La historia es una llama imperecedera, y las llamas queman.
– Anthony Burgess
Después de ingentes cabildeos partidistas, en Estados Unidos acabaron imponiéndose el interés general y la racionalidad económico-social a un coste político razonable: el Tratado de Libre Comercio N.A.F.T.A. en versión inglesa fue aprobado el 17 de noviembre de 1993 por el Congreso norteamericano, mediante el cómputo de 234 votos a favor y 200 en contra (de estos últimos, 156 procedentes del partido demócrata). Tras su ratificación por el Senado y la firma presidencial, estampada el 8 de diciembre, el T.L.C. ha entrado en vigor el 1 de enero de 1994.
La creación del área más grande de libre comercio del mundo entre los países signatarios Canadá, Estados Unidos y México entraña el desarrollo y la aplicación de las diversas clausulas y los acuerdos complementarios como medio ambiente y mercado de trabajo a lo largo de quince años. Evidentemente, la puesta en marcha del T.L.C. significa mucho para México con elecciones presidenciales en otoño de 1994 pero también para el conjunto de naciones latinoamericanas. En mayor o menor medida, el Tratado afectará económica y políticamente a América Latina como apuesta y desafío de un futuro prometedor y estable, puesto que hace posible una corriente inversora y un flujo comercial diversificado como jamás se había soñado. El T.L.C. me mueve a hacer una serie de reflexiones.
Convocar el optimismo
No hace mucho tiempo que un tipo altiricón y barbudo de la banda oriental escribió una frase que destilaba un pesimismo estremecedor: América Latina es un archipiélago de patrias bobas, organizadas para el desvinculo y entrenadas para desamarse. Y me pregunto ¿corresponde tan sombría sentencia con la realidad latinoamericana actual?; ¿comparten ese fatalismo los latinoamericanos?; ¿es que ya no quedan voces para infundir aliento y esperanza?; ¿acaso no puede restallar un grito que convoque al trabajo y a la ilusión?. Aceptando los riesgos de las oportunas respuestas a tan apesadumbrado diagnóstico mi palabra intentará desterrar a los abatidos y, también, alimentar encandilamientos más o menos inmediatos. A mi juicio, América Latina merece un mejor trato, una mayor comprensión de sus problemas y avatares, tanto en España como en otros países del mundo occidental, incluidos los que conforman la titubeante Unión Europea.
Es claro que en el curso de los últimos años el continente latinoamericano -esa «realidad inverosímil», como la definió el guatemalteco Cardoza- ha avanzado significativamente en el terreno político: el Estado de Derecho, la democracia, se ha constituido como marco normal de convivencia; y sólo quedan Haití y una dictadura patrimonial, que hace aguas y padece crecientes racionamientos la Cuba castrista; por su parte, Perú transita como puede la «etapa Fujimori» con ciertos visos de mejora económica y México se halla metido de hoz y coz en pleno reformismo político y económico.
Es verdad que, en el contexto de unas escasas vertebración y cohesión sociales y de unas expectativas socioeconómicas reiteradamente defraudadas, América Latina tiene que terminar por digerir las dos crisis económicas mundiales casi sucesivas que originaron la caída vertiginosa de los precios de las materias primas producidas por la región, así como el cierre de los mercados tradicionales a sus exportaciones, que dieron lugar a la generación de una voluminosa Deuda Externa (en dólares, más de 438.000 millones, al término de 1993). De todas formas quedan atrás dos peligros que asolaban la región: la hiperinflación y el despilfarro del gasto público (Brasil excluido).
El regreso de la sensatez política
Resulta estimulante comprobar que se han enterrado la Doctrina de la Seguridad Nacional y las inaplicables utopías marxistas-leninistas, si bien todavía quedan enormes desajustes y desequilibrios por resolver, sobre todo en los gigantescos núcleos urbanos, a rebosar de miseria y marginación. Los latinoamericanos continúan hambreando soluciones específicas profundas y urgentes en el marco democrático establecido que, en principio, todos aprueban: del saldo de los populismos y de las dictaduras militares, sean de derecha o de izquierda, ya están hartos; los primeros son clientelistas y despilfarradores, y los segundos son sistemas que esclavizan, no resuelven los problemas y sólo se sostienen con el empleo del miedo psicológico y la represión.
