Luis Fernando Moreno Claros: «Arthur Schopenhauer. Una biografía»

Un estudio holístico de la vida y la obra del pensador alemán que proporciona las claves de su filosofía y desmonta algunos de los tópicos que desdibujan su figura

Foto: CC Wikimedia Commons
Jorge Freire

Arthur Schopenhauer. (Gdansk, 1788-Fráncfort del Meno, 1860). Considerado uno de los pensadores más importantes del siglo XIX. Representante del pesimismo filosófico, es autor de El mundo como voluntad y representación. Ha tenido notable influencia en la filosofía, la ciencia y la cultura contemporáneas, desde Nietzsche a Thomas Mann, pasando por Einstein y Freud.

Luis Fernando Moreno Claros. (Cáceres, 1961). Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca, traductor y crítico literario. Ha traducido al castellano a Goethe, Zweig, Nietzsche y Kafka. Autor, entre otros, de Introducción a Heidegger y de la biografía Stefan Zweig. Vida y obra de un gigante de la literatura.

Avance

Luis Fernando Moreno Claros: «Arthur Schopenhauer. Una biografía». Acantilado, 2024

Nadie mejor que Moreno Claros, traductor del propio Schopenhauer para trazar una biografía holística del pensador, en el que «las fobias personales, los roces familiares y los entusiasmos estéticos constituyen las claves interpretativas de una metafísica construida desde el carácter», indica Jorge Freire. No se puede entender, en efecto, el pesimismo de Schopenhauer sin el supuesto suicidio de su padre o la escasa fortuna editorial que, inicialmente, tuvo su obra cumbre, El mundo como voluntad y representación; ni su sistema filosófico sin «la vida amarga, contradictoria y a la vez fascinante» que le tocó en suerte.

Nacido en Danzig, un año antes de la Revolución francesa, el pequeño Arthur sufrió «un desgarrón íntimo» cuando su padre, un próspero comerciante próspero, murió en circunstancias próximas al suicidio. Todo lo cual determinó su talante misantrópico. Estudió ciencias naturales y filosofía bajo la tutela de Fichte, uno de los padres del idealismo alemán, que posteriormente se convertirá en uno de sus mayores adversarios. Chocó, igualmente, con Kant, al que, no obstante, admiraba por su carácter sistemático. Y terminó distanciándose del otro gran genio de la época, Goethe, porque «Arthur no estaba hecho para el halago ni para la cortesía».

Una de las mayores influencias en su formación es Platón y la sabiduría oriental, que descubre a través de los Upanishad, textos religiosos del hinduismo, de los que «se enamora perdidamente». De hecho, Schopenhauer será el gran puente de Occidente con las filosofías de Asia, que se convertiría en moda cultural en la segunda mitad del siglo XX. Publica su primera obra, La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, y en 1818, con treinta años, El mundo como voluntad y representación, pero no obtiene la recepción esperada. La tesis principal del libro es que no conocemos la realidad, sino «una representación generada por el sujeto a partir de las formas a priori del espacio, el tiempo y la causalidad»; que el mundo es «la manifestación de la voluntad, una fuerza ciega y sin propósito, que no deja espacio para una inteligencia divina»; y que «la vida entera está sometida al yugo del sufrimiento». De ahí deriva su pesimismo ateo.

Fracasó en su carrera universitaria en Berlín, donde coincide con el muy popular Hegel; y optó por viajar a Italia, buscando consuelo estético, hasta que decidió recluirse en Fráncfort, donde se entregará al estudio el resto de sus días. En esa época publica Parerga y paralipómena, que contiene textos tan célebres como Sobre el arte de tener razón y Aforismos sobre el arte de saber vivir. También traduce las primeras cincuenta máximas del Oráculo manual del español Baltasar Gracián, en cuya filosofía de la prudencia encuentra un reflejo de su propio escepticismo. Y es entonces cuando conoce el éxito: llueven las reediciones y los mismos que durante décadas lo ignoraban ahora lo visitan. Pero apenas puede disfrutar de las mieles del éxito, porque fallece a los 72 años. Y deja, eso sí, una obra que ha marcado a Nietzsche, Freud, Thomas Mann… «Nada mal para un pesimista», apostilla Jorge Freire.

A diferencia de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, de Safranski, la biografía de Moreno Claros trata de explicar al pensador desde la persona y no desde el despliegue de las ideas. Se vale para ello de las cartas, los diarios de viaje, los cuadernos de apuntes y las conversaciones recogidas por discípulos, que aportan autenticidad al relato de su vida. «Moreno Claros no busca sistematizar a Schopenhauer, sino más bien retratarlo», indica Freire. Al hacerlo, lo baja del pedestal y despeja la hojarasca de «los tópicos que, durante décadas, lo han condenado al malentendido»: pesimista incorregible o pensador solo apto para espíritus desengañados.

