perdido, como hasta hoy, tal vez comprendiésemos mejor el sentido último del chiste, del gag que tienen éxito en el escenario. En todo caso, cuanto el filósofo dice en el primero de los libros de la Poética —ese que sí ha llegado hasta nuestros días— a propósito de la metáfora, en los textos dramáticos; y cuanto vuelve a tratar sobre esa figura literaria en el tercer libro de la Retórica, confirman plenamente la idea asociativa que, según Picasso, es esencial si no en toda obra de arte en general (Picasso nunca hizo ciencia poética), al menos en toda obra de arte salida de sus manos.

EL PODER SON LAS METÁFORAS, IMBÉCIL

Cuando Hornero, sostiene Aristóteles, habla de «la de rosados dedos» refiriéndose a la aurora, está empleando una metáfora. El poeta logra conjuntar dos realidades heterogéneas, pues ni la mano está en el orden de los sucesos atmosféricos, ni éstos en el orden de la anatomía humana. Si el poeta hubiera dicho: «La aurora es como una mano de rosados dedos», estaría empleando una imagen o «icono» lingüístico, que es lo mismo que la metáfora, pero expresada mediante la palabra «como». En ella se vuelve a repetir el principio de la metáfora.

La metáfora o la imagen lingüística logran encontrar una relación de semejanza o analogía entre una parte o aspecto de esas realidades heterogéneas, bajo la cual esta vez sí resultan comparables o asociables, en contra de nuestras expectativas iniciales. Por esto son grandes el poeta y el orador y, en general, quien logra persuadir o emocionar usando lenguajes metafóricos: porque son capaces de crear expresiones que, si tomadas aisladamente nada tienen en común, puestas en relación bajo determinado punto de vista nos descubren una convincente o deleitable semejanza.

Las deformaciones y transformaciones de los objetos naturales que encontramos en los dibujos y en las pinturas de Picasso tienen, a mi juicio, este mismo sentido metafórico. El dibujo inusual nos hace ver la realidad más corriente de un modo inusual. Es preciso deformar, transformar lo que no es real —la pintura-— para que la realidad común se nos aparezca, por contraste, en toda su hermosura. Si el poeta no cometiera el disparate lógico de comparar el fenómeno del amanecer con un miembro del organismo, tal vez nunca hubiéramos reparado cabalmente en la belleza natural de ese fenómeno qué presenciamos todos los días. La ficción es, pues, un rodeo por la impropiedad, por la: falsedad, por la inadecuación, para llegar a una intuición o una emoción superior, o al menos a una conciencia superior, entusiasmante de una vieja, acostumbrada y acaso moribunda percepción de la verdad.

La sorpresa será tanto mayor cuanto más alejados estén los términos iniciales de la comparación. Una cosa es dibujar una nariz caballuna en un óvalo, otra poner los ojos en las piernas y otra aún dibujar el sexo junto a una oreja. El pintor puede modificar y desplazar a voluntad, nadie le dirá que no es libre para contradecir a la naturaleza, para deformarla cuanto quiera. Puede hacer un rostro de perfil y un rostro de frente, y forzarles a convivir en una misma forma. ¿Y los dos ojos, si no quiere hacerlos iguales? También la naturaleza hace muchas cosas como las hace el pintor, a golpe de patochadas..Y aunque las esconde, el pintor quiere que la naturaleza se confiese. Su pintura va a sacar a la naturaleza de debajo de la cama.

—¿Desde cuándo un cuadro ha sido una demostración matemática? —se pregunta el pintor—Nunca han sido creados con objeto de explicar (¿explicar qué, me pregunto?), sino de hacer surgir emociones en el alma de quién los contempla. Lo único que importa es que un hombre no quede indiferente frente a una obra de arte, que pase junto a él echándole simplemente un vistazo… Es necesario que vibre, que se conmueva, que él mismo se transforme en un creador, si no efectivamente al menos por medio de la imaginación… Hay que sacar al espectador de su somnolencia, sacudirle, apretarle la garganta, para que se haga de una vez consciente del mundo en el que vive.

Picasso no quiere que su pintura sea como la de Matisse, toda ella muy francesa. El pintor galo había declarado aspirar a que cualquier hombre honesto, al contemplar su pintura, hallase reposo y placer… Y Picasso le respondía:

—Yo quiero exactamente lo contrario, yo quiero inquietar a mi espectador, quiero violentarle. Querría que todo el mundo arrancara mi pintura con los ojos, que nadie se pudiera dormir delante de mis cuadros, suspirando beatitud.

Para que sus cuadros sean reales, como los perros, tienen que morder al personal, pensaba Picasso. Sólo siendo subversivo transmite el pintor una imagen de la naturaleza y de los hombres mismos, que hace pensar a los espectadores, que les hace reflexionar.

—Había que despertar a la gente —recuerda el creador de Les demoiselles d’Avignon—; darle la vuelta a su modo de identificar las cosas. Había que crear imágenes inaceptables. Que les hiciera echar chispas. Que les obligara a comprender que viven en un mundo singular, un mundo en modo alguno tranquilizador, muy distinto del que ellos creen.

EL SIGNO NO ES ILIMITADO

En su reino de ficción, el pintor se encuentra no obstante con un límite, con un coto a su omnipotencia: sus signos podrán aparecer con cuantas deformaciones o mutilaciones quiera, a condición de que sigan siendo reconocibles. Porque si el sexo dibujado no es reconocible, o no lo es la oreja que se presenta a su lado, la sorpresa de su violenta conjunción se esfuma.

La explicación es clara: como la relación de los elementos no existía antes de que la creara el poeta, cuanto más alejados entre sí estén los órdenes reales a los que pertenecen los elementos de la comparación, tanto más fácilmente, por una parte, se cumplirá esta condición de no ser una relación evidente —toda metáfora guarda relación con el enigma, pues lo ya sabido no suscita ni sorpresa ni, por tanto, interés—; pero, por otra, si esos elementos están tan alejados entre sí, que su analogía o semejanza es apenas reconocible, la metáfora o imagen volvería a quedar amenazada. Por tanto, cuanto más disímiles sean los elementos de la comparación, más difícil será el descubrimiento de sus semejanzas.

Así que crear metáforas es difícil, sostiene Aristóteles, y con razón se celebra a los poetas, cuando las crean. Picasso se declara uno de ellos, cuando reconoce que lo que más le interesa es establecer relaciones de gran desviación, totalmente inesperadas entre las cosas de las que habla. Porque en esa dificultad estriba un interés, y en este interés hay una tensión que, para él, es mucho más importante que el equilibrio estable de la armonía. Ello no le interesa en absoluto. Al contrario, ensaya traspasar la realidad, en todos los sentidos.

Violencia, golpes de platillos, cuencos de sangre, incordio y truenos… Todo está permitido al pintor, mientras sus signos sean reconocibles y también mientras el cuadro se pueda defender por sí mismo. Esto lo considera el pintor esencial, porque toda pintura quiere ser admirada, quiere gustar. Si la beatitud de un cuadro puede aburrir al más valiente, su sola intención de provocar también puede dejarle indiferente. Porque el drama desaparece si el cuadro no llega a gustar, al mismo tiempo que sorprende, inquieta y tal vez moleste. Esta es la dificultad. O como dice Picasso:

—Un cuadro, un buen cuadro, ¡vaya!, debe ser irresistible, aunque esté erizado de hojas de afeitar.