Afortunamente, el clima de distensión y desarme global aparece aposentándose con vigor -es el fin del costoso esquema Este-Oeste y de la guerra fría- y, cada vez más, los hechos insisten de forma recurrente que las coordenadas latinoamericanas pasan, de manera ineluctable, por el eje Norte/Sur. Sentenciado el «equilibrio del terror», impuesto por motivos geoestratégicos, todos los recursos humanos y financieros deberían dedicarse a construir la paz democrática y sanear las economías, en un contexto de multipolaridad. Es evidente que la reconversión a la fe democrática lleva aparejada la economía de mercado, con los imprescindibles programas de reajuste estructural y un mayor protagonismo de las iniciativas empresariales privadas.
La identidad recuperada
Por otra parte, el planteo de un asunto concreto lleva malgastando cientos de horas y miles de empeños. Me refiero al hábito secular que mantienen algunos intelectuales latinoamericanos de querer aclarar sus raíces. En mi opinión, se trata de la combinación teórica de dos ingredientes: el rechazo integral de la mimesis española y la falta de seguridad en sí mismos, más acusada en algunos países que en otros. Tan morbosa actitud y, consiguientemente, tan infructuosa dedicación, procede de una negación concreta: la no aceptación de la síntesis cultural y del proceso históricoidentificatorio, desarrollados durante cinco siglos. Que yo sepa, nadie oculta el basamento inicial de la identidad latinoamericana -las culturas indígenas- como tampoco nadie escamotea la contribución enriquecedora a la misma de elementos europeos con predominio de los españoles y los portugueses, de elementos africanos y de aportaciones derivadas de los flujos migratorios de los siglos XIX y XX, procedentes de Europa y Extremo Oriente.
La conformación de la identidad latinoamericana constituye un proceso abierto de sedimentación en el tiempo de los distintos materiales acarreados: la identidad surgida de la amalgama viva es nueva y distinta, cultural y biológicamente. Convendría, por tanto, que aquellos latinoamericanos mortificados por el concepto de la identidad propia se sacudieran de encima el «complejo de periferia», en sentido cultural -es sustituir la resignación por la ilusión de la nueva vida definida por el discurrir histórico-, así como huir del «complejo de dependencia», en sentido socio-económico, pues sería reemplazar la fatalidad del desarrollo hacia dentro por un dinamismo dirigido a plantear y solucionar -entre todos- los problemas que existen y se aparecen tan cambiantes en el recorrido diario.
América Latina no tiene nada que esconder ni nada de qué avergonzarse. Es más, individual y colectivamente se halla obligada a admitir su modo específico de estar en el tiempo histórico y debe enorgullecerse de su original cosmovisión. Asumir ambas cosas es reafirmarse en el ser latinoamericano, la mejor expresión de su dignidad colectiva, la aceptación racional de sus virtudes y defectos, de su paisaje, de su ética y estética, de sus mitos y ritos, de sus signos y símbolos. Aldous Huxley dijo que «el nacionalismo, como conjunto de pasiones traducidos en términos teológicos, es un pretexto para las pasiones». A una América Latina segura de sí misma no le cabría apegarse a esa provinciana cortedad de miras que es el nacionalismo exacerbado -hoy bárbaramente acusado en algunos países de la Europa del Este-. Admitir la interrelación regional y las sinergias que propicia este final del siglo XX y más globalizado que nunca sería la manera idónea de reforzar aún más la identidad propia, respetando, claro está, la singular idiosincrasia y la ritualidad específica de las minorías étnicas.
Hacia un crecimiento económico sostenido
Aun cuando el P.I.B. de los países latinoamericanos ha vuelto a la senda del crecimiento (al término de 1993 + 3%) y se está logrando mantener una tasa de inflación reducida, América Latina no ignora que vive un período en el que se maridan el resurgimiento democrático -a ratos algo débil- y el rezago económico, si bien este último ofrece claros indicios de mejora siempre y cuando se apliquen internamente las políticas económicas adecuadas y la economía internacional recupere el paso de su crecimiento. Desde los shocks petrolíferos de 1973 y 1978/79 América Latina sabe que está en declive la omnipresencia estatal y es necesario poner fin a los desequilibrios básicos, mantener el rigor presupuestario, desregular y liberalizar gradualmente, a fin de recuperar el crecimiento económico sostenido y no inflacionario, para consolidar, definitivamente, los sistemas democráticos de su área. La región ha desechado por sí misma, las tesis de la planificación central y las nacionalizaciones, y está favoreciendo la flexibilidad de los mercados internos, la liberalización comercial, el pago de impuestos, el aumento de la inversión productiva y el ahorro interno en una economía de mercado para poder, así, absorber las elevadas tasas demográficas la media fue del 22% en 1989 y las demandas sociales -tan atrasadas- que se solicitan el salario real mínimo de 1989 fue un 25% menos que en 1980. Desde Le Monde Paul Fabra ha escrito: «sostener que el mercado es la forma de organización más productiva de la vida económica no es ideología: se puede demostrar. La ideología comienza con la pretensión de asimilar esta eficacia a la felicidad». La clave de las democracias latinoamericanas reside en el éxito económico para todos.
