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El derecho al sexo es un buen título, pero, por si es preciso recordarlo, lo hace la misma autora, la profesora de teoría política y social Amia Srinivasan en el All Souls College Oxford: «No existe el derecho al sexo. (Pensar otra cosa es pensar como un violador). Pero ¿es la tontería más grande del mundo señalar que lo peor de nuestra realidad social ‒el racismo el clasismo el capacitismo la heteronormatividad‒ configura a quién deseamos y amamos y a quién no, y quién nos desea y nos ama a nosotros y quién no?». Descifrar, contrarrestar esas leyes del deseo podría repercutir en un sexo realmente libre, que es la búsqueda que atraviesa este libro. En el camino, se detiene en el consentimiento, la prostitución, la pornografía, las agresiones sexuales, el fenómeno incel…  La autora pasa revista en esta obra publicada por Anagrama a todos los asuntos ‒casi todos o todos problemáticos y controvertidos‒ en los que el sexo está envuelto y lo hace desde una mirada feminista y transformadora, un pleonasmo que ella formula así: «El feminismo no es una filosofía, tampoco una teoría, ni siquiera un punto de vista: es un movimiento político con el que transformar el mundo hasta dejarlo irreconocible». ¿Cómo? No hay hoja de ruta: «No lo sabemos; probemos a ver», se responde Srinivasan. En ese campo de pruebas se enmarcan las reflexiones o los ensayos que vienen a continuación, pero antes, en el prefacio, apunta una serie de cuestiones preliminares:

El sexo es cultura (más que biología): «El sexo es, pues, un ente cultural que se quiere hacer pasar por natural. El sexo, que las feministas nos han enseñado a diferenciar del género, es ya en sí mismo un género camuflado».

El sexo es político y público: Si sexo es lo que se hace con los cuerpos sexuados resulta que «algunos cuerpos sirven para el placer, la posesión, el consumo, la adoración, el servicio, y la validación de otros cuerpos. El sexo, en este segundo sentido, se considera también algo natural, algo que existe al margen de la política. El feminismo nos muestra que esto de nuevo es una ficción; una ficción que sirve a determinados intereses. El sexo, que concebimos como el más íntimo de los actos, es en realidad algo público. Los papeles que desempeñamos […], las reglas que definen todo esto quedaron establecidas mucho antes de que llegásemos al mundo».

El sexo ¿es libertad?: la autora cuenta el caso de un filósofo que le dijo que solo durante el acto sexual «se sentía realmente libre. Le pregunté qué diría su mujer de eso», añade Srinivasan para pasar al anhelo feminista de verdadera libertad sexual y recordar que lo que estas, las feministas, «se niegan a aceptar es su simulacro: la afirmación de que el sexo es libre, no por igualitario, sino por ubicuo».

Creer o no creer a las mujeres

Amia Srinivasen: El derecho al sexo. Anagrama, 2022. Traducción: Inga Pellisa

El primero de los ensayos que compila este titulo publicado por Anagrama se titula Una conspiración contra los hombres. En él se parte de datos sobre violaciones y denuncias falsas para analizar la preocupación y el revuelo que suscitan estas últimas y las posibles causas. La conclusión de la autora es que lo de que la justicia es o debería ser igual para todos es la teoría, pero en la práctica unos se sienten más protegidos que otros, y que otras, sobre todo: «Los hombres blancos y acomodados confían instintivamente, y con razón, en que el sistema judicial velará por ellos: nadie les va a endosar droga con el objetivo de incriminarlos, nadie los va acribillar y asegurar después que había entrevisto un arma, nadie los va a castigar por andar por un vecindario en el que “no pintan nada” […]. Pero cuando se trata de una violación, los hombres blancos y ricos temen que la creciente exigencia de creer a las mujeres menoscabe su derecho a estar a salvo de los prejuicios de la ley». Ese mecanismo, el de «creer a las mujeres funciona como una norma correctora, como un gesto de apoyo hacia esas otras personas ‒las mujeres‒ a las que la ley tiende a tratar como si mintieran».

«En una violación, los hombres blancos y ricos temen que la creciente exigencia de creer a las mujeres menoscabe su derecho a estar a salvo de los prejuicios de la ley»

Para buscar las razones, Srinivasan, que ha comenzado el capítulo con una enumeración de cifras y casos, concluye con uno ampliamente conocido: «(…) las normas de la creencia racional no vienen marcadas por la ley. La creencia racional es proporcional a las evidencias: la sólida evidencia estadística de que los hombres como Weinstein tienden a abusar de su poder, y la sólida evidencia testimonial que aportaron las mujeres que lo acusaban de ello».