LIBERTAD NO ES GRATUIDAD

Las referidas limitaciones —reconocibilidad del signo, irresistibilidad de la forma, etc.—, indican cómo en su trabajo el pintor no és tan libre como tal vez desearía. En repetidas ocasiones, Picasso ha observado que la libertad la posee en plenitud solamente antes de empezar a trabajar, antes de tocar el lienzo.

—Con la libertad, uno debe ser cuidadoso, en la pintura como en el resto de las cosas —observó—. Uno es libre, pero en el momento en que realiza algo, cualquier cosa, ya está condicionado, encadenado. La libertad para no hacer algo le obliga a hacer otra cosa, imperativamente. Y ahí están, de nuevo, las cadenas. Es como la historia que contaba alguien sobre unos milicianos anarquistas que recibían instrucción. El instructor les decía: «¡Derecha!», y todos ellos, sin dudarlo, giraban a la izquierda, porque eran… anarquistas. Al pintar sucede lo mismo. Uno empieza con toda libertad pero se encierra con su idea, con esa en particular y no con ninguna otra, y así ya queda encadenado.

Todo el interés del arte está en los comienzos, sostenía Picasso. Tras el comienzo, todo ha concluido. Todo ha concluido para la libertad, porque cada elemento que aparece sobre el lienzo lo hace con sus exigencias propias, con propia autonomía. De hecho, cuando el pintor observa cualquiera de sus dibujos, reconoce que las deformidades de las figuras, su independencia de la naturaleza, su vida propia, no han surgido por un deseo expreso de estilización. El pintor no ha hecho nada ex profeso, sino que ha surgido así, motu propio. ¿Por qué leyes, bajo qué reglas? No pueden ser otras, aventura el pintor, que las de la poesía.

CON LA NECESIDAD DE UN POEMA

Sí, un dibujo es como un poema, donde líneas y formas riman entre sí y cobran vida. No es necesaria una gran cantidad de elementos para que surja sobre el lienzo un gran poema; en dos o tres líneas puede haber más poesía que en la más largo de las narraciones épicas.

También las formas tienen sus propias rimas. Unas veces alcanzan resonancia entre sí, cuando responden a otras formas, o al espacio que les rodea. Otras, se relacionan a través de sus significados, aunque en esto es importante, según el pintor, que la relación no sea demasiado evidente.

Por otra parte, también del ritmo se derivan algunas consecuencias compositivas. Es posible que el pintor quiera dibujar una taza redonda, pero que acabe haciéndola cuadrada porque el ritmo general del cuadro, su construcción unitaria, así se lo exige. Unas veces es la transformación de las formas lo que demanda el ritmo del cuadro; otras será la repetición de un mismo elemento, porque la repetición procura un ritmo y el ritmo hace posible la percepción del tiempo.

Para Picasso, la vida de las líneas y de las formas son los valores decisivos de la composición. A ellas sólo debe añadir la de los colores. Pero los colores, en su pintura y en toda pintura, son otra historia.

II. LA CIENCIA DEL COLOR

Cualquiera que se interese por la ciencia de la pintura —y a nosotros nos interesa aquí la de Pablo Ruiz Picasso— ha de tratar por necesidad del color.

El dibujo, según hemos visto, es un organum repraesentationis universale: el instrumento gráfico, gracias al cual cabe representar en dos dimensiones toda la realidad visible (y según Picasso, la invisible también: con un triangulo y un ojo en medio nos referimos simbólicamente a Dios).

Con sólo líneas, el dibujante es capaz también de resolver dos de los problemas que, según Leonardo, son esenciales a esta facultad pictórica: el de la representación del volumen de los cuerpos, y el de la representación en perspectiva de los mismos. Quien, sobre la superficie que corresponde a una figura, concentra en algunas partes mayor número de líneas, imitando así a las sombras, está al mismo tiempo representando el volumen de esa figura, es decir, su tridimensionalidad. Para la representación de la incidencia de la luz sobre los cuerpos —que al tiempo que ilumina unas partes, deja en penumbra otras— no es necesario, insisto, el empleo del color, basta con saber dibujar. (Anticipemos que, para quien pinta usando solamente manchas de color, la representación de la iluminación es un nuevo problema, y uno de los más complejos del colorismo, por cierto).

Por su parte, la cuestión de la perspectiva también la puede resolver el dibujante con sus propios medios. Hablamos de la representación relativa del tamaño de dos o más cuerpos, en proporción directa a la distancia que los separa de un mismo punto de observación. Es la técnica que, desde la ciencia de la pintura de Leonardo, se conoce como perspectiva lineal. Es verdad que, para el pintor con colores, el problema de la perspectiva lineal se transforma de nuevo en un problema más complejo, pues con la distancia no sólo se modifica la apariencia del tamaño de los cuerpos, en relación al observador, sino también la percepción del color de sus superficies: una misma superficie azul no se percibe del mismo modo cuando está próxima que cuando está lejana —cuando el observador y la superficie coloreada están separados por una atmósfera que, con la distancia, se ha cargado, con la vibración de todos los colores posibles del entorno; o cuando, separados apenas unos metros, el color de la superficie observada es el que domina en la atmósfera interpuesta—.

Pablo Picado, Rostro
Pablo Picaso, Rostro (Mane-Tbérése Walterl, 1928)
«Los hombres no perdonan las
agresiones contra el rostro humano.
Corot, toda una celebridad, vendía
sus paisajes y sus naturalezas muertas
sin ningún problema, pero sus
personajes, muy difícilmente».
Pablo R Picasso, cit. en G Laporte,
Si tard le soir (Plon, 1973)

La ciencia del color del aire, o de la atmósfera, arremolinada en torno a los cuerpos, es la ciencia de la que Cézanne fue maestro absoluto. Además, esa ciencia tiene consecuencias no sólo para la representación del color, sino también para la ejecución del mismo: las pinceladas para crear planos de color alejados del observador han de ser, por necesidad, más toscas y esenciales que las más precisas y controladas pinceladas que determinan al detalle, como el ojo los ve, los planos de color de las superficies próximas. En la ejecución de un cuadro con manchas de color es necesaria una cierta jerarquía.

Estas observaciones nos ponen en la pista de lo que aquí nos importa, a saber: que en pintura, el dibujo puede serlo todo… menos color. Nos hayamos con los colores frente unas cualidades irreductibles a las impresiones que se logran mediante el dibujo. La ciencia de los colores es irreductible a la ciencia del dibujo, tratándose de la pintura. Su ejecución exige capacidades específicas, que no están comprendidas en las propias de quien sabe dibujar. La historia nos proporciona ejemplos de excelentes dibujantes que son débiles coloristas, como el Guercino, o el escultor y arquitecto Buonarroti —del que, como pintor, Picasso mantenía no pocas reservas—; y al revés, también hay excelentes coloristas, como Monet o Pisarro, a quienes tal vez no podemos recordar como buenos dibujantes.

