El trabajo en una economía de mercado libre

En un mercado no intervenido, el consumidor expresa con sus compras qué trabajos son los más valiosos

El trabajo en una economía de mercado libre
Foto generada con ChatGPT
José Manuel Grau Navarro

Avance

Vivimos tiempos de rápidos cambios tecnológicos, de automatización y de inteligencia artificial, que suscitan de nuevo temores de desempleo masivo. También hay discrepancias en asuntos como el salario mínimo para combatir la pobreza laboral, la renta básica universal y hasta sobre el futuro de los sindicatos.

La Escuela Austriaca de Economía pone el énfasis en la coordinación económica espontánea de la sociedad y advierte contra intervenir en el mercado laboral sin entender los mecanismos que lo equilibran. Muchas políticas bienintencionadas tienen efectos secundarios perniciosos. Por ejemplo, un salario mínimo elevado podría acelerar la automatización de ciertos puestos, porque si la mano de obra se encarece artificialmente, las empresas invierten en robots más rápido. Regulaciones rígidas de contratación pueden desalentar a las empresas emergentes y que no crezcan más allá de cierto punto, por miedo a no poder recortar personal en una recesión. La renta básica universal podría reducir la participación laboral, con consecuencias fiscales y de productividad complejas. 

Prometer por decreto «empleo garantizado para todos» y «salarios crecientes por ley», en una especie de vuelta a la economía marxista de planificación, podría ser el gran error. Según enseña la Escuela Austriaca, y parece que confirman los ejemplos históricos que conocemos, solo a través del crecimiento económico genuino, la inversión, la innovación y la libre adaptación a las nuevas condiciones, se consigue mejorar el empleo y que crezcan los salarios. Para un gran número de prestigiosos economistas, lo mejor que pueden hacer las políticas públicas es garantizar un marco estable, competitivo y abierto, elevar el capital humano formando bien a la población, proteger los derechos de propiedad y contrato para incentivar inversión y emprendimiento, y confiar en que la infinita variedad de intereses individuales se armonizará en el mercado laboral a través del sistema de precios.

La Escuela Austriaca cree en la dignidad del trabajo como actividad libremente elegida y voluntaria, no como coacción. Rechaza las visiones paternalistas que niegan al individuo la capacidad de decidir sobre sus propias condiciones. Defiende que la persona negocie su salario con un empleador sin interferencias, y deja al emprendedor contratar a quien quiera en los términos que acuerden. Subraya también que es el consumidor quien expresa con sus compras qué trabajos son más valiosos. De esa libertad surge un orden más próspero y también más justo en términos de verdadero servicio al prójimo.

ArtÍculo

El trabajo no es solo esfuerzo físico, intelectual o técnico, es antes una acción humana intencional, una forma que tiene el individuo de alcanzar fines valiosos para él. El trabajo implica un sacrificio que solo se acepta si se espera obtener una compensación suficiente. No trabajamos por inercia, sino porque valoramos más el resultado que el esfuerzo que requiere. No se trata de negar el valor intrínseco del trabajo diligente y la productividad personal, pero sí de rebatir, como hizo Frédéric Bastiat, a quienes defienden trabajos inútiles solo porque «dan empleo». En su sátira de la «Petición de los fabricantes de candelas», mostraba el absurdo de pedir al Estado tapar el sol para dar más trabajo a los candeleros (Frédéric Bastiat, Sophismes économiques, 1845). El objetivo último no es multiplicar trabajos en sí, sino aumentar la producción útil que satisface necesidades.

Según Ludwig von Mises (1881-1973) en su obra La acción humana (Unión Editorial, 2011, publicada originalmente en 1949), «tanto la alegría como el tedio en el trabajo son circunstancias meramente accidentales en relación con los motivos que inducen al hombre a someterse a la fatiga que el trabajo produce. Nadie trabaja por la mera alegría de la tarea. Ni esta alegría puede sustituir la mediata recompensa que del trabajo se espera. La única forma de inducir a un hombre a trabajar más y mejor es incrementar dicha recompensa».

