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Ver productosLa película, estrenada en el festival de Cannes, se puede ver gratis en la plataforma CaixaForum+
8 de julio de 2025 - 6min.
Avance
Wim Wenders y Anselm Kiefer son dos de los grandes creadores alemanes del último siglo. Ambos nacieron en 1945 y pertenecen a una generación marcada por la reconstrucción de su país, destruido por la guerra y carcomido por la culpa. Kiefer, pintor, escultor y provocador profesional —una serie de autorretratos en los que hacía el saludo hitleriano fueron su ofensa más contestada—, ha ahondado tanto en las heridas del nazismo que sus compatriotas no supieron nunca digerir su obra. Los críticos llegaron a tacharlo de fascista, hasta que su éxito incontestable fuera de Alemania lo situó por encima del bien y del mal. Eso sí, con domicilio en Francia desde los años 90 y sin perder el título honorífico de «maestro de la irritación sutil».
Wenders, director de películas como Paris, Texas (1984) y El cielo sobre Berlín (1987), retrata al pintor en la película Anselm, estrenada en el último festival de Cannes, donde ya ganó una Palma de Oro por la primera de las películas citadas. El público español puede verla ahora en la plataforma CaixaForum+, quizá no demasiado conocida pese a que tiene la ventaja de ser gratuita. Es un documental muy cuidado, con algunas pinceladas de ficción, en el que vemos a Kiefer en persona, en imágenes actuales y de archivo, pero también interpretado por varios actores en diversas etapas de su vida. No es tan impresionante como plantarse delante de sus obras, pero proporciona un contexto que los museos no alcanzan a ofrecer.
Anselm Kiefer, pintor descomunal y autor de cuadros de un tamaño proporcional a su grandeza, recita en la última película de Wim Wenders unos versos del poema «Fuga de la muerte», de Paul Celan: «Negra leche del alba te bebemos de noche / te bebemos a mediodía la muerte es un maestro venido de Alemania / te bebemos en la tarde y la mañana bebemos y bebemos…». Son palabras que destilan el sentimiento de culpa que atormenta a Kiefer desde que nació, en 1945, año clave que también aprovechó Wenders para llegar al mundo. Anselm es la colaboración entre estos niños del año cero de Alemania, ahora dos octogenarios (al cineasta le faltan unas semanas para confirmarlo) que transmite con precisión el desasosiego interior que marca la obra del pintor y su tortuosa relación con el pueblo alemán. Con sus gigantescos lienzos, muchos de ellos de decenas de metros cuadrados, el artista no permite siquiera el evasivo ejercicio de mirar hacia otro lado.
El documental, muy recomendable, fue acogido en Cannes con críticas muy favorables. Incluso los medios alemanes se rindieron a su belleza, aunque alguno destacó el enfoque excesivamente reverencial con el artista. De Wenders destacamos hace poco en Nueva Revista su película Perfect Days, rodada justo después que Anselm. Con este título se cuela en los talleres de Kiefer y se acerca a su vida y a su obra para ofrecer una experiencia sensorial, sin entrar en demasiados detalles biográficos.
«Soy la melancolía, azote de los genios y los artistas», susurra una voz femenina mientras recorremos un estudio descomunal en Croissy, en las afueras de París, más grande que muchos museos. Conoceremos algunos más, por lo general espacios bañados por la luz y rodeados por la naturaleza. Anselm Kiefer se mueve en bicicleta en medio de sus creaciones con una ligereza sorprendente. Tiene 80 años y parece la versión alemana de Antonio López, un hombre enjuto y sin adornos, como una versión estilizada de sí mismo. Sus obras están dispuestas de un modo coherente. No reina el caos tan propio de los artistas. Quizá no lo permitan las dimensiones. Todo es monumental, empezando por unas obras que son como grandes cicatrices en el decorado de una película postapocalíptica. Kiefer no sabe pintar pequeño. Necesita muros sobre los que imprimir sus sentimientos.
El espectador sigue la mirada omnisciente de Wenders, que comparte con Kiefer una infancia difícil en un país partido y humillado, en reconstrucción. Ambos han crecido mientras trataban de responder a una pregunta encasquillada durante demasiado tiempo: ¿cómo vivir con el peso de la historia?
Reservado y metódico, Kiefer no da entrevistas. Es por tanto un lujo poder acceder a su intimidad de artista. Sus lienzos parecen haber pasado por una guerra. Tal vez lo hicieron. Resisten las llamas, el vertido y las salpicaduras del plomo derretido. Sus texturas son silvestres y dolientes, compuestas por ceniza, raíces secas, flores muertas… Cada cuadro es un ser vivo y un campo de batalla.
«No se puede pintar sin más un paisaje por el que han pasado tanques», dice en uno de los contados momentos en los que se explica a través de la palabra. Sus lienzos son tan grandes como el trauma que arrastra: «No sé qué habría sido de mí en 1939», se pregunta con esa honestidad incómoda que lo ha acompañado desde que, en los años 60, se autorretrató haciendo el saludo nazi en un viaje por Suiza, Italia y Francia, viejos territorios ocupados. Para sus compatriotas fue un escándalo inadmisible. El pretendía obligarlos a mirar un pasado reciente por el que los libros de la historia nacional todavía caminaban de puntillas.
En una era dominada por el arte rápido y efímero, Kiefer construye su obra como una hormiga, incansable, con obras que multiplican varias veces su tamaño. Ha trabajado en Hornbach, en la Selva de Oden (1971-1982); en Buchen (1983-1993); y desde entonces en Barjac, al sur de Francia, donde construyó su propio cosmos sobre 80 hectáreas. En Croissy, las alas de aviones derribados y las ruinas del pasado se entrecruzan con los versos de Celan: «La muerte es un maestro en Alemania…». ¡Qué duro tuvo que ser para Celan, que era judío, escribir sus versos en alemán!, se admira Kiefer, quien lee a los clásicos y a Heidegger en busca de respuestas. ¿Cómo un pensador tan hondo pudo colaborar con el nazismo? Como no obtiene respuestas, sigue pintando.
La película deja imágenes poderosas: un Dos Caballos con el techo cubierto de lienzos enrollados que atraviesa una llanura nevada, un andamio de siete metros desde el que el autor contempla su obra, el protagonista tumbado en el suelo y mirando hacia arriba, ya sea a un girasol congelado o el cielo estrellado. La postura le resultará familiar a sus seguidores, ya que recuerda a Las célebres órdenes de la noche (1997), un cuadro sobrecogedor que pertenece a la colección del Guggenheim Bilbao.
Wenders nos ofrece el retrato definitivo del artista, la obra que habrá que consultar en el futuro para saber quién fue Anselm Kiefer y por qué dedicó medio siglo a tratar de responder a la misma pregunta: ¿cómo hacer arte después del horror?
En la Bienal de Venecia, cuando representó a Alemania, Kiefer fue acusado de fascista por algunos críticos, incómodos con su audacia. En su país natal sigue sin ser aceptado del todo. Fuera es el azote de los tabúes, alguien que jamás se contenta con el arte comercial, llevadero. «La gente busca la ligereza. Yo no puedo dársela. Mi obra es la carga que todos quieren evitar».
La imagen que encabeza este artículo es una foto promocional de la película Anselm. © CaixaForum+.