Al término de la Reunión Extraordinaria del Consejo Económico para América Latina, la CEPAL, de enero de 1987, se redactó la «Declaración de México». En la misma quedaron reflejadas las preocupaciones más acuciantes del sistema económico latinoamericano: la Deuda Externa, la modernización estructural, -quedan todavía muchas rigideces en el Sistema, incluida la del sector público excesivamente protagonista e intervencionista- y el impulso integracionista. Pero fue el entonces canciller uruguayo, Enrique V. Iglesias, quien puso el dedo en la llaga económica latinoamericana: «gran parte de los males tienen que ver con nuestra propia responsabilidad; el sector privado latinoamericano siempre ha sido proteccionista; existe la necesidad de crecer, exportar y pagar; se hace imperativo engancharse al avance tecnológico; tiene importancia decisiva la educación y la actitud ante el trabajo». Se trata, en realidad, de convocar la propia responsabilidad y la necesaria imbricación regional -el comercio intraregional es sólo el diez por ciento del total-. Si el siglo XIX fue la centuria de la separación de la Iglesia y del Estado, el fin del XX consistirá en la separación de la economía del Estado: los vientos de la historia no soplan en balde.
No procede hacer, aquí y ahora, un resumen de la historia económica de la región. No obstante, conviene señalar algunos elementos en el devenir económico latinoamericano: alcanzar la Independencia de la Corona española no supuso una transformación radical de las estructuras sólo valió para la expropiación de los bienes eclesiásticos que pasaron a manos de los caudillos militares y sus compadres, fuesen liberales o conservadores; la separación de la Corona española acarreó la dependencia británica hasta 1880; a raíz de la independencia de Cuba y Puerto Rico, en 1898, comienza a fraguarse la hegemonía norteamericana en la economía de la región que se consolidaría a partir de 1920; y todos los intentos de integración económica han fracasado en los últimos treinta años. De ahí que el Tratado de Libre Comercio o T.L.C. puede convertirse en el paradigma del siglo XXI para la región.
Romper viejos esquemas
Ante tantas promesas incumplidas, cuyo dramático exponente son la economía subterránea de un 30% a un 60%, según países y las villas miseria o poblaciones brotadas, como cinturones amenazadores, en los grandes núcleos urbanos, y ante tantas expectativas fallidas, a nadie le puede extrañar la esporádica presencia de airados movimientos sociales como los caracazos que se constituyen, por sí mismos, en violenta repulsa del inoperante statu quo que ha venido deteriorando históricamente la supervivencia de las mayorías. Todavía hoy la realidad económica latinoamericana ofrece unos datos negativos relevantes: desempleo elevado, desproporcionada participación del sector público en las economías, excesos de i nef¡ciencia, sectores en declive, baja cualificación profesional y descenso de los precios de sus producciones exportables. Con relación a la Deuda Externa, ésta es un capítulo más de la inestabilidad política, de la tradicional corrupción y de la insolidaria evasión de capitales, habiéndose calculado esa fuga en 250.000 millones de dólares para el período 19801989. A esta inclemente realidad hay que añadir los coca-dólares, sólo Perú, Bolivia y Colombia generan unos ingresos anuales de 14.000 millones de dólares, de alta rentabilidad para los traficantes y los militares, políticos, funcionarios, policías y guerrilleros, enganchados en la tupida red de comisiones y alijos, con la triste secuela de violencia y crimen urbanos. Se hace imperativo un reajuste a fondo del sistema judicial latinoamericano y la toma de medidas correctoras en los mercados demandantes de droga.