Se trata, pues, de saber si ese gran dibujante, ese endiabladamente virtuoso dibujante que fue Picasso resultó al mismo tiempo un gran colorista, o no. Esto es lo que nos falta por saber para precisar hasta qué punto fue él un genio absoluto de la pintura.

Si, para empezar, partimos de sus propias afirmaciones, encontramos que entre ellas las hay para todos los gustos. Con frecuencia, tratando de probar el poco interés del malagueño por el color, se ha aducido aquello de:

—Cuántas veces me ha pasado que, queriendo emplear azul, resultó que se me había acabado, y en vez de azul empleé rojo.

¿No es esta prueba suficiente del desprecio por la propiedad de los colores locales, a la que todo pintor colorista ha aspirado? Sin duda. Pero, al mismo tiempo, hay que convenir en que la conveniencia de emplear los colores de acuerdo con su propiedad natural o local, no es más que una de las muchas formas posibles de emplear los colores sobre el lienzo. ¿Y por qué iba a sujetarse Picasso al naturalismo de los colores, cuando ya se había liberado del naturalismo en el dibujo?

Una cosa admitía el de Málaga: que la ciencia de los colores resulta extraordinariamente misteriosa. Saliendo una vez de una exposición, allá por los años cuarenta del siglo pasado, Picasso comentó lo flojo que le había parecido el lienzo de un artista (cuyo nombre no reveló).

—Pero el mismo tema —añadió—, realizado con exactamente los mismos colores por Cézanne, resultaría sin duda alguna hermosísimo. Unos pintores crean obras de arte, y otros nada en absoluto, ¿por qué? Es algo inexplicable. De hecho, ¿por qué dos colores, puestos uno junto al otro, «cantan»? ¿Puede alguien explicarme eso? Nadie lo hará, como nadie podrá tampoco enseñarme cómo hay que pintar.

En otra ocasión, ante André Malraux, Picasso confesaba:

—Antes de morir, me gustaría saber qué extraña cosa es ésa, el color….

Por su parte, su galerista Kahnweiler, estaba convencido de que Picasso poseía en grado superlativo no sólo la endiablada virtuosidad del dibujante, sino también la del colorista. Lo comprobó cuando Picasso se puso a hacer por primera vez grabados con linóleo. Empezó tallando en una plancha una variación de un retrato femenino, original de Cranach. Después, se le ocurrió tallar la misma plancha, en vez de hacer una distinta para cada color, como es lo habitual cuando sé emplea esta técnica. «Buscando su propia forma de expresión —comentaba Kahnweiler— Picasso renovaba cada procedimiento y lo perfeccionaba. En este caso, al principio se contentó con tres o cuatro colores, pero acabó haciendo grabados con doce colores diferentes ¡empleando una sola plancha! ¡Es diabólico! Picasso debe ser capaz de prever el efecto de cada color, porque una vez que lo decide no hay vuelta atrás. No sé cómo llamar a esta operación mental. Habría tal vez que llamarla «premonición pictórica», porque viendo cómo Picasso ataca el linóleo, se diría que prevé o adivina el resultado».

EL COLOR EN EL CUBISMO

En los comienzos de su carrera, sin embargo, la ciencia del color no fue la preocupación fundamental de Picasso.

Tuvo que ser en 1900, al llegar a París y tener conocimiento directo de los impresionistas, cuando descubriese lo que de verdad era el color en pintura y lo que ya se había hecho gracias a él. Se puede decir que el uso moderno del color es un invento francés; y de hecho, para un español, como Picasso, formado en la tradición de nuestra pintura, el color de los impresionistas tenía por fuerza que resultarle una revelación. Los cuadros que realizó en los primeros años del siglo XX manifiestan de hecho una gran fascinación por el impresionismo, pues hay entre ellos lienzos pintados «a la manera» de Van Gogh y a la de Cézanne y a la de Toulouse-Lautrec.

Pero esas incursiones entusiastas en la ciencia de los colores pronto conocieron una conclusión a primera vista tenebrosa: que, en lo tocante a las tareas del color, todo había sido hecho y concluido por Cézanne, según Picasso; que todas las promesas del color habían sido cumplidas ampliamente por la labor del provenzal. Imposible ir más allá que Cézanne en la línea de la representación de los cuerpos con planos de color. Esta impotencia sentida por Picasso respecto a la composición cromática se manifiesta en sus tres primeras épocas, inmediatamente posteriores a la llegada a Francia.

Que durante cuatro o cinco años, la producción pictórica de Picasso pudiera considerarse «monocromática» —primero con predominio del azul, luego con el del rojo—, indica su escasa preocupación por hacer avanzar el arte de la composición cromática. De Van Gogh, por ejemplo, se habla de un periodo de pintura «parda», para referirse a sus primeros años, cuando aún no había descubierto el color; pero luego, cuando ya era el histrión del color que ha pasado a la historia de este arte, no hay modo de señalar en su producción un solo periodo en el que no domine todo el color —todos los colores o cualquier color—.

Por su parte, tampoco el color estaba entre las preocupaciones esenciales del cubismo —ni en el analítico ni en el de los collages—. En la producción de los diez años que aproximadamente duró ese periodo, vemos que el color no es para Picasso una cuestión por sí misma, sino más bien un elemento subordinado a lo que sí eran las preocupaciones plásticas fundamentales del periodo: la representación del volumen o, más exactamente, la supresión de la representación de la manera tradicional, clásica, del volumen; y los efectos plásticos —compositivos y rítmicos— de dicha supresión.

—El color —ha asegurado Picasso—no es eficaz sino en la medida en que representa uno de los elementos constructivos del volumen.

Era esta una lección que Picasso podría haber aprendido de Cézanne, precisamente porque para Cézanne el problema plástico por excelencia era representar el volumen por medio del color: por medio de miniplanos de color, unos afectándose a otros, reverberando unos junto a otros, y todos creando una atmósfera de colores en torno a los objetos, que es, en realidad, la creación misma de la impresión del objeto. Picasso lo explicaba de este modo:

—Si uno se ocupa de lo que está lleno, es decir, del objeto en tanto que forma positiva, el espacio de alrededor se reduce a casi nada. ¿Nos interesa más lo que pasa en el interior o en el exterior de una forma? Cuando uno contempla las manzanas de Cézanne, ve que pintó maravillosamente el peso del espacio en esa forma circular. La forma es un volumen hueco, sobre el cual la presión exterior produce la apariencia de una manzana, aunque ésta no exista verdaderamente. Lo que cuenta es el empuje rítmico del espacio sobre esa forma.

Pablo Picasso
«Muchas veces hago un retrato que no se parece en nada al original… y sin embargo, todo el mundo lo reconocerá. Es como si fuera un racimo de uvas, que ni por su forma ni por su color pareciesen uvas, pero a las cuales los pájaros se llegasen dispuestos a picotearlas porque yo hubiera colocado en ellas algunos granos de alpiste».
Pablo R Picasso. «Conversa arnb Picasso», por A. Ferran, La Publicitat (Barcelona), nº 20 (19 10.1926)

Pero la representación de la presencia espacial del objeto, hecha por medio del color, hasta tal punto había sido desarrollada y cumplida por Cézanne, que los que llegaron detrás de él —Picasso y su generación— debían centrar su atención en otros objetivos. Para el cubismo en particular, reconoce Picasso, «el problema era cómo superar, cómo circunvalar el objeto, dándole una expresión plástica al resultado». Y si su lucha se concentró en «romper con el aspecto bidimensional» de la representación de los cuerpos, es evidente que el empleo del color, en tanto que elemento constructor del volumen, iba a quedar drásticamente reducido a lo elemental.

