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La entrada en escena de Rusia como un posible socio estratégico de Occidente es quizá la consecuencia más asombrosa, positiva y prometedora del bárbaro ataque contra el World Trade Center. La perspectiva de una cooperación prolongada entre la potencia marítima angloamericana y la potencia terrestre rusa, a caballo en la encrucijada eurasiática, aporta la visión de un orden internacional basado en una realidad que excede en gran medida el libre comercio, la política más flexible sobre inmigración y la difusión sin trabas de las películas de Hollywood. Anthony T. Salvia perfila en este ensayo de qué modo las nuevas líneas de fuerza vAn a acabar de trastornar el viejo orden mundial.


en realidad, hoy día puede vislumbrarse una solución al abismo que separaba las antiguas áreas de influencia romana y griega en Europa, abierto desde el año 1054 de la Era Cristiana, con tan trágicas consecuencias a lo largo de siglos. Si no se cura esta herida, no podrá darse una verdadera unidad de Europa, ni un nuevo florecimiento de la civilización europea. Bien está que comience con el euro, pero se trata únicamente de un instrumento de cambio. Sólo Bruselas no basta.


La cima desde la que George W. Bush y Vladímir Putin observan el mundo ofrece asombrosas perspectivas de paz, unidad espiritual y renacimiento cultural, completamente paralizadas en el caso de sus predecesores Nixon y Brézhnev, ¿Tendrán la suficiente valentía y visión para aprovechar esta oportunidad? En gran parte, dependerá de su capacidad para comprender en toda su dimensión las implicaciones geopolíticas del 11 de septiembre. Habrán de cambiar sus obsoletas maneras de pensar, propias de la era bipolar Estados Unidos-URSS y, al mismo tiempo, superar la incipiente oposición en el seno de sus respectivos países.


El firme apoyo de Rusia a la guerra contra el terrorismo dirigida por Estados Unidos, que proviene de su vivo interés en acabar con el fundamentalismo islámico y con la inestabilidad en sus fronteras, ha allanado el camino al actual acercamiento de Moscú a Occidente. Moscú, que arriesga más y tiene mayor experiencia en la región que cualquier otra gran potencia, ofreció a Estados Unidos una ayuda inestimable en la campaña de Afganistán, concretada en la participación en las tareas de los servicios de inteligencia, los vuelos militares de reconocimiento, la ayuda humanitaria y el acceso a las bases de las antiguas repúblicas soviéticas. El consiguiente acercamiento de Rusia permitirá, en breve plazo, celebrar conversaciones a alto nivel acerca de un posible papel de Rusia en la OTAN.


Ante este notable progreso, la reacción de las elites responsables de la política exterior occidental se han hecho conocer sin demora y cubren el arco que va desde un asentimiento entusiasta hasta la prudente cautela e incluso el rechazo categórico. Los puntos de vista de los pesos pesados de la política exterior, Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, revisten un especial interés, supuesta la influencia que ejercen en los más altos niveles de la Administración Bush.


Kissinger, anterior secretario de Estado con el presidente Nixon, rechaza todas y cada una de las formas de participación de Rusia en la OTAN, con el argumento de que el objetivo fundamental de la OTAN es defender a Europa frente a Rusia; Brzezinski, anterior consejero de seguridad nacional del presidente Cárter, insta a la OTAN a proceder con cautela, teniendo en cuenta la incompatibilidad que él considera se alza entre los valores y modelos de conducta internacional propios de Rusia y los de Occidente. Ambos autores comparten el que podría denominarse punto de vista escéptico acerca de Rusia, muy extendido por cierto entre los políticos y los círculos influyentes de la opinión pública, próximos a la Casa Blanca. Merece la pena analizar a fondo estas perspectivas.


