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Ver productosEl autor propone abandonar el utilitarismo de nuestras ciudades en pos de lo sublime
28 de marzo de 2025 - 12min.
Coby Lefkowitz. Urbanista y promotor inmobiliario, desarrolla proyectos centrados en la construcción de espacios sostenibles y de escala humana. En sus publicaciones, entre las que destaca el libro Building Optimism (2024), defiende una arquitectura con personalidad, que vaya más allá del utilitarismo y refleje las comunidades que habitan el espacio. Es profesor en la New York University.
Avance
Gran parte de nuestros días se desarrollan dentro de espacios sin alma, que construimos movidos solo por la utilidad. Son edificaciones que no dicen nada, no dialogan con el ambiente en el que se encuentran ni con las personas que los ocupan. Nada genuino los diferencia, podrían ubicarse donde están o en cualquier otra parte. Si bien el artículo de Lefkowitz —el primero de sus escritos que se traduce al español— se centra en el panorama urbanístico estadounidense, la dinámica que critica se percibe en todo Occidente, donde abundan las ciudades pobladas de «cajas» que, aunque funcionales, carecen de vida.
Reparando en la relevancia que la arquitectura y el urbanismo tienen para la vida pública y la forja de comunidades, Lefkowitz apuesta por un esfuerzo que lleve a cultivar más la personalidad de los espacios que construimos. Reflexiona sobre el potencial que tiene la arquitectura cotidiana de convertirse en un patrimonio que perviva con el paso del tiempo, yendo mucho más allá del mero cumplimiento de la función para la que fue erigida. No son pocos los edificios que, construidos hace siglos, se han convertido en «tesoros que el público general y la posteridad han podido disfrutar» y que actúan como testimonio de las generaciones que los levantaron.
Con una mirada esperanzada, se muestra convencido de que, si en el pasado pudimos construir una arquitectura genuina, también podemos hacerlo en el presente. Y no solo a base de levantar construcciones grandiosas, basta una cenefa o un mosaico para convertir un edificio de viviendas en un elemento distintivo que aporte magia al entorno en el que se encuentra. No es imposible la tarea de recuperar el alma de los espacios que habitamos en nuestro día a día.
Buena parte de nuestro entorno arquitectónico contemporáneo padece un exceso de utilitarismo. Algunos lugares selectos gozan de una cantidad escandalosa de riquezas culturales, espacios de recreo, y cosas que ver y que hacer, pero no es lo que suele ocurrir en la mayoría de las poblaciones estadounidenses.
Lo habitual es que dispongamos de una especie de caja en la que dormimos a diario, otra especie de caja que conducimos de aquí para allá y, una vez en el destino, otra caja en la que trabajamos o aprendemos. A la hora de comer, solemos acercarnos a otra caja genérica, de esas que pueden encontrarse en una de tantas ciudades, y después, vuelta a empezar. De vez en cuando, aunque cada vez con menos frecuencia, puede que acudamos a alguna otra caja para ver una película, un espectáculo, o comer algo distinto. Todos estos lugares suelen carecer de ningún tipo de ornamentación, de detalles característicos o elementos contextuales que los vinculen a una población específica. Son estructuras puestas en pie a toda prisa con materiales baratos, incluso con acabados baratos, con una apariencia externa que no pretende más que cumplir con lo mínimo indispensable, para poder centrar sus esfuerzos en el interior (si es que llegan a tanto). Los lugares así no solo impiden generar una mejor experiencia colectiva, sino que pueden llegar a afectar a nuestro bienestar psicológico.
Esto no significa que nuestros hogares, oficinas, restaurantes o espacios comunes (si es que los hay) no sean agradables, pero muchos municipios estadounidenses han decidido renunciar por completo al placer de una experiencia colectiva también de puertas para afuera. Valoramos nuestros espacios privados mucho más que los públicos, y eso se nota. Dado que la mayoría de nuestras localidades están rediseñadas, o incluso diseñadas desde un principio, para poder recorrerse en coche a toda velocidad, el aspecto externo de las edificaciones ha sido algo a lo que no se le ha prestado demasiada atención. Cuando vas a casi 100 km/h, no se aprecia mucha diferencia entre una caja plana con elementos arquitectónicos de pega y un edificio de cuidado diseño, pero forma similar. Sin embargo, cuando te mueves sobre todo a pie o en bicicleta, los detalles comienzan a saltar a la vista.
