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La segunda parte del Quijote se publicó en 1615. Entre esta y la primera pasaron diez años, aunque, según el texto, entre el fin de la segunda salida y el principio de la tercera solo medió «casi un mes» y «tres o cuatro días» (II, 4). La primera parte llevaba por título El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y la segunda le llama el «ingenioso caballero». Quizá el cambio de títulos contenga la clave de la diferente concepción del personaje en el nuevo libro. En 1605 don Quijote es un hidalgo que ha perdido «el juicio» y se le ha quedado suelta la capacidad imaginativa (el ingenio) sin la capacidad de discernir lo aceptable y lo inaceptable en esas imaginaciones. Todo lo que ve lo transforma en escenas de caballerías, influido por los libros que le han enloquecido. De ahí que todas las aventuras de la primera parte tengan esta estructura: el caballero ve unos molinos y los eleva a gigantes; ve una venta y la eleva a castillo; oye unos batanes y los transforma en ruidos infernales. Como resultado de su error, entra en batalla y acaba golpeado o decepcionado. En ese momento, lejos de vislumbrar un posible error en su conducta, acude a un recurso que le explica su derrota y le deja satisfecho: los encantadores. El quijotismo es básicamente la interpretación de la realidad desde la imaginación perturbada por los libros de caballerías; por consiguiente, la confusión de la vida con el sueño, de la realidad con el deseo, y un nivel paranoico de autoestima, que nos impide reconocer nuestros defectos.

La ironía inicial que penetra todo el Quijote consiste en que un hidalgo débil pretenda ser caballero andante a los cincuenta años, la edad en la que debiera retirarse, como lo hace don Guillem de Vàroic en Tirant lo Blanc. Desde esa ironía de fondo, se entienden otros ejemplos, como la actitud de Cervantes ante estas afirmaciones de don Quijote: «Yo sé quién soy» (I, cap. 5); «Sabes poco de aventuras; lo que yo digo es verdad y ahora lo verás» (I, 8). «Yo te sacaré de las manos de los caldeos» (I, 10). Unamuno ponía estas frases del caballero como ejemplo de la conciencia de la propia personalidad. Pero en el texto de Cervantes las afirmaciones del andante no expresan una teoría de la personalidad, sino la ceguera de un pobre loco, inconsciente de su verdadera situación en el mundo.

En la segunda parte, don Quijote es ya caballero. Su lugar sigue siendo la aldea, pero la aldea tiene ahora plebeyos, hidalgos y caballeros, estamento social ausente en la primera parte. El Toboso se convierte en «la gran ciudad del Toboso» (II, 8) y Dulcinea en la reina de toda la hermosura y el poder. De hecho, don Quijote habla de ella en términos místicos: «Cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede único y sin igual en la discreción y en la valentía» (II, 8). Como luz iluminará su mente, y como fuerza moverá su corazón, siendo para el caballero la fuente de la prudencia templada y del valor justo. En la primera parte el hidalgo había visto por lo menos cuatro veces a Aldonza Lorenzo y la elevó a dama de sus pensamientos. Sancho también la conocía y sabía que era «moza de chapa y de pelo en pecho» (I, 25). En la parte segunda ni don Quijote ni Sancho han visto nunca a la labradora manchega (II, 9). La nueva dama, fruto de la fantasía o del deseo, condensa la idea que preside la nueva postura de don Quijote: en la primera parte se deja llevar de la ilusión; en la segunda, de la alucinación (II, 32). La ilusión se funda en una realidad percibida; la alucinación es ya vida en un orbe de pura fantasía; el caballero vive en su mundo imaginado y ya no necesita elevar al cosmos ideal las realidades prosaicas que encuentra en su camino.