Afirma Henry Kissinger: el ingreso de Rusia en la OTAN -aunque sea parcial- no es la solución. La OTAN ha sido -y sigue siendo- fundamentalmente una alianza militar, parte de cuya finalidad es la protección de Europa frente a una invasión de Rusia. Hay que tener en cuenta que, desde el final de la Guerra Fría y el advenimiento de un frente común contra el terrorismo, este peligro ha desaparecido en un futuro previsible… de modo que la tarea de la OTAN no consiste en proteger a sus miembros (unos contra otros). Por tanto, combinar la ampliación de la OTAN con un ingreso, aunque sea parcial, significa en cierto sentido fundir de algún modo dos maneras de proceder que resultan incompatibles. Si Rusia se convierte en un miembro de facto de la OTAN, ésta deja de ser una alianza o se convierte en un vago instrumento de seguridad colectiva… Así, pues, debería crearse un nuevo sistema de consultas. Lo que, desde luego, no funcionará es tratar de obtener el vino nuevo a partir de una sacudida sin precedentes del sistema internacional, llenando con él los viejos odres de las instituciones creadas hace medio siglo, con finalidades muy distintas»1.


Este análisis está lastrado en varios aspectos por elementos que considero básicamente defectuosos. Si, según el punto de vista de Kissinger, el objetivo principa! de la OTAN es proteger a Europa de una invasión de Rusia, peligro que «Ha desaparecido en un futuro previsible», la OTAN se deslizará en un rápido declive, reemplazada por el «nuevo marco de un sistema de consultas» reforzado por la presencia de Rusia. La OTAN quedará en la absurda postura de prever una invasión que nunca se va a producir y que ningún adversario piensa siquiera en planear ni en llevar a la práctica.


Añade que la OTAN «no protege a sus miembros unos contra otros» y, sin embargo, la pertenencia de Francia y de Alemania al Consejo Atlántico ha contribuido con toda probabilidad a enterrar el hacha de guerra entre estos dos antiguos adversarios y facilitar su cooperación en la Unión Europea. Lo propio podría decirse de Alemania y Polonia, de Alemania y el Reino Unido, y de Grecia y Turquía, Asimismo, la OTAN contempló el ingreso de España en la Alianza cómo un medio de consolidar las instituciones democráticas después de los largos años del régimen de Franco. Es hora, más que de rechazar el «nuevo vino» del ingreso de Rusia en el sistema atlántico de seguridad, de insuflar nueva vida en «las instituciones creadas hace medio siglo» mediante nuevas y dinámicas perspectivas sobre la seguridad euroatlántica.


Debería observarse, en este punto, que la OTAN ha mostrado una notable solidez y flexibilidad en el terreno propio de su objetivo principal. Cuando Estados Unidos entró en la OTAN en 1949, defendió su ingreso no en razón de la desaparición un día del comunismo soviético, sino con la voluntad de que Europa pudiera acceder a la capacidad de defenderse a sí misma. Se da la circunstancia de que ambas cosas se han producido hace tiempo, y Estados Unidos sigue siendo miembro de la OTAN. Ésta dejó de ser una alianza contra el evidente y constante peligro de ataque procedente del Este, al menos desde la caída del comunismo en 1991; de hecho, se podría oponer a este argumento que dicho papel de disuasión pasó a un segundo plano con la entrada en escena de un sistema de destrucción mutua asegurada, en la época de Eisenhower.


Además, la OTAN, concebida como una alianza defensiva, llevó a cabo una guerra contra Serbia, que no atacó a ningún Estado miembro de la OTAN y, de hecho, ha intervenido en una guerra civil librada en el seno de sus propias fronteras. La OTAN ha mostrado, asimismo, una voluntad de actuar mas allá de los confines de Europa, tal y como hizo cuando invocó la cláusula de defensa colectiva del Tratado del Atlántico Norte (artículo 5) en respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre.


Teniendo en cuenta la flexibilidad de que ha hecho gala la OTAN en el pasado es, desde luego, pecar de inocente o de ingenuo afirmar que esta organización internacional es incapaz de asumir el ingreso de Rusia. Lo que se halla en juego es nada menos que la conclusión definitiva de la guerra fría y la revocación de siglos de división en Europa. Kissinger, que propuso la teoría de la convergencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética a principios de los años setenta -cuando no tenía en absoluto ningún sentido- rechaza ahora una solución en el contexto de la OTAN, solución que anclaría firmemente a Rusia en Occidente. Las circunstancias y los factores de la convergencia kissingeriana ya nos acompañan plenamente, pero el autor de esta teoría no puede o no quiere captar su importancia, implicaciones y consecuencias.


