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Ver productosLa calidad de la democracia depende, en gran parte, de la implicación de los ciudadanos en el proceso político
22 de abril de 2025 - 13min.
Avance
A pesar de que los valores democráticos siguen gozando de la aceptación general, existe a nivel mundial una creciente insatisfacción con la democracia en sí. Los resultados de las encuestas realizadas por entidades como el Pew Research Center o Gallup indican que, si bien este sistema de gobierno sigue siendo la opción preferente de la mayoría, su aplicación en la práctica genera cada vez más frustración entre la población.
Como lleva realizando todos los años desde 2006, The Economist ha publicado recientemente su Índice de democracia, en el que analiza el estado mundial de la democracia en 2024. Los datos que recoge hablan de un retroceso general de los niveles democráticos en los distintos gobiernos del planeta, y las encuestas consultadas reflejan un vertiginoso aumento del descontento democrático entre la población en la última década. A partir de esta información, la publicación ha elaborado un ensayo en el que explora en qué está fallando la capacidad representativa del sistema democrático, centrando el análisis en cinco déficits detectados: de igualdad, de los partidos, de elección, de ideas y de ciudadanía.
Una de las principales razones que explican la insatisfacción con la democracia es una menor confianza popular en el gobierno. Las encuestas indican que la ciudadanía cree cada vez más que sus gobiernos favorecen los intereses de las élites antes que los de la población común. La frustración con el sistema político parece encajar con la inquietud en torno al estado de la economía y, en particular, con el aumento de las desigualdades económicas y sociales. Según la encuesta Global Attitudes Survey realizada por Pew en la primavera de 2024, un promedio del 64% de participantes, de una muestra de treinta y cuatro países, contestó que la situación económica nacional era mala. Por su parte, un promedio del 54% de los participantes, de una muestra de treinta y un países, afirmaron estar insatisfechos con el funcionamiento de la democracia en sus lugares de origen.
Los datos indican que son muchos los que perciben la existencia de una falta de igualdad y justicia tanto en lo económico como en lo político. A los votantes no solo les preocupan la inflación elevada y el estancamiento económico, sino también las desigualdades económicas y sociales, además del porvenir de las siguientes generaciones. Creen que el sistema favorece a quienes cuentan con más medios y formación, quienes terminan conformando las clases profesionales, empresariales y políticas.
Estas inquietudes económicas, entre otras, han sido la causa de la oleada de votos de castigo de 2024. En el año electoral que ha afectado a más países, setenta, desde que empezó a generalizarse el sufragio universal, los votantes de todo el mundo han expresado su descontento con las condiciones económicas, el aumento de la inflación y otros fallos percibidos de los gobiernos, votando contra los gobernantes en ejercicio. Fue el mayor rechazo a los partidos, gobiernos y presidentes en el poder desde que existen registros electorales. Los gobernantes de Botsuana, Ghana, Panamá, Portugal, Senegal, Reino Unido, Uruguay y Estados Unidos perdieron sus respectivas elecciones. En otras muchas naciones, el partido dirigente perdió escaños o incluso la mayoría parlamentaria, como en el caso del Congreso Nacional Africano (ANC) de Suráfrica, el partido Bharatiya Janata (BJP) de Narendra Modi en la India, o el Partido Democrático Liberal (LDP) de Japón.
El aumento en la inflación de los precios al consumidor generado tras la pandemia, que afecta desproporcionadamente a los hogares con rentas más bajas, ha exacerbado el descontento tanto en los países desarrollados como en desarrollo. Las investigaciones de los académicos Thomas Piketty y Branko Milanovic han demostrado que, en las últimas décadas, se ha producido en los países democráticos un notable aumento de la desigualdad salarial provocado por un mayor rendimiento del capital y la erosión de la fiscalidad progresiva. Según sostienen Piketty y Milanovic, la concentración de riqueza en las esferas más altas de la sociedad repercute, a su vez, en un sistema cada vez más susceptible a la influencia de los más ricos, que buscan forzar políticas injustas en su propio beneficio. Los grupos de presión se encuentran bajo el control mayoritario de ciudadanos acaudalados y empresas privadas, que cuentan con los recursos suficientes para garantizar que se escuchen sus peticiones y se protejan sus intereses. Esta influencia indebida sobre el proceso político termina por socavar el gobierno de la mayoría.
