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Ver productosRecorrido por la cultura, la ciencia y el arte contemporáneos, desde 1871 a 2021, a través de grandes debates entre destacados personajes
29 de abril de 2025 - 14min.
José Enrique Ruiz-Domènec (Granada, 1948). Catedrático de Historia Medieval de Europa en la Universidad Autónoma de Barcelona y profesor visitante en las universidades de París y Florencia. Autor, entre otros ensayos, de El sueño de Ulises; Europa, las claves de su historia y El reto del historiador (Premio Ciudad de Barcelona).
Avance
La batalla cultural que aborda José Enrique Ruiz-Domènec en este ensayo no es una guerra política, ni se refiere a bregas partidistas como la que estamos viviendo en el actual periodo de polarización. «Es mucho más —aclara el autor— ya que en realidad consiste en un debate de ideas para sostener un modelo de civilización». Abarca desde la guerra franco-prusiana de 1871 hasta las distintas crisis que sacuden Occidente ahora mismo, con la pandemia de 2020 como «colofón patológico de una época convulsa». Ruiz-Domènec recorre todo el siglo XX analizando duelos intelectuales de pensadores, científicos, escritores, historiadores, músicos, diseñadores de moda, etc., poniendo ante el lector sus visiones de la vida y la cultura. Algunos fueron pulsos que sostuvieron esos personajes en su momento, otros los establece el historiador a posteriori.
¿Qué busca Domènec con esta investigación a lo largo de 150 años, tocando tantos y tan diversos registros? Se trata, nos dice, de «saber si la verdad anida en la vida humana y no es una ilusión necesaria a la hora de irnos a dormir y poder así soñar».
La sucesión de duelos arranca significativamente con dos historiadores, Burckhardt y Michelet, y dos formas contrapuestas de interpretar el pasado y su proyección sobre el futuro, lo cual configura toda la obra como «un ensayo de filosofía de la historia», indica Ignacio Merino. Se entrelazan, a partir de ahí, la esgrima dialéctica de intelectuales y artistas, desde Nietzsche frente a Wagner, «el mejor icono del ambiente cultural entre 1871-1887», hasta Yubal Harari frente a Ratzinger, ya a principios del siglo XXI, asomándose «ante la puerta giratoria del futuro». En el camino, asistimos a los pulsos que Ruiz-Domènec establece: Bernard Shaw-Oscar Wilde, Dilthey-Jung, Orwell-Ortega, Husserl-Heidegger, Sartre-Kerouac, Robbe-Grillet-Bob Dylan, Umberto Eco-Marcuse, Habermas-Foucault, Hobsbawm-Judt y un largo etcétera.
El escenario es la Europa del siglo XX, en cuyo centro «tuvo lugar una guerra de treinta años, comenzada en agosto de 1914 y concluida en agosto de 1945, que minó Occidente y, por extensión, el resto del mundo». El autor proporciona una brújula con la que orientarse en ese periodo y relacionar entre sí «los hallazgos fortuitos, las noticias, las investigaciones o las experiencias».
Este viaje intelectual concluye en 2021, momento que el autor define como «artificioso período actual», que resulta amenazador, con «los programas de televisión insoportables, los Gobiernos confundidos y los periódicos sometidos a normas poco transparentes. ¿Y entonces qué decir? ¿Ruptura o continuidad?» Sostiene, sin embargo, que el debate debe continuar, de ahí el título Un duelo interminable. La batalla cultural debe proseguir porque permite sentir la complejidad de la vida social, con el retrovisor puesto en el ayer, porque, como recuerda el autor, «la comprensión del pasado es lo que nos hace libres».
Calificado por Jot Down como «el mejor ensayo europeo del año», Un duelo interminable es, pues, un ambicioso estudio multidiciplinar con el reto declarado de «recuperar el humanismo», y resaltar la necesidad del diálogo y el debate abierto para hacer una historia cultural en medio de la discordia. Su lectura constituye «un simposio a la manera platónica, al que se añade estar escrito con exquisita prosa e ideas ejemplarmente claras, dentro de la complejidad del tema y la trama. Apasionante, pues, en fondo y forma», concluye Merino.