En lugar de reinvertir en la calidad y personalidad de nuestras poblaciones, hemos preferido minimizar el diseño a su expresión más nimia y viable, en la creencia de que se trata de algo superfluo. «¿A quién le importan los materiales de calidad, los bienes comunales, un buen tejido urbano o la ornamentación?», podría ser lo que se preguntara cualquier implicado en el entorno urbanista estadounidense. «Hasta ahora nos ha ido estupendamente sin nada de eso. Así no es como hacemos las cosas por aquí, y desde mi interpretación subjetiva de lo que es la calidad de vida, yo diría que hemos acertado». Lo cierto es que viajamos por todo el mundo para presenciar ese tipo de lugares, a pesar de que, por alguna razón, nos repela crearlos en casa. Los espacios de nuestros sueños tienen alma, personalidad, majestuosidad, y nos emocionan lo suficiente como para decidir gastarnos miles de dólares en disfrutarlos durante unos pocos días. Es inconcebible que esta idea resulte menos chocante que la posibilidad de dedicarle un poco más de mimo al siguiente edificio que se levante.
En el pasado, la construcción era un arte cuyos trabajadores alcanzaban tal nivel de artesanía que sus obras trascendían la etiqueta de mera ornamentación. Los edificios se adornaban con elementos de suma calidad, ya fueran estatuas, frisos, mosaicos, o pinturas, como en la famosa Capilla Sixtina del Vaticano. No había motivación más importante que el orgullo que esto generaba tanto en los patrocinadores que lo financiaban, como en los artesanos que lo elaboraban. Si bien es cierto que la exhibición de riqueza, poder o fervor religioso también supuso un importante estímulo, el resultado final fueron tesoros que el público general y la posteridad han podido disfrutar. A pesar de que podamos considerarlos excesivos según los criterios actuales, muchos lugares pensados para uso cotidiano se han terminado convirtiendo en museos al aire libre al alcance de todos, que han ido aumentando en valor con el paso del tiempo. Hablamos de siglos, frente a los meros segundos u horas tan habituales en nuestra actual cultura de la gratificación instantánea y constante. Es como el capital acumulado durante toda una vida, comparado con el de una cuenta fiduciaria gestionada al segundo desde Suiza, Nueva York o por internet.
Aunque un mayor nivel de exigencia en el diseño arquitectónico y urbanístico puede suponer mayores costes que los de las alternativas más utilitarias (aunque no tantos si se tienen en cuenta los efectos fiscales e infraestructurales para una sociedad que depende completamente del coche), la función que estos lugares cumplen dentro sus localidades es fundamental. Nuestros edificios y espacios comunes simbolizan aquello que más valoramos. Nos cuentan quiénes somos. Una ciudad llena de iglesias o mezquitas ricamente adornadas, en la que se haya invertido constantemente en la creación y mejora de espacios de culto cada vez más exquisitos, será una población con una historia marcada por la devoción. Otra repleta de teatros y galerías acogerá con los brazos abiertos cualquier forma de expresión artística. Otra en la que el diseño rompa con todas las barreras preestablecidas se percibirá como un lugar que valora la innovación, el dinamismo y que aguarda el futuro con optimismo.
¿Qué dicen de nosotros los patrones urbanísticos predominantes en Estados Unidos, con sus repetitivas calles comerciales plagadas por las mismas franquicias, sus inmensas autopistas, sus kilómetros cuadrados de viviendas clónicas? ¿Que adoramos los coches? ¿Que sería fácil replicar cualquiera de nuestras poblaciones con solo reproducir sus estructuras, tan idénticas como carentes de personalidad? ¿Que somos unos tacaños? ¿Que odiamos el medio ambiente? ¿Que valoramos más las grandes empresas que el encanto particular de los pequeños negocios y de un tejido urbano propio? Pocas personas describirían así la rica red de relaciones interpersonales y vínculos íntimos que conforma su hogar, y sin embargo, ese es precisamente el mensaje que estamos enviando. Ya no expresamos lo intangible en nuestro entorno: nuestros anhelos, nuestros éxitos, nuestras historias. Es como si le hubiéramos arrancado el alma a nuestras localidades.