La primera parte se distribuye en dos salidas de don Quijote; se supone que la primera (caps. 1-5) era una novela ejemplar que terminaba con la condenación al fuego de los libros de caballerías, causantes de la locura del hidalgo y de otros lectores ociosos, sobre todo mujeres (pueden verse los testimonios de fray Francisco de Osuna y santa Teresa). La segunda salida, ya de don Quijote y Sancho, constituye propiamente la primera parte de la novela, que se va construyendo con la yuxtaposición de episodios e incluso intercalando dos «historias» —la novela del Curioso impertinente y la narración del cautivo— no asociadas directamente con el caballero y su escudero. Hasta el capítulo 23 se suceden episodios conectados casi exclusivamente por los respectivos de don Quijote (bondad y el valor) y Sancho (interés y cobardía), caracteres que permiten predecir sus respuestas y dan unidad a las aventuras inconexas.

Cuando aparece Cardenio (I, 23), se abre un argumento entrelazado con el engaño de don Fernando y su matrimonio clandestino con Dorotea. Este conflicto queda resuelto en el capítulo 36, tras una escena genial. Dorotea ha sido abandonada por don Fernando después de haber contraído con él un matrimonio válido, aunque prohibido por el concilio de Trento. Luego se encuentra con el cura y el barbero y hace de princesa Micomicona (I, 28), prometiéndole don Quijote que la restituirá en su reino venciendo al gigante usurpador. En la batalla con los pellejos de vino (I, 35) el caballero decapita al gigante, y como resultado, la princesa recupera su trono, que para la mujer Dorotea es el reencuentro con su esposo don Fernando y el ser aceptada por este como su legítima esposa. La historia de Cardenio y Luscinda, don Fernando y Dorotea, es la aventura que don Quijote resuelve: «Yo creo que si por vos, señor no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo» (I, 36).

La segunda parte se estructura en torno a cuatro motivos fundamentales: el encantamiento de Dulcinea, los burladores burlados, el suspenso como criterio estructural y el encuentro de Cervantes con el Quijote de Avellaneda (II, 59). El primer burlador es Sancho, que finge el encantamiento de Dulcinea (II, 10). Ese engaño abre en don Quijote el proyecto de buscar el desencanto de su dama, a la que ve en el sueño de la Cueva de Montesinos (II, 22) y a la que desea ver desencantada (II, 31, 58). Pero Sancho sale burlado cuando la duquesa le hace ver que quizá su ingenio no haya sido capaz de inventar la impostura y sea él el encantado (II, 33). Después, el Sancho burlador sale burlado, cuando Merlín dice que debe darse los azotes para el desencanto (II, 35), y llega a reconocer que hay encantadores (II, 70). La burla se deshace cuando don Quijote le ofrece pagarle por los azotes, y entonces Sancho «abrió los ojos y las orejas de un palmo, y dio consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana» (II, 71). Burlados salen Sansón Carrasco en su primera aparición como Caballero de los Espejos; los duques, hasta el punto de que «Cide Hamete tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos» (II, 70), y todos cuantos, tomando al caballero por loco, quedan sorprendidos por su dignidad. En la segunda parte Cervantes se ríe de la caballería andante, pero no de la caballerosidad, y pone de relieve las virtudes del auténtico caballero.

Otro principio estructural en la parte segunda es el suspenso. En el capítulo 12 el lector se encuentra sorprendido por la presencia de otro aventurero dispuesto a luchar con el que niegue la superior belleza de su dama. Lucha con don Quijote, y al ser vencido, el autor nos revela que es el bachiller Sansón Carrasco. En los capítulos siguientes se dan otras sorpresas, como la historia de Basilio en las bodas de Camacho, y sobre todo la aparición de Maese Pedro con el mono adivino (II, 25-26), que conoce muy bien a don Quijote. Al lector se le introduce en el espectáculo como a los demás espectadores, y solo más tarde «se da cuenta quiénes eran Maese Pedro y su mono» (II, 27), el Ginés de Pasa-monte librado por don Quijote de las galeras (I, 22).