El primer capítulo de este ensayo se titula El vuelco (1871-1887). Anuncia la ruptura con el duelo entre dos grandes historiadores, Jacob Burckhardt y Jules Michelet, que cambian la percepción del pasado y su proyección sobre el futuro. El alemán, Burckhardt, va más allá del positivismo de su maestro Leopold von Ranke y sostiene que se puede percibir la historia más allá de los documentos. El francés, Michelet, añade a eso que hay más criterios, como el empuje de los ideales, al afán de prestigio y la búsqueda de fama en líderes y héroes, nuevas premisas para estudiar la Historia.
El pulso Nietzsche contra Wagner es «el mejor icono del ambiente cultural entre 1871 y 1887», afirma Ruiz-Domènec. Grandes amigos al principio, «el filósofo se revuelve contra el músico, acusándole de engañar al público con historias míticas inventadas, haciendo que el espectador se convierta en un idiota».
El vitalismo sacude las conciencias en ese final de siglo, sin embargo, se desvanece: «La seda del estudio se convierte en el acero de los cañones» del nacionalismo alemán, escribe apesadumbrado Ruiz-Domènec. Antes de perder la razón, Nietzsche advierte la peligrosa deriva: «Es capaz de descifrar la genealogía moral del impulso nacionalista». En la lucha prometeica entre razón y moral, afirma Nietzsche: «La Fuerza en sí es el Mal, su única justificación es encadenar la brutalidad por el temor».
En el capítulo Momentos singulares, el autor recorre el efervescente fin du siècle entre 1888 y 1906 y plantea la pugna cultural entre el liberalismo y el socialismo. Para ilustrarlo, acude el autor a «los siete magníficos de la literatura británica: Shaw, Wilde, Stevenson, Conrad, Wells, Kipling y Yeats, que reflejan la colisión política». El duelo enfrenta al «socialista Bernard Shaw con el liberal Wilde».
El siguiente segmento, titulado Trama cambiante (1907-1916), corresponde al florecimiento y posterior agotamiento de la Belle époque. Los esgrimistas son Malatesta, «líder anarquista que predica la insurrección de Bakunin», y Apollinaire, «escritor que atempera el anarquismo con las vanguardias —dadaísmo, cubismo, surrealismo, fauvismo— que van a demoler el modernismo».
Wilhem Dilthey, el filósofo historiador que quiere superar la dicotomía entre la ideología anarquista y la experiencia del modernismo, afirma que «es la vivencia la que marca el sentido de las cosas». Carl Gustav Jung, uno de los pioneros del psicoanálisis, replica, y añade, que «el origen de la vivencia está en la libido».
Algo parecido ocurre cuando, en el terreno del arte, y dentro del modernismo, aparece la asonancia musical. «Durante el estreno de El Pájaro de Fuego, de Stravinski, en París en 1910, por la compañía de los ballets rusos de Diáguilev, se arma un alboroto en el patio de butacas. Saint-Saëns abandona la sala indignado, mientras Ravel se levanta para gritar: ¡genio!». El duelo entre estos dos músicos hace que los empresarios musicales se den cuenta de que el futuro de la música es cuestión de ritmo.
En la vida social de las primeras décadas del siglo XX «se aprecian los cambios que traen la cascada de inventos y el despertar de las mujeres». El primer corsé femenino que se rompe es la vestimenta y Coco Chanel se convierte en la pionera que reta la moda de vestidos largos y sombreros descomunales que impiden a las mujeres moverse con libertad. El duelo frente a esa moda lo gana su sobrio traje de chaqueta, con peinado corto y escueto casquete, que será símbolo del nuevo feminismo.