El Schopenhauer de Moreno Claros no es «un busto en una biblioteca», concluye Jorge Freire, sino «un hombre que se desespera porque su libro no vende una docena de ejemplares, que se enfada con los mozos de la posada por un motivo menor y que acaricia a su perro con más ternura que la que dedicó a cualquier persona». 

Artículo

n os hallamos ante una de las biografías más ambiciosas que se hayan dedicado a Arthur Schopenhauer. Su autor, que conoce al filósofo mejor que nadie, no se limita al mero recuento cronológico. Antes bien, Moreno Claros se entrega a una biografía total, consciente de que en este caso, quizá más que en otro pensador contemporáneo, vida y obra se reflejan mutuamente. Así, da cuenta de un sistema filosófico que se erige sobre los cimientos de una vida amarga, contradictoria, fascinante y —por qué no decirlo— admirable.

Defiende en el prólogo la pertinencia de una «biografía filosófica» en el sentido más pleno del término: una en la que las decisiones existenciales, las fobias personales, los roces familiares y los entusiasmos estéticos constituyen las claves interpretativas de una metafísica construida desde el carácter. El autor cierra filas con Diógenes Laercio, Nietzsche y Stefan Zweig, entre otros antecedentes del género.

La primera parte de la biografía, titulada Los antepasados, se ocupa de las raíces familiares de Schopenhauer y del entorno histórico que marcó su nacimiento. Llegado al mundo el 22 de febrero de 1788 en la entonces ciudad libre de Dánzig —hoy Gdansk, en Polonia—, el pequeño Arthur fue hijo de Heinrich Floris Schopenhauer, un comerciante próspero, liberal e ilustrado, y de Johanna Trosiener, una mujer culta y ambiciosa. El capítulo aborda con perspicacia el contraste entre el espíritu ilustrado del padre y la sensibilidad romántica de la madre. Moreno Claros reconstruye, con una prosa espléndida, el linaje de los Schopenhauer, comerciantes holandeses con ínfulas patricias, y también la atmósfera de una Dánzig que se deslizaba irremediablemente hacia la órbita prusiana y cuya inestabilidad llevó a la familia a trasladarse a Hamburgo.

Las raíces de su pesimismo

En Niñez y adolescencia, segunda parte de esta biografía, asistimos al desmoronamiento de los planes paternos y al comienzo del desgarrón íntimo que marcará la existencia de Schopenhauer y, por ende, su filosofía del sufrimiento. La madre se instala en Weimar y el padre muere en 1805 en circunstancias cercanas al suicidio. Además de una considerable fortuna, Arthur hereda una visión del mundo muy ominosa que le acompañará toda la vida. Se narra aquí el famoso «grand tour» europeo que realizó entre 1803 y 1804, cuando tenía quince años, periplo que incluyó visitas a Ámsterdam, París, Lyon, Ginebra, Roma, Nápoles y Londres. A través de diarios de viaje y correspondencia familiar, se reconstruyen sus primeras impresiones sobre la cultura, la política y la religión. Uno de los momentos culminantes de esta etapa es la descripción del Mont Blanc, cuya visión Schopenhauer recordaría años después como metáfora del genio humano.

La tercera parte, Schopenhauer estudiante, abarca los años de formación universitaria en Gotinga (1809-1811) y Berlín (1811-1813). Arthur estudia ciencias naturales y filosofía bajo la tutela de figuras como Gottlob Schulze y Johann Gottlieb Fichte, el segundo de los cuales se convertirá en uno de sus adversarios filosóficos más acérrimos. Su relación con Kant es tan estrecha como desconfiada; admira su sistematicidad, pero le repele su falta de sangre. Descubre a Platón y se enamora perdidamente de las Upanishads —compilación de los textos mayores de la religión hindú—, que conoce en una traducción francesa. Para entonces ya ha escrito La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, donde su pensamiento echa a andar. De Goethe, con quien coincide en Weimar, admira su teoría de los colores, pero pronto se abre una distancia entre ambos, quizá porque Arthur no estaba hecho para el halago ni para la cortesía.