Tres colores solamente —blanco, negro y ocre, por ejemplo— bastaban a los cubistas para representar, por medio de la pintura, el mundo entero. De hecho, eso fue lo que se propusieron: encontrar un método plástico que les sirviera para ocuparse de algunos de los problemas esenciales de su arte —la creación de formas y su composición—, sabiendo que para ello les bastarían unos pocos colores.

—Hacerlo con demasiados —sentenciaba Picasso— es impresionismo. Para renovar los logros de la pintura, los cubistas optaron por una trabajo mucho más disciplinado y austero, sin la libertad irrestricta de que gozaron sus predecesores. La restricción en el uso del color fue como una salvaguarda, una medida cautelar que les permitió avanzar más eficazmente en aquello que se proponían de preferencia. Y gracias a ella descubrieron que, para hacer pintura, no es necesario trabajar con muchos colores; que lo que crea la ilusión de su número es que han sido situados sobre el lienzo en el lugar preciso, como puede comprobarse en los magníficos retratos de esa época: el de Ambroise Vollard (1909), del Museo Pushkin de Moscú, o el de Daniel-Henry Kahnweiler (1910), en el Art Institute de Chicago.

Se trata de dos ejemplos, entre las decenas que podríamos hallar no sólo de retratos, sino de naturalezas muertas y aun paisajes, del Picasso cubista que pintaba con pintura blanca, pintura negra y con una escala de ocres absolutamente contenida. La lección estaba aprendida para el resto de sus días: no hay que trabajar hasta el límite de las propias posibilidades, sino un poco por debajo de ellas.

—Si puedes manejar tres elementos —aseguraba Picasso—, utiliza sólo dos. Si puedes manejar diez, olvídate de cinco y emplea los otros cinco. Así compondrás con más cuidado, con más maestría y darás la sensación de tener fuerzas en reserva.

PINTURA EN GRISES

No es de extrañar que los tres colores de la época cubista se redujeran incluso a dos en las siguientes, y que las grisellas aparecieran periódicamente a lo largo de toda la producción del artista. La pintura sin color—en blanco y negro— se incorporó desde entonces al trabajo de Picasso. En los años veinte, por ejemplo, realizó de esa manera retratos individuales como el Busto de mujer (1923; Chicago, colección particular), o el conocido El pintor y su modelo (1926), del Museo Picasso de París, o en fin, un retrato colectivo como el de Las modistas, del mismo año 1926 y que se encuentra en el Centre Georges Pompidou. Todos ellos pueden considerarse precedentes de esa obra maestra, también realizada exclusivamente con pintura blanca y negra, que es el Guemica (1937).

Precisamente por esas fechas fue cuando, según Gertrude Stein, Picasso había encontrado sus «propios colores». La amiga y probablemente una de las mejores conocedoras del primer Picasso señala cómo a partir de entonces los colores de sus cuadros aparecen vivos, claros, con un carácter hasta entonces sólo registrado en sus grises.

Ahora bien, si esta misma autora había señalado 1917 como fecha a partir de la cual la maestría del dibujante Picasso fue manifiestamente absoluta, cuando ahora señala 1937 como fecha de aparición de un color propio en el de Málaga, de algún modo confirma la hipótesis de que, al menos durante veinte años, el dibujante maestro absoluto que era Picasso no era al mismo tiempo un colorista maestro absoluto. No tenemos espacio aquí para discutir más a fondo esta suposición de la Stein, aunque podemos aceptar esta conclusión suya: que es partir de ese momento, 1936, cuando el color y el dibujo de Picasso, ambos con personalidad propia, originales, inconfundibles, dominados ambos a saciedad, podrían oponerse entre sí, acompañarse, contradecirse o hacer lo que quisieran en los lienzos del de Málaga, porque la razón de ser del color no era concordar con el dibujo, sino simplemente existir sobre el lienzo.

LAS GRANDES SERIES

La conclusión de Stein se ve corroborada por las obras de los años cincuenta, cuando Picasso emprende la tarea de reinterpretar, desde su propia comprensión de la pintura, los logros de los grandes maestros del pasado.

En el arranque de esas series, donde las tareas del color y las del dibujo se combinan de manera sistemática, tuvo gran importancia la muerte de Matisse, a quien Picasso consideraba un gran colorista, o mejor dicho: el único pintor que, a excepción de Chagall, comprendía por entonces la ciencia de color.

Dos meses después del fallecimiento de Matisse, Picasso empezó un ciclo de variaciones sobre Las mujeres de Argel, según Delacroix. Daniel-Henry Kahnweiler tuvo noticia de ellas en una visita que realizó al pintor en su estudio de la rué des Grands-Augustins, el 25 de enero de 1955. Lo que primero llamó su atención en los lienzos de Picasso fue su color.

—Sí —contestó Picasso a su observación—, algunas veces me digo que tal vez sea el legado de Matisse.

Posteriormente, volvió a confirmar este punto de vista de sentirse cerca de la herencia de Matisse. Sin embargo, en esa misma serie, dos de las variaciones fueron realizadas exclusivamente con pintura blanca y negra. Comentando de nuevo con Kahnweiler, algunos meses más tarde, el desarrollo de la serie, Picasso se mostró muy escéptico sobre la posibilidades de que cuadros como aquéllos, realizados exclusivamente en grises, llegaran a gustar a nadie.

—Antes de 1914, cuando vosotros nos comprabais lo que hacíamos, sí que se hubiera aceptado… Pero luego, nosotros mismos —Picasso se refería a Braque y a él— hemos inducido a la gente a pensar erróneamente sobre lo que hacíamos entonces…

Las posibilidades de la pintura sin color, sólo con blanco y negro, se investigan de manera sistemática y exhaustiva dos años después, en la siguiente, y a mi juicio trascendental serie sobre Las meninas de Velázquez.

La batalla «frente a Velázquez» fue muy dura, según recordó luego una amiga de la familia, hospedada esos días en el estudio- palacio de La Califomie, donde trabajaba Picasso: «El coloquio con Delacroix nunca cometió tantos desmanes como Velázquez cuando puso el pie en La Californie.

Lo puso todo patas arriba. Desde el día que se le pasó por la cabeza la idea de Las meninas, se arruinó el saludable aspecto de Picasso. Y empezó la batalla con o sin, por y contra, fuera y dentro de Velázquez. Se acabó la felicidad de la vida y, sin embargo, era completamente feliz. En cuanto salía del estudio-palomar empezaba a sufrir por no estar en él, y toda su vida, toda velada, estaban condicionadas por ello. Pero al día siguiente, cuando llegaba el momento de ponerse a trabajar, subía al estudio como si fuera a un patíbulo».

