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Alex J. Bellamy. Profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Queensland (Australia). Se ha ocupado de los aspectos normativos del uso de la fuerza militar, en particular la ética y las leyes de la guerra, las operaciones de paz y las intervenciones humanitarias.


Avance

Alex J. Bellamy: «Guerras justas. De Cicerón a Iraq». Madrid, Fondo de cultura económica de España, 2009

El gran dilema de la guerra justa, conciliar la necesidad de ganar con el respeto de determinadas normas, se torna especialmente agudo en las situaciones llamadas de emergencia o extrema necesidad; situaciones como las que plantea el terrorismo, un enemigo que no avisa de que va a atacar y que no suele estar localizado de un modo preciso. ¿Qué hacer en esas situaciones? ¿Es legítimo eludir las reglas que caracterizan a la guerra justa? Las respuestas oscilan entre el pragmatismo realista, que defiende la necesidad de ignorar las reglas, y posiciones más matizadas que invocan las circunstancias atenuantes. En cualquier caso, hay que tener presente que el argumento de las circunstancias atenuantes opera en el nivel de las normas secundarias, no en el de la legitimidad, y no es válido para todas las reglas. Por encima de cualquier situación de excepcionalidad que se considere —sostiene el autor de este artículo— existen siempre dos límites infranqueables, dos reglas morales absolutas que nunca pueden ignorarse. Una es la obligación de justificar en forma adecuada el uso de la fuerza; en otras palabras, los líderes políticos solo pueden iniciar una guerra si presentan motivos válidos para hacerlo. Esto es así por dos motivos: porque la sociedad internacional se basa en el reconocimiento por parte de los Estados de estar vinculados por un conjunto de normas comunes, el reconocimiento mutuo de soberanía y el principio de no intervención, y porque la obligación de justificar sus actos restringe el recurso a la guerra por parte de los Estados, que se ven sometidos al escrutinio interno e internacional.

La segunda obligación es respetar el principio de inmunidad de los no combatientes, idea que se viene manteniendo desde las civilizaciones más antiguas. El principio de inmunidad de los no combatientes es el elemento más claro y de mayor aceptación dentro del derecho de guerra contemporáneo, plasmado en las cuatro convenciones de Ginebra de agosto de 1949 y, de un modo central, en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Las razones que lo apoyan tienen que ver, entre otros motivos, con la inocencia, la inactividad o la incapacidad para defenderse de los no combatientes, además de la inutilidad desde un punto de vista militar de su eliminación. En resumen, «un acto de guerra legítimo es aquel que no viola los derechos del pueblo contra el cual está dirigido». Sería difícil —si no imposible— hacer una distinción significativa entre la guerra como práctica social y el asesinato masivo si se considerara permisible matar no combatientes de manera deliberada en ciertas circunstancias.


Artículo

Una pregunta crítica es si las reglas de la tradición de la guerra justa pueden pasarse por alto de manera legítima en tiempos de necesidad imperiosa. Esta pregunta es en especial pertinente para la llamada «guerra contra el terror», en la cual algunos Estados han argumentado que la amenaza del terrorismo exige que se pasen por alto normas que rigen cuestiones como la detención, la tortura y la autodefensa. En términos generales, hay cuatro maneras de responder a este problema: el realismo, la invocación de una excepción de suprema emergencia, la alegación de circunstancias atenuantes y el cambio de las reglas.

Lo que tienen en común el enfoque realista, el de la emergencia suprema y el de las circunstancias atenuantes es la idea de que a veces se pueden pasar por alto las reglas sin cambiarlas. Presentan, sin embargo, distintas maneras de abordar el problema. Los realistas sostienen que cuando la emergencia lo requiere, los líderes políticos están obligados a ignorar las reglas. La postura de la emergencia suprema afirma que, si bien las reglas no pueden ignorarse con ligereza, hay situaciones en las cuales el peligro es tan grande que exige medidas que están expresamente prohibidas. Las naciones solo se encuentran ante una emergencia suprema cuando los costos de perder son catastróficos. Si bien difieren en cuanto al umbral para ignorar las reglas, tanto el argumento realista como el de emergencia suprema insisten en que en algunas circunstancias las consecuencias deben superar las reglas. No están de acuerdo, en cambio, en cuanto al estatus de esas reglas. Para el realista, quebrantar las reglas en tiempos de necesidad no está mal; de hecho, es una exigencia moral. Para quien defiende la excepción de suprema emergencia, la conducta de quebrantar la regla sigue siendo errónea en sí misma, pero es excusable debido a las circunstancias.