En agosto de 1914, «la tierra tiembla», parafrasea Ruiz-Domènec a Marguerite Yourcenar. La diplomacia dimitía de sus funciones para dar paso a la opinión pública, cuarto poder que marcaba la dirección a seguir. «La mayoría de la gente quería guerra y la tuvo, incluidos los alegres muchachos que marcharon jubilosos al frente». Y en el seno de la Gran Guerra se incuba la revolución. En La pista verdadera (1917), «los intelectuales europeos se enfrentan a la paradoja de sostener la lucha por la libertad o aceptar la Revolución», cuestión que el autor ilustra con la visita en 1920 del socialista Fernández de los Ríos a Lenin en el Kremlin. Para Ruiz-Domènec, «estos dos refinados duelistas» —por los que siente especial predilección— «dan en su diálogo con el meollo del asunto. A la cuestión: ¿es necesario conservar la libertad en la revolución?, Vladimir Ilich responde con su célebre frase: Libertad ¿para qué?». Para la causa solo importan los fines, no los medios.
El bloque de entreguerras, que Ruiz-Domènec titula Rencor y rapto de Europa, se abre con Remendar los desastres (1918-22), en alusión al poema de Ezra Pound, «los mejores murieron (…) por una civilización llena de remiendos». En 1918, el duelo se dirime entre Alexandr Blok, poeta ruso que exalta la vida bolchevique, y Paul Valéry. Un soviético apenas conocido y un francés archifamoso que reclaman lo mismo: albergar esperanza. «El primero pone el énfasis en el constructivismo, mientras que el poeta de lo posible confía en las novedades que han de insuflar vida a los locos años 20».
Ante la clamorosa venganza de los aliados en los tratados de Versalles, «el economista John Maynard Keynes pide cordura, pero encuentra sólo rencor». Thomas Mann encierra a la cultura germana en un psiquiátrico aislado en una montaña mágica. La vieja Europa se derrumba en cuestión de meses, como apunta T. S. Eliot en su poema La tierra baldía. El escepticismo alcanza a Virginia Wolf, Rilke, Yourcenar, Stefan Zweig y a Marcel Proust, en el segundo volumen de À la recherche du temps perdu.
Por entonces, libran un gran duelo Spengler, autor de Decadencia de Occidente, y Arnold Toynbee, en su monumental Estudio de la Historia, en el que refuta el determinismo spengleriano y destaca la dinámica del flujo y reflujo de la Historia. En 1922, la pugna entre el nihilismo y el atisbo de esperanza produce un nuevo sujeto: las masas. Y un presagio ominoso: el conflicto sin fin, que, según el autor, llega hasta nuestros días. En El alma de las masas (1923-32), el autor plantea un duelo entre Ortega y Gasset y George Orwell: «Con La rebelión de las masas y Rebelión en la granja, el filósofo y el novelista discrepan en lo esencial, aunque coinciden en que España empieza a ser el centro de atención preferente».
Sigue el incendiario periodo de 1933-39, Algo arde entre disputas, con el pulso entre Husserl, fundador de la fenomenología, con Heidegger, quien está en boca de todos por su escandalosa cercanía al nazismo. «El disenso radica en la agonía entre poseer una identidad europea u olvidar la esencia de Europa fomentando el ultranacionalismo», apunta Ruiz-Domènec.
Con Una verdad incómoda (1940-47) asistimos a la segunda extinción de Europa en lo que va de siglo, con la Segunda Guerra Mundial. En 1942, Robert Musil publica El hombre sin atributos, novela en la que describe el colapso espiritual de Europa que condujo en los años 30 al totalitarismo y en los 40 a la gran conflagración. Y, por entonces, «Karl Popper habla de la sociedad abierta y sus enemigos en disputa con Yuri Levitan, el periodista soviético que a través de la radio orienta el pensamiento de los partidos comunistas internacionales controlados por la Komintern».
