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Ver productos«Al bajar el termómetro de la virtud, surge de modo inevitable el del gobierno como represión»
15 de abril de 2025 - 10min.
Rafael Alvira (Madrid, 1942-2024), catedrático de Filosofía, llevaba varios años preparando con cuidado El dogma democrático, sirviéndose para ello de trabajos anteriores e integrándolos en una nueva unidad argumentativa, cuando falleció en febrero de 2024. Ediciones Rialp solo tuvo que dar el último pulimento al texto de su libro. Reproducimos aquí con su permiso las pp. 309-15.
Avance
Como escribe Alfredo Cruz Prados en la «Introducción» al Dogma democrático, «entre las cuestiones filosófico-políticas a las que Rafael Alvira más atención prestó se encuentra la democracia». Para Alvira, «la democracia no es solo un régimen político en el sentido más restringido del término; no es sin más un método para la determinación de los agentes del poder político». Así concebida, «la democracia puede quedar reducida a una democracia puramente nominal, a una democracia que es compatible con esa forma de totalitarismo que consiste en la construcción de un Estado Providencia».
Pero entendida como él la piensa, «entendida como vitalidad y pujanza de la sociedad civil», la democracia y la clase de libertad que tiene lugar en ella «se convierten en el fruto y, a la vez, en la condición de posibilidad del tipo de persona que Alvira califica de noble». La persona noble es «aquella que no solo se preocupa de sus propios asuntos, sino que se interesa y se ocupa también de lo que atañe a los demás, de lo que afecta a la sociedad en su conjunto. La nobleza es grandeza de espíritu y coraje, capacidad y disposición para involucrarse en objetivos de mayor alcance que lo inmediato e individual». Hace falta grandeza, dice Alvira, para ocuparse de los demás. Reivindicar el ideal de nobleza supone «sustituir el interés por el servicio como motor de la conducta social».
Este libro, insisten los editores del volumen, sintetiza un concienzudo estudio prolongado a lo largo de varias décadas por parte de Alvira, que aborda la cuestión de la democracia, añaden, «desde la antropología que inspira ese sistema, que pasa por ser hoy en día como el único que garantiza la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos».
A continuación sigue el «Epílogo» al libro de Rafael Alvira, de su propia pluma, reproducido con permiso de Ediciones Rialp.
La primera cuestión es qué entendemos por gobierno. Es una acción que se justifica para mantener unidas las partes de un todo. En el sentido más estricto, un todo —un grupo— humano. El ser humano existe con libertad individual y necesidad social. Combinar ambos factores en un número apreciable de personas que conviven, no es algo que surja de modo automático. Hace falta alguien que se haga cargo de ese trabajo, y le llamamos gobernante.
Recientemente ha pasado a uso habitual un término antes apenas usado: gobernanza. Tal palabra esconde un deseo de superar la dificultad que implica el ‘forzar’ individuos a trabajar o vivir unidos, mediante un sistema o método que lo logre de modo suave. La solución se busca en una estructura ideada hasta el detalle para evitar tensiones, unida al entrenamiento o formación suficiente para ello. El resultado sería, por decirlo así, que la Organización funcionara como los modernos automóviles sin chófer. Se habría logrado con ello, a la vez, algo inaudito: la democracia en el mundo del privatismo.
La gobernanza vendría, a la vez, a lograr el ideal, con tanta frecuencia incumplido, del gobierno basado en la virtud. Si esta impregna el actuar de dirigentes y dirigidos, todo parece fluir de modo suave, sin rozamientos, pero no es fácil alcanzar el nivel suficiente. La pregunta es entonces si, efectivamente, hemos de conceder que la gobernanza es la mejor posibilidad. Y, para intentar responderla, es preciso acudir a la problemática esencial de todo gobierno, que consiste —como ya va señalado— el trabajo de armonizar una pluralidad de elementos.
Como dice Platón, la sociedad es como un «hombre en grande». Por eso, hace buena a una sociedad lo que puede satisfacer a cada persona. Y lo que todos buscan es paz y libertad que, unidas, dan la seguridad. Paz y libertad en el plano interior van necesariamente unidas; en el exterior, pueden ir en uno, en ambos o en ningún caso. Una vida bien orientada concede paz y libertad interiores, pero el ser humano aspira a que en lo exterior se den las condiciones para poder gozar de ellas en su totalidad.