Es un tópico sin fundamento entre los críticos del Quijote, reforzado por don Américo Castro en El pensamiento de Cervantes (1925), que el texto se caracteriza por su ambigüedad, ya que Cervantes jugaría con distintas perspectivas sin comprometerse con ninguna. He aquí unas palabras de Juan Goytisolo: «El Quijote es una obra que no está cerrada, que admite todo tipo de interpretaciones» (abc, 13 de abril de 2005). Como ese relativismo es una tontería insostenible, poco después Goytisolo afirma en el mismo artículo que se han dado algunas lecturas «delirantes» del texto cervantino. ¿En qué quedamos? Cervantes informa siempre al lector de la verdad que don Quijote tergiversa en su imaginación. En la primera parte explica la situación antes de comenzar las aventuras. El caballero ve unos gigantes, un castillo, unos ejércitos. Pero el autor nos ha dicho a los lectores que se trata de unos molinos, una venta y dos rebaños de ovejas. En la parte segunda no informa al lector antes de la aventura, sino después de haber confundido al lector introduciéndole en la trama: estructura de suspenso.

El ejemplo más popular de la supuesta ambigüedad cultivada por Cervantes es el «baciyelmo», expresión creada por Sancho al final del capítulo 44 de la primera parte. Todo empieza en el capítulo 21, cuando el barbero se protege de la lluvia poniendo sobre su cabeza la bacía que utilizaba para afeitar, y don Quijote se la arrebata convencido de que es el «yelmo de Mambrino». En la venta, ya delante del barbero dueño de la bacía, se disputa sobre si el objeto en cuestión es bacía o yelmo. Sancho reconoce expresamente que es bacía: «Pardiez, señor, si no tenemos otra prueba de nuestra intención… tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez de este buen hombre albarda» (I, 44). Pero también reconoce que la bacía le libró al caballero de duros golpes al recibir las pedradas de los galeotes (I, 22) y así afirma: «Si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance» (I, 44). Sancho acuña el término baciyelmo porque, sin dudar de que es una bacía, reconoce que sirvió de yelmo defensivo contra las piedras de los ingratos delincuentes. No tiene sentido inferir de este texto que la realidad cambia según el color del cristal con que se mira. Otro tópico es asociar el Quijote con Erasmo, con la intención de ocultar el trasfondo católico del libro. Ese tópico falsea el texto cervantino y crea un Erasmo de fantasía, supuestamente contrario a las creencias de la Iglesia.

Cervantes no cultiva la ambigüedad ni presenta una realidad oscilante. Él presenta dos personajes: don Quijote cambia la realidad según le dicta su fantasía sin juicio. Sancho no es un modelo de realismo y sentido común, como repite otro tópico, sino una inteligencia inferior y sin cultivo —no sabe leer ni escribir— que se limita al nivel de lo perceptible por los sentidos. En la primera parte Sancho se distingue por el sentido de la vista («Mire, que digo que mire», I, 8, 18), y en la segunda por el oído. El autor, en cambio, es el entendimiento que juzga con la debida distancia, es decir, con ironía, los pasos de sus dos personajes.

El Quijote, especialmente la segunda parte, es un ejemplo de lo que llamó la crítica del siglo xxmetaliteratura, que es convertir la escritura en objeto de análisis dentro del texto literario. La intención de Cervantes, expresada en las primeras líneas del prólogo de 1605, es realizar un libro hermoso, gallardo y discreto, como «hijo del entendimiento». Así trata de evitar los disparates de los libros de caballerías, hijos de la imaginación loca (I, 47). En la primera parte hay varias narraciones hechas por sendos personajes: el pastor Pedro, Cardenio, Dorotea, el narrador del Curioso impertinente, el cautivo y el pastor Eugenio. Pues bien, después de cada una otro personaje hace una crítica, elogiando la narración por el interés de su contenido y por la forma de contarla. Al pastor que está refiriendo la historia de Marcela, don Quijote le dice: «El cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, lo contáis con muy buena gracia» (I, 12).

