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Ver productosUna cosa es el reconocimiento del derecho y otra su aplicación, que depende de los Estados, y algunos de estos, como Rusia e Israel, se burlan de él, con justificaciones legales de la violencia
11 de julio de 2025 - 12min.
Avance
¿Sirve de algo el derecho internacional?, ¿habría alguna diferencia si, de repente, desapareciera? Las guerras de Ucrania y Gaza o el ilegal bombardeo ordenado por Trump a un Estado soberano dan la sensación de que aquel es inoperante y de que caminamos hacia a un mundo regido por la arbitrariedad y no por la ley. Es más, parece que «el derecho internacional legitima la violencia en lugar de limitarla». Porque quienes provocan guerras las blanquean con justificaciones legales (como ha hecho Putin en Ucrania), y quienes las incentivan (como EE. UU. enviando armas a Ucrania e Israel) se escudan en la lucha global de la democracia contra la autocracia. Y por si fuera poco, la justicia no ha logrado castigar a los culpables. ¿De qué ha servido que la Corte Penal Internacional haya emitido una orden de arresto contra Putin, si este no se va a sentar en el banquillo? Los propios juristas internacionales están divididos sobre si su disciplina está viva o si se ha convertido en un «fantasma moral».
La historia demuestra, pese a todo, que el derecho internacional ha logrado limitar o mitigar las atrocidades de la guerra desde que, en la Edad Moderna, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez y Hugo Grocio, sentaron las bases del mismo. Tras la matanza de treinta millones de civiles en la Segunda Guerra Mundial, los convenios de Ginebra, de 1949, establecieron la prohibición de atacar a personas u objetivos civiles; y el resultado es la paz duradera de los últimos ochenta años y la reducción de conflictos en el mundo: 135 contiendas entre Estados soberanos en los últimos 70 años, frente a más de 180 en los 70 años anteriores. Gracias a las Naciones Unidas, todos los Estados miembros se reúnen una y otra vez para negociar. Solo eso ya es un logro.
Pero una cosa es el reconocimiento del derecho y otra muy distinta su aplicación. Y, al final, quienes tienen la última palabra son los Estados, no las instancias supranacionales, ni los tribunales internacionales. Como subraya un politólogo, el derecho internacional es «un derecho de consenso que depende de su aceptación por los Estados participantes», de modo que su contribución a la paz «solo es tan grande como lo permitan los miembros del sistema». Y hay Estados poderosos que no lo cumplen o lo tergiversan para legitimar sus agresiones permitiendo, por ejemplo, las masacres de civiles. En cualquier caso, «el derecho internacional puede hacer que la guerra sea menos terrible de lo que sería de otro modo», apunta una analista. Por lo tanto, sí que habría una notable diferencia si, de repente, el derecho internacional dejara de existir.
Si de repente el derecho internacional no existiera, ¿qué diferencia habría? Se pregunta DAT Green en Prospect. La conducta de Rusia en Ucrania y de Israel en Gaza parece actualmente libre de normas jurídicas en general y de sanciones individuales en particular. Estados Unidos acaba de bombardear otro Estado soberano (Irán) en un ataque sin respaldo visible en el derecho internacional. ¿Significa eso que, en los asuntos globales, prevalece la ley del más fuerte?, ¿vamos a un mundo regido por la arbitrariedad y el abuso y no por las reglas?
Oona Hathaway, profesora de Derecho Internacional en Yale sostiene, en The New York Times, que las acciones de Trump, tras los bombardeos ilegales contra Irán, amenazan con «reconfigurar el orden jurídico global, transformándolo de un orden regido por la ley a uno regido por la fuerza».
Es más, la realidad de las guerras de Gaza o Ucrania «parece sugerir que el derecho internacional legitima la violencia en lugar de limitarla», afirmaba Janine Dill, profesora de Seguridad Global en Oxford, en un artículo publicado en Time, cuando Israel se tomó la revancha contra Hamas, atacando objetivos civiles. Por dos razones: primera, porque quienes las provocan legitiman la agresión con justificaciones legales (como ha hecho Putin en Ucrania), y quienes las incentivan (como EE. UU. enviando armas a Ucrania e Israel) se escudan en la lucha global de la democracia contra la autocracia. Y segunda, porque la justicia no ha logrado castigar a los culpables. ¿De qué ha servido que la Corte Penal Internacional haya emitido una orden de arresto contra Putin, si este no se va a sentar en el banquillo?