Este testimonio se ve confirmado por el comentario que la última mujer de Picasso, Jacqueline, hizo a André Malraux a propósito de esta época: «Con Las meninas, Pablo quiso realmente cobrarse una deuda. Nunca trabajó tanto».

INVESTIGACIÓN Y EXPERIENCIA

Al comienzo de estas grandes series, en 1956, Picasso había referido que jamás se enfrentaba a un cuadro con la intención de hacer una obra de arte, sino sencillamente como a una ocasión para seguir investigando en la naturaleza de la pintura y lograr, al respecto, una nueva experiencia.

—Yo siempre estoy investigando —aseguraba—, y hay un encadenamiento lógico en toda esa investigación.

Como todo lo que procedía de su ingenio andaluz, las palabras «experiencia» e «investigación» no eran casuales en su boca. Picasso era muy consciente de la diferencia entre el Pablo Ruiz de la vida ordinaria y el Pablo Ruiz de la creación. El primero era un ciudadano español exiliado en Francia, más o menos agradable en el trato, que por entonces ya era además multimillonario —tenía chófer y disponía de varios palacios transformados en estudios— y que tenía bastante éxito con las mujeres, por referirme sólo a algunos aspectos de su vida social y ciudadana; pero el Pablo Ruiz que verdaderamente le interesaba a Picasso era el otro, el Pablo Ruiz de la creación.

—En la vida de un artista —aseguraba— la creación es lo único verdaderamente singular. Una pincelada es en sí misma un acto creativo. No es cuando el artista está soñando, fuera del estudio, sino cuando está en el trabajo cuando las formas innovadoras pasan por su imaginación. Cuando estoy soñando, no veo nada extraordinario, mientras que las mayores contribuciones a la creatividad proceden siempre del trabajo. Para llegar a crear nuevas formas, el mismo artista tiene que verse sorprendido por sus hallazgos, por los resultados de su trabajo.

Picasso trabajaba, como es sabido, todos los días por las tardes y sobre todo por la noche. En su reino, que era su estudio, nadie podía remover ni siquiera el polvo que él dejaba que cubriera suelos, consolas y objetos, con toda intención. Había creado para sí una magnífica soledad —una soledad difícil de imaginar por nadie, aseguraba—. Trabajaba con luz de neón, una luz constante y, según Picasso, mucho más excitante que la natural. Echaba los pesados cortinones que le aislarían del exterior, y los inmensos espacios del estudio donde trabajaba quedaban sumidos en espesas penumbras, en silenciosa oscuridad.

—Es preciso que haya una oscuridad absoluta alrededor de la tela —aseguraba—, para que el pintor quede hipnotizado por su trabajo y pinte casi como si estuviera en trance. Tienes que permanecer lo más cerca posible de tu mundo interior, si quiere trascender los límites que tu razón trata de imponerte continuamente.

Investigación, en este sentido, eran las sorpresas constantes que cada pincelada le tenía en reserva. Un cuadro es algo vivo para Picasso, que cambia, que se transforma bajo sus manos. Para el pintor, lo interesante del trabajo no es si su resultado gustará o no al público; al respecto, es inevitable que unos lo aprecien y otros no. En todo caso, lo más interesante para el artista es su creación, la adición de cada línea, el paso de un estado a otro.

—Es pintura —concluía Picasso—, pero a la vez poema y filosofía.

En su caso, un cuadro no era habitualmente una suma de adiciones, sino un proceso constante de destrucciones. Desde el primer momento, trataría de que el cuadro estuviese ahí, de que ya hubiera algún resultado seguro. ¿El siguiente paso? El siguiente paso sería destruirlo, pues el pintor se dice a sí mismo: «No, esto todavía no está bien; lo puedes hacer mejor»; o bien, porque, como sucede con frecuencia, ha encontrado cosas bonitas nada más empezar a trabajar, pero el pintor tiene que defenderse de esos resultados solamente agradables, destruir lo que ha logrado y rehacer su cuadro unas cuentas veces más.

Cada vez que el artista destruye un descubrimiento válido pero poco esencial, en realidad no lo suprime, sino que lo transforma, lo condensa, lo hace más sustancial. Al final, nada se pierde, al parecer: el rojo que había quitado de un sitio, vuelve a aparecer en otro lugar del lienzo y, en general, puede decirse que un cuadro logrado es el resultado de todos los hallazgos rechazados. Con una expresión que podría muy bien suscribir el personaje de El doble, de Dostoyevski, Picasso asegura:

—Al comenzar cualquier cuadro, siempre hay alguien que trabaja junto a mí; pero cuando lo he acabado, tengo la impresión de haber trabajado sin ningún colaborador.

Lo normal es que el pintor vuelva una y otra vez sobre la misma tela, que la empiece una y otra vez. O que, como en la serie que estamos comentando, vuelva sobre un mismo tema decenas de veces, en distintas variaciones. Esta constante recreación de un mismo tema, de un mismo cuadro, puede llega a convertirse en una obsesión.

Pero al fin y al cabo ¿para qué trabaja, si no es para eso? ¿Acaso no se trata de expresar la misma cosa —un personaje, una aldea del Midi, un grupo de bañistas—, pero haciéndolo cada vez mejor? Es necesario buscar la perfección en el trabajo aunque, evidentemente, esta palabra no tiene el mismo significado que antaño, según Picasso. La perfección en su caso, significa: cada vez más lejos, de un cuadro a otro, siempre más lejos…

En realidad, asegura Picasso, no se hacen cuadros, sino sólo estudios, pues uno no acaba nunca de aproximarse a lo que busca —y como solía decir desde comienzos de los años veinte: a lo que encuentra—.

—Lo peor es que un cuadro no se acaba nunca. Nunca hay un momento en el que uno pueda decir: «Hoy he trabajado bien y mañana me toca descansar, porque es domingo». Si te has detenido, es sólo porque acabas de empezar otra vez. Uno puede coger una tela y ponerla aparte, prometiéndose no volverla a tocar. Pero uno no puede escribir sobre ella, como en las películas: «Fin».

Cada cuadro no era para Picasso el acabamiento de nada, sino, como hemos recordado, una casualidad feliz, y una experiencia.

FRENTE A LAS MENINAS

De los cuarenta y cuatro lienzos de la serie realizada por Picasso, en que se alude directamente al cuadro de Velázquez (la serie incluye catorce tablas más), seis fueron realizados exclusivamente con grises, y aún más: el primero y más grande de los lienzos (194 x 260 cm), en el que Picasso reinterpreta el original de Velázquez en todos sus detalles, está realizado exclusivamente con grises. Como si, preocupado por no haberse hecho entender suficientemente sobre sus propósitos desde la época cubista —así lo daba a entender en el comentario a Kahnweiler reproducido arriba—, Picasso se decidiera a enmendar el equívoco. Porque los problemas pictóricos de ese cuadro de Velázquez que, con razón, es considerado obra maestra absoluta del arte español y del universal también, se dejan reelaborar o reinterpretar teniendo sobre la paleta solamente pintura negra y pintura blanca. Sólo con esos dos no-colores se puede hacer mucha, muchísima pintura: tanta, que reinterprete la obra maestra de Velázquez, más otros tantos retratos individuales de cada una de sus figuras, etc.