La tercera postura es la alegación de circunstancias atenuantes. Un argumento de este tipo sostiene que los actores pueden proceder en formas que están prohibidas por las reglas y tratar de excusar su conducta señalando circunstancias atenuantes. Otros actores evaluarán los hechos y decidirán legitimar el argumento decidiendo condenar el acto y castigar a los perpetradores, mantenerse ambivalentes o bien ofrecer alabanza y apoyo. El acto sigue siendo condenable, pero otros actores aceptan excusarlo en virtud de las circunstancias excepcionales.

Hay (por lo menos) dos límites importantes para el uso de los argumentos de emergencia suprema y de circunstancias atenuantes: el primero implica su lugar en el marco más amplio de la tradición de la guerra justa; el segundo se refiere a su relación con las reglas particulares. Un argumento de circunstancias atenuantes incluye en general tres movimientos: una admisión de culpa, una apelación a principios comunes contenidos en el derecho positivo, el derecho natural o el realismo, y el juicio realizado por terceros. Los argumentos de circunstancias atenuantes pueden o bien implicar el uso del derecho natural para mitigar violaciones del derecho positivo o bien usar una regla moral para justificar la transgresión de otra, presumiblemente de menor importancia. La aplicación de la teoría de las circunstancias atenuantes puede alterar el equilibrio entre las subtradiciones constitutivas de la tradición de la guerra justa en un caso particular (en el cual se invocan con éxito el derecho natural o el realismo para atenuar violaciones del derecho positivo) o el equilibrio del razonamiento dentro de una de las subtradiciones (derecho natural o derecho positivo). En otras palabras, las circunstancias atenuantes operan en el nivel de las normas secundarias, no en el de la legitimidad. Si un argumento de circunstancias atenuantes tuviera éxito en el nivel de la legitimidad, ya no sería un argumento de ese tipo, porque la regla misma tendría que haber cambiado para que el argumento tuviera éxito. En resumen, los argumentos de circunstancias atenuantes legitiman la transgresión de las reglas solo si las otras subtradiciones lo permiten.

Dos reglas morales absolutas

Esto nos lleva a preguntarnos si la violación de cualquier regla puede ser legitimada mediante argumentos de circunstancias atenuantes. En mi opinión, la tradición de la guerra justa contiene dos reglas morales absolutas que nunca pueden ignorarse: la obligación de justificar en forma adecuada el uso de la fuerza y el principio de inmunidad de los no combatientes. La primera regla establece que los líderes políticos solo pueden iniciar una guerra si presentan motivos válidos para hacerlo. Esta regla se basa en por lo menos dos consideraciones.

Primero, la sociedad internacional tiene como base el reconocimiento mutuo de los Estados de que están vinculados por un conjunto de normas en común. El orden en una sociedad tal se basa en el reconocimiento mutuo de soberanía y en el principio de no intervención. Como tales, a los Estados les conviene mantener a la sociedad internacional que en parte les confiere su entidad. Desde luego, el principio de no intervención ha sido vulnerado repetidas veces, pero cuando los Estados u otros actores toman este curso de acción, se sienten obligados a ofrecer una justificación especial. Es necesario que así sea, porque no justificar sus acciones socavaría los principios de legitimidad que en su conjunto constituyen la sociedad internacional.

Segundo, la obligación de justificar sus actos restringe el recurso a la guerra. Jeremy Bentham —en un argumento del cual se hicieron eco muchos liberales después de la Primera Guerra Mundial— sostuvo que si los líderes políticos tuvieran la obligación de hacer públicas sus razones para iniciar una guerra, sometiéndolas al escrutinio interno e internacional, tendrían menos posibilidades de iniciar guerras abiertamente injustas. Asimismo, los teóricos de la «paz democrática» argumentan que es menos probable que los Estados democráticos inicien guerras injustas, en parte porque sus gobiernos tienen que lograr consenso político interno para hacerlo y están limitados por normas legales.

Los criterios del ius ad bellum les dan a los líderes políticos un grado considerable de libertad y han sido criticados con frecuencia por ser demasiado permisivos. Los críticos sostienen que si bien la guerra justa inhibe las acciones que no pueden justificarse por referencia a ella, el ius ad bellum en particular es muy elástico, al punto que se puede justificar casi cualquier cosa por referencia a él. Esta afirmación es más pertinente respecto del ius ad bellum que respecto del ius in bello, donde las reglas son algo más precisas. Sin embargo, la función primordial de las reglas de la guerra justa es proporcionar un marco para la discusión normativa acerca de la guerra. De esta manera, mientras que los Estados y otros combatientes pueden incurrir en exageraciones en sus argumentos del ius ad bellum, los miembros de la sociedad internacional y la sociedad mundial evaluarán esas pretensiones por referencia al marco de la guerra justa, así como a hechos del caso.