Es cierto que no hace falta mucho más que una especie de caja para conformar un espacio habitable. Todo aquello que no contribuya directamente a nuestra supervivencia es, por definición, superfluo. Sin embargo, ¿qué clase de vida es esa en la que nos limitamos a aceptar lo mínimo indispensable? La humanidad no lleva milenios recorriendo el largo camino hacia la prosperidad para esto. Si en un primer momento nos pusimos en marcha, fue para abandonar la idea de la mera subsistencia y perseguir una existencia que nos aportara algo más. Hasta los más grandes entre los ascetas se han postrado en oración frente a espléndidos monumentos. Desde las grandes pirámides de Giza a los zigurats de Ur, pasando por las altas catedrales medievales, siempre hemos aspirado a llegar más allá, a expresarnos con mayor perfección, a dejar para la posteridad lo que en nuestro tiempo marcó los límites de lo extraordinario. Estos edificios y lugares llegan a definirnos durante generaciones. Albergan un poder mucho mayor que el que pueda ostentar un único individuo.
Son espacios que podríamos describir como mágicos o fantásticos. Se salen tanto de la norma cotidiana y nos inspiran hasta tal punto que nos puede incluso parecer que no pertenecen a este mundo. La definición que el diccionario Cambridge de inglés da para el adjetivo fantastical (fantástico: extraño y maravilloso, como surgido de un cuento), sugiere el siguiente ejemplo para ilustrar su uso: «Fantásticos templos budistas y castillos medievales se aferran a las laderas de los neblinosos valles de Bután.» Solo con esa descripción ya te sientes como si estuvieras allí, entiendes el relato que ese lugar te está contando.
¿No mejoraría nuestra vida poder gozar de un poco más de este tipo de magia? ¿No resulta más divertida la existencia cuando cruzar una esquina nos puede deparar un inesperado despliegue de maravillas? Ya sea un leve respiro de nuestra vida cotidiana, o una experiencia inmersiva capaz de transformar nuestra percepción, nuestro entorno urbanístico tiene una capacidad extraordinaria para influir en nuestra forma de interactuar con el mundo.
No es posible cambiar las cosas de la noche a la mañana, pero sí lo es dar un primer paso, ya mismo, que ponga en marcha el proceso. Se puede empezar poco a poco. De hecho, eso fue lo que ocurrió en la mayoría de estos lugares mágicos. No se construyeron desde un principio con la forma que terminarían adoptando, sino que fueron transformándose, o incluso reconstruyéndose por completo, para incorporar más detalles, mejores materiales y nuevas obras de arte. La pátina del tiempo les ha ido confiriendo un encanto romántico, como solo pueden proporcionar las incontables historias que han impregnado cada uno de esos espacios. Únicamente a través de ese arduo proceso han logrado revelar toda su belleza. Sin embargo, incluso los primeros pasos pueden ser maravillosos, ya se trate de una hilera de lamparillas, de un mosaico o de una pequeña cenefa en la fachada que desafíe los convencionalismos. Reverenciamos las historias que los ladrillos y ventanales de estos lugares pueden contarnos. Nos esforzamos por lograr revelar sus misterios y fracasamos irremediablemente, pero nos sentimos impelidos a seguir intentándolo a pesar de todo. Hay un hilo que nos ata a ese pasado y que se prolonga hacia el futuro. Toda la humanidad está conectada por un vínculo común, como un inmenso tapiz al que quizás podamos añadir nuestra propia y pequeña contribución, en el que podamos convertir la fantasía en algo un poco más cercano a la realidad. Una humilde choza de madera tiene el potencial de convertirse en un gran monumento al progreso, la fe o el orgullo. O, para aquellos con una mentalidad más comercial, de revalorizarse con el tiempo, tanto a sí misma como a su entorno. ¿Quién puede decir lo mismo de una mundana especie de caja?