Los treinta y ocho lienzos restantes de la serie, diferentes por su tamaño, número de personajes representados y maneras de ejecución, tienen en común que desarrollan algún aspecto de la ciencia del color. Algunas tablas fueron realizadas con dos colores más negro y blanco, otras con tres colores más grises, otras con todos los colres y todas las combinaciones… Picasso desarrolla una summa, podríamos decir, de la ciencia del color, llena de matices y diferenciaciones, en los que no podemos entrar aquí. A modo de resumen, y a expensas de poder desarrollarlos en otra ocasión, los principios del arte del color que Picasso expone en esa serie son los siguientes:

a) El lienzo virgen también pinta. No manches con pintura, si no es estrictamente necesario.

b) La mejor pintura realista de la tradición española está hecha básicamente con negro y con blanco; a ellos pueden sumarse tintes dispersos de dos o, a lo sumo, tres colores más, que en absoluto dominarán en el lienzo. A esta tradición pertenecen todos los retratos individuales de El Greco, en grises, del Museo del Prado (El caballero de la mano en el pecho y los otros), más los retratos de Velázqucz (paradigmáticamente, el último que realizó de Felipe IV), y no pocos de los mejores de Goya (he visto este verano el del pintor don Andrés del Peral (1798), en la National Gallery, excelente).

La infanta Margarita María, Picasso
Pablo Picasso, Infanta Margarita
María (de la serie Las Meninas, según Velázquez, 1957), óleo sobre lienzo, Barcelona, Museo Picasso

c) Hay un uso posible del color, cuando se emplea exclusivamente para dibujar, que cabría llamar impropio: es posible emplear colores no para manchar, sino sólo para dibujar, pero se trata de un uso que desprecia las posibilidades del color, al menos cuando se trata de pintura al óleo, y no del dibujo con lápices de color o ceras; o de cartelismo, artes gráficas, etc.

d) Hay un modo dé emplear las manchas de pintura blanca y, sobre todo, las manchas de pintura negra (o grises), que mata o anula cualesquiera otras relaciones entre manchas de color, porque el negro las absorbe, como que se las come. Es posible ajustar colorismo con grises, pero se trata de una operación delicada: el contraste de las manchas de color ha de ser fuerte, y el blanco y negro ha de emplearsse casi sólo para dibujar.

e) La plena admisión de los contrastes entre manchas de color sobre el lienzo, con plena subordinación a ellos de los grises —es decir, la aparición de todos los problemas del color planteados por el impresionismo—, es paralela a la aparición sobre el lienzo de un fondo y de un primer plano. Para realizar retratos de busto, y apenas para los de figura completa, no está en absoluto justificado el recurso técnico al arsenal completo de los colores. O dicho en otras palabras: la admisión progresiva de los recursos del color tiene que estar justificada por la dificultad técnica de los problemas de representación que se plantean en el cuadro.

f) Las máximas tensiones cromáticas se consiguen mediante los contrastes entre manchas de negro y blanco, más las de colores primarios (rojo, azul y amarillo), y verdes en las más distintas combinaciones posibles.

g) Una manera de «someter» el negro al color es empleándolo sólo en el fondo; cuanto más contrastado el negro al fondo, más dominado y, por tanto, más realce se les dará a los contrastes de color del primer plano.

h). Otra manera de someter el negro al color, para que éste domine, es empleándolo sólo para dibujar, y además, al tiempo se libera a las manchas cromáticas de su sujeción a los confines del dibujo. La entonación de los colores priman sobre cualquier otra relación, a la manera de Matisse.

i) Empleo del color a la manera de Van Gogh: todos los colores se emplearán en la representación si, y sólo si, están siempre contrastados. Esto vale también para el negro, que se emplea a estos efectos como un color más.

j) Existe, no obstante, una dialéctica o fuerza dramática que, aunque no desarrollada ni por Van Gogh ni por Matisse, es preciso combinar con la del color: la dialéctica de las formas. También las formas pueden entrar en conflicto.

k) No sólo en cada cuadro, también en cada figura se puede plantear un conflicto de formas. Cuando se trata de retratos individuales, duales oi tríos, cabe no recurrir al arsenal completo de los colores para obtener una representación suficientemente dramática o impresionante si se dominan los conflictos entre formas. La mayor maestría es la de quien sabe equilibrar la expresión de conflictos tanto con los recursos propios de las formas como con los cromáticos, sin prescindir de ningún pero sin abusar tampoco de ninguno. El expresionismo como «exageración» de los contrastes de color denota mal gusto, o gusto de «nuevo rico», y consigue lo contrario de lo que se propone, pues evidencia ausencia de poder.

l) A estas alturas (1957), Picasso sigue pensando que el empleo del color a la manera de Cézanne no tiene sentido: el colorista del Midi agotó su especie.

m) Tanto para la extensión de manchas como para el dibujo, existen distintos modos de ejecución —de empleo de la pincelada— que condiciona el resultado final. El pintor ha de encontrar el más adecuado para cada problema concreto, teniendo en cuenta que también en materia de ejecución vale el principio de «menos es más».

—Inconclusa —señala a este respecto Picasso—, una pintura se mantiene viva, peligrosa; pero si está acabada, es que está muerta, aniquilada.

Saldadas de esta manera sus cuentas con la pintura española —hecho el ajuste entre el color y el negro—, las investigaciones sobre el color aún no habían concluido. Picasso tenía pendientes alguna deuda con la pintura francesa. Primero, durante cuatro años, de 1959 a 1964, trabajó sobre el Desayuno sobre la hierba de Manet. La serie acumuló veintisiete pinturas, ciento cuarenta dibujos, tres linograbados y más de una docena de maquetas en cartón para las esculturas. Luego, coincidiendo con el final de esa serie, empezó otra a partir de dos obras de tema antibelicista: La masacre de los inocentes (1624-1632), de Poussin, y El rapto de las sabinas (1769-1799), de David, que sumaron media docena de lienzos, realizados entre 1962 y 1964.

III. LE DERNIER PICASSO

Para entonces, don Pablo tenía ya más de ochenta años. Desde comienzos de la década anterior, en 1951, había fijado su residencia en Cannes, junto al mar. Como buen malagueño, Picasso amó siempre el sur. La niebla y el frío, la espesez de la luz del norte apagaban su vitalidad. Por eso, siempre que pudo, primero sólo durante el verano, luego en cualquier ocasión, huyó a los Pirineos, al Midi francés, a la Costa Azul. Huyó siempre hacia el sur, hasta instalarse definitivamente en él. La lu:, el calor y el mar se habían incorporado definitivamente no sólo a su piel y a su modo de vida, sino sobre todo a su obra. Los temas mediterráneos aparecieron por doquier: La alegría de vivir, Ulises rodeado de sirenas, etc.