Que la mayoría de los delitos sexuales los cometen hombres contra mujeres es un hecho incontestable. ¿A qué tanto revuelo? «A veces, ese mandato de creer a las mujeres no es más que el requerimiento de que nos formemos nuestras opiniones a la manera habitual: conforme a los hechos». Ese gesto de «solidaridad epistémica» como lo denomina la autora es «tosco», también en palabras de Srinivasan, y borroso en cuanto entran en juego variables como la raza, la clase, la religión… Pone el caso de Colgate, una universidad de artes liberales al norte del Estado de Nueva York donde el 4,2 % del alumnado era negro en el curso 2013-14 y el 50 % de las denuncias por violación ese año fueron contra estudiantes negros. «¿Creer a las mujeres está al servicio de la justicia en Colgate?», se pregunta la autora. Introduce así el tema de la interseccionalidad, cuyo funcionamiento define con estas palabras: «Cualquier movimiento de liberación ‒ya sea el feminismo, el antirracismo, la lucha obrera‒ que se centre únicamente en lo que tienen en común todos los miembros del grupo relevante (mujeres, personas de color, la clase trabajadora) es un movimiento que beneficiará por encima de todo a los miembros menos oprimidos de dicho grupo. Así, un feminismo que solo aborde los casos “puros” de opresión patriarcal ‒casos que no vengan a complicar factores de casta raza o clase‒ terminará sirviendo a las necesidades de las mujeres ricas o de las castas superiores».

Sexo y burocracia en el college. A vueltas con el consentimiento

Al final del primer capítulo menciona Srinivasan un fenómeno llamado la «burocracia sexual», un término que no es suyo sino de Suk Gersen y Jacob Gersen, sobre el que comenta a continuación: «Es cierto que en las últimas décadas las universidades estadounidenses han desarrollado infraestructuras complejas para la gestión del sexo en el alumnado. Su objetivo principal no es el de proteger a los estudiantes de la violencia sexual, sino el de proteger a las universidades de demandas, de daños a su reputación y de la pérdida de financiación federal así que no debe sorprendernos que estas burocracias sexuales universitarias tengan tantos fallos». La herramienta privilegiada, en cualquier caso, alrededor de la cual giran todos los protocolos es el consentimiento, que puede servir para clarificar el marco de lo que constituye sexo legalmente aceptable, pero Srinivasan va más allá, «si el problema es algo más profundo, si atañe a las estructuras psicosociales que llevan a los hombres a querer tener sexo con mujeres que no lo desean en realidad, o a las estructuras que les hacen sentir que es tarea suya vencer la resistencia de las mujeres, y a estas, por su parte, que deben tener relaciones sexuales con hombres pese a no desearlo, no queda tan claro para qué puede servir una ley como la SB 967» (equivalente a la del «sí es sí»). El consentimiento pone el listón de la exigencia más alto, sí: «Si antes los hombres debían parar cuando las mujeres decían no, ahora deben de conseguir que digan sí», pero no es una solución radical, definitiva. «¿Podría ser que el motivo por el que es tan difícil resolver esta cuestión se deba a que la ley es, sencillamente, la herramienta equivocada?». Srinivasan reclama al feminismo mujeres «más imaginativas de lo que lo han sido los hombres» y hombres que no se indignen porque «las mujeres esperen, de ellos y del mundo que los ha encumbrado, un cambio».

En las últimas décadas las universidades estadounidenses han desarrollado infraestructuras complejas para la gestión del sexo en el alumnado

Otro de los apartados del libro lo dedica Amia Srinivasan al sexo entre profesores y alumnos, una relación que vuelve inestables los términos del consentimiento. Para muchas mujeres, en sintonía con las universidades con prohibiciones al respecto, se trata de una nueva expresión de la explotación de la diferencia de poder, otras feministas vieron ahí la traición y contradicción del principio del «sí es sí», una especie de problemático «sí es no». La madre del cordero viene en forma de pregunta: «Cuando el relativamente débil consiente en acostarse con el poderoso, ¿merece eso llamarse consentimiento?».