Con la posguerra retornan la paz, la democracia y las humanidades al escenario europeo. Aparece el existencialismo. «La batalla cultural —subraya Ruiz-Domènec— ha de hacerse desde la condición humana, como propone André Malraux en duelo con Merleau-Ponty, que aconseja hacerlo desde la política».
Surge en EE.UU la contracultura beat de la mano del escritor Jack Kerouac y sus amigos, en contra de la sociedad de consumo. On the Road es el epítome del desgarro vital de los 50 en busca de nuevos caminos frente a la cultura dominante. El mundo dividido en dos esferas de influencia necesita una batalla cultural explícita y el autor elige a Keoruac y Jean-Paul Sartre como duelistas entre beatniks y existencialistas marxistas.
Los primeros años de los 60, la llamada década prodigiosa, son efervescentes, pero también significan un compás de espera para lo que está por venir. Ernst Jünger «defiende las viejas cosas olvidadas y propone, con melancolía, la teoría de emboscarse en el propio yo», frente a Samuel Beckett, quien «da una vuelta de tuerca a la angustia existencial» hasta llegar al absurdo poético de Esperando a Godot.
En Esa sensación del azar (1957-62) dos duelistas salen al paso para ajustar los cambios radicales que la sociedad exige: el novelista «Robbe-Grillet plantea dejar de considerar la literatura como un entretenimiento burgués para convertirla en una odisea imaginativa del yo»; en tanto que «las canciones de Bob Dylan provocan una epifanía en el despertar de la conciencia juvenil».
Apocalípticos e integrados (1963-67) marca el fin de una época prometedora que se frustró con el asesinato de John F. Kennedy. «En el duelo entre Herbert Marcuse y Umberto Eco, el americano sostiene que el ser humano está alienado por la sociedad de consumo, pues le niega el derecho a ser quien es, su más preciada condición. El italiano refuta esta visión y afirma que la vuelta a la tradición crítica europea salvará la conciencia individual». Y en mayo del 68, los estudiantes parisinos encarnan el espíritu disruptivo, «se rebelan contra la mentalidad dominante y llegan a poner contra las cuerdas a la V República».
¿Ha muerto la revolución? Para Ruiz-Domènec, no. Ante la proclama sesentera ¡Haz el amor, no la guerra!, que se extiende desde las aulas de La Sorbona y abre la Posmodernidad (1968-1976), Jean Baudrillard, el gran deconstructivista, advierte: «Hay un riesgo de que la revolución termine siendo una explosión hedonista». Michel Foucault le replica que debe ser así y, de esta forma, da carta de naturaleza a la contracultura. Y Jürgen Habermas, filósofo de la Escuela de Fráncfort y experto en crítica social, «mitigará el giro dionisiaco dado por Foucault y alerta sobre sus consecuencias fascistas».
En 1984, cuando el sida está a punto de acabar con él, Foucault interioriza la muerte como una serena liberación. Interviene en el duelo el historiador Georges Dubuy —asiduo de Ruiz-Domènec—, para concluir, en sintonía con Habermas, que «la verdad que la muerte ilumina es el peso de la Historia».
En Disenso y desplome (1985-91) dos duelistas describen «el esfuerzo de todo ser consciente para alcanzar la verdad más plena, el bien menos parcial». Uno es Nicola Chiaramonte, escritor antifascista y pensador libertario exiliado en Francia, quien afirma que «el tema principal no es el desplome del socialismo sino la fe en la historia como concepto global». El otro es Allan Bloom, el filósofo norteamericano discípulo de Leo Strauss y profesor en Yale, que en El cierre de la mente moderna vierte una durísima crítica contra la posmodernidad y el Fin de la historia de Francis Fukuyama.
El autor llama al periodo 1992-2000 Mundos anfibios, por el Manifiesto Ciborg de Donna Haraway, «icono feminista para quien la tecnología, el feminismo, y la ciencia son las nuevas vías de acceso al pasado». Como contrapartida el autor propone la vía defendida por Harold Bloom, el célebre crítico que en el Canon literario (1994) «defiende el efecto liberador de la lectura fuera de los estrechos márgenes académicos». Lo cual es «una forma de ganarle sentido a la vida», añade Ruiz-Domènec.