La vida, gobernada por el deseo y sometida al sufrimiento

El tono se vuelve más sombrío en la cuarta parte, Schopenhauer errante, que abarca el periodo comprendido entre la publicación de El mundo como voluntad y representación (1818) y su retirada definitiva a Fráncfort. El filósofo impone a la editorial Brockhaus el formato, la tipografía y hasta la fecha de publicación, pero su gran obra no obtiene la recepción esperada: ni se vende, ni se cita, ni se lee.

Según la tesis de este libro clásico, no es la realidad en sí misma lo que conocemos, sino una representación generada por el sujeto a partir de las formas a priori del espacio, el tiempo y la causalidad. Aquí Schopenhauer sigue las huellas de Kant, pero se distancia del sabio de Königsberg al sostener que la realidad más allá del fenómeno es cognoscible. Se trata de una fuerza ciega que se manifiesta en todo lo viviente, desde las plantas hasta el ser humano, que recibe el nombre de voluntad. La vida entera, gobernada por el deseo, se halla por tanto sometida al yugo del sufrimiento.

No obstante, existen formas de sustraerse a esta servidumbre: el arte, especialmente la música, permite una contemplación desinteresada que suspende temporalmente el deseo; la compasión deshace la fantasía de la individualidad al presentir en todo ser vivo la misma realidad de fondo; y la vía ascética, única negación definitiva de la voluntad, lleva a un desapego muy deudor de ciertas tradiciones orientales y, aunque no conduce a la felicidad, al menos libera del tormento de desear.

Moreno Claros describe con detalle el fracaso de Schopenhauer al tratar de iniciar una carrera universitaria en Berlín, donde sus clases coinciden con las del muy popular Hegel. Viaja en varias ocasiones a Italia (1818-1819 y 1822-1823) buscando consuelo estético y solo encuentra acicates para la misantropía: más que darle belleza y tranquilidad, Roma, Nápoles, Milán y Venecia le ofrecen motivos para el desaliento. Es en esta etapa cuando traduce al alemán las primeras cincuenta máximas del Oráculo manual de Baltasar Gracián, en cuya filosofía de la prudencia encuentra un reflejo de su propio escepticismo.

El pesimismo de Schopenhauer deriva de su intuición de que vivir es sufrir. Que el mundo no sea sino la manifestación de la voluntad supone la negación de todo telos: si todo lo rige una fuerza ciega y sin propósito, no queda espacio para una inteligencia divina. Asimismo, el dolor que acarrea dicha voluntad excluye cualquier posición teísta, pues un mundo tan lleno de iniquidades no puede ser producto de un Dios bueno. Su pesimismo es necesariamente ateo.

La quinta y última parte, El solitario de Fráncfort, abarca los años de retiro y reconocimiento tardío. A partir de 1833 se instala de manera definitiva en Fráncfort del Meno, donde lleva una vida disciplinada en compañía de su perra Atma. Cuenta con 63 años cuando publica Parerga y paralipómena, obra que contiene textos tan célebres como Sobre el arte de tener razón o Aforismos sobre el arte de saber vivir. Corre el año 1851 y súbitamente cambia el tono de su vida: llegan los admiradores, los discípulos, las reediciones. Los mismos que durante décadas lo ignoraban comienzan a prestarle atención. Algunos le escriben con veneración; otros lo visitan; otros incluso lo imitan. No le da tiempo a disfrutar del éxito porque fallece el 21 de septiembre de 1860 a los 72 años, dejando una obra que marcó a Nietzsche, Freud, Thomas Mann y Cioran, entre otros. Nada mal para un pesimista…

Seguramente este último capítulo, escrito con una sobriedad y una contención casi elegíacas, es el mejor del libro. Es como si la narración, al ritmo de su protagonista, bajara el volumen, se recogiera y se entregara al rumor de una vejez minuciosa. Esto tiene un efecto narrativo notable: cuando Schopenhauer muere, no sentimos sorpresa, sino una especie de confirmación. El personaje ya se había despedido del mundo desde hacía años, como esos cátedros que empiezan a regalar sus libros a los discípulos. La muerte, en ese contexto, no es tragedia, sino un último gesto de coherencia.

Tópicos que condenan a Schopenhauer al malentendido

Esta de Moreno Claros es una obra de alto nivel, escrita con elegancia sin afectación, minuciosamente documentada y, lo más importante, animada por la voluntad de comprender a uno de los pensadores más peculiares y necesarios del siglo XIX. El biógrafo ajusta cuenta con los tópicos que, durante décadas, han condenado a Schopenhauer al malentendido: que si era un pesimista incorregible, que si un misógino de tomo y lomo, que si un pensador menor sólo apto para espíritus desengañados… Aquí el autor no se limita a romper una lanza por el sabio de Fráncfort, sino que le quita la hojarasca y nos lo presenta desnudo, como quien limpia una vieja lámpara sólo por ver cómo reluce.