La virtud es la fuerza que me hace alcanzar los bienes aludidos en mi interior. El gobierno político —en el sentido más amplio y profundo de este término— me lo facilita en lo exterior. Facilitar significa que desde fuera se puede ayudar, pero no generar la virtud, pues ello requiere de la colaboración libre de cada sujeto. El buen gobernante logra paz y libertad exteriores y pone con ello las condiciones para que sea más fácil descubrir y procurar hacer propia la vida virtuosa.
Si falta la virtud en un ciudadano, podrá tal vez tener la suerte de vivir en un régimen con un buen nivel exterior. Eso le ayudará en su vida, pero, si en vez de impregnarse del buen ambiente, sigue con su falta de paz interior, no solo se estará haciendo daño a él, sino que empujará hacia peor a la sociedad circundante. El problema serio surge cuando hay mucha falta de individuos virtuosos. Entonces, como escribió brillantemente Donoso Cortés, al bajar el termómetro de la virtud, surge de modo inevitable el del gobierno como represión. Y si incluso los propios dirigentes sociales no creen en la realidad de la virtud, entonces el único remedio a esa inclinación es el ya señalado invento de la gobernanza. Con todo, los instrumentos, por muy buenos que sean, dependen en su uso de los que los manejan, de manera que es perfectamente pensable que la gobernanza, con sutil habilidad, sea empleada en forma tiránica.
Lo primero que el gobernante ha de hacer es estudiar el grupo humano que ha recibido a su cargo. Nadie puede gobernar si no es aceptado, aunque sea mínimamente y de mala gana. Aquí hay una primera tarea bien difícil a veces: ‘ganarse’ a ese grupo sin hacer concesiones que después le puedan ser reprochadas si no las cumple. Solo en casos extremos se puede jugar la baza de no enseñar lo fundamental del propio juego, y ello cuando se está cierto de que —una vez que se ha consumado el engaño— se vea claramente que era necesario para el bien de las personas, y no para mantenerse en el poder.
Toda Organización tiene un cuerpo y un alma. Es propio del gobernante, una vez que ha estudiado a su gente, estudiar con precisión cuál puede ser el propósito, como ahora se le suele llamar, planteado con realismo, de una Organización, para lo que necesita claridad en el ‘alma’ —la idea motriz— y el cuerpo que, a su vez, tiene dos partes: la ya aludida base humana y las condiciones materiales.
Con respecto a esto último, es necesario usar la prudencia. No ser derrochador ni corto de miras, no exigirse demasiado ni demasiado poco. En general, es bueno arriesgar razonablemente. Todo emprendimiento implica una cierta locura para abrir paso a algo nuevo. Pero eso tiene también sus límites y uno principal: que el fracaso del proyecto no lo tengan que pagar otros.
Necesita el gobernante también una sabiduría acerca del espacio y el tiempo. Con respecto al espacio, ha de tener en cuenta primero el espacio en general, tanto físico como psicológico y espiritual. Si bien ahora parece que este punto pierde relevancia, a consecuencia de los avances tecnológicos y el trabajo online, sigue teniéndola. Ninguna presencia ‘virtual’ puede sustituir plenamente a la real. Es necesario que haya relación directa entre los miembros de una organización. Se entiende con facilidad que la situación física de la empresa influye mucho a la hora de organizar sus comunicaciones de todo tipo. Y también el entorno físico y humano, así como el sistema de comunicaciones, todo lo cual contribuye a configurar un elemento central, que es el ambiente.
Cada detalle es importante. Un grupo de buenos cuadros, un color suave en las paredes, la luz, etc. influyen tremendamente en el estado de las personas y, por tanto, en el gusto por su trabajo. Y, desde otro punto de vista, saber colocar cada persona en el lugar en que pueda encontrarse más feliz y, por ello, rendir más y mejor sin estar forzado. Con respecto al tiempo, hay que saber dosificar el tiempo y los tiempos, no solo de cada uno, sino del conjunto. Una Organización es como una orquesta, cuyo director ha de lograr que cada instrumento suene en y cómo el momento adecuado del conjunto lo pide.
Por otra parte, las pequeñas acciones que traslucen la virtud y el espíritu de los gobernantes son los despertadores ejemplares que van elevando el tono del grupo humano. En particular, quienes gobiernan han de mostrar su amor al trabajo, y al trabajo bien hecho, pero nunca por sí mismo ni por deseo de riquezas, sino por lo que aporta al bien común, que es también el del que lo realiza.