Zbigniew Brzezinki, por su parte, se muestra receptivo a la idea de algún tipo de asociación de Rusia con la OTAN, pero prefiere esperar a que se haya producido el ingreso de nuevos Estados miembro para tener tiempo de evaluar las intenciones de Rusia. Por ahora, sigue mostrándose escéptico. Su modo de pensar refleja una preocupación moral que está ausente en Kissinger.


Dice Brzezinski: «…la nostalgia imperial muere lentamente, y es evidente que permanece en cierta medida en las instituciones principales del poder ruso, especialmente en el ejército y el sistema de seguridad, y entre la elite de la política exterior rusa. Si Rusia se asocia estrechamente un día a la comunidad euroatlántica, ha de comportarse según los modelos de proceder europeos… La OTAN debería posponer toda decisión sobre esta cuestión hasta haberla analizado más atentamente»2.


La invocación de la «nostalgia imperial» por parte del profesor Brzezinski con relación a los círculos gobernantes de Rusia tiene algo de estereotipo. Nos encontraríamos en apuros si quisiéramos nombrar un solo país -incluidos los miembros del antiguo Pacto de Varsovia y países que estuvieron bajo su tutela, como Cuba- del que pudiera afirmarse razonablemente que es un Estado con el que Rusia mantiene una relación «imperial». ¿Podría decirse lo mismo de todos los Estados miembro de la OTAN?


Evidentemente, Rusia se halla fuertemente comprometida en los asuntos internos de algunas antiguas repúblicas soviéticas en sus contornos del Cáucaso y de Asia central, y con razón. Los intereses vitales de Rusia se hallan aquí en juego. Es posible que la presencia de Rusia sea excesiva y arrogante, pero ¿podemos decir que un papel activo de Rusia en su patio trasero es realmente inadmisible con relación a los parámetros de una conducta internacional civilizada? Si la OTAN exigiera a sus países miembro, so pena de expulsión, que no mantuvieran relaciones exteriores que pudieran interpretarse como «imperiales» y que guardaran las distancias con respecto a los problemas de sus patios traseros respectivos, la OTAN dejaría inmediatamente de existir. Al profesor Brzezinski le preocupa la salvaguarda de los «valores compartidos» por la comunidad atlántica si Rusia entra en ía OTAN, e insiste en que Rusia «actúe en el respeto de los modelos y actitudes propios de Europa», aludiendo a la democracia y a los derechos humanos, así como a la forma de llevar Rusia la guerra en Chechenia.


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Sin embargo, tomemos por ejemplo el caso de Turquía, miembro de la OTAN en buena posición. Turquía no cumple esos «niveles europeos» en diversos extremos: un elevado número de turcos suele votar por partidos islámicos fundamentalistas; las Fuerzas Armadas, lejos de mantenerse al margen de la política, la vigilan de cerca; los turcos aplastaron la minoría kurda, pasaron armamento a activistas de AlQaeda en Chechenia y nunca se han retractado a propósito de su genocidio en Armenia; Turquía sigue ocupando una parte de Chipre contraviniendo las resoluciones de las Naciones Unidas y situando a Ankara en abierto conflicto con sus aliados de la OTAN en Atenas. Ello no quiere decir que el país no esté preparado para cumplir su papel como miembro de la OTAN: Turquía es un firme aliado de Occidente, es una democracia secular y mantiene una alianza estratégica con Israel, para citar solamente algunas de las ventajas que aporta. La realidad es, sencillamente, que los defectos de Rusia no son más importantes que los de Turquía y, en muchos aspectos, son menores. Si decimos que la OTAN está dispuesta a hacer concesiones a Turquía en compensación por los beneficios de su pertenencia a la organización, entonces podemos afirmar que resulta legítimo observar una consideración semejante con Rusia.


Puede ser útil analizar la forma en que las recientes políticas de la OTAN encajan con los «modelos europeos» del profesor Brzezinski. La guerra de la Alianza contra Serbia puede servir como caso de estudio. La OTAN se vio envuelta en la guerra civil serbia para detener la misma clase de violación de derechos humanos (limpieza étnica) que no sólo toleró en Croacia, sino que instigó militarmente. Antes de actuar así, la OTAN llevó a cabo una «negociación» con las dos partes en conflicto, en la cual no pretendió tampoco ser imparcial, amenazando a una de ellas (Serbia) con su mensaje: «o firman, o bombardeamos».