Son muchos los lugares del pasado que inspiran este tipo de magia, si bien lo primero que nos viene a la mente suele ser un laberinto de callejuelas medievales flanqueadas por imperfectos edificios llenos de encanto. Uno de los grandes magos del urbanismo fue Antoni Gaudí, el maestro de la arquitectura barcelonesa.
Los edificios de Gaudí son sui generis, con unas cualidades artísticas tan idiosincráticas que escapan a cualquier convencionalismo. A través de sus mosaicos, materiales locales y motivos ornamentales, sus proyectos enraízan en la cultura catalana, pero transcienden sus orígenes para llegar mucho más allá. Lugares como la Sagrada Familia, el parque Güell, la Casa Batlló o la Casa Milá, entre otros, atrapan la mirada del peatón. Sus formas amorfas, sus impactantes colores vívidos, su caprichosa interpretación de los elementos arquitectónicos tradicionales, como los balcones y las columnas, y su prolífica ornamentación desafían todas las normas. Sin embargo, quizá sea precisamente eso lo que los convierta en algunos de los espacios urbanos más importantes del mundo. Aunque ninguno de ellos tenía necesidad de ser nada más que una caja para cumplir su función como residencia, lugar de culto o de trabajo, elevaron la experiencia cotidiana a algo difícil de expresar en palabras. Estos edificios son, simple y llanamente, mágicos.
En los últimos años, los arquitectos contemporáneos están empezando a recuperar la memoria e impregnar sus obras con algo más de magia. A pesar de las críticas que las han tachado de frívolas, el público general las ha premiado con una inmensa popularidad, y con el tiempo han logrado ganarse incluso a los más cínicos entre los incrédulos. Esta tendencia se está manifestando de maneras muy variadas. Puede encarnarse en las grandes figuras de la arquitectura contemporánea, que se dedican a hacer realidad las fantasías de los superricos, de los superpoderosos, o de ambos. Pero también en las comunidades más marginadas a lo largo de la historia, que están sabiendo expresar lo extraordinario de sus propias vivencias de formas más modestas, pero no menos llenas de encanto.
Son muchos los lugares que pueden inspirar y alimentar nuestra capacidad para soñar con un mundo mejor: la mezquita Azul de Estambul; las colinas de San Miguel de Allende, en México; Arlington Row en Bibury, Inglaterra; el monasterio Taktsang, en Bután; las fachadas de azulejos de Oporto; el Gran Palacio Real de Bangkok; el Casco antiguo de Rotemburgo, en Alemania; el Templo Dorado de Amritsar, en la India; la Catedral de San Basilio en Moscú; la Necrópolis Shahi Zinda en Samarcanda; el Zoco de Marrakech… Si fue posible construirlos en su momento, también lo será volver a hacerlo de otra manera diferente, más novedosa y emocionante. Algunos de estos lugares os resultarán familiares. Otros, tal vez no. En cualquier caso, todos ellos rechazan lo cotidiano, lo mundano, lo utilitario. No tenían por qué haber sido tan espectaculares, tan caprichosos o tan extravagantes, y sin embargo, así son. Hay algo apasionante en ello, algo profundamente conmovedor. Aunque un buen tejido urbano sea fundamental para conformar la calidad de una población, son los edificios extraordinarios, incluso disparatados, los que le proporcionan su identidad y personalidad. Son los que definen su silueta, los que nos llegan al corazón, los que ocupan mayor espacio en nuestra memoria. Son fantásticos, pero son una realidad.
Este texto fue publicado por Coby Lefkowitz el 16 de febrero de 2023 en Substack y puede consultarse en este enlace. Lo reproducimos en Nueva Revista, adaptado, con el permiso del autor. Traducción del inglés al español de Patricia Losa Pedrero.
La imagen que encabeza el artículo es del Parque Güell. Ha sido tomada por George Cristea, su uso es gratuito y se puede encontrar aquí en el repositorio Pexels.