La escritora y periodista Linda Kinstler repasa en un reportaje publicado en The Guardian diversos conflictos desde el de India-Pakistán, a raíz del asesinato de 26 civiles en Cachemira, hasta los bombardeos de Irán, y subraya que «ante la inoperancia de las denuncias y las condenas contra los agresores, un número creciente de académicos está perdiendo la fe en el derecho internacional». Ella misma se pregunta en el titular si estamos presenciando sus exequias.
El derecho internacional público es el conjunto de normas que regulan las relaciones entre los sujetos de la comunidad internacional, principalmente los Estados, con el objetivo prioritario de mantener la paz y la seguridad. Sus defensores argumentan que es «el baluarte contra otra gran guerra, un freno a la criminalidad y la violencia masiva» señala Kinstler. Y sus críticos objetan que «lejos de proteger al mundo de los peores crímenes, ha protegido a los Estados al proporcionarles un lenguaje con el que justificar sus errores». Los propios juristas internacionales están divididos sobre si su disciplina está viva, en hibernación o si se ha convertido en un «fantasma moral», como señala Itamar Mann, profesor de la Universidad de Haifa.
Algunos académicos recurren a irónicas metáforas para referirse a la realidad esquiva del derecho internacional: «es como la gravedad: no la ves, pero está ahí»; otros lo comparan con una comedia, porque «puede desafiar la razón»; o con una tragedia, porque «con demasiada frecuencia, todos pierden». Y hay quien lo considera directamente un proyecto fallido, un difunto. ¿Lo es?
Dos juristas de la Fundación Konrad Adenauer, Franziska Rinke y Philipp Bremer, afirman que «la prohibición del uso de la fuerza es probablemente el mayor logro del derecho internacional». Es la premisa básica: prohibir, luego vendrá su aplicación, que puede ser más o menos problemática, pero en el orden de los factores, lo primero es la norma. «Desatar una guerra de agresión —subrayan Rinke y Bremer— es el mayor crimen a nivel internacional: el pecado original, por así decirlo, que abre la puerta a todos los crímenes de guerra posteriores».
Visto desde el siglo XXI, todo esto puede parecer obvio, pero no lo era tanto en la Edad Moderna, cuando los españoles Francisco de Vitoria y Francisco Suárez sentaron las bases del derecho internacional o cuando, posteriormente, el diplomático Hugo Grocio lo desarrolló y estableció tres límites a los soldados en una guerra: prohibido el uso de veneno; prohibido matar después de fingir una rendición y prohibidas las violaciones. Como explicaba Oona Hathaway en Foreign Policy, casi todo lo demás estaba legalmente permitido: la esclavitud, la tortura, el robo, la ejecución de prisioneros, y matar intencionalmente a civiles desarmados, incluidos mujeres y niños.
En siglos posteriores, convenciones como la primera de Ginebra o de La Haya fueron estrechando los límites de lo que se podía hacer; y después de la matanza de treinta millones de civiles en la Segunda Guerra Mundial, los cuatro convenios de Ginebra, de 1949, establecieron la prohibición de atacar a personas u objetivos civiles, como escuelas, residencias, equipos de construcción, negocios, lugares de culto y hospitales que no contribuyan directamente a la acción militar. Mas como los efectos colaterales son muchas veces inevitables, el llamado principio de proporcionalidad, establecido en 1977, exige que el daño que se infringe a civiles «no sea excesivo» y que las acciones sean proporcionadas al objetivo militar buscado, recuerda Hathaway.
«Los logros del derecho internacional no pueden darse por sentados» consideran Rinke y Bremer. Ha llevado décadas desarrollarlo hasta su estado actual. Y ahí están sus frutos: «La duradera paz europea se debe, entre otros factores importantes, en gran medida al derecho internacional. Si bien ha habido alrededor de 135 conflictos militares entre Estados soberanos en los últimos 70 años, hubo más de 180 en los 70 años anteriores. Gracias a las Naciones Unidas, todos los Estados miembros se reúnen una y otra vez para negociar».