Los aliados procedieron entonces a desarrollar un ataque, sin precedentes en la organización, contra un país que no había atacado a otro Estado, mucho menos a un miembro de la organización, estableciendo una alianza de facto con un ejército de liberación integrado por marxistas, terroristas y traficantes de droga. La OTAN bombardeó puentes, túneles, centrales eléctricas y estaciones de radio y televisión, sumiendo a Belgrado y a otras ciudades en la oscuridad y la parálisis en nombre de una guerra humanitaria. Los ataques aéreos condujeron al hundimiento de la economía serbia.


La OTAN interpretó tan equivocadamente la situación que exageró las auténticas violaciones de los derechos humanos en las que había intervenido como freno, de modo que se vio en la tesitura de tener que enviar soldados a combatir sin otra misión que la de hacer que la gente volviera a las casas que ocupaban antes de que la OTAN atacara. Si esta pesadilla no continuó, fue porque Moscú retiró su apoyo a Belgrado, motivando así un repentino final de la guerra.


aryoe2.jpgY consideremos también las consecuencias. En la Yugoslavia de la posguerra, Kosovo ha procedido a limpiar étnicamente de serbios su propio territorio, sin apenas protestas de Occidente. Según los cálculos efectuados, los kosovares han destruido cientos de iglesias ortodoxas en una locura de profanación cultural, por lo menos de tanta envergadura como la destrucción de las estatuas budistas por los talibán (en el caso de éstos, se alzaron voces escandalizadas; en el de los kosovares, no hubo ni una palabra de protesta oficial). Aunque la OTAN intervino para impedir el genocidio de los kosovares, los forenses occidentales, presentes en la región desde el final de la guerra, han aportado escasas pruebas del genocidio, Kosovo se ha convertido en un bastión del trafico de drogas, blanqueo de dinero y actividades delictivas al estilo de la mafia, que se han hecho sentir en todo Europa. La vecina Bosnia, un protectorado de la Alianza Atlántica, ha apoyado habitualmente a AlQaeda y a otras organizaciones terroristas, al emitir pasaportes para facilitarles sus desplazamientos. Las calles de Sarajevo saltaron de jubilo al tenerse noticia de la caída del World Trade Centre, mientras las tropas estadounidenses y las de la OTAN observaban al gentío.


El profesor Brzezinski teme que el ingreso de Rusia en la OTAN abocase a la Alianza a contradicciones que socavarían los valores e intereses de la OTAN. Sin embargo, ¿es posible imaginar políticas de esta organización internacional todavía más desastrosamente contradictorias con relación a los valores e intereses occidentales que la mal llevada campaña de Yugoslavia? ¿Constituye el patrocinio por parte de la OTAN de dos nuevos estados islámicos -estrechamente vinculados con el terrorismo- una conducta «según los modelos de proceder europeos»? Sólo hay que contemplar las ruinas del World Trade Centre para averiguar la respuesta.


Nuestra intención aquí no es hacer un compendio de la historia anterior. Queremos más bien señalar que las objeciones suscitadas por los profesores Kissinger y Brzezinski contra el ingreso de Rusia en la OTAN se basan en hipótesis defectuosas. El profesor Kissinger minimiza la misión y la capacidad de la OTAN para asumir los cambios; el recurso del profesor Brzezinski a los modelos morales al estilo Wilson es noble, pero insuficientemente matizado. Si los responsables de conducir los asuntos de la OTAN tuvieran que guiarse por ideas semejantes, Occidente correría el riesgo de perder una ocasión histórica para lograr una paz duradera.


Las intrínsecas contradicciones que se derivan de la ausencia de Rusia en Occidente pueden revelarse en realidad aún más deletéreas para la seguridad europea que las que su presencia en la OTAN podría ocasionar. La activa participación de Rusia en Europa podría haber evitado la desastrosa campaña yugoslava y la barbaridad que significa el hecho de que sectores católicos y protestantes de Europa atacaran sectores ortodoxos en beneficio del islamismo extremista. Europa se habría beneficiado de la mayor comprensión que tiene Rusia de las realidades del Asia central y Asia meridional. Por lo mismo, Rusia podría haber sido disuadida de emprender la actuación, finalmente espantosa, en la guerra de Chechenia, merced a una asociación más estrecha con Europa.