La calavera, Picasso
La calavera, Picasso. 1943

Aunque no era una costumbre nueva, su colección de desechos aumentó enormemente por entonces. El veterano pintor recorría las playas fijándose en todo lo que el mar había arrastrado hasta la arena: huesos, guijarros, restos de platos y vasijas… Los objetos que más le interesaban, los que más le sorprendían, los recogía, para practicar sobre ellos grabaciones o sutiles tallados. Picasso estaba tan enamorado de sus hallazgos, que pensaba donarlos al museo que la alcaldía de Antibes quería dedicar a su obra.

—Encuentro estas cosas en la playa —comentaba—. Los guijarros son tan bonitos que dan ganas de grabarlos todos. El mar los trabaja tan bien, les da unas formas tan puras, tan completas, que no falta más que darles un pequeño empujón para hacer de ellos obras de arte. En una piedra redonda veo un buho y hago un buho; otra, triangular, me recuerda una cabeza de toro o una cabeza de cabra. Algunas me sugieren cabezas de mujeres o de faunos.

Otras, no me atrevo a tocarlas; ésta, por ejemplo, con su nariz y sus órbitas vaciadas por el mar, me recuerda exactamente mi Cabeza de muerto. No tengo nada que añadirle.

EL AZAR HIZO EL ARTE

Esos comentarios del pintor confirman la observación de Aristóteles en la Ética, cuando, tratando de probar la semejanza que, a su juicio, se da entre el arte y el azar, citaba el verso del poeta Agatón: «El azar ama el arte, y el arte el azar» (1140 a 19-21). Con razón, el modo de trabajar el mar los guijarros de la playa, dándoles forma, y el modo de trabajarlos Picasso eran parientes próximos. A Aristóteles no le hubiera extrañado el comentario de este último quien, volviendo a mirar la caja atiborrada con sus hallazgos playeros, pensaba en completar el círculo del azar diciendo:

—Ahora yo debería devolver todo esto al mar. Cómo se asombraría la gente al encontrar en las playas piedras marcadas con extraños signos. ¡Qué quebraderos de cabeza para los arqueólogos!

Improvisaciones: así se engendraron en el mundo las comedias y las tragedias, según varias veces observó Aristóteles al comienzo de su Poética. Al principio, los hombres mejor dotados para la recitación, puestos en movimiento de un modo azaroso, improvisaron: unos, recitando himnos o encomios, en verso heroico; otros, expresando invectivas o cantos fálicos, en versos yámbicos. Pero todos, primitivos trágicos y primitivos cómicos, daban la razón al poeta Agatón al improvisar sus primeros versos. Antes que una herencia y una tradición los hiciera progresar paulatinamente, antes de que el razonamiento y la ciencia los empujara a encontrar su forma cumplida y perfecta, el azar quiso que hubiera poetas en el mundo.

Muchos años después, un anciano de ochenta y cuatro años, bronceado por el sol como un pescador del Midi francés, daba la razón al filósofo ateniense en varios sentidos. Primero, porque estaba de acuerdo en que el arte debía existir en nuestra época para, entre otras cosas, poner entre las cuerdas a la ciencia.

—En nuestros días —comentaba Picasso— todo puede ser explicado científicamente. Se puede ir a la luna o andar por el fondo del mar; todo lo que quieras, lo puedes conseguir gracias a la ciencia. Todo, menos una cosa: explicar la creación artística. Uno puede estar estudiando el fenómeno de la pintura durante mil años y, al final, ser incapaz de explicar nada. En nuestros días, si la pintura sigue siendo pintura, es precisamente porque elude una investigación de ese tipo. La pintura es todavía una cuestión abierta, y como tal, sólo ella esconde la respuesta. Esa es su suerte, y al mismo tiempo su desgracia. Y la nuestra también, la de los pintores.

El anciano tostado por el sol que decía eso, contaba aún con años de trabajo por delante para seguir acechando los misterios del oficio que había elegido como una forma de vida. Los amigos que le conocieron de joven, cuando llegó a París sin hablar jota de francés, sabían que Picasso trabajaba siempre e incesantemente, hasta vaciarse, hasta agotarse. Gertrude Stein desde luego lo recuerda así. Y Picasso le daba la razón, cuando admitía que para él pintar era como respirar: que trabajar, para él, era descansar; y no hacer nada, o conversar con los que iban a visitarle, una fatiga.

El haber concluido, por esas fechas, las grandes series reinventivas de Manet, de Poussin y de David, extrañamente podría significar el final del trabajo de quien nunca se había detenido, en casi ya un siglo de actividad. De hecho, un calvete tostado, de fuertes piernas y mirada inquieta, apenas cubierto con una camiseta de algodón a rayas, como un octogenario lobo de mar, estaba todavía por convertirse en aquel «viejo salvaje», en que Francia y todo el mundo vio transformarse a un Picasso noventón.

BIÓS GRAPHIKÓS

—Todos poseemos la misma cantidad de energía —observaba él—. Una persona corriente despilfarra la suya de mil maneras. Yo he canalizado todas mis fuerzas en una sola dirección —la pintura— y he sacrificado el resto: a vosotros y a todo el mundo, incluido yo mismo.

La biografía de Picasso me obliga a pensar que la enumeración de vidas humanas elegibles por sí mismas, a cuyo análisis dedica Aristóteles la citada Ética a Nicómaco, es incompleta. Allí, el filósofo enumeraba tres tipos de vidas agradables, encomiables y que los hombres (de las mujeres por desgracia no dice nada) podrían escoger como fines absolutos para sus vidas: o una vida placentera —de goces sensibles y de ausencia de dolor—; o una vida ciudadana, de responsabilidades políticas y de servicio al bien común, de la ciudad; o una vida intelectual, de investigación científica y sabiduría. Estos era todos los tipos de vida que a Aristóteles le parecían dignos de ser elegidos por sí mismos.

Reconocía además el filósofo la existencia de una suerte dé vida mercantil, consagrada a la acumulación de dinero por medio de actividades lucrativas —pasado el tiempo, se denominaría vida burguesa—, pero ni le reconocía una inequívoca deseabilidad por sí misma (el dinero es lo útil por antonomasia), ni le parecía tampoco exenta de pesares, es decir, suficientemente placentera para poder ser considerada, como la biós hedoné, la biós politíkós y la biós theoretihós, una vida venturosa.

—Yo no soy pesimista— aseguraba por su parte Picasso—, ni estoy saciado del arte, al revés: no podría vivir sin dedicarle todo mi tiempo. Amo la pintura como el único fin de mi vida. Y todo lo relacionado con ella me proporciona un inmenso placer.

En cuanto a la «nobleza» de la actividad pictórica, Picasso tampoco admitía dudas. Las artes decorativas, aseguraba, no guardan ningún parecido con la pintura de caballete que él practicaba. Aquéllas son utilitarias; la creación de un cuadro, un noble juego; aquéllas, un sillón en el que uno se apoya, un utensilio; éste, una forma peculiar de intuición, que ayuda a los hombres a conocerse mejor a sí mismos y a ser más conscientes del mundo en el que viven.

Por depender muy poco de terceros, finalmente, la biós graphikós puede ser tan autónoma y tan continua como lo es la actividad intelectual del filósofo —la mejor forma de vida humana, según Aristóteles—.