Para los economistas clásicos, como David Ricardo (1772-1823) o Karl Marx (1818-1883), el valor de un bien dependía de la cantidad de trabajo incorporado en su producción. Pero es obvio que el valor no depende del esfuerzo, sino del producto final y de la utilidad social subjetiva que posea, que se traduce también en el precio que se esté dispuesto a pagar por él. Un trabajo no es valioso porque sea duro o largo, como transportar arena de una parte a otra de la playa, o bloques de mármol de una cantera a otra, sino porque produce algo que otros valoran. Esta teoría subjetiva del valor también se aplica a los salarios. Ganará más quien aporte más valor a los consumidores, independientemente del esfuerzo o del tiempo que haya invertido.

Carl Menger (1840-1921) explicó en sus Principios de Economía Política (Unión Editorial, 1973, publicada originalmente en 1871) que el trabajo no crea valor por sí solo. Son las apreciaciones subjetivas de los consumidores las que determinan al final el precio tanto de los bienes producidos como el de los factores (entre ellos, el trabajo) necesarios para producirlos. Menger argumenta: «El valor de los bienes de órdenes superiores [bienes de capital, tierra, trabajo] está condicionado siempre y sin excepciones por el valor previo de aquellos bienes de orden inferior a cuya producción sirven». Es decir, no es el coste de trabajo ni de otros insumos lo que origina el valor del producto, sino que el valor de los insumos se explica por la utilidad esperada del producto final. Este razonamiento invierte la causalidad que la teoría laboral del valor daba por supuesta.

El salario que recibe un trabajador refleja que el empresario capitalista adelanta el pago (asume riesgos, coordina recursos) a cambio de un ingreso que le llegará más tarde. No hay explotación, sino un intercambio voluntario y mutuamente beneficioso. Por lo tanto, en la lógica de la Escuela Austriaca, si queremos que los salarios suban y que ese hecho se corresponda con una economía global sana, se necesita en primer lugar que el trabajo sea más productivo. ¿Cómo? En general: invirtiendo en capital, es decir, en mejores máquinas, infraestructura, formación y tecnología. El verdadero motor del bienestar obrero no está solo en mejores leyes o regulaciones, sino también en la acumulación de capital. Eso explica que un trabajador en un país desarrollado puede ganar varias veces más que uno de un país en desarrollo: no porque sea más esforzado, sino porque dispone de más recursos que multiplican su productividad.

Como expone Von Mises también en La acción humana: «No existe una clase uniforme de trabajo o un tipo general de salario. El trabajo es muy diferente en calidad y cada forma de trabajo rinde servicios específicos. Cada trabajo se valora como factor complementario de producción que permite obtener determinados bienes y servicios. No existe, por ejemplo, relación directa entre el valor atribuido a la labor del cirujano y el otorgado a la del estibador. Pero indirectamente cada sector mercantil está relacionado con todos los demás». De ahí que «toda variación de la demanda de determinado trabajo acabe influyendo en los restantes sectores laborales. Todas las actividades productivas compiten indirectamente entre sí por el trabajo. Si aumenta el número de médicos, se reduce el de quienes trabajan en otras profesiones semejantes, y el vacío que estos dejan lo vienen a ocupar trabajadores de otros sectores, y así sucesivamente». En este sentido, «todos los grupos ocupacionales se hallan relacionados entre sí por más diferentes que sean las exigencias en cada uno de ellos». Y una vez más se comprueba «cómo la diversidad en la cualidad del trabajo que se precisa para satisfacer nuestras necesidades es mayor que la diversidad de las habilidades innatas del hombre para realizarlo».

Lejos de ver el mercado laboral como un campo de batalla entre clases sociales, se ha de apostar por la cooperación social basada en la división del trabajo. Cuando cada persona se especializa y ofrece su servicio a otros mediante intercambios voluntarios, todos salen ganando. Esta idea, que se remonta a Adam Smith (1723-1790), se refuerza con la teoría del conocimiento disperso de Friedrich August von Hayek (1899-1992): ningún planificador central puede saber mejor que el propio mercado dónde se necesita a cada trabajador. En su ensayo The Use of Knowledge in Society (1945), Hayek explica que ningún planificador central puede conocer y procesar toda la información (gustos, habilidades, situaciones locales) necesaria para asignar eficientemente los recursos en la economía. Solo el sistema de precios libres –surgido espontáneamente del mercado– logra coordinar las acciones de millones de individuos, ajustando oferta y demanda. Esto se aplica también al mercado laboral: los salarios relativos actúan como señales que orientan a los trabajadores hacia las ocupaciones donde su contribución es más valorada por la sociedad.