La desigualdad es una importante fuente de conflicto y, en el ámbito público, un tema de debate natural entre partidos. Cabe concluir que un adecuado funcionamiento de los sistemas políticos democráticos es incompatible con una situación acuciante de desigualdad económica y social.
No es de extrañar que la corrupción sea un tema que los participantes en las encuestas suelan mencionar al expresar su malestar por los sistemas políticos democráticos. La corrupción ejerce de barómetro y recordatorio visible de la desigualdad económica para los votantes. El Índice de percepción de la corrupción de Transparency International lleva varios años señalando la corrupción como un tema de preocupación constante incluso en las democracias más estables.
Los escándalos de corrupción no son exclusivos de los países en desarrollo: en los últimos años se han dado numerosos ejemplos de cohecho, corrupción y uso de información privilegiada en democracias desarrolladas, entre ellas en Francia, Alemania y Reino Unido. La política estadounidense se vio salpicada en 2024 por un aluvión de casos, con la imputación de varios veteranos de la escena política por cargos relacionados con la corrupción, y la condena del senador Robert Menendez por cohecho, entre otros delitos, en enero de 2025. La encuesta Gallup de 2024 concluyó que la confianza en el Congreso de los Estados Unidos había descendido hasta el 35%, cuando en la década de los 1970 gozaba de un 75%.
Otro importante motivo de la insatisfacción democrática es la incapacidad de los políticos y sus partidos de representar adecuadamente a sus votantes y abordar los problemas que les afectan. Esta incapacidad se manifiesta en tres áreas fundamentales: la desconexión entre los partidos y sus bases históricas, la falta de opciones políticas reales entre las que elegir y el déficit de ideas políticas nuevas y de capacidad de resolución de los problemas.
Hasta la década de 1980, las identidades colectivas de los votantes y su afinidad por partidos concretos se habían mantenido sorprendentemente inmutables. El proceso de desapego que ha terminado generando una desconexión completa entre los partidos políticos y su electorado original ha sido un movimiento progresivo, pero las consecuencias han resultado palpables, sobre todo en el caso de los socialdemócratas y laboristas. Su relación con la clase obrera comenzó a tensarse con el aumento de la militancia laborista tras el fin del boom de posguerra, en la década de los 1970.
También se han dado otros factores relevantes, como la profesionalización de los partidos y su progresivo acercamiento al Estado, del que reciben sus recursos y posición. Los dirigentes políticos ya no dependen tanto del apoyo de las bases como de las entidades externas que les facilitan el cargo y los recursos que lo acompañan.
Además, los grupos sociales que constituían el electorado fundamental de los principales partidos comenzaron a fragmentarse y diluirse. Los cambios económicos, sociales y culturales precipitaron un declive en el peso relativo que había podido ostentar hasta entonces la clase obrera tradicional. Por su parte, en el caso de los partidos conservadores tradicionales, el atractivo de las religiones organizadas también fue debilitándose. Todo ello dio lugar a la erosión de las identidades colectivas y sus afinidades políticas, con el consiguiente incremento de la fluidez de voto. Los partidos empezaron a intentar atraer votantes fuera de sus feudos habituales, lo que reforzó la tendencia al apartidismo. En los últimos tiempos, las guerras culturales en torno a cuestiones como las políticas identitarias, la historia e identidad nacional o la libertad de expresión han contribuido al debilitamiento del voto por afinidad y al auge del populismo.
Las políticas de partido son un elemento fundamental en la estructura de la democracia representativa. Sin los partidos políticos, no existe la posibilidad de una representación popular genuina ni de un gobierno representativo. La función de los partidos es integrarse en la sociedad civil, establecer vínculos con sus votantes, aprender de ellos y movilizarlos. Este tipo de organización política no solo es capaz de crear las mayorías necesarias para elegir un gobierno, sino que también es más probable que se responsabilice de su trabajo frente al electorado.