Hablando de porno con los alumnos

Más preguntas introducen el tercer capítulo del libro dedicado a los efectos del porno en adolescentes y jóvenes: «¿Es una herramienta del patriarcado o una respuesta a la represión sexual? ¿Una técnica de subordinación o un ejercicio de libertad de expresión? El debate es viejo, pero el marco es nuevo: la pornografía ha cambiado, el porno se ha vuelto «ubicuo e instantáneo» por usar adjetivos de la autora. En ese contexto, también las interpretaciones que de esas posturas enfrentadas sacan las nuevas generaciones son nuevas y sorprendentes para Srinivasan, que no esperaba lo que comprobó en las charlas con el alumnado, que sus posiciones entroncaban con las posturas defendidas por el tradicional feminismo antiporno, a saber: que el porno es «una máquina para la producción y reproducción de una ideología que, erotizando la subordinación de las mujeres, la hacía real». Escribe la profesora en el All Souls College de Oxford: «El porno significaba mucho para mis alumnos; les importaba tremendamente. Como las feministas antiporno de 40 años atrás, tenían una idea exacerbada del poder del porno, la firme convicción de que el porno intervenía en el mundo». No solo se trata de intervención en el mundo, sino que se entiende como creación y construcción de la realidad. Para curiosear, entretenerse o aprender, «el porno no es una pedagogía, y sin embargo a menudo funciona como si lo fuese». «Pero si no fuese por la pornografía», dijo una mujer en clase de la autora, «¿cómo aprenderíamos a tener relaciones sexuales?».

Nuevas atribuciones para un porno «ubicuo e instantáneo», que, en palabras de la autora, «no es una pedagogía, y sin embargo a menudo funciona como si lo fuese»

Hablando de educación, el libro pone el ejemplo de Inglaterra en 2020 y su ampliación del currículum obligatorio para incluir la «educación pornográfica». Subsiguientes protestas de padres: «Lo que no comprenden estos padres es que ya hay alguien educando a sus hijos sobre sexo, y no son ellos». La conclusión de la autora es que existe necesidad de una deseducación o educación en negativo que «les recordaría a los jóvenes que la autoridad sobre lo que es y sobre lo que podría ser el sexo radica en ellos. El sexo puede seguir siendo, si así lo eligen, como decidieron las generaciones anteriores: violento, egoísta, desigual. O puede ser ‒si así lo eligen‒ algo más alegre, más igualitario, más libre. No está claro cómo podría lograrse una educación negativa como esta. No hay leyes que redactar, ningún sencillo currículum que implementar. En lugar de añadir más discursos, más imágenes, es su arremetida constante lo que habría que detener. Quizás así podríamos persuadir a la imaginación sexual, siquiera brevemente, de reclamar su poder perdido».

Las leyes del deseo

Tras leer el manuscrito autobiográfico en el que Elliot Rogder, el asesino de siete personas en Isla Vista (California) en 2014 explicaba sus motivaciones ‒castigar a las mujeres por rechazarlo y también a los hombres sexualmente activos por vivir una vida mejor que él‒ la autora comenzó a escribir el ensayo que originó el libro y acabó dándole título. «Mi idea en un primer momento era limitarme a ofrecer una análisis del manifiesto, en cuanto que documento en el que confluían de manera interseccional diversas patologías políticas: misoginia, clasismo, racismo. Pero a medida que creía la montaña de comentarios, lo que terminó interesándome más fue la lectura que hacían otras feministas».

Al ensayo original le siguió así otro texto que le completaba y complementaba y que se inluye en el libro de Anagrama. En Coda: la política del deseo, defiende Amia Srinivasan que, si el sexo es político, es porque el deseo lo es también: «¿Qué pasaría si mirásemos los cuerpos, el nuestro y el de los demás, permitiéndonos sentir admiración, aprecio, deseo, allí donde la política nos dice que no deberíamos?» Se trataría de acallar, «disciplinar» es la palabra que usa la autora, las fuerzas políticas que de manera consciente para nosotros o no pretenden dirigirlo. Surgen las críticas y Srinivasan no solo las acoge, sino que las publica. Es interesante esta réplica que le dio Andrea Long Chu: «Lo que me preocupa es que el moralismo en torno a los deseos del opresor puede ser una empresa fantasma con que moralizar sobre los deseos del oprimido». La solución a esta especie de reemplazo impositivo, Srinivasan la ubica en un plano práctico: «No consiste en saber-qué, como les gusta decir a los filósofos, sino en saber-cómo y a este cómo no se llega por medio de la investigación teórica sino de experimentos de vida».

Srinivasan: «¿Qué pasaría si mirásemos los cuerpos, el nuestro y el de los demás, permitiéndonos sentir admiración, aprecio, deseo, allí donde la política nos dice que no deberíamos?»

El libro abarca otros muchos aspectos en los que el sexo es el eje principal. Desde fenómenos recientes como la  misoginia incel de hombres como el mencionado Rodger que sienten que el sexo (como ellos quieren y con quien quieren) les es debido y que, en sus vertientes más extremas, ha llevado hasta el asesinato; hasta la eterna pregunta sobre cómo proceder con la prostitución, pasando por cómo afectan las variables de raza, clase o religión a las posibilidades de sufrir violencia sexual, Amia Srinivasan configura un panorama que evidencia hasta que punto lo personal es político y marca el paso a la agenda y al debate públicos.

Periodista cultural