La década de los ochenta en América Latina se vio sacudida por el binomio trágico de economía de la deuda externa economía de la droga, resultantes de la codicia, la corrupción y la falta de competencia técnica y política para gestionar las políticas y las economías latinoamericanas. Pero esta historia no es nueva en el continente. Si se mira con detalle, desde la Emancipación, la historia económica de América Latina ha consistido en unas series de ciclos crediticios, con fases de auge y depresión, que han ido reforzando la condición de inadecuado desarrollo. Lo que ocurrió en la década de los 80 es que el volumen de los créditos y de inversión extranjera fue enorme y la complejidad de las economías superó, abrumadoramente, los parámetros tradicionales, en un esquema nuevo de interacciones comerciales, financieras en las rentabilidades y en los tipos de cambio, tecnológicas y políticas sofisticadas y en tiempo real. Si a todo ello se le suma la ceguera y la voracidad de los políticos, los gestores y los inversores, así como la asimetría en el tratamiento de los problemas y la feroz competencia en los mercados en crisis, nadie puede sorprenderse de que América Latina plagada de monopolios, concesiones administrativas y aparatos regulatorios proteccionistas se convirtiera desde 1980 hasta 1990, en exportadora neta de capital, y en donde el 40% de la población sólo recibe el 10% de los ingresos reales y el 60% de éstos se destinan a bienes elementales de consumo. Por ejempio, al día de hoy 70 millones de latinoamericanos cuentan con un ingreso de un solo dólar al día. Por eso la advertencia del Banco Mundial, de octubre de 1993, ha sido clara: el fracaso de una acción agresiva en materia de pobreza probablemente creará conflictos distributivos, descontento social y, a lo mejor, el regreso al dirigismo, al populismo y al caos.
Es claro que América Latina no puede echar la culpa de todos sus males al amigo norteamericano: una parte muy considerable de sus desgracias la debe a la irresponsabilidad, incompetencia y codicia de sus dirigentes políticos y empresariales. En este sigo XX, las asonadas y las dictaduras militares vinieron del brazo de los desaciertos de los populismos y estatismos civiles; y si los civiles han ido regresando lentamente al poder se debe a que las autocracias militares y las dictaduras uniformadas de izquierda también fracasaron, tanto política como económicamente, y todo porque las recetas impuestas procedían de unas construcciones ideológicas de la realidad, en lugar de tener presente la realidad misma y sus posibles soluciones. La revista The Economist aportó recientemente las tres claves para arreglar el desorden latinoamericano: compromiso, competencia y consenso.
De la oratoria a los hechos
Los políticos latinoamericanos tienen ganada fama de buenos oradores: cuentan con escuela y, por eso, son maestros en retórica, si bien hasta hace bien poco se mostraban ineficientes en las tareas de gobierno. La historia política de América Latina se halla sembrada de figuras de labia demagógica y ardiente, pero más de un bello y patriótico párrafo terminó con un plan de desarrollo o hizo que brotase con el rastro de sangre derramada un golpe militar. Acontece con frecuencia que los discursos políticos latinoamericanos están despegados de la realidad, de las prioridades económicas y sociales. A ello se le añade la falta de apoyo suficiente, debido a la raquítica dimensión de los partidos políticos con implantación nacional, lo que hace que la gestión pública se quede empantanada en enredos partidistas o en conflictos derivados de puros intereses personales o de clientelas políticas. Suelen ser estos lances tribales como surrealistas peleas de gallos desarrolladas en un escueto palenque, vigilado por unos militares propensos al golpe y autodeclarados salvadores de la patria ante los desmanes e ineficacias civiles. Salir de este círculo vicioso en América Latina ha costado mucho tiempo y muchos recursos, y, ahora, es exigencia diaria demostrar que la clase política y los gobiernos se comportan honesta y rigurosamente. Los líderes políticos y empresariales latinoamericanos tienen que cohonestar discursos y comportamientos, a fin de responder a las demandas económicas y sociales y, a fin, también, de gestionar eficientemente los recursos públicos y privados.
Pero veamos también lo que ocurre en ese trozo de América Latina incrustrado en Estados Unidos. Me refiero a los hispanos o latinos que abandonaron su país por razones políticas o económicas y sentaron sus bases en suelo norteamericano para tratar de salir adelante.