Sin embargo, Occidente debe reconocer su parte -aunque sea secundaria- de responsabilidad en el desastre de Chechenia. La neurosis chechena de Rusia se desarrolló frente a un precedente de indiferencia occidental a la persecución de rusos en manos de las autoridades rusas, lo que constituyó el inicial casus belli por parte de Rusia. Los esfuerzos de fuerzas extremistas islámicas para establecer una cabeza de puente en Chechenia tuvieron lugar en medio de una política americana de neutralidad con respecto a los talibán y el apoyo a las pretensiones de Estados islámicos para explotar las enormes reservas de petróleo y gas natural del mar Caspio, dejando a Rusia aparte, y congelándose. Según el punto de vista de Moscú, la situación estaba lista para una yihad a través de la estratégicamente crucial Asia central. Todo ello coincidía con el bombardeo de la OTAN sobre la Serbia ortodoxa y la expansión hacia las fronteras de Rusia frente a las objeciones de Moscú.


No es de extrañar que muchos rusos, incluida la «elite de la política exterior» de la que habla el profesor Brzezinski, consideraran la política occidental como un deseo de aislar y sitiar a Rusia. Creyeron que Occidente veía a Rusia como una gran Yugoslavia, un candidato idóneo a la disgregación. Si los círculos políticos y militares en Rusia siguen siendo hostiles a Occidente, se debe menos a la «nostalgia imperial» que a la sensación -no del todo irracional, de acuerdo con las circunstancias- de que el motor de la política occidental es una inveterada rusofobia.


La alianza euroatlántica debe disipar tales temores adoptando una política más abierta y con visión de futuro con respecto a Rusia. Este país, por su parte, fue considerablemente lejos en su movimiento para acercarse a Occidente, mucho antes de que Vladímir Putin acudiera en auxilio de la campaña antiterrorista americana. En los mandatos de Mijail Gorbachev y de Boris Eltsin, Rusia apoyó la guerra del Golfo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, salvó la flaqueante campaña en Serbia retirando su apoyo a Milosevic en el momento crítico y no puso inconvenientes (si bien lo hizo refunfuñando) a la primera ronda de conversaciones sobre la ampliación de la OTAN. Concedió incluso la independencia a Ucrania, Kazakhstán y otras anteriores repúblicas soviéticas sin pedir nada a cambio. Todas estas medidas fueron concesiones significativas de Rusia a Occidente; muchas de ellas se consideraron, por parte de importantes segmentos de la opinión pública rusa, y no sin razón, como traiciones a los intereses nacionales de Rusia. Rusia pudo haberse encontrado demasiado débil para evitar tales concesiones, pero su rechazo a exigir algo a cambio facilitó en gran medida el logro de los intereses occidentales.


Es hora de que Occidente actúe en reciprocidad. Un punto idóneo para empezar sería dejar de bloquear la participación rusa en la explotación de las reservas de petróleo y gas natural del Mar Caspio. Después de Arabia Saudí, Rusia es el segundo mayor exportador de petróleo y el primer suministrador de gas natural a Europa. Rusia es un socio más estable y que inspira más confianza que los productores árabes, que tienen un historial en cómo utilizar su riqueza petrolífera para propósitos opuestos a los intereses occidentales. El 11 de septiembre reveló una nueva fractura estratégica, ya no entre Este y Oeste, sino entre Norte y Sur, que determinará la política internacional en el próximo siglo. La tesis de Samuel Huntington de que la política mundial se define por un choque de civilizaciones se ha visto corroborada. El hecho de que sólo una reducida minoría de musulmanes participe o haga uso del arma terrorista no afecta a la cuestión.