Fiel, pues, a su biografía y al soberbio despliegue de energía de que había hecho muestra toda su ya larga vida, los últimos años de Picasso constituyen una nueva etapa, la del demier Picasso, que observada desde la perspectiva de lo que ya había logrado, y de los logros que llevaba ya a sus espaldas, corroboran en aquel anciano tanta o más energía que la que fue necesaria para romper en su día con todo y realizar Les demoiselles d’Avignon.

CRANEAL Y SALVAJE

—Mis telas, estén o no acabadas, son las páginas de mi diario, y como tales han de valer. El futuro decidirá qué páginas prefiere; no debo ser yo quien las elija. Por mi parte, tengo la impresión de que el tiempo pasa cada vez más deprisa. Yo soy como un río que sigue fluyendo, discurriendo junto con los árboles arrancados de cuajo por la corriente, los perros muertos, los desechos de toda clase y las miasmas que proliferan en él. Y allá voy, cada vez más rápido.

En esta última fase Picasso logra, a mi juicio, la síntesis completa entre dibujo, color, forma y ejecución. El Picasso dibujante tras la muerte de Cézanne (1905), que se asocia con el Picasso colorista después de la muerte de Matisse (1953), se encuentra finalmente con el Picasso ejecutante, en el cual toda la pintura —forma y color, dibujo e impresión cromática, gesto y representación— brota natural, compulsivamente de sus pinceles, con la violencia de un parto que ya ha roto aguas. El anciano Picasso ha alcanzado ese punto donde, en sus cuadros, dibujo y color son lo mismo, y donde las formas acuden solas a sus manos:

—Hay un momento en la vida, cuando se ha trabajado mucho, en que las formas acuden solas, los cuadros vienen solos, no hay necesidad de ocuparse de ellos. ¡Todo viene solo! Como la muerte.

No le asusta ningún tamaño, no le arredra ningún color, ni siquiera necesita dar variedad a los temas. Todos los que ama están aquí¡ repetidos una y mil veces, en mil formas y combinaciones: el pintor y su modelo, el beso, el pintor solo, parejas acopladas, el marinero, el mosquetero con pipa… Los colores chocan, las formas chocan, la ejecución choca y al mismo tiempo, y sin embargo, asombran y cautivan.

Pareja con copa, Pablo Picasso
Pablo Picasso, Pareja con copa (1969), óleo sobre lienzo

Picasso ha alcanzado un punto, como deseaba, en que nadie puede decir cómo ha sido hechos cada uno de estos cuadros. ¿Qué sentido tendría, después de una vida dedicada a ganar esa libertad? ¿Cómo podría ningún observador revivir aquellas obras, tal y como las ha experimentado su creador? Cada una de ellas llega al Mediodía desde un remoto pasado, desde días lejanos y reinos muertos desde hace tiempo, tal vez. ¿Cómo saber cuándo sintió el pintor por primera vez ese cuadro, cómo le emocionó, cómo lo vio primero y cómo se engolfó luego en su construcción, si el autor mismo, al día siguiente de concluido, podía confesar no saberlo ni él mismo? ¿Quién entraría en los sueños de este anciano, en sus instintos, en sus pensamientos, madurados a lo largo de décadas de actividad ansiosa y febril? Picasso confesaba, a este respecto:

—Yo no puedo hacer nada. El pintor no elige. Hay formas que se le imponen. Y a veces proceden de una herencia que se remonta más allá de la vida animal. Es muy misterioso, y sobre todo, muy molesto.

Lo único que le importa ya es que sus cuadros impresionen, y los del «viejo salvaje», los del Picasso moribundo, impresionan sobremanera. Su impulsividad juvenil, su espontaneidad sin tapujos, sin adornos, son lo contrario de sus antinaturales dibujos de infancia. Aquel: «Aquí huele a azufre», que Henri Michaux no pudo evitar, allá por los años treinta, ante la vista de la espontaneidad y el fulgor de los dibujos de Picasso, invadiría luego, hasta apestarlas, las severas salas del palacio de los papas de Aviñón, donde los doscientos setenta lienzos producidos en los dos últimos años de vida de Picasso quedaron expuestos, tras su muerte.

Autorretrato Picasso
Pablo Picaso, Autorretrato (Cabeza), 1972 lápiz y ceras de color sobre papel, Tokyo, Fujt Televisión Gallery

—Empleando términos de investigación científica —había observado Picasso—, podemos decir que la investigación llevada a cabo ha sido completa e intensiva. Nuestra época no podía haber ido más lejos. Hemos logrado sin duda una ruptura radical con el pasado. Y la prueba de que la revolución ha sido total, la hallamos en que los términos que expresaban los conceptos fundamentales de nuestro arte —dibujo, composición, color, cualidad— tienen hoy un significado completamente distinto al de antes… Puede que al final no haya sido tan malo lo que hemos hecho. En todo caso, lo que ya no hay más son trucos. Ahora, el pintor es un pintor, mientras que antes, encubría su debilidad con todo tipo de embustes.

Emplea trucos quien desprecia, por ejemplo, los objetos, quien no los considera atentamente, con total seriedad, como Cézanne. Si el rentista del Midi llegó a ser Cézanne, creía Picasso, fue porque, cuando estaba frente a un árbol, miraba atentamente lo que tenía ante sus ojos; lo observa fijamente, como un cazador que apunta al animal que quiere abatir… Y muchas veces, concluía Picasso, un cuadro no es más que esto… poner toda la atención en los objetos… y amarlos. Sí, tratarlos con cariño. Porque en el fondo, sólo el amor cuenta. Comoquiera que sea ese amor. A los pintores, habría que arrancarles los ojos, como se hace con los jilgueros, para que canten mejor, pensaba Picasso.

—¿De dónde me viene este poder de crear y de dar formar? No lo sé… Algo sagrado, eso debe ser —aseguraba—-. Deberíamos poder emplear una palabra como esa, sin que la gente la entendiera erróneamente, en un sentido que no tiene. Uno debería poder decir que la pintura es como es, con su inmensa capacidad de poder, porque es como si viniera tocada por Dios. Y aunque mucha gente se avergonzaría de oír esto, es !o que más se aproxima a la verdad. En ningún caso podemos hablar fácilmente con palabras del fuego sagrado de la pintura, sin el cual aún el más dotado de los artistas, el mejor de los dibujantes no pasa de ser bueno, incluso muy bueno… pero nada más. Lo único que podemos reconocer es que, en determinados casos, existe una relación especial entre el artista creador y lo que hay de superior en el espíritu humano, gracias a lo cual la pintura llega a tener el asombroso poder que le reconocemos. ¿Arte religioso? Eso es absurdo: ¿cómo puede uno hacer arte religioso un día y al siguiente uno de otro tipo? Lo único que yo he hecho es amar la pintura como el buen Dios ha querido que exista. ¿Y es que Él tiene algún estilo? Pues yo tampoco. Además, Él ha ha hecho la guitarra, el arlequín, el perro salchicha, el gato salvaje, el buho, la paloma… Yo también. El elefante y la ballena, pase, pero ¿el elefante y la ardilla? ¡Un bazar! Dios ha creado lo que no podía existir. Y yo también. Él mismo ha hecho la pintura. Yo también.

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Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005