La estructura planteada por Moreno Claros tiene la virtud de parecer clásica sin resultar académica y de ser rigurosa sin volverse plúmbea. No avanza con botas de montaña, sino con el calzado de un paseante atento. Como sabe dónde pisa, de golpe se detiene ante un detalle que habría pasado inadvertido a cualquiera y lo señala con la contera del bastón. El uso de materiales de primera mano, como las cartas, los diarios de viaje, los cuadernos de apuntes o las conversaciones recogidas por discípulos, aporta una textura vívida y un pulso de autenticidad.

La división en cinco partes, de los orígenes familiares a la consagración tardía, es, a efectos narrativos, una jugada segura y eficaz. Permite un relato progresivo, incluso novelesco, sin por ello sacrificar profundidad conceptual. Cada parte se corresponde, además, con una fase de formación o transformación, no sólo en términos biográficos, sino también doctrinales. Schopenhauer no sólo crece, también piensa distinto, y cada tramo vital se refleja en la tensión entre su carácter y su filosofía. La arquitectura del libro obedece a un plan tanto vital como filosófico.

La ambición de equilibrar lo narrativo con lo filosófico, si bien lograda en la mayoría de los tramos, presenta también sus tensiones. En ciertos pasajes —los más densamente conceptuales, como la explicación de El mundo como voluntad y representación—, el lector menos versado podría verse tentado a mirar al techo. Algún lector pensará que algunos conflictos, como el mantenido con Hegel, podrían haberse contado con una mayor tensión dramática. Pero es algo que Moreno Claros, por prudencia o por elegancia, decide no explotar. Lo mismo podría decirse del retrato de Johanna Schopenhauer, madre del filósofo, a la que el biógrafo rehabilita con justicia, aún dejándose pólvora en la cartuchera. Sin duda este libro podría haber sido más atrevido y más teatral, pero su contención le otorga una elegancia de conjunto. Es, en este sentido, una biografía que honra a su biografiado, pues, como el propio Schopenhauer, no quiere seducir a toda costa; más bien, prefiere que lo escuchen quienes están dispuestos a escuchar.

No es un busto en una biblioteca

Guarda este libro un aire de familia con Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, del alemán Rüdiger Safranski. Ambos comparten una formación filosófica rigurosa, una vocación por el contexto histórico y una prosa que se toma su tiempo. La diferencia esencial está en el foco: Safranski escribe con un claro sentido del sistema, buscando explicar al filósofo desde el despliegue de sus ideas y no desde la persona; Moreno Claros, en cambio, escribe desde dentro, como quien se cuela en su escritorio, abre el cajón y se atreve a hojear los papeles privados. Mientras Safranski explica el idealismo alemán como telón de fondo, Moreno Claros prefiere narrar la mañana en que Arthur se lio a gritos con su casera. Un enfoque es más panorámico y el otro, íntimo: el alemán tiende al mapa y el español, a la miniatura.

Esa tendencia a la precisión se hace más obvia si comparamos a Moreno Claros con biógrafos británicos o norteamericanos: pensemos en los Russell (1996) o Wittgenstein (1990) del inglés Ray Monk, o en el Nietzsche (2018) de la anglonoruega Sue Prideaux. Si estos tienden a un respeto casi reverencial, resguardándose tras el burladero de las citas académicas y las notas al pie, el español toma el riesgo de entrar en la subjetividad, y se atreve a leer entre líneas, a intuir estados de ánimo, a interpretar. Moreno Claros no busca sistematizar a Schopenhauer, sino más bien retratarlo. Diríamos, yendo más allá, que donde otros disecan él acompaña. No hace ascos al detalle mundano si ese detalle ayuda a entender al hombre y, a través de él, al mundo. No es poca cosa en tiempo de papers. Moreno Claros baja a Schopenhauer del pedestal sin restarle altura, volviéndolo humano sin volverlo vulgar.

Aquí Schopenhauer no aparece como un busto en la biblioteca, sino como un hombre que se desespera porque su libro no vende una docena de ejemplares, que se enfada con los mozos de la posada por un motivo menor y que acaricia a su perro con más ternura que la que dedicó a cualquier persona. Esto es esencial porque el propio Schopenhauer afirmaba que el carácter de un pensador importa tanto como su pensamiento. Y en ese sentido, el biógrafo se ajusta a las exigencias del biografiado.


Imagen de cabecera: Detalle de un retrato de Schopenhauer (1903), litografiado por Karl Bauer. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.