El Islam se encuentra detrás de un número significativo de los trastornos que hoy afligen al mundo: desde la indulgencia islámica en Filipinas a la persecución contra los católicos en Timor Oriental, los esfuerzos de Pakistán para subvertir el régimen indio en Cachemira, la agitación nacionalista en la provincia islámica china de Sinkiang, los esfuerzos violentos de Chechenia para separarse de Rusia, los esfuerzos de Abkhasia para hacer lo propio en Georgia, el persistente conflicto azeri-armenio sobre Nagorno-Karabak, la disputa de Turquía con Grecia sobre Chipre, los continuos esfuerzos de Kosovo para verse libre de serbios, la práctica bosnia de emitir pasaportes a efectivos de Al-Qaeda y otros extremistas islámicos, el apoyo financiero de la clase dirigente saudí al terrorismo, la intifada palestina contra Israel, la aniquilación de la minoría cristiana en Sudán, las recientes amenazas marroquíes contra la presencia española en Ceuta y Melilla… Sea cual fuere la parte de justicia en las quejas islámicas, el Islam se halla involucrado en un amplio conflicto, que alcanza a varios continentes.


Por otra parte, la cuestión islámica trasciende los problemas del terrorismo y de los conflictos regionales. La creciente emigración islámica a Occidente plantea problemas específicos. Como supimos con relación al ataque sobre Nueva York, los terroristas fueron muy capaces de sacar partido, con propósitos nefastos, a las generosas leyes de inmigración y pasaron inadvertidos en las comunidades locales de inmigrantes musulmanes. Además, estas comunidades, si bien integradas en su gran mayoría por honestos ciudadanos respetuosos de la ley, acogen en su seno a movimientos, organizaciones y personas inclinadas a trabajar por la islamización de Occidente a través de la conversión, algo infinitamente más subversivo para los valores occidentales, tanto los de la cristiandad como los de la Ilustración, que cualquier acto de violencia terrorista, por espectacular que sea.


Los Estados occidentales y sus aliados no pueden reducir las relaciones con el mundo islámico a una serie de expediciones militares contra líderes y grupos que no son de su agrado, moderados por la observancia del Ramadán en la Casa Blanca. Deben hallar nuevas e innovadoras vías para tratar a los países islámicos partiendo de su propia mentalidad, dándoles satisfacción cuando converjan las consideraciones de justicia y estabilidad regional y oponiéndose a ellos cuando sea menester. De hacerlo así, los aliados, incluida Rusia, deben diferenciar entre los distintos regímenes y sociedades musulmanas, y demostrar sensibilidad para los rasgos económicos, lingüísticos, tribales y otros, algunos de los cuales (sobre todo en lugares como Indonesia, el mayor país musulmán) tienen además raíces preislámicas. Esta aproximación tan matizada debe completarse con el uso adecuado de una amplia variedad de medios -diplomáticos, militares, humanitarios, etc.- orientados a lograr cambios positivos y el desarrollo pacífico de los países musulmanes.


El establecimiento de una nueva alianza entre Europa y sus extremos ruso y americano, que se extienda desde París a Berlín, a Moscú, a Vladivostock, a San Francisco, a Nueva York es un asunto de máxima urgencia. Los beneficios estratégicos son tan evidentes que no precisan mayores explicaciones. Pero lo que da a la solidaridad paneuropea su fuerza moral es la perspectiva de un renacimiento cultural y espiritual de Europa.


Europa debe llegar a significar más que el becerro de oro de la prosperidad material, la alquimia de la alta tecnología y el caballo de Troya de la inmigración. Debe recuperar su integridad moral, su esplendor cultural y su vitalidad demográfica. Precisa redescubrir las raíces de su cultura, que se extienden mucho más allá de la Ilustración, hasta un pueblo en Palestina. El amor de Dios, la nobleza de intención, la generosidad y el sacrificio deben llegar a ser considerados como valores europeos tan firmemente como la democracia y los derechos humanos. De lo contrario, Europa -incluida Rusia y Estados Unidos- se marchitará y morirá.


Europa debe acabar con el trágico distanciamiento de sus componentes latinos y bizantinos. Ya que, a fin de cuentas, Europa es un organismo con dos pulmones -Grecia y Roma-, no puede darse en absoluto una civilización europea restaurada y renovada en ausencia de Rusia y de otras naciones europeas de cultura griega y religión ortodoxa.