Cine pero menos
Cuando un equipo de cineastas se propone jugar a fondo la baza de la sensiblería en una producción determinada, normalmente consigue el resultado apetecido. Sobre los hispanos en Estados Unidos existen tres películas que, tras las escenas contempladas y con el adobo de músicas calientes, logran que los espectadores abandonen la sala con las lágrimas pegadas a las pestañas y los corazones estrujados y a punto de taquicardia. Sus títulos están archivados cronológicamente en la mente de todos: «West-Side Story», «La bamba» y «Los Reyes del Mambo». De una u otra manera, las tres cintas vienen en apoyo de la versión oficial de las relaciones entre la mayoría blanca y anglo y las diferentes minorías coloreadas: Estados Unidos como crisol (melting-pot) de etnias, cuando lo que en realidad sucede se parece bastante más a una ensaladera (salad-bowl), en donde los distintos elementos a duras penas alcanzan a combinarse, y de lograrlo parcialmente es a base de gestos airados e incómodos para todos.
El poeta Walt Whitman se constituyó, en los años 60 y 70 de este siglo, en el «hippy» por antonomasia, si bien su célebre texto Hojas de hierba, había sido publicado en 1885. Adelantándose en casi un siglo su optimismo visceral le condujo a manifestar que América no es una simple nación sino una bien avenida nación de naciones, con unas masas de gentes esplendorosamente en movimiento. Si el gurú de las generaciones «beat» y «hippy» pudiera presenciar lo que está aconteciendo en su país tan lejano del amor y las flores soñados a buen seguro que se apuntaría a la tesis de la ensaladera norteamericana: sociedad pluricultural, multiétnica y plurilingüística con claro predominio anglo y en la que las minorías, entre ellas la hispana, ocupan los escalones sociales inferiores y malviven crispadamente, en particular los habitantes de los grandes núcleos urbanos, estremecedores guetos de desigualdades de toda suerte.
Según el Censo de 1990, más de 22 millones de hispanos, el nueve por ciento de la población total, habitan en Estados Unidos. Aparte de los registrados oficialmente, por el territorio deambula una cohorte de hispanos ilegales cercana a los seis millones. Para el año 2010 se estima una población hispana superior a los 50 millones, convirtiéndose, así, en la primera mayoría de las minorías y por encima de la negra. Pero los fríos datos estadísticos, con las inevitable repercusiones sociales, se apoyan, a mi juicio, en unas corrientes históricas bastante claras, sin que ello entrañe negar una realidad positiva: para muchos emigrantes latinoamericanos Estados Unidos ha sido la tierra de acogida y de oportunidades, donde han desarrollado al máximo sus capacidades individuales. La patriótica generosidad de los anglos continúa dándose, si bien opera sobre la base de cuotas limitativas y sobre la imposibilidad de ejercer plenamente los derechos políticos establecidos por la «Voting Rights Act» de 1965: el citado Censo de 1990 reconoce que el 35% de los electores norteamericanos -65 millones de votantes posibles- no está registrando oficialmente, incluyendo a un gran número de hispanos y jóvenes por estar desengañados ambos colectivos del circo político estadounidense.
Dos modelos de colonización
El arranque del desajuste histórico-cultural en Estados Unidos hay que situarlo en el modelo de colonización británica y en las pautas de comportamiento que propició, tanto culturales, como políticas, raciales y religiosas. Así como con el modelo de colonización española se implantaron unas fronteras de inclusión, en las que las comunidades indígenas quedaban incorporadas, con el británico se levantaron a resultas de su anterior experiencia en Irlanda unas fronteras de exclusión. La historiografía contemporánea, los politólogos y los científicos sociales coinciden en apreciar que la colonización británica en América y fuera de ella, también siempre tuvo unos tintes excluyentes y segregacionistas, muy acordes en sus conceptos protestantes y puritanos: ellos se consideraban el pueblo elegido de Dios y, por ello, no podían permitirse el lujo de mezclarse con las poblaciones indígenas; hacerlo conllevaría una verdadera degradación cultural, racial y, por supuesto, religiosa. Antes que esto pudiera ocurrir resultaba más fino aniquilar a los indios.
Más que fronteras lo que el modelo de colonización británico levantó fueron barreras anticontaminantes y marginadoras, comenzándose de esta forma a generar la «North-South Story», dialéctica que continuaría desarrollándose a lo largo de los siglos posteriores y, con mayor rigor, tras la Declaración de Independencia de la Corona británica, en 1776. Este exclusivismo en origen no se daría en los territorios españoles de Nuevo Mundo, en donde funcionaría, con mejor o peor fortuna, el mestizaje racial y la síntesis cultural. John H. Elliot señala con acierto que el compromiso de la Corona española con la empresa misionera en el transcurso de tres siglos pone de manifiesto una de las diferencias más acusadas entre los planteamientos británico y español en la colonización. El modo peculiar de hacer británico se remataría con la puesta de los indios supervivientes en zonas reservadas o reservas auténticos zoos para turistas y con el trato dispensado a las oleadas de africanos, sometidas de inmediato a la esclavitud en las plantaciones sureñas de Estados Unidos.