Han disminuidos los conflictos, pero, paradójicamente, ha aumentado la vulnerabilidad de los civiles. El mencionado principio de proporcionalidad no suele cumplirse, como se está viendo actualmente en Gaza, lo cual convierte en papel mojado el derecho internacional humanitario, considera Oona Hathaway. Y el problema se agrava por el hecho de que los conflictos bélicos cada vez involucran a actores no estatales y es más difícil distinguir entre civiles combatientes de los que no lo son. En las operaciones contra el Califato Islámico, EE. UU. consideró objetivos legítimos los sectores económicos del adversario que podían contribuir a financiar la guerra; y no tuvo empacho en atacar pozos petrolíferos, refinerías y camiones cisterna. Pero, como apostilla Hathaway, «hasta una panadería puede convertirse en un objetivo de guerra», de acuerdo con el criterio del doble uso del Departamento de Defensa norteamericano. Y en Gaza hay pocos objetos o estructuras que Israel no considere de doble uso.
Para Israel, cualquier coste de un ataque —daños a civiles incluidos— será menor comparado con la ventaja militar: «Destruir la organización terrorista que ha perpetrado la más mortífera masacre de judíos desde el Holocausto», como llegó a decir en la BBC un portavoz del Gobierno de Netanyahu. De esta forma, Israel ha convertido un principio que estaba hecho para proteger a los civiles en una herramienta para justificar la violencia.
El derecho internacional sigue siendo reconocido por la gran mayoría de los países, y eso ya es un logro. «Pero el reconocimiento no es lo mismo que su aplicación» advierte DAT Green, «y la aplicación de una ley (o la sanción por su incumplimiento) contra un individuo o entidad que no está dispuesto a hacerlo es quizás la prueba definitiva de cualquier orden jurídico». Green trae a colación la máxima del célebre jurista Oliver Wendell Holmes, «las profecías de lo que los tribunales harán en realidad es lo que entiendo por ley», para concluir que, si se profetiza que «diversos tribunales y cortes internacionales no harán nada para juzgar y castigar los crímenes de Rusia, Israel o cualquier otro país que cometa atrocidades, entonces se puede afirmar que el derecho internacional, al menos en esos aspectos, no existe».
Pero al derecho internacional no se le puede pedir más de lo que puede hacer. Como advierten Rinke y Bremer, es «simplemente una herramienta para la paz y la justicia, pero no una garantía. Se basa en el consenso y la reciprocidad entre los actores políticos». Y, al final, quienes tienen la última palabra son los Estados, no las instancias supranacionales, ni los tribunales internacionales. «Los Estados se sitúan jerárquicamente uno junto al otro; son soberanos». Ninguna instancia superior puede obligarles, de suerte que si acatan voluntariamente el derecho internacional es porque «tienen interés en que otros países cumplan las normas». Se trata de un frágil equilibrio inestable, una especie de sistema de contrapesos e intereses. A menudo, explican Rinke y Bremer, los Estados solo cumplen porque les beneficia.
El politólogo Ernst-Otto Czempiel resumió así la relación entre el derecho internacional y la realidad política: «El derecho internacional es y sigue siendo un derecho de consenso que depende de su aceptación por los Estados participantes. Su contribución a la paz solo es tan grande como lo permitan los miembros del sistema. Por lo tanto, les corresponde a ellos decidir si el derecho internacional puede promover la paz y en qué medida».
Según Linda Kinstler, esa dinámica supone, muchas veces, «una extensión del poder estatal». Y cita a Yusra Suedi, profesora de la Universidad de Manchester: «Todos somos prisioneros de este sistema horizontal, donde los Estados tienen que controlarse mutuamente, y eso inevitablemente caerá en la politización». Al tratarse de un sistema de adhesión voluntaria, opina Kinstler, «los Estados débiles que desobedecen sus directrices se denominan parias o delincuentes; los Estados poderosos que lo hacen se denominan hegemónicos».