George Bush, Vladímir Putin y los líderes de la Unión Europea deben trabajar para acabar de forma definitiva con los últimos vestigios de la dilatada guerra civil europea que estalló en 1914 a través de la reforma de la OTAN, cuyo obsoleto objetivo es, en palabras de Henry Kissinger, «la protección de Europa contra la invasión rusa». De la misma manera que De Gaulle y Adenauer aportaron la unidad a Europa occidental, acabando así con siglos de discordias franco-alemanas, del mismo modo a sus sucesores les debe importar en gran medida una nueva unidad paneuropea. Si alcanzan este objetivo, será el modelo y patrón según el cual les juzgará la posteridad. Cuando lo consigan; Europa podrá entonces dedicar toda su atención a las verdaderas amenazas contra la paz y la prosperidad, que ya nunca más emanarán del interior sino del exterior.


NOTAS


1 Henry Kissinger, « Un socio, pero no e n la OTAN», en Washington Post, 7.12.2001.
2 Zbigniew Brzezinski, «La OTAN debería seguir desconfiando de Rusia», en Wall Street Journal Europe 29.11.2001.






UN SIGLO, TRES DÉCADAS, UN DÍA


«¿Qué es la historia de un siglo? Un siglo son sus gentes, sus acontecimientos, sus iconos y sus gritos. Y en esta centuria el hombre ha pasado de venerar las ideas a sucumbir ante las imágenes y dejarse seducir por lo inmediato. Un siglo hecho para el triunfo de la imagen».


Con esta acertada frase resume el historiador Fernando García Cortazar la importancia del medio visual -fotografías, cine, televisión- en la historia de nuestro último siglo. Cien años marcados por acontecimientos atroces (dos guerras mundiales, la división del mundo bajo el telón de acero, nuestra propia guerra civil…) y la bienvenida al nuevo siglo determinada por los sucesos del 11 S, una confirmación de que el impacto del elemento visual continúa siendo el protagonista en los espacios de actualidad.


Por este motivo, Nueva Revista ha recogido tres iniciativas que pudieran parecer dispares en su contenido, pero que corresponden en realidad a un intento de reconocer la prioridad que la imagen -como componente de la prensa escrita- ocupa en nuestros días.


 






aryoe3.jpgPasear por las páginas de este libro es recorrer los vericuetos, calles y avenidas por las que España se entretuvo en su camino a lo largo del último siglo. Un paseo sorprendente que nos llena la retina con imágenes que hablan de evolución: desde los matices en sepia de las fotografías de Alfonso XIII hasta las mejores instantáneas de la primera cumbre europea en Madrid, las manos blancas que llenaron Ermua o nuestros triunfos olímpicos en Sydney.


Clasificados en diez capítulos que recorren las distintas décadas entre 1900 y 2000, la Agencia EFE ha recogido una magnífica selección de su archivo fotográfico, un mosaico visual que completa la crónica gráfica de nuestro país en más de 400 fotos. El breve texto que nos guía a través de esta galería de imágenes corre a cargo del historiador Fernando García de Cortázar.


 






aryoe4.jpgCon motivo del 30 aniversario del cierre de este emblemático periódico, la Fundación Diario Madrid ha recopilado en un libro los testimonios y comentarios de los colaboradores y periodistas que lograron crear un mensaje nuevo en la España franquista, cuyo eco -una llamada al régimen de libertades públicas, partidos políticos, sufragio, tolerancia y respeto a la persona- se ha mantenido vivo como señal de lo que entonces fue una anticipación del futuro.


El libro contiene una introducción del presidente del Gobierno, José María Ainar, más de cien colaboraciones y testimonios de las personas que trabajaron en el Madrid, y material gráfico de los acontecimientos más destacados y de las instalaciones del diario antes de su voladura en 1971.


 






aryoe5.jpgVeintinueve fotógrafos plasman en este libro la crudeza y el horror de los momentos vividos en directo por millones de espectadores en todo el mundo: los ataques terroristas que derribaron las torres del World Trade Center y destrozaron parte del Pentágono.


Con más de 130 fotografías, esta obra pretende rendir homenaje a las víctimas que murieron en las Torres Gemelas y a los policías y bomberos que sucumbieron en el rescate. El libro se publica, además, como una contribución económica en forma de becas para los niños que aquel día quedaron sin padres y para la reconstrucción de la zona devastada. El dinero recaudado se ingresará en AIDfund y Pearson September 11 Children Fund


María Andrés