Una afirmación habitual entre los ciudadanos insatisfechos es la de que «todos los partidos políticos son iguales». La existencia de unos partidos políticos antagónicos que ofrezcan alternativas claras es la base fundamental de los gobiernos representativos. Si no hay alternativa, es imposible que la población pueda elegir y, por tanto, no tendrá la capacidad de influir en el gobierno. Buena parte de la ciudadanía tiene la impresión de que los principales partidos han ido convergiendo hacia el centro hasta dejar de ofrecer alternativas dignas de considerarse como tales. El Pew Research Center (2024) indica que el 42% de los participantes en su encuesta afirman no sentirse representados por ningún partido.
Esto no había sido así hasta la década de 1990. Antes de esa época, existían líneas divisorias bien definidas que separaban a los protagonistas de la escena política. La existencia de dos visiones antagónicas sobre la forma en que debía organizarse la sociedad definió la brecha política entre los partidos durante buena parte del siglo XX. En la mayoría de los países democráticos había al menos un partido que representaba los intereses de las élites empresariales tradicionalistas y las clases medias (los demócratas cristianos y los partidos conservadores), y otro que representaba los intereses de la clase trabajadora (los socialdemócratas y los partidos laboristas).
Hasta la década de 1990, diferentes versiones más o menos diluidas de estas ideologías de derecha e izquierda fueron las que conformaron el panorama político. Sin embargo, en los últimos años, estas líneas divisorias se han ido difuminando y provocando una convergencia política centralista debido a la acción de una serie de factores. Entre ellos se incluye la caída del comunismo, el fin de la lucha de clases, el descrédito de los modelos alternativos y de la izquierda, la creciente influencia de las teorías de gobierno mundial, la expansión del proyecto de la UE y una mayor injerencia en las políticas nacionales por parte de organizaciones internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.
Desarrollar alternativas políticas que diferencien unos partidos de otros no debería ser difícil, dado que los puntos de vista divergentes en materias específicas son el resultado natural de cualquier debate. La función de los partidos en un sistema representativo es tomar esas divergencias, definirlas y darles forma. Sin embargo, para los partidos centristas actuales, no siempre es fácil dar con alternativas coherentes que presentar ante el electorado y que empujen a los votantes a apoyar o rechazar una candidatura.
La excepción sería la de los dirigentes populistas que han plantado cara a los partidos tradicionales, como en el caso de Estados Unidos, donde los resultados de los tres últimos procesos electorales muestran un contraste llamativo tanto en políticas como en estilo de liderazgo. En Latinoamérica también se ha abierto una brecha ideológica patente entre, por un lado, los libertarios, como el presidente argentino Javier Milei, y los izquierdistas, como el presidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva. Esto nos indica que otros procesos similares podrían llegar también a producirse en la política europea.
Conforme los gobiernos se han ido volviendo más tecnócratas, se han encontrado con más dificultades para componer una visión trascendente del futuro que ofrecer a los ciudadanos. Por lo general, optan, en su lugar, por una visión cortoplacista cuyo énfasis político se centra en combatir las crisis en lugar de en llevar a cabo reformas económicas y sociales.
Durante algún tiempo tras el final de la Guerra Fría, y ante la disolución de las antiguas certezas e identidades políticas, los partidos se impusieron la aparente misión de hallar una especie de visión renovada. Perdido el contacto con sus antiguas bases electorales, optaron por centrarse en grupos concretos en un intento de encontrar la inspiración, pero con el tiempo, bastantes de estos políticos terminaron comprendiendo que perseguir una «visión» no era realmente imprescindible. Algunos dirigentes, en ciertos países, convirtieron en virtud la carencia de ideas y el definirse como «apolítico», en parte como respuesta a las políticas profundamente partidistas y hostiles de las décadas de 1970 y 1980. El «nuevo laborismo» británico del gobierno de Tony Blair (1997-2007) defendía una «tercera vía» que repudiaba de forma explícita el enfoque ideológico tradicional.