Un ejemplo gráfico de esta dicotomía entre Estados débiles y poderosos es el caso que se le hace a la Corte Penal Internacional, creada para juzgar a responsables de genocidio, crímenes de guerra y lesa humanidad. Significó, indica Kinstler, «la materialización de las aspiraciones más románticas del derecho internacional: exigir responsabilidades a los autores de crímenes emblemáticos cuando sus propias naciones no lo hicieran». Pero, como recuerdan Rinke y Bremer, «las grandes potencias, Estados Unidos, Rusia, China e India, por ejemplo, no reconocen su jurisdicción, porque no han querido ratificar el Estatuto de Roma. Lo cual debilita aún más un sistema internacional que fue frágil desde su inicio». De hecho, la Corte solo ha emitido once condenas, todas ellas por crímenes cometidos en el… ¡continente africano! No es extraño que, desde su fundación, haya sido acusada de ser un vehículo neocolonialista para la justicia del vencedor.
Lo cual encierra una amenaza aún mayor: que los Estados parias se echen en brazos de las autocracias para reclamar sus derechos en la esfera internacional. China ha comenzado lentamente a asumir el papel que antaño desempeñó EE. UU. en las instituciones internacionales, reformulando el derecho a su imagen, señala la académica Leila Sadat, exasesora especial de la Corte Penal Internacional. Los chinos ya asisten a todas las reuniones de ese tribunal y, ante la incomparecencia de EE. UU., «lo que probablemente tendremos será un sistema jurídico internacional liderado por Pekín». «No es de extrañar que las naciones autoritarias de África prefieran a China como potencia hegemónica», apunta Monica Hakimi, profesora de Derecho Internacional en Columbia.
Nos encontramos en «un punto bajo en la historia del orden internacional de posguerra», coinciden en señalar DAT Green y Linda Kindstler. Para el primero, fue revelador que, al bombardear Irán, «Estados Unidos ni siquiera intentara justificar el ataque en términos de derecho internacional. Para el presidente Trump, el vicio internacional no necesita rendir homenaje a la virtud internacional».
Para Kinstler, por su parte, lo revelador es que Rusia, y también EE. UU., tengan la sartén por el mango en el Consejo de Seguridad de la ONU o que no hayan ratificado el Estatuto de Roma. Y que Israel se burle de la letra y el espíritu de la ley, al ignorar, por ejemplo, las restricciones al uso de bombas de racimo, «indiscriminadas por naturaleza, capaces de causar daño sin distinguir entre combatientes y civiles». Es lo que hizo en 2006, cuando las lanzó en los suburbios de Beirut, con un saldo de un millar de muertos, un tercio de los cuales eran niños. El ejército hebreo alegó que la población había sido advertida del ataque con antelación.
Todo ello ha generado «una crisis de confianza en el proyecto de restringir la guerra mediante el derecho internacional», reconoce Janine Dill, pero «descartarlo de plano sería un grave error». Apunta que el primer remedio para esa crisis de confianza es una comprensión más realista de lo que el derecho puede hacer en la guerra. El derecho no puede convertir la guerra en otra cosa que una violenta catástrofe moral. Pero «el derecho internacional puede hacer que la guerra sea menos terrible de lo que sería de otro modo». Por lo tanto, sí que habría una notable diferencia si, de repente, el derecho internacional dejara de existir.
En ese sentido, se felicita la experta de que Sudáfrica haya acusado a Israel de genocidio ante el Tribunal de Justicia de Naciones Unidas —instancia distinta de la mencionada Corte Penal Internacional—. Lo más seguro es que el fallo del Tribunal quede en nada, pero —advierte Dill— «es un error renunciar a la capacidad del derecho para prevenir cierta violencia moralmente injustificada porque no logra prevenirla en su totalidad o incluso en su mayor parte».
Se deduce de todo ello que existe un área de consenso: el derecho es relevante en la guerra. Y es necesario, por tanto, «construir sobre este consenso, porque la guerra sin derecho no es alternativa en absoluto».
Foto: Edificio de Gaza bombardeado, en octubre de 2023. Foto de la Agencia Palestina de Noticias e Información (Wafa). El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.