El contexto que ilumina (2001-2021)
En la primera década del siglo XXI circulan las ideas del choque de civilizaciones descrito por Huntington. Entre la batalla cultural, Domènec selecciona a dos historiadores, el liberal Tony Judt y el marxista Eric J. Hobsbawn, para hallar una explicación definida del asunto.
En marzo de 2020, la pandemia produjo el confinamiento mundial. El autor recuerda el debate que se abrió y se pregunta: «¿Habíamos llegado al final de una era, según la secuencia iniciada por Nietzsche en 1871? ¿O tal vez la pandemia estaba propiciando una toma de conciencia para fomentar un nuevo humanismo a la altura del que provocó Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI?»
Para explicar «lo que estuvo en juego», Ruiz-Domènec propone un duelo de pensadores altamente simbólico: el historiador israelí Yuval Noah Harari y el teólogo alemán Joseph Ratzinger. En La última experiencia, Harari ya afirmaba que un complot militar constante amenaza al ser humano. En la actualidad, el autor de Sapiens insiste en que la globalidad hace que sea necesaria una historia del mundo, no de un país o una religión en particular, para saber quiénes somos y buscar eso que nos permita dejar atrás la angustiosa idea de que todo está perdido.
«¿Y qué es eso?», se pregunta el autor del libro. «Ratzinger da la respuesta en su encíclica Deus caritas est: el amor. El papa Benedicto establece dos pasiones dominantes en el ser humano, el amor y el odio. El amor es el camino para reconocer y compartir el dolor y la miseria y para conseguirlo hay que recorrer la línea de la resignación comenzada, según él, por Nietzsche en Más allá del Bien y del Mal». La recuperación del humanismo liberador pasa por asumir que «el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis ante lo divino, sino caída, degradación humana». Lo que para nuestro autor otorga valor histórico a la postura de Ratzinger es que no se trata de «un viaje nostálgico a un mundo inexistente, sino una lectura crítica del presente».
Añade el historiador que este razonamiento de la situación creada por la pandemia «no es el desahogo de un pastor de la Iglesia. Es históricamente veraz. Punto de partida, como en Nietzsche, del antagonismo alma y cuerpo —es decir entre eros y agapé— que se sostuvo durante ciento cincuenta años por la vanidad intelectual que rodea al nihilismo, según Benedicto XVI». Así pues, para Ruiz-Domènec, «el humanismo retorna».
«La comprensión del pasado es lo que nos hace libres», afirma Ruiz-Domènec. Esta es una de las conclusiones de Un duelo interminable, la explicación de que haya puesto el espejo retrovisor en los últimos 150 años. Como dijo Toynbee, «la Historia es un equilibrio entre el desafío y la respuesta; cuanto mayor es el desafío, más juiciosa debe ser la respuesta». La persistencia de una batalla cultural durante el último siglo y medio plantea un dilema aún no resuelto. ¿Estamos en trance de una ruptura o una continuidad?
Y concluye el autor que la batalla cultural prosigue porque permite sentir la complejidad de la vida social. Lo importante es que no ceje el debate de las ideas, como el que sostuvieron los maestros Burckhardt y Michelet. Y es lo que hace el propio Ruiz-Domènec exponiendo las posiciones de unos y de otros, buscando una «armonía de contrarios».
Esa búsqueda de la armonía y la ambición de la empresa son dos de los atractivos de esta obra singular, cuya lectura constituye, para el lector adecuado, un simposio a la manera platónica. A lo que hay que añadir la ejemplar sencillez de su prosa, dentro de la complejidad del tema y de la trama. Los rasgos de humor y las expresiones coloquiales son muy de agradecer entre tanta erudición. Apasionante, pues, en fondo y forma.