Cardenio pide disculpas por sus digresiones al contar su historia, y el cura le contesta: «que no solo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento» (I, 27). Atención especial merece el juicio sobre la historia de Dorotea: «contó todo lo que antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los que con él venían que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras» (I, 36). Este texto explora el misterio del arte de lo feo, lo triste y lo desgraciado. ¿En qué consiste el placer de la tragedia? En presentar desventuras con «gracia». Cervantes hizo arte y belleza con el «caballero de la triste figura», por eso el Quijote es la historia de «un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios» (Prólogo). La palabra «pensamiento» en el siglo de oro tiene generalmente sentido peyorativo, ya que traduce el término escolástico «cogitativa», que es el sentido de las ocurrencias o corazonadas, no el entendimiento que analiza realidades. Mientras el entendimiento logra la unidad de la idea, los pensamientos son «varios» y desordenados. En cinco autos sacramentales de Calderón aparece el «Pensamiento» como un personaje frívolo vestido de arlequín.

Frente a estas narraciones, reconocidas como hijas del entendimiento, hay tres que se narran a tontas y a locas: dos de Sancho: la del cabrero que huye de la pastora Torralba (I, 20), y la discusión de un villano de su pueblo frente al hidalgo que le invitó a su mesa (II, 31). La tercera es la del labrador que cuenta la historia del rebuzno (II, 25). Los narradores villanos no saben distinguir lo que se debe y lo que no se debe contar en un relato hijo del entendimiento. Frente a ellos, «Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra» (I, 16).

En la segunda parte la crítica literaria la hacen Sansón Carrasco y el propio autor que convierte su nuevo libro en un taller de reflexión sobre cómo se hace un libro extenso de ficción que sea hijo del entendimiento. En el capítulo tercero Sansón le dice a don Quijote que los lectores de su historia han notado en ella cinco defectos: el exceso de palos que recibe el caballero, la credulidad de Sancho, las dos novelas no relacionadas con los personajes principales, la inconsistencia al contar el robo del asno de Sancho, y el no volver a mencionar lo que Sancho hizo con los cien escudos de oro encontrados en la maleta de Cardenio (I, 23). Estos defectos suscitan varios comentarios de don Quijote, pero lo importante es que Cervantes no vuelve a repetirlos; la violencia física en la segunda parte se reduce a las manadas de toros o puercos que atropellan al caballero, Sancho es más discreto que en la primera, y todos los episodios están relacionados con las situaciones del caballero y el escudero (II, 44).

En la segunda parte Sancho es más culto, llegando incluso a citar alguna sentencia de Aristóteles; pero en esos casos advierte que esas sentencias se las ha oído a su propio señor, al sacerdote de su pueblo o al predicador de la cuaresma. Por eso he afirmado que en la segunda parte Sancho sigue encarnando el nivel mental de los sentidos, y aquí el sentido predominante no es la vista sino el oído. Cuando juzga los conflictos que se le presentan como gobernador de la ínsula, los resuelve desde otros semejantes que le sirven de ejemplo. Su mente va de lo singular a lo singular (el ejemplo), sin elevarse nunca al plano universal. Al final, deja el gobierno, reconociendo en la cima de su sabiduría: «Yo no nací para ser gobernador» (II, 53).

En el capítulo 59 Cervantes descubre el Quijote de Avellaneda. Desde ese momento la crítica del libro falso se convierte en verdadera obsesión. Al mismo tiempo, Cervantes, crítico literario en todo el libro, encuentra en el apócrifo un espejo que le permite llegar a un nuevo grado de conciencia sobre el valor de su creación frente al Quijote espurio. La atención prestada en estas páginas a la reflexión metaliteraria de Cervantes puede dar la impresión de que presenta los caracteres del barroco: cultismo, conceptismo, ingenio, agudeza y obsesión formalista. Nada más lejos de la realidad; en Cervantes las observaciones formales reflejan una preocupación existencial. Como dijo Menéndez Pelayo, «No tiene una manera violenta y afectada, como la tienen Quevedo o Baltasar Gracián…, su estilo arranca de las entrañas mismas de la realidad que habla por su boca» («Cultura literaria de Cervantes y elaboración del Quijote», 1905). La maestría del Quijote consiste en su dramatización del tema de nuestra identidad. Y en la segunda parte, la reflexión sobre la escritura dramatiza la misteriosa relación en cada uno de nosotros de conciencia y verdad, realidad y lengua, realidad y cultura. ¢