Los Estados poderosos y legítimos gozan de un grado mayor de elasticidad que los más débiles y/o menos legítimos. Sin embargo, ninguno puede escapar a la exigencia de justificar de manera adecuada su decisión de iniciar la guerra.

Respetar a los no combatientes

La segunda regla absoluta es la inmunidad de los no combatientes. La idea de que los no combatientes deben gozar de inmunidad frente a los ataques directos es uno de los elementos fundamentales de la «convención de guerra», comoquiera que se la conciba. Sun Tzu en la China del siglo V, así como las antiguas civilizaciones hindú, egipcia y hebrea, pensaban que se debía tratar con respeto a los prisioneros de guerra y no combatientes, mientras que en la tradición occidental Platón insistía en que los ejércitos se abstuvieran de incendiar viviendas y matar a la población civil del Estado enemigo.

El derecho canónico medieval prohibía el uso de la fuerza contra ciertas personas que desempeñaban funciones de importancia en tiempos de paz y no participaban en las hostilidades (clérigos, granjeros, comerciantes), mientras que la tradición de la caballería prohibía la violencia contra los débiles. Puede decirse que el principio de inmunidad de los no combatientes es el elemento más claro y de mayor aceptación dentro del derecho de guerra contemporáneo. Está contenido en las cuatro convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 y es un elemento central del Estatuto de Roma de la ICC [Corte Penal Internacional]. Según Colm McKeogh, la importancia del principio de inmunidad de los no combatientes se debe a siete razones. Primero, los no combatientes no han perpetrado mal alguno y, por lo tanto, no se debe librar la guerra contra ellos. Segundo, no están participando en la lucha. Tercero, no tienen capacidad de defenderse. Cuarto, matar a no combatientes es innecesario desde un punto de vista militar. Quinto, mantener la inmunidad de los no combatientes reduce el número de bajas producidas por la guerra. Sexto, preservar la vida de mujeres, niños y de quienes llevan a cabo funciones esenciales en tiempos de paz es fundamental para la supervivencia de la especie. Séptimo, matar a no combatientes va en contra del derecho de guerra.

¿Por qué debe otorgarse estatus absoluto a la inmunidad de los no combatientes? Michael Walzer nos da la respuesta. «Un acto de guerra legítimo es aquel que no viola los derechos del pueblo contra el cual está dirigido». Además, «no se puede amenazar ni hacer la guerra contra nadie, a menos que por una acción propia haya cedido o perdido sus derechos» a la vida y la libertad. Al convertirse en soldados, los individuos permiten tácitamente que se libre la guerra contra ellos a cambio del derecho de librar la guerra contra los soldados enemigos. Esta distinción constituye el núcleo de la justificación de la guerra propiamente dicha. Es la distinción que diferencia la guerra de la fuerza bruta. Las acciones que violen esta guerra no pueden excusarse sin socavar el marco de legitimidad provisto por la tradición de la guerra justa. En otras palabras, sería difícil —si no imposible— hacer una distinción significativa entre la guerra como práctica social y el asesinato masivo/la fuerza bruta si se considerara permisible matar no combatientes de manera deliberada en ciertas circunstancias.

En resumen, políticos y soldados pueden quebrantar las reglas en ciertas ocasiones, si logran producir exitosamente un argumento atenuante. Sin embargo, los argumentos atenuantes operan entre y dentro de las normas de la tradición de la guerra justa (derecho positivo, derecho natural, realismo) y tienen el efecto de dar forma a los juicios sobre la legitimidad de acciones particulares, más que de determinarlos. Por otra parte, la tradición de la guerra justa contiene dos reglas absolutas que no pueden ignorarse ni estar sujetas a atenuantes: los actores siguen estando obligados a justificar su decisión de iniciar la guerra y los combatientes nunca deben atacar deliberadamente a los no combatientes.


El texto del Artículo aquí ofrecido es por cortesía del editor del libro de Bellamy, Alex J., Guerras justas. De Cicerón a Iraq, Madrid, Fondo de Cultura Económica de España, 2009, (pp. 78-81). Reproducido con la autorización de la editorial © Fondo de Cultura Económica. El texto del Avance aquí dado es una elaboración de Nueva Revista.