Esta tendencia a actuar más como directivos que como dirigentes no solo ha provocado una despolitización del centro, sino también del propio gobierno. Los bancos centrales independientes se han apropiado de la gestión de la inflación y las políticas monetarias para dejarlas en manos de economistas y tecnócratas. En su momento hubo argumentos a favor de estas medidas, como los errores cometidos en el pasado, o el hecho de que la politización resta eficacia a la capacidad del banco central para controlar los excesos fiscales. Sin embargo, también reducen las áreas en las que los políticos tienen una responsabilidad directa. Este modelo se ha ido extendiendo a otros ámbitos públicos, de tal manera que el cuerpo político percibe que las decisiones en materia de salud, presupuestos gubernamentales, sistemas de protección social y otras cuestiones de interés general suelen estar en manos de expertos designados, en lugar de en políticos electos. El resultado, para bien o para mal, es la insatisfacción tanto con los políticos como con los expertos.
En las encuestas de opinión en torno a la democracia, los participantes no solo han exigido más de sus políticos, sino que también han indicado que esperaban que se exigiera más de ellos mismos. En otras palabras, querrían que se les tratara como a ciudadanos, y no como a accionistas. Desde que la vida política ha abandonado las ideologías, la ciudadanía se ha distanciado del ámbito público.
Cuando los políticos hablan de una crisis democrática, lo que les preocupa más es el estatus de las instituciones políticas, y no tanto la función de la ciudadanía. Para muchos defensores de la democracia liberal, la prioridad radica en proteger las instituciones nacionales y el orden constitucional, sobre todo frente a las demandas populistas de que el equilibrio se rompa en favor de la soberanía popular. Sin embargo, otro punto de vista sería el de que la calidad de la democracia también viene marcada por el carácter de sus ciudadanos y su patrón de participación en la vida democrática de la nación. En tanto en cuanto definimos la democracia, desde una perspectiva operativa, como un conjunto de instituciones y procesos gubernamentales, su legitimidad y eficacia dependerán, en última instancia, de hasta qué punto represente realmente a sus ciudadanos. […] La esencia o calidad de la democracia se valora, sobre todo, en base a la implicación ciudadana en el proceso político y en su actitud hacia él.
La noción de que la participación en la vida política exige algún tipo de credencial intelectual o educativa contradice el principio de igualdad que sustenta la democracia misma. La democracia tiene una dimensión no solo institucional, sino también moral: no hace distinciones en base a título, riqueza, género, raza, educación o inteligencia. Aparte de la ciudadanía, no es necesario demostrar ningún tipo de acreditación para votar o para participar en la vida política de una democracia. Tampoco se exigen conocimientos ni experiencia en ninguna materia concreta a los ciudadanos que votan para elegir a sus representantes, quienes tienen la función de desarrollar políticas, presentarlas ante la opinión pública e implantarlas en el gobierno. Lo único que se requiere de los ciudadanos es que se familiaricen con las políticas propuestas y se informen de tal manera que puedan tomar una decisión consciente al votar a un partido o candidato en unas elecciones.
Hubo un tiempo, no obstante, en que la ciudadanía aspiró a algo más en el tablero político que a limitarse a hacer una cruz en una papeleta cada cuatro o cinco años. A lo largo de la historia, los grandes movimientos y partidos políticos surgieron de la lucha de hombres y mujeres corrientes por tomar las riendas de su destino. En la actualidad, estos partidos históricos y los sistemas políticos en los que operan ya no pueden describirse de verdad como representativos. El conflicto, por su parte, sí perdura, y divide la sociedad en base a intereses contrapuestos, que es lo que genera la necesidad de una representación política. Hasta cuándo podrá seguir ignorándose esta necesidad sin provocar una revuelta ciudadana es algo aún por concretar, pero lo más probable es que la ciudadanía termine despertando más tarde o más temprano. Cuando lo haga, es posible que surjan partidos capaces de encarnar esa nueva identidad política.
Este texto es una versión recortada del ensayo «What’s wrong with representative democracy?» que figura en las páginas 29 a 37 del Democracy Index 2024 elaborado por The Economist Intelligence Unit. El documento puede consultarse aquí. La traducción del inglés es de Patricia Losada Pedrero.
La fotografía que encabeza el artículo es de Maksim Goncharenok y puede consultarse aquí en el repositorio Pexels.