Parece evidente que la corriente mayoritaria -main stream- norteamericana se ha formado en la ¡dea exclusiva de una cultura de frontera. Indudablemente, dicha concepción ha aportado grandes dosis de movilidad y dinamismo a la sociedad en su conjunto, pero, al mismo tiempo, le ha imbuido de un sentimiento de profundo desasosiego, algo parecido a un estado de huida permanente, por falta de arraigo y por haber fermentado en unos espacios desérticos y de horizontes infinitos. Una cultura individualista y sin mezclas ni contrastes, no pulida ni sedimentada por tradiciones y ritos comunes, suele generar, por sí misma, una violencia congénita que, mal empleada, acaba por transformarse en una simple y tremenda ley del más fuerte. Ante el hecho real y operativo de la cultura del revólver no extraña oír el comentario crítico de los propios norteamericanos, haciendo referencia a los jóvenes estadounidenses de hoy, que en una sociedad desconectada, insolidaria, egoísta, hedonista y violenta: el hecho de matar es una especie de sueño-secuencia en vídeo. Terrible aserto que se ve confirmado por medio de los cientos de miles de pandillas juveniles que aterrorizan las noches de las ciudades norteamericanas.
¿El fin de la North-South Story?
Es de lamentar que la lógica de esta North-South Story interna haya estado siendo aplicada igualmente por los sucesivos gobiernos norteamericanos en las relaciones con los países latinoamericanos al Sur de Río Grande: sobre los pilares teóricos del patio de atrás y la tesis del dominó quedan contabilizadas, entre 1845 año en que Estados Unidos arrebató Texas a Méjico y 1989, veinticuatro intervenciones militares en naciones de habla española. Bajo diferentes formulaciones la política exterior de Estados Unidos con América Latina ha respondido, hasta hace bien poco, a registros musculares y a principios tutelares, bajo la etiqueta de las democracias controladas. El maniqueismo de los decimonónicos planteamientos monroístas ha conducido a que en América Latina se construyera defensivamente la teoría del opuesto: ser latinoamericano principia por ser antinorteamericano. El caso haitiano y el embargo cubano se perfilan como paradigmas de esa paranoia.
Afortunadamente, tras la democratización global de América Latina, iniciada por Ecuador en 1970, los países latinoamericanos buscan con afán una mayor cohesión regional a distintos niveles y en diferentes grados, sin que esto suponga el reverdecimiento de nacionalismos fuera de época y de radicales posturas antinorteamericanas. Todo ello está permitiendo el que la región adopte voces y posícionamientos más independientes y respire un aire menos contaminado de subordinación. Es muy posible que estemos asistiendo al fin de una parte de la NorthSouth Story: la otra parte de la película se sigue proyectando diariamente en los barrios de los hispanos y de los negros de Estados Unidos.
Y termino con un rastreo de la política reciente. John F. Kennedy, creador de la nueva frontera, impulsó la Alianza para el Progreso. George Bush, tras el Plan Baker y el Plan Brady, puso en marcha la Iniciativa para las Américas. Albert Gore, el segundo de a bordo en el gobierno demócrata de Bill Clinton, anunció, hace escasas semanas, en México, la convocatoria de una Cumbre al máximo nivel para toda América. El punto de partida del Vicepresidente estadounidense fue, más o menos, el siguiente: El T.L.C. se constituye en el arranque para tratar los desafíos comunes de las Américas y puede cerrar la brecha existente entre el Norte y el Sur. Confiemos en que la declaración se traduzca en construcciones concretas y positivas para América Latina. Ya sólo queda ver el funcionamiento del acuerdo G.A.T.T. que, tras una larga y dura negociación de la Ronda Uruguay, se suscribió el 15 de diciembre pasado. Curiosamente, en el G.A.T.T. juegan un papel singular los países asiáticos, los herederos del galeón de Manila que arribaba al puerto mexicano de Acapulco en la época virreinal. Pero ahora son tiempos de liberalización y globalización económicas a escala planetaria.