Si se distorsiona la señal de los salarios libres por decretos o presiones sindicales, se rompe el equilibrio y aparece el desempleo. En cuanto al salario mínimo, hay que tener en cuenta que si se obliga a pagar más de lo que vale el trabajo de una persona, se está prohibiendo que esa persona trabaje legalmente. Eso, lejos de ayudar a los más vulnerables, los expulsa del mercado. El economista Henry Hazlitt (1894-1993) ilustraba que si el Gobierno fija un salario mínimo de, digamos, 15 dólares la hora, está negando empleo a quien solo pueda producir valor por 12 dólares la hora.

Los sindicatos tienen una función que cumplir entre otras razones porque todo ser humano puede y hasta debe asociarse. Pero históricamente los sindicatos se han convertido en muchos casos en monopolios que impiden competir, fijan condiciones rígidas y provocan desempleo, especialmente entre jóvenes o trabajadores poco cualificados. Hayek denunciaba a aquellos sindicatos que  monopolizan la oferta de trabajo en ciertas industrias, capaces de elevar los salarios por encima del nivel de mercado al excluir competidores (trabajadores no sindicalizados, desempleados) mediante huelgas, bloqueos o cláusulas. En su ensayo Sindicalismo y orden espontáneo, Hayek argumentó que los privilegios sindicales han sido «el mayor obstáculo para la elevación del nivel de vida de la clase obrera en su conjunto», causando desempleo e inequidades internas entre trabajadores. El razonamiento es que los sindicatos típicamente benefician a sus miembros (insiders) –a menudo trabajadores ya establecidos, con empleo fijo– a costa de perjudicar a los marginados (outsiders).

El empresario no es un simple capitalista. Es quien descubre oportunidades, coordina recursos y asume riesgos. Su función es distinta de la del trabajador asalariado y su remuneración –el beneficio– también lo es: no es salario, sino el resultado de acertar en sus decisiones.

El reconocimiento del papel empresarial es crucial para entender cómo se crean nuevos trabajos y sectores enteros. Cualquier trabajador puede convertirse en empresario si se le permite ahorrar, emprender y competir en igualdad de condiciones. Israel M. Kirzner (nacido en 1930) subraya que el empresario es el agente que descubre y explota oportunidades de ganancia mediante un proceso de coordinación del mercado. Eso contrasta con la imagen neoclásica estándar, donde el empresario tiende a ser difuminado en la figura de la empresa o del «tomador de decisiones» idealizado. Kirzner destaca que la competencia real es un proceso dinámico impulsado por la alerta empresarial –la capacidad de percibir desajustes entre oferta y demanda antes que otros. ¿Por qué es relevante esto para el trabajo? Porque introduce la idea de que no todo aporte humano en la economía se remunera vía salario. Hay un aporte específico –el de emprender, innovar, asumir riesgo y tener visión– que se remunera de otro modo.

Ante una crisis económica, los keynesianos proponen aumentar el gasto público y mantener salarios altos para sostener la demanda. Pero en realidad, señala la Escuela Austriaca, la mayoría de las crisis provienen de desequilibrios previos. Por ejemplo, del crédito fácil, de la creación de dinero de la nada y del capitalismo de Estado, que beneficia solo a los amigos del Gobierno. La solución para la Escuela Austriaca, en una economía libre de mercado, es permitir que los precios y salarios se ajusten, incluso a la baja si es necesario, para recolocar recursos donde sean más productivos. En casos así son necesarias también reformas estructurales que faciliten la contratación, eliminen trabas al empleo y confíen en el mercado como mejor coordinador del trabajo.

El trabajo puede ser duro, hay desigualdades. Pero en un marco de libertad económica, respeto a la propiedad y competencia, los trabajadores podrán prosperar sin necesidad de tutela estatal. De ese modo se promueve un entorno en el que la cooperación, no el conflicto, sea la base de las relaciones laborales. Si se fomenta que las personas trabajen, emprendan, negocien y cooperen libremente, habrá no solo más riqueza, sino también más oportunidades reales para todos.