Entrando de lleno en el tema de las virtudes, hay que recordar la doctrina clásica y no superada. Hay una nuclear, una introductoria y otras dos coadyuvantes. Se necesita primero el juicio prudencial, sin cuyo aviso no hay acción virtuosa posible. Con todo, el fin y núcleo central de todas ellas es la justicia, virtud de amplio espectro y que no se refiere solo a la ‘igualdad matemática’ entre el dar y el devolver. Para vencer las dificultades ‘externas’ que plantea la acción de la justicia, hace falta tener fortaleza, valentía. Para superar las internas, templanza.
Un gobernante que ha procurado ir adquiriendo y perfeccionando las virtudes, que estudia la gente y los problemas y que busca el bien común, recibe de Dios un triple regalo añadido: adquiere grandeza de ánimo —a virtud por excelencia para Séneca—, la visión y la serenidad. Se podría decir que son los caracteres que marcan a un gran gobernante. Existe una prueba ‘a contrario’ de esta última afirmación: un dirigente con alma y visión mezquina, inconstante e intranquilo, destruye cualquier Organización en poco tiempo. Hace la vida imposible, al conseguir que impere el desconcierto.
Lo normal es, además, que toda empresa se enfrente a múltiples dificultades que convierten en quimera el planteamiento democrático de ella. Su estructura se parece más a los grupos políticos antiguos y medievales. Hay alguien que ha de encarnar la empresa. Si de verdad lo hace, será capaz de transmitir generosamente la sangre que lleva dentro a los miembros de la Organización. Solo si lo consigue, ella funcionará con vida propia, porque no tendrá solo modos de hacer comunes, sino una fe común.
El problema del espíritu democrático y de la Gobernanza es que no hay sentido de co-pertenencia, ni capacidad de sacrificio. Hay asepsia y mero cumplimiento.
Desde que el Estado empieza a regular la vida económica, la ‘verdad’ de la empresa comienza a diluirse. Ella ya no se posee a sí misma, ni puede pedir nada especial a su gente. La vida económica actual juega entre su falsificación —vía socialista-estatalista— o su existencia enfermiza —vía liberal-capitalista—. En esta última hay posesión y responsabilidad, pero falta co-pertenencia. La primera es una falsedad constitutiva, en la que la política sustituye a la economía.
El gobernante no puede legitimarse por el Estado, que le da solo una legalidad, ni por el pueblo, que es una ficción, ni por su trabajo en orden a la Organización —aunque la mejore y la enriquezca—, sino por su recta orientación al bien común, su buen hacer virtuoso y su aceptación. Al faltar hoy día con frecuencia esos tres elementos, y transmitirse ese estilo descuidado de la jerarquía a la gente, cristaliza una cultura cada vez más pragmática, con una lucha subterránea por el poder, sin atención a nada más.
Esa bajeza aparece en los tres mundos ‘transcendentales’ de la realidad. Hay una estética social y política de muy bajo tono, en el habla, en el vestido, en el gesto, en las costumbres; desprecio y desinterés por la verdad y por el saber verdadero; olvido progresivo del bien. El ser humano necesita, desde su nacimiento, espejos en donde mirarse, para aprender. Ejemplos vivientes, en las tres columnas sociales: familia, magisterio, sacerdocio. Una sociedad con gobernantes de calidad empieza a mejorar casi sin darse cuenta, y no solo por las disposiciones concretas de tal gobierno, sino también por el tono personal que los dirigentes irradian.
Ellos serán los que produzcan mejoras verdaderas, aunque lleven un poco más de tiempo que las de algunos liderazgos efectistas. Son actitudes de fondo que se transmiten por el ejemplo, y ya de modo osmótico. Se descubre pronto un amante del saber: no repite mecánicamente, sino que vive lo que estudia. Y como la vida humana es diálogo, en clase quien más aprende es un buen maestro, pues siempre hay oyentes de atención dispersa, o pequeña. No siempre es fácil encontrar un «espíritu atento», como escribía Descartes.
Y más aún, si cabe, sucede con el bien. Quien procura hacerlo mejora con cada acto su bondad, aunque con frecuencia las personas beneficiadas no lo agradezcan. Un gobernante que pone esfuerzo, estudio, corazón en su vida y en su acción, está elevando el nivel de una sociedad.
Texto reproducido aquí con el permiso de Ediciones Rialp. Procede de Rafael Alvira: El dogma democrático. La sociedad civil y su gobierno. Ediciones Rialp